Estamos en un tiempo crucial en su inestabilidad, protagonizando un momento que será memoria, y pienso que estas discusiones, las del campo cultural que ha puesto sobre la mesa con responsabilidad y contundencia Lorena Amaro, están en estrecha sintonía con esa nueva sociedad que queremos construir a partir de las palabras.
Por Alejandra Costamagna
Lorena Amaro nos ha invitado a hacernos algunas preguntas que muchxs nos hacíamos para callado o entre amigxs o en nuestras cabezas mientras contestábamos mil correos, pagábamos las cuentas, hacíamos el aseo, cuidábamos a las personas mayores o a lxs niñxs a nuestro cargo, veíamos noticias con la ansiedad disparada, escuchábamos las carajadas de este gobierno, rabiábamos, golpeábamos las cacerolas en el balcón, hacíamos malabares para que alcanzara la plata hasta fin de mes y tratábamos de mantener la cabeza en orden. Amaro se pregunta, nos pregunta, cómo pensar la construcción de autorías en medio de las lógicas de mercado que nos entrampan. Cómo abordar los nuevos peligros que pueden acecharnos y que nos acechan todos los días en el campo literario. “Hay que cuidar el espacio de las autorías: no solo de mujeres, pero principalmente las nuestras, porque nuestros cuerpos y gestos han sido históricamente mercantilizados. Debemos cuidarnos de la transa neoliberal que todo lo fagocita y lo adelgaza”, dice en el ensayo publicado hace unos días en estas mismas páginas y que ha dado pie a un contundente intercambio de textos de escritoras como Lina Meruane, Nona Fernández, Claudia Apablaza o Julieta Marchant, que han llevado la conversación a lugares diversos. Desde la defensa del trabajo de las escritoras agrupadas en un determinado colectivo -asunto que no era precisamente el objeto del ensayo original- al cuestionamiento de las redes sociales como plataforma de autopromoción (debate ultra interesante en el que hace poco Diamela Eltit intervenía con lucidez, comentando que Facebook era “una fábrica de producir yoes que se venden en la bolsa de Nueva York”, para luego proponer que había que apropiarse de la tecnología, “usar los mecanismos sabiendo lo que son”. Cuestión, por lo demás, estudiada y abordada en profundidad por la académica Carolina Gainza). Pero también el tema se abrió a asuntos como una mal entendida sororidad, esencialista y biologizante, o al foco en la mirada crítica de algunas estéticas puntuales, en el intento de centrar el debate en lo propiamente literario con sus alcances políticos.
En su última columna, Nona Fernández apunta que “como mujeres de la letra, como creadoras, como trabajadoras de la cultura, tenemos la obligación de sintonizar el sentir de los escenarios que experimentamos y traducirlos en nuestras operaciones literarias, en nuestras reflexiones, en nuestras columnas”. Y me queda rondando una inquietud que viene desde hace casi un año, desde nuestro 18 de octubre. Y tiene que ver con la palabra “obligación”, con ese imperativo de sacar la voz, de tener frases enteras en estos tiempos donde prima la duda, la incertidumbre, el apunte. Me voy por las ramas, probablemente, pero es lo que ocurre justo cuando la crisis nos deja el campo abierto para reevaluar por completo el modo en que funcionábamos hasta ahora, para sacudirlo y, sobre todo, para detenernos a pensar en cierta exigencia del modelo a la hiperproductividad. A estar en todas y responder como masa. A tener presencia en todo. A producir, producir, producir y tener respuestas donde a veces apenas alcanzamos a dar balbuceos. Pienso que esa prisa, ese apremio neoliberal que trabaja sobre la obsolescencia casi inmediata, ese “hacer” constante es una enfermedad del sistema que como mujeres o como disidencias nos pega el doble. Porque muchos de nuestros “haceres” domésticos -o incluso en el ámbito laboral- son considerados no productivos y entonces no cuentan. Pienso que no pocas respuestas y comentarios de gente ofendida, “sentida” y molesta en redes frente a las ideas planteadas por Amaro obedecen a esa misma prisa. Una lectura por encima, que desacredita las ideas porque ponen en cuestión asuntos que no caben en 240 caracteres o en un posteo de Instagram. Pienso que también está bueno detenerse en eso. Detenerse un poco. Desdibujarse o parar la máquina, si es necesario, en medio del presente abrumador. Ese estar en todas, reactivamente, velozmente, sin tiempo para procesar es, de alguna forma, otra de las trampas en las que nos vemos involucradxs y a la que hay que prestar atención. Y si volvemos a la escritura y sus contextos, que era uno de los ejes de las ideas originales de Amaro, para mí hay un ruido en seguir produciendo estos días como si nada.
Ya el 18 de octubre la escritura había quedado en suspenso y nos preguntábamos -o yo me pregunta al menos- si sería posible volver a escribir como lo hacíamos antes. Me parecía que era la hora del registro, más que de la autoría. Daba pudor abstraerse de lo que ocurría para sumergirse en el universo de la ficción o de otros mundos ajenos a lo inmediato. Julieta Marchant escribió por esos días un ensayo en el que se preguntaba “qué cosas podríamos hacer los poetas, en tiempos de miseria, en el periodo que ocurre entre que no podemos escribir y cuando podemos volver a hacerlo”. Y sugería que “habitar una hiperhigienización -silencio- o una hipercontaminación” no podían ser las únicas alternativas. Que debía haber otras maneras. Con la llegada de la pandemia para mí vuelve la pregunta por la escritura pero se disloca, porque si la interrogación entonces era cómo acudir a un registro propio cuando la calle era la que estaba hablando, el dilema ahora, cuando la voz de la misma calle sigue presente pero confinada por efecto del virus, es cómo narrar desde ese confinamiento, con la angustia y la incertidumbre a flor de piel, con la cabeza en cualquier parte y en ninguna, con la cotidianidad alterada de golpe. En ambos casos se instala la sensación de que el universo desde el que podríamos mirar cualquier cosa que escribamos se ha dado vuelta y es pertinente interrogarse por el nuevo escenario para lxs creadorxs. Estamos expuestos a un nuevo lenguaje, donde cambian los códigos y las lecturas de lo representable. Cómo se trabaja con los trocitos de historia en proceso, en construcción. Cómo se trabaja con los vestigios y los restos de un remezón tan inmediato. Un remezón doble, triple. Son preguntas abiertas. Más aun en estos días en los que, como bien graficaba Alia Trabucco Zerán en otro espacio de conversación, experimentamos un proceso destituyente/constituyente. Un momento en que nos estamos repensando como sociedad y como individuos. Destituir y constituir lenguajes, prácticas, códigos que nos permitan desentramparnos. “La literatura es el poder del lenguaje y el derecho es el lenguaje del poder”, escribe Trabucco Zerán en el libro Por una constitución feminista, e invita a que el derecho se acerque más a la literatura y al espacio abierto que las palabras puedan otorgar. Une así la sospecha feminista en constante ejercicio interrogador con la libertad de las palabras que imaginan un libro nuevo, una constitución que arranque de otros paradigmas. Estamos en un tiempo crucial en su inestabilidad, protagonizando un momento que será memoria, y pienso que estas discusiones, las del campo cultural que ha puesto sobre la mesa con responsabilidad y contundencia Lorena Amaro, están en estrecha sintonía con esa nueva sociedad que queremos construir a partir de las palabras, justamente. Las palabras, en el caso inmediato de la contingencia, de un libro que nos toca a todxs pensar, armar y leer en colectivo, mientras buscamos recuperar la calle y seguimos golpeando cacerolas, discutiendo, abriendo el debate y enfrentando las incomodidades.