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El tiempo retorna a la cáscara: aquel día 

«Cuando el miedo se vuelve hábito entendemos qué es el miedo: cuerpos sobre el pavimento; pensamos en los nuevos sonidos: gritos, ráfagas, hélices; pensamos en los nuevos deseos: olvidar, sostenernos, no pensar; pensamos día a día en el siguiente; pensamos en que no queremos pensar; en el terror que se despliega y se adhiere; pensamos en las palabras que no pueden pronunciar el miedo que siente el cuerpo, las palabras que nunca más alcanzaron».  

Imagen: RADIOPHOTO / AFP

Ese día no tiene un propósito pero al terminar nos hundiremos en un agujero como en cada hogar en que comenzará la falta de propósitos. Es temprano, nos quedamos en cama, no habrá escuela, mi madre nos da desayuno y sale a trabajar. Vuelve, es extraño que regrese. Entra en silencio, entramos con ella en el silencio. Así permanecerá el resto del día y los que vienen. El día se divide en dos, antes del ruido y después del ruido. Dos tiburones en el cielo. El día es cualquier día si no fuera por lo ocurrido ese día, el destello es la duración de la fractura. No sé si recuerdo o fabrico el recuerdo o si invento para olvidar. La ambivalencia regresa. Lo que sé es que ya nada es posible como era o es imposible que todo sea como era. Entendemos lo que es nuestra vida antes y después de ese día. Escribir llenar vacíos dirigir la mirada abrir el párpado retirar la imagen incrustándose. Fisuras en la cabeza, es decir, en la cabeza. Un latido parecido al rastro de la espuma y de la ceniza. Nuestra propia imagen se desprende de cada uno. Nuestro lenguaje ya no es el mismo. No reparamos en esto hasta que las palabras vuelven a cambiar. Nos escondemos de ciertas palabras. Nuestros deseos, eso son de ahora en adelante las palabras. Hay que inventar un fruto cuya cáscara aloje lo que se oculta. Décadas después, al sacar la cáscara, el lenguaje parece un fruto empardecido. Nos hemos criado en un lenguaje sin fuelle. Me pregunto sobre el tiempo todo el tiempo y pienso «ya es tiempo de que sea tiempo». La cáscara se posa sobre el fruto de nuevo. El tiempo cae como puede caer una pluma, a veces desde mis sueños que son pesadillas, no puedo saberlo porