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Cynthia Rimsky. El goce de la escritura

Luego de recibir el premio Mejores Obras Literarias 2023 por la novela Yomurí y de reeditar su primer libro, Poste restante, la autora chilena residente en Buenos Aires habla de su escritura, de su relación con el periodismo y de la idea del viaje en la literatura.

Por Francisca Palma

Cynthia Rimsky (Santiago, 1962) vive hace más de una década en Argentina, repitiendo la historia migrante de sus antepasados. Los motivos son otros, pero lo que persiste es el tránsito, el viaje. Este fue el tema del taller que dictó en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA), un curso de tres sesiones titulado “Las rarezas del viaje y su escritura”, al que asistió una quincena de personas en pleno verano, entre la humedad y la plaga de mosquitos.

Previo a la última sesión, la escritora comienza esta entrevista hablando justamente sobre la extrañeza como forma de viaje, como una manera de mirar y abordar lo que se va a narrar. En ese sentido, su última experiencia antes de esta conversación tuvo que ver con un grupo de personas mayores en la micro o bondi, como le llaman en la capital argentina.

Había tres ancianos sentados adelante y una dice “un chofer de este mismo bondi 95 me tiró, me caí y el tipo arrancó y se fue”. ¡Qué loco!: arrancó y se fue. El periodismo o la narrativa política tomaría el relato [de forma] realista. A mí, en cambio, me pareció muy notable que dijera “arrancó y se fue”. Más encima, la señora para bajarse le dice al chofer “tíreme  ahí”. Para mí, eso es el viaje: descubrir el material con el que voy a trabajar en algún momento; ya no es el viaje al país exótico, sino más bien prestar atención y entregarte completamente a lo que está pasando. Eso es la literatura: todo tiene que ver con el lenguaje.

Entregarse a las preguntas, a las escenas de extrañamiento; enfrentarse al dilema de cómo —y no solo qué— contar. Estos son algunos de los puntos que menciona en el taller, en el que convoca a autores como Marcel Proust, Walter Benjamin, Georges Perec o Irene Klein.

Estudió Periodismo en la Universidad de Chile, pero no terminó la carrera porque, dice, tenía con ella “una pésima relación”: “siempre me las arreglaba para transgredir sus reglas. Me iba por la tangente, por el desvío, y eso era un choque más o menos fuerte. Hasta que un día decidí que la dejaba porque me causaba mucha angustia. También estaba muy insegura de mi escritura, que no creo que haya sido muy buena tampoco”, cuenta. Y agrega: “El periodismo cambió mucho desde que me alejé de él. Si hubiera encontrado a alguien que me alentara, hubiera llegado a lo que ahora se llama periodismo narrativo, y quizá hubiera sido una gran periodista. Pero eso no ocurrió, entonces preferí retirarme”.

Yomurí (Literatura Random House, 2022), su último libro, se centra en la historia de Kovacs y Eliza, un hombre mayor y su hija, quienes emprenden un viaje vertiginoso en búsqueda de Sonya, otra hija (media hermana de Eliza), a la que necesitan para que cuide al padre en el ocaso de su vida. Su travesía, marcada por una compleja relación, se cruza con la historia de unos jóvenes indígenas provenientes de una misteriosa tierra. Con esta novela, Rimsky recibió en 2023 el premio Mejores Obras Literarias (MOL), en su categoría obra publicada, del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, un reconocimiento que, como otros galardones literarios, le permiten a los escritores tener algo de estabilidad económica. “Son una gran ayuda, porque en vez de gastarlo, lo voy distribuyendo y así puedo escribir la próxima novela. [Estos premios] te permiten comprar tiempo, pero no tienen que ver con la literatura”, cuenta la autora, que ha publicado, entre otros libros, La novela de otro (2004), Los perplejos (2009), Ramal (2011), El futuro es un lugar extraño (2016), Fui (2016), En obra (2018) y La revolución a dedo (2020).

Otra de las novedades de Rimsky —también profesora de la Universidad Nacional de las Artes en Buenos Aires— es la reedición de Poste restante, libro publicado originalmente en 2001 por Editorial Sudamericana, y que hoy vuelve a circular bajo el sello Ediciones Overol. Fue su primer libro, y en él cuenta el viaje que hace hasta el pueblo de Ulanov, en Ucrania, en busca de los orígenes de su familia, judíos de Europa del Este que emigraron a Chile. “El origen de Poste restante es una equivocación [la protagonista encuentra en el persa un álbum de fotos con el nombre Rimski en vez de Rimsky, y piensa que se trata de su familia, pero no es así], y es curioso que siga apareciendo. Quizás es el espíritu del viaje que mete su cola”, dice.

