En sus años universitarios, el escritor Mario Verdugo analizó los discursos de los 90 y se encontró con un personaje: Nadie. “Nadie puede estar en desacuerdo”, “Nadie puede marginarse”. “Las palabras y las cosas nos las entregaban ya cortadas tanto en la tapa de los casetes como en el living de los tíos”, recuerda.
Imagen: “Chile on the Road to NAFTA, Accompanied by the National Police Band” (1997), de la artista estadounidense Martha Rosler. Gentileza de la artista.
Sí, hombre, toda la razón, se podía fumar en la sala de clases y el profesor de Cine, que fumaba el triple, nos enrostraba que antes era posible prender un cigarro sin remordimientos hasta en las naves espaciales, tal como lo hacían en Alien —con negligencia antropocénica— los tripulantes de la Nostromo minutos después de salir de la criogenia. Nadie te picaneaba aún por olvidarte del “los y las”; nadie se inmutaba cuando los párrafos tuyos se enardecían a todo fervor punketa (oh noventas, oh mores) con alguna diatriba ahora hiperfunable sobre “cojos”, “animales” o “sodomitas”. Lejos quedaba este tiempo rojipardo, pues en aquel universo todavía binario los malos jamás dejaban de anunciar su presencia con latines beatos o la marcha Radetzky.
Aunque tal vez no, caballero: lo que se dice libres no éramos. Las palabras y las cosas nos las entregaban ya cortadas tanto en la tapa de los casetes como en el living de los tíos. Censorshit, haz memoria, Joey Ramone debía cantárselas al Comité de Esposas Gringas que insistía en amordazar nuestra música desde que partió la década; y a un muchacho rubicundo que había hecho (¡¿como tú?!) el viaje interprovincial desde Aberdeen a Olimpia, lo fastidiaban por adornar su cuarto disco con un collage de vísceras y fetos. Allá, en eso que tus mallas curriculares llamaban penosamente “aldea global”, el futuro lo prometía un mercachifle de apellido japonés: nos convertiríamos pronto, mañana mismo, en perros echados, orondos, benzodiacepínicos, sin preocuparnos “de que otros perros lo pasasen mejor o de que en lugares distantes hubiese perros oprimidos”. Y acá, en eso que tus bibliografías llamaban sinceramente “retorno a la democracia”, hablar de “oportunidades”, de “equidad”, de “reformas”, hería tu convicción y te daba tedio.
O capaz que sí, compañero, porque podíamos responder con empujones en un tugurio estentóreo y “alternativo”. Querían arrearte hacia el folclor de patroncitos y entonces venían en tu rescate los poetas del posgolpe: montañas, claro, pero de barro y patadas; cortar leña, obvio, pero custodiados por patrullas; bañarse en el río, por supuesto, pero compelidos a ir entonando el Himno de la Patria. Lo de veras castrador, lo de veras inhibitorio, era la “cultura oficial”, el “discurso público”, el establishment o lo que luego comenzamos —módem en rodaje— a identificar como mainstream. En contrapartida disponías de una geografía a la vez demasiado local y demasiado extranjera, cuyas coordenadas clave te llevaban desde la disquería importadora a la librería de viejos. ¿A qué calaña de sistema idiota podría ocurrírsele colonizar tus rutinas de “engorilamiento” y Fuck tha Police? ¿Qué demonio terneado se interesaría por corromper tus tesoros de “guañaca” y Kill Yr Idols?
La verdad es que no, hermano, la verdad es que sí. No tuviste que esperar a que Naomi Klein te lo dijera. El lenguaje se privatizaba, las marcas lo acaparaban todo, el léxico de los gestores atosigaba peor que el de las parroquias y el de los cuarteles. Ese era el legado, la encerrona genuina, con ese cacareo economicus (de ahí hasta quizás cuándo) nos las veríamos. Acaso terminaste de caer en la cuenta al tomar en serio los textos del poder y, en especial, al líder soporífero que abogaba “por los Nuevos Tiempos”. Debías desenmascarar las retóricas ciegas, los relatos autoritarios, los sentidos clausurados: buscabas ser, estructura por estructura, actante por actante, morfema por morfema, lo que nuestra tutora llamaba misteriosamente “un semioclasta”. Y, en efecto, te entregaste a la misión oscura de leerlo, lo recortaste, lo reensamblaste, reordenaste al líder soporífero en esquemas escabrosos e infinitos. Lo descuajaringaste y, al final, tus hallazgos daban susto. Los “Nuevos Tiempos” te habían reservado un gran papel. Para esa voz, la única voz, eras Nadie.
Nadie, éramos Nadie, los únicos rivales que el líder reconocía en sus bostezos: Nadie. En el extremo contrario, estaban Todos, quienes merecían también el sobrenombre de Nosotros. Allá, Todos propendían al “equilibrio”, Todos demandaban “bienestar”, Todos se amparaban en “una base sólida”, Todos derrochaban “confianza” y abjuraban del “rencor”. Acá, Nadie “se marginaba” (de la ancha corriente del porvenir) y Nadie “se sumergía” (en la apatía o la indiferencia). De modo que ya no nos contábamos entre Todos y ya no éramos Nosotros; éramos Nadie, no el de Parra, ni el de Jarmusch, ni tampoco el delfín mal agestado y distímico de aquella banda ochentera. Éramos un vacío sin conciencia, un cero absoluto que parecía avalar al mercachifle de Harvard y al que no correspondería otro rol que el de cargarse eternamente a cualquier resabio de “política”. ¿Cómo polemizar, camarada, sobre algo en lo que Todos se habían puesto de acuerdo? ¿Cómo es que habíamos mutado en oponentes-que-no-se-oponen? ¿Con qué objeto ir en contra, mi amigo, de Nosotros y de Todos?
No y no, caballero, hombre, el clamor elíptico de los años nos quitaría la venda calamitosa: tus anarcodiatribas, por binarias, te emparentaban con la visión del líder maniqueo y fome. Abyectas resultaban, por hombrunas y airadas, las explicit lyrics que defendías otrora. Había que admitirlo: tus actantes y morfemas se imbuían de miradas que inculpaban al gobierno (¿como si fuera algo perverso?) por “travestismo”. Y los genios literarios del ayer, los de “tu época”, operaban como ese tenista despolitizado y enviciado con el top-spin de sus rimas tecnocráticas. Nada era como antes, pero Todos —esta vez con la novedad impostergable, incluyente, de una “a”, una “e”, una arroba, una equis— continuaban aguardándote.
Obligado fumas menos, camarada, no si sí, no si no, sí o no, y aún te arrean de vez en cuando hacia el folclor de patroncitos, como si los patroncitos no hubieran sido, precisamente, los que esquilmaron a tu zona y tus abuelas. Por momentos fuiste visto con sospecha en Plaza Dignidad, igual que antaño por Sanhattan o Lastarria. Y aunque ya es bastante mainstream, todavía relees cabizbajo el epígrafe con que abriste tu investigación de Nadie, de Nosotros y de Todos. Es la cita de un poeta del posgolpe —de los que hablaban de patrullas y de barro y de patadas—, donde hoy sigue retumbando, maldita sea, el tictac que te despierta y te adormece: “Después de ir con los ojos cerrados, / por la oscuridad que nos lleva, / abrir los ojos y ver la oscuridad que nos lleva: / con los ojos abiertos y cerrar los ojos”.