Destempladas declaraciones contra periodistas desde los pináculos del poder. Telefonazos presidenciales a medios de comunicación que osan hacer su trabajo. Acoso a periodistas en las calles y las redes sociales. Las relaciones entre poder y periodismo están al rojo vivo en Chile, pero también en el mundo. Aquí, periodistas que ejercen y piensan su profesión analizan lo que consideran un revoltijo de autoridades desesperadas por la pérdida de control, un campo mediático quebrado y periodistas en busca del norte perdido.
Por Evelyn Erlij y Francisco Figueroa
Desde el inicio de la pandemia, pocas semanas han carecido de alguna fricción de connotación pública entre periodistas y autoridades políticas. Cuando partía la redacción de este artículo, el motivo era la entrevista al exfrentista Mauricio Hernández Norambuena en el programa Mentiras Verdaderas, de La Red, que el ministro vocero de gobierno Jaime Bellolio consideró, al día siguiente de su emisión, “una franja del odio, de apología a la violencia (…), una cuestión absolutamente inaceptable”. “Vergüenza”, añadió en Twitter el presidente de la UDI, Javier Macaya, tres minutos después de que la diputada María José Hoffmann se preguntara en la misma plataforma: “¿En qué país del mundo un asesino puede dar una entrevista desde la cárcel?”, afirmó, para cerrar anunciando: “Exigiremos al CNTV la máxima sanción y respeto”.
El caso adquirió ribetes de escándalo cuando Mirko Macari, periodista y columnista de Mentiras Verdaderas, exdirector de La Nación Domingo y El Mostrador, informó que Magdalena Díaz, asesora y exjefa de gabinete del presidente Sebastián Piñera, llamó a los propietarios de La Red para quejarse por la emisión de la entrevista. “Dale RT para que estos hijitos de papá sepan que Chile cambió”, tuiteó desafiante Macari. La semana siguiente, el periodista Eduardo Fuentes, responsable original del entuerto, se sintió obligado a aclarar: “Nosotros no promovemos como programa ni como canal la violencia”.
Con el paso de los días y de otros escándalos, la polémica se recogió. Pero como se recoge la marea en una playa sucia: dejando a la vista basura, algas descompuestas y trastos indeseados. ¿Qué pasa que el periodismo saca tantas ronchas cuando lo que considera de interés público difiere de lo que define como tal el poder político? ¿Se malacostumbraron las autoridades al periodismo ejercido como otro brazo de las relaciones públicas? ¿Copia pobre del bullying trumpista a la prensa? ¿O, peor, prólogo del acoso al periodismo que sofoca a las democracias más endebles del mundo?
Razones para encender las alarmas no faltan. Cuando termina la redacción de este artículo, CIPER informa que la Fiscalía indaga el monitoreo por parte de militares a cinco periodistas que investigan sobre corrupción castrense y violaciones de derechos humanos. Nuevos “telefonazos” desde La Moneda son el comentario obligado en las redes sociales, al punto de que La Red acudirá a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) por las presiones del gobierno de Sebastián Piñera contra sus dueños, para “poner límites sobre lo que no puede ser tolerado en una sociedad democrática”, anunciaron en el canal. El Ejército reprocha públicamente una parodia emitida por televisión: lo secundan el Gobierno, la Fuerza Aérea y la Armada. Y los acosos a periodistas, en el entorno digital y las calles, por parte de agentes del Estado y particulares, engrosan las agendas de investigación de distintas escuelas de periodismo.
No es una realidad nueva ni en Chile ni el resto del mundo, pero en los últimos años, y en particular con el ascenso de líderes de la derecha reaccionaria, como Donald Trump en Estados Unidos o Viktor Orbán en Hungría, las arremetidas “oficiales” contra la prensa aumentaron y, en algunos casos, incluso se normalizaron. Llamar a los periodistas “enemigos del pueblo” ha pasado a ser un lugar común del discurso político en varios países, siendo Trump un exponente mundial en la materia. Steve Bannon, uno de sus principales asesores, llegó a decir que el partido de oposición para el gobierno no era el Partido Demócrata, sino la prensa, a la que acusó constantemente de difundir fake news y contra la que afirmó estar “en guerra”. Cuando los medios difundieron una imagen de su ceremonia de posesión en la que aparecía muy poco público, Trump aseguró: “los periodistas están entre los seres humanos más deshonestos”.
Odio al periodista
“La prensa, en su tradición más liberal y en un plano filosófico, es un mecanismo de control de las desviaciones del sistema. Socavar al periodismo libre es, en sí, un ataque a la democracia”, advirtió en The New York Times el periodista argentino Diego Fonseca, quien citó allí un informe del Global Media Forum en el que se indicaba que la libertad de prensa en los Estados Unidos de Trump estaba “en un nivel de riesgo similar al de naciones autocráticas y fundamentalistas”. En esa misma línea, y en una entrevista con Palabra Pública, el periodista John Lee Anderson afirmó que el precedente que sentó el magnate estadounidense fue “nefasto en Occidente y (un) ejemplo para otros líderes represivos”, algo que también han advertido varios organismos internacionales que velan por la libertad de prensa en el mundo. En su informe anual de 2018, Reporteros Sin Fronteras (RSF) denunciaba un auge en distintos países de lo que suele llamarse “odio al periodista”, expresado sobre todo hacia quienes trabajan en investigación y en cobertura de manifestaciones, como ocurrió en Chile durante el estallido social de 2019.
Según Alfonso Armada, presidente de RSF España, este odio al periodista es un hecho tan generalizado como alarmante: “Lo que pretenden Putin, Trump, y cada vez más dirigentes de la vieja Europa con pulsiones autoritarias es que haya verdades alternativas, verdades útiles a una visión política. Intoxicando, manipulando y tergiversando logran que aumente el peligro para los periodistas”, dijo, lo que a su vez fomenta un clima social contrario a la prensa, como ha ocurrido en países como Malta, Eslovaquia, Hungría, Polonia, Reino Unido o Italia, donde, por ejemplo, en 2019 el ultraderechista Matteo Salvini, exministro del Interior, llegó a justificar agresiones a reporteros en la calle. En varias entrevistas, el presidente de RSF España ha sostenido la idea de que ha habido un retroceso en la libertad de prensa en el mundo, y ha denunciado, incluso, una tendencia en países como Alemania, Francia o Reino Unido de dar más poder a los servicios secretos para investigar a la prensa con la excusa de la seguridad nacional.
Para la periodista y académica de la Universidad de Chile Claudia Lagos, Doctora en Comunicación y Medios por la University of Illinois at Urbana-Champaign, la retórica antimedios que se propaga desde el poder fomenta un clima de odio hacia la prensa, lo que podría considerarse otro mecanismo de amenaza a los reporteros en un mundo en que la información es cada vez más difícil de controlar. “Esos discursos contribuyen a que haya otros actores de la sociedad civil que se hacen eco de estos estados de ánimo crispados hacia la prensa tradicional. Hay casos paradigmáticos en el Estados Unidos de Trump, donde, por ejemplo, partidarios suyos entraron disparando a la redacción de un diario hace un par de años (al Capital Gazette, de Maryland, en 2018). Está este efecto colateral en que los discursos agresivos contra la prensa son acogidos y puestos en práctica por seguidores de estos líderes”, asegura.
Medios que no median
“No creo que haya un retroceso en la libertad de expresión, aunque bien los datos pueden desmentir mi percepción”, opina el periodista y escritor argentino Diego Fonseca, maestro de la Fundación Gabo y columnista de The New York Times. “Lo que tenemos es mayor presión de gobiernos por intentar controlar un proceso que se ha roto. El mundo como lo conocíamos, el statu quo que comprendía medios tradicionales, gobiernos y partidos como parte del ecosistema de la discusión pública, ha volado por los aires. A la prensa le ha costado interpretar esa desintermediación, y los gobiernos tienen todavía mayores dificultades porque ahora deben lidiar con voces atomizadas. La respuesta, como en casi todas las reacciones de una élite, es tratar de fortalecer el control de un universo que ya no tiene las fronteras definidas”.
Fonseca, autor de casi una decena de libros de periodismo narrativo, exeditor de Etiqueta Negra y colaborador en El País, Gatopardo, Letras Libres y otros medios hispanoamericanos, plantea, a grandes rasgos, que hay que repensarlo todo, porque todo cambió: “Si la prensa perdió el lugar como curador cuasimonopólico de la producción social de sentido en la agenda pública, los gobiernos y las élites se encuentran con que han perdido el control institucional sobre qué es la realidad política. Antes estábamos en un mundo centralizado, ahora los márgenes están en todas partes, y rotos”, advierte. Eso, a su vez, ha llevado a que, en distintos países, desde los gobiernos y otras instituciones de poder se creen nuevas formas “oficiales” de control hacia medios opositores o simplemente “incómodos”—tanto tradicionales como independientes—, con el propósito de silenciarlos o limitar su trabajo.
“Lo que han comentado distintas organizaciones de derechos humanos y libertad de prensa en los últimos años es que se mantienen los mecanismo tradicionales de amenazas, sanción, persecusión y silenciamiento a la prensa, donde los casos de Nicaragua y México son de los más relevantes. Pero agregaría también el caso de El Salvador, donde el presidente (Nayib Bukele) ha puesto en marcha otros tipos de mecanismos de control a través, por ejemplo, de ciertas leyes de impuestos”, explica Claudia Lagos. Es lo que pasó en Polonia a comienzos de 2021, cuando el gobierno del ultraconservador Andrej Duda impuso una tasa a la publicidad con la que se buscó “asfixiar” la subsistencia y la independencia de la prensa.
“Hay una sobresimplificación del rol y estatuto de los medios, en parte dado porque una buena porción de esos gobernantes o dirigentes provienen de fuera de la escuela política tradicional. Son outsiders y carecen de los mecanismos introyectados de la discusión política, que implica una danza de intercambios en el establishment, que incluye a prensa y academia”, explica Fonseca. Y agrega: “Trump hacía política por Twitter. Nayib Bukele ‘dirige’ El Salvador con sus tuits. Bolsonaro, y no solo él, tuvo grandes beneficios de los grupos de Whatsapp. Estos medios también los emplean los dirgentes de la izquierda, porque son herramientas ubicuas. El asunto es qué haces con ellos. Y muchos han decidido que pueden prescindir de los medios o convertirlos en una usina de ataque a la prensa: nadie edita sus cuentas de Twitter, nadie cura ni verifica lo que dicen. No hay filtro más que la mueblería ética y moral que poseas”.
Para Lagos, la pérdida del poder de mediación de la prensa explica también uno de los rasgos más sobresalientes del caso chileno: el profundo descrédito de los medios. Y cita el informe 2020 del Reuters Institute que sitúa a Chile, junto a Hong-Kong, como el país donde la ciudadanía menos confía en la prensa: “El reporte habla de 15 puntos menos (entre 2018 y 2020), que comparado a otros países es una caída en picada. Ese es el ambiente en el cual están moviéndose los medios en la sociedad chilena. Y una de las razones es la enorme cercanía percibida entre la prensa y las élites, los medios son vistos como parte de las élites”, explica la investigadora.
El periodista Juan Andrés Guzmán, editor de CIPER y exdirector de The Clinic, se resiste también a colocar a los medios de comunicación chilenos en una vereda distinta a la élite política. Piensa, más bien, que lo difuso de los límites que separan a ambos mundos explica la espiral de descrédito que afecta a la prensa desde el estallido social de 2019. “La forma en que el periodismo puede acorralar al poder es con competencia. Y lo que ha pasado, yo creo, es que muchos periodistas son de una élite que se queda muy atrás, muy dormida y sirviendo a sus amigos cuando no tiene ninguna competencia. Eso ha hecho que la élite contara con medios que se la ponían muy fácil y que les hacían sentir que controlaban las cosas”.
Como resultado, dice el también autor de los libros Los secretos del Imperio de Karadima (2011) y La gran estafa: cómo opera el lucro en la educación superior (2014), la élite ha visto afectada su capacidad de comprender lo que está pasando en la sociedad. Para Guzmán, los periodistas también pueden ser colaboradores de lo que el cientista político Jeffrey Winters llama “industria de la defensa de la riqueza”, esa entidad “de especialistas que buscan argumentos para convencer a la sociedad de que no hay nada mejor que al rico le vaya bien, porque eso es bueno para todos, y así favorecer las posiciones de la élite. Y si añadimos a los periodistas que transmiten esto como cierto, lo que tienes es un engaño múltiple. Se engaña a la sociedad, pero también la élite empieza a engañarse y cree que lo está haciendo la raja”, explica.
Alternativas precarias
La periodista Alejandra Matus ha vivido en carne propia el accidentado derrotero de la libertad de expresión y el ejercicio del periodismo en el Chile de la postdictadura. Un derrotero que enfrenta una nueva etapa tras la consolidación de diversos medios digitales; fenómeno, dice, “que ha ido progresiva y paulatinamente rompiendo el cerco informativo, abriendo nuevas voces y generando audiencias más allá de la influencia que todavía tienen los medios tradicionales”. En ese contexto, piensa Matus, “los telefonazos, los seguimientos o acciones represivas contra medios populares, obedecen más que nada a la debilidad del gobierno. Es un gobierno que se siente amenazado, que en su arrinconamiento no se le ocurre otra cosa que recurrir a estos métodos del pasado para intentar controlar el flujo informativo; pero por supuesto que eso es inútil”, advierte.
Sin embargo, la autora de El libro negro de la justicia chilena (1999), colaboradora de distintos medios ya desaparecidos como La Época, La Nación Domingo y Plan B, y creadora del sitio informativo jaquematus.com, mira con optimismo el futuro del periodismo: “Creo que se han generado procesos periodísticos atrofiados en los medios tradicionales. Pero fuera de esos medios tradicionales existe un mundo ancho y amplio de distintos experimentos informativos, mediáticos; desde el mundo de los memes y las redes sociales, hasta periodistas haciendo trabajo por su cuenta. Creo que hay dos sistemas de medios contradictorios coexistiendo”.
Una visión más escéptica tiene Juan Andrés Guzmán: “No me preocupa tanto que unos pierdan poder y otros lo ganen, como periodista me preocupa otra cosa: ¿sé realmente lo que pasó y lo puedo contar? ¿Hasta qué punto? Ese trabajo es superpreciso, demandante. Los medios funcionan cuando cuentan con un buen director, editor y equipo que pueda discutir y retroalimentar. Pero necesitas un equipo con tiempo y recursos, no urgidos y que no se compren la primera tesis que les tire el político amigo. La precariedad impide eso”, afirma. Para el editor de CIPER, no hay salida a la situación de perpetua precariedad del periodismo sin políticas públicas que generen “un ecosistema de medios que permita competencia. Animalitos de distintas especies y tamaños, dedicados a distintas cosas”.
Guzmán lleva años planteando que la suerte del periodismo además se encuentra atada a la suerte de la democracia. Le resulta particularmente inquietante que las denuncias que hacen los periodistas no tengan efectos en las decisiones del Estado. “Si el periodista, así como el político, no tiene poder de cambiar la realidad, entonces se vuelve irrelevante”, postula. Y a continuación abrocha: “el periodismo tiene que poner unos cortafuegos muy importantes con la política, pero no nos es indiferente que haya una mala política”. Por eso desconfía de “la aparición de un sucedáneo de la justicia que es el periodista opinólogo, sin reporteo”, y no le entusiasman los colegas que se ufanan de haber descabezado ministros. Imaginariamente, les responde: “Ya, superbien, ¿y qué pasó después? ‘Ah, no sé yo pos, ese no es mi problema’”. Guzmán, en cambio, sí cree que es su problema, y el de todos los periodistas: “repensar cuál es nuestro rol en lo público”.