Escribes en distintos registros. En el caso de La vuelta al perro (2022) y La revolución a dedo, por ejemplo, usas el formato del diario. ¿Cómo te llevas con los géneros?

—Una tiene ciertas trayectorias y va aprendiendo, porque no es que un día te llegue la literatura, sino que es un aprendizaje o un camino donde vas probando. Al principio, con Poste restante (2001),me interesaba mucho transgredir los géneros, o sea, que el lector o la lectora dudara de si lo que leía era real o ficticio. Por ejemplo, en Ramal (2011) los textos están llenos de personajes que vivían allí, pero en las fotos [que aparecen en el libro] no hay ninguna persona, entonces se genera una especie de duda, hay una confusión sobre qué es real y qué es ficción. Trabajé durante mucho tiempo ubicando puntos fronterizos entre estas dos categorías, hasta que me di cuenta de que están completamente solapadas y contagiadas. Hoy hay otra categoría, que es lo virtual. Entonces, después de explorar mucho tiempo esa idea de confundir, ahora me interesa cada vez más la invención, la imaginación. El mundo se vuelve más difícil, por lo que imaginar e inventar me parece mucho más interesante.

¿En el sentido de que hay más elementos para la invención?

—La inquietud me surgió cuando cayó el muro de Berlín y empezó a abandonarse la idea de que otro mundo era posible. Cuando tenía 20 años y estaba luchando contra Pinochet, decíamos “yo quiero otro mundo”. Y cuando te preguntaban qué mundo, decíamos “el comunismo” y salvábamos. Hoy, uno dice “un mundo más justo”, pero la justicia también está puesta en duda. Por eso, inventar me parece interesante. No sé si es más difícil, pero implica desarrollar otra musculatura; es tirarte a escribir sin saber, sin planos, sin paracaídas. No sabes lo que te va a salir. La novela aparece en la medida en que haces el trayecto. No sabes cuándo va a terminar ni cuántas páginas va a tener, tampoco de qué se va a tratar. Eso últimamente me divierte mucho, me apasiona.

¿En qué momento de tu trayectoria se inscribe Yomurí?

—Tengo la sensación de que es el libro donde todo cuajó para mí, donde pude poner todo y me atreví más en esta idea de no saber lo que estaba escribiendo, de permitirme cualquier cosa, de no ser bien portada en ningún momento. Yomurí fue muy difícil. Fueron 12 años de trabajo y tiene investigación, invención, viaje. Todo el tiempo tenía la sensación de que había una transgresión a ciertas maneras bienpensantes, pero me interesaba descubrir qué había más allá. 

¿Cómo fue reeditar Poste restante, un libro que marcó el inicio de tu trayectoria? ¿Cómo fue el ejercicio de revisión de un volumen que publicaste hace tantos años?

—Poste restante se ha reeditado en Chile, Argentina, Brasil, México y, este año, en Turquía y España. En sus primeras ediciones siempre fui cambiando algo. Recuerdo que agregué la parte de Praga, por ejemplo. Después no volví a leerlo. Solo cuando alguna nueva editorial me hacía un alcance, leía esas líneas. Así fue hasta este año, en que la editorial Relicario, de Brasil, y Overol, en Chile, emprendieron una revisión minuciosa, muy completa, y encontraron algunas incongruencias en las fechas, en los nombres, en los lugares. Me daba risa que un libro del que se ha escrito tanto —tesis, ponencias, ensayos— siga teniendo equivocaciones, y accedí a hacer los cambios más por el entusiasmo de mis queridos editores que por mí. De hecho, no traspasé totalmente las correcciones de la edición de Chile a las de Brasil o Turquía, por lo que las ediciones no serán iguales, y espero que incluso la de Overol (a la que le agregamos una fotografía) siga teniendo estos equívocos.

¿Crees que tu rol de docente nutre tu experiencia escritural?

—Todo es muy contradictorio. Hay una tensión muy grande, porque yo nunca fui a un taller literario, por eso lo tomo más bien como una forma de trabajar con las personas para que encuentren su punto de vista, se atrevan a ir más lejos, se cuestionen ciertas cosas. O sea, más que nada, es una formación de la cabeza, [es ayudarlos a] que encuentren qué tienen para contar, por qué y cuál es su relación con la escritura; cuál es su voz, su tono. Cuando miras algo, por qué miras eso y no otra cosa. Eso es lo que me interesa. No enseño técnicas, no creo en la técnica.

Diste la vuelta larga, en ese sentido, porque no pasaste por una formación literaria.

—No, ni siquiera terminé Periodismo. Para mí fueron los viajes, la aventura, la lectura y mis rollos mentales. Publiqué mi primer libro a los 40 años, entonces mi escritura es a partir de la experiencia y del error, básicamente. Pasé muchísimos años sin poder escribir; escribía pero nunca terminaba nada. Fue más difícil al principio, y después se fue haciendo más gozoso.

Entonces escribir tiene algo tortuoso, ya que hablas de llegar a una etapa de goce.

—Sí. Por ejemplo, ahora tuve que dejar la novela que estaba escribiendo porque tenía que preparar las clases y me demoré mucho. De repente, se terminó; tenía todo el tiempo del mundo y no podía; me sentaba en el escritorio y no había por dónde seguir la historia, no estaba lo que me había gustado hace un año. Y claro, esos momentos son terribles, te ponen de muy mal genio, te da angustia. [Cuando me pasa] me voy a andar en moto. Un día me levanto, me siento en la misma silla, en el mismo escritorio, en la misma página, y ahí puedo seguir. La escritura no es un tiempo recto, cronológico, progresivo. No es esa cosa de decir “bueno, escribo una novela y después escribo la otra; si con la primera me fue bien, con la segunda me va a ir mejor”. No lo veo así. Por lo menos para mí, y lo dice John Berger, la escritura no tiene veteranía. Todo el tiempo estás volviendo a empezar. Quizás ahora me resulta menos angustioso, por eso es más gozoso, por eso hoy puedo decir que me gusta escribir, que lo que realmente me gusta en la vida es escribir. Cuando pierdo la brújula, me digo: “¿por qué estás escribiendo? Porque me gusta”, y listo, vuelvo a encontrar la hebra.

Uno de los temas de tus libros, y de Yomurí en particular, es el viaje. ¿Cuál es tu noción de la literatura del viaje?

—Cada uno tiene una cosa un poco biográfica. En mi caso, mi familia vino de países (de Ucrania y Polonia) que eran medio innombrables, porque mis abuelos habían sufrido mucho allá. Por eso, siempre asocié el viaje a algo misterioso. Por otro lado, me acuerdo perfecto de la primera vez que mis papás me dejaron cruzar la calle, porque podía ir a la esquina, pero por la misma vereda [de mi casa], y los negocios estaban al otro lado de la calle. Un día, mi papá me dio permiso para cruzar, me fue a dejar a la entrada del pasaje y se quedó mirándome como si me fuera a perder. El viaje en la escritura es un ejercicio de atención, de extrañamiento. El viaje es un trabajo de extrañamiento y descubrimiento, como dice César Aira. También está la idea de que hay un trayecto que tienes que recorrer y que no sabes a dónde te va a llevar, porque está lleno de equívocos. Hice muchos viajes a dedo, y me gusta muchísimo viajar así porque nunca sabes a dónde vas a llegar. Siempre te pasan cosas. Todavía hago dedo para salir de mi pueblo. Me gusta mucho.

En otras entrevistas te plantearon que Yomurí se trataba de una búsqueda de identidad, pero dijiste que no iba por ahí. ¿Por qué?

—Claro, o [me preguntaron] por el feminismo. El otro día, en una lectura en Italia, me dijeron que les había gustado el libro porque era sobre la búsqueda de identidad. Yo jamás escribí un libro sobre eso, pero la gente necesita tener constructos mentales. Creo que ahora se está leyendo de una manera muy peligrosa, porque se está leyendo con puros formatos. En pack de salchicha de seis, de doce; salchicha premium…

En Yomurí es difícil seguirle la pista a la historia; la forma de escritura puede despistar al lector.

—Son recursos y procedimientos para descalzar cualquier alusión mimética de la realidad. Es decir, crees que vas a encontrar algo, pero llegas a otro lado. Trato de que el lector no pueda usar el sentido común, que se abra a que existe otra manera de contar y mirar. Eso me parece muy político.

¿Cómo ves las cosas en Argentina en torno a la literatura, pero también como habitante de ese país hoy gobernado por Javier Milei?

—Voy a decir una sola cosa. Creo que es tremendo, no solamente por Milei, sino por lo que hizo que él saliera [electo]. Es tremendo por la forma en que están cambiando las sociedades hacia la disolución total de lo público, de la fraternidad, de lo colectivo. Eso me atemoriza mucho.