Por Emma de Ramón
Los documentos son un elemento clave en la construcción de la memoria personal, familiar, comunitaria, social, institucional y, desde luego, nacional. Me explico: cada vez que ocurre un cataclismo (tan común en estas tierras) escuchamos que uno de los mayores daños provocados a las personas y familias es la pérdida de sus documentos; desde la simple cédula de identidad, pasando por certificados de estudios, inscripción de sus propiedades, hasta cartas, fotografías y otros testimonios personales. Lo mismo ocurre en los diversos niveles de organización: no tener documentos equivale al olvido de la historia y su reemplazo por la “leyenda”, es decir, la pérdida de gran parte de lo que define nuestro desarrollo como personas, sociedad o nación.
Cada aspecto de nuestra vida (personal o institucional) observada en el tiempo, deja un rastro: si ese rastro se pierde, todo el devenir se borra y aquello que narramos se basa sólo en el recuerdo. Los documentos nos permiten traer al presente los actos o hechos del pasado: mientras los producimos, cuando tomamos una fotografía o un video o escribimos algo, ocurre la fijación de un evento que nos permite recordar, pero a la vez, demostrar que ese evento ocurrió. Por eso, cuando alguien concurre a un archivo a buscar, por ejemplo, la inscripción de un contrato de compra y venta suscrito en el pasado, lo que desea es demostrar que esa compra se realizó respecto de unos terrenos que, según señala el documento, tenían tales proporciones, tamaños y límites. Así, al archivo, en este caso el Registro Conservatorio de Bienes Raíces, se le exigen ciertos estándares que permitan mantener ese testimonio o demostración en el tiempo: que los documentos se conserven bajo ciertas condiciones que aseguren su preservación, que tengan una organización que permita su recuperación por parte de quien consulta y, principalmente, que el documento sea lo que dice ser. Es decir, que corresponda al documento original.
El archivo es la institución que garantiza todos estos aspectos: la cadena de custodia es demostrable, se encuentra en un contexto, contiene las firmas y otras huellas que determinan su autenticidad (timbres, marcas de agua, barras de verificación, etc.). Todo ello nos permite demostrar que un acto, en el caso de nuestro ejemplo, comprar unos terrenos, se realizó y que los derechos sobre ese acto se encuentran vigentes. Naturalmente, como los espacios son reducidos y las instituciones producen unas cantidades de documentos mayores a sus capacidades de almacenamiento, los archivos establecen lo que se denomina “tablas de retención”; es decir, se determina previamente a la producción de los documentos, cuáles de ellos requieren permanecer en el tiempo y cuánto tiempo debe guardarse cada tipología documental. Ese ejercicio se realiza de acuerdo a ciertos reglamentos o procedimientos internos o regulados externamente: es posible que el Conservador de Bienes Raíces de nuestro ejemplo no guarde la documentación contable más de cinco años (de acuerdo a las instrucciones del Servicio de Impuestos Internos), pero, desde luego, no puede deshacerse de los registros conservatorios que son su razón de ser. Estos los guarda hasta que, según dicta la ley, los transfiere al Archivo Nacional, el organismo público que garantiza la continuidad permanente de la custodia.
Lo mismo ocurre respecto a los actos que realiza el Ejecutivo: todos los actos administrativos producidos por el Estado quedan guardados en los archivos de gestión de cada oficina. Por ejemplo, los decretos de nombramiento, los informes contratados por algún servicio, licitaciones y otros actos por medio de los cuales el Estado adquiere algún bien o servicio, las actas de las reuniones en las que se deciden acciones, en fin, los rastros de todas las funciones públicas ejercidas por los funcionarios van quedando guardadas de manera tal que el Estado pueda responder de sus actos y obligaciones, así como también reclamar algún derecho adquirido. Pasado un tiempo, los organismos públicos transfieren su documentación al Archivo Nacional o a los Archivos Regionales en su caso, según lo que establece el artículo 14 del DFL 5.200 (1929). Así se hizo durante mucho tiempo hasta que el 17 de enero de 1989, la Ley 18.771 vino a cambiar esa situación. En un artículo único, la Junta de Gobierno que en esos años ejercía la función Parlamentaria estableció que “la documentación del Ministerio de Defensa Nacional, las FFAA y de Orden y Seguridad Pública y los demás organismos dependientes de esa Secretaría de Estado o que se relacionen con el Supremo Gobierno por su intermedio, se archivará y eliminará conforme a lo que disponga la reglamentación ministerial e institucional respectiva”. Asimismo, resta al Conservador del Archivo Nacional la facultad de visitación o supervisión de esos archivos.
Esto ha permitido, entonces, la destrucción o negación de los documentos que, eventualmente, estos organismos vinculados a la represión política y social en los años ‘70 y ‘80, produjeron. Con ello, han borrado la huella que pudieron haber dejado en los documentos el Estado, las miles de víctimas de la dictadura cívico-militar y sus victimarios. De no derogarse esta Ley por el Parlamento –derogación que se ha intentado durante muchos años sin avances mayores, lo poco que queda de estos rastros terminarán por borrarse, si es que todavía sobrevive alguno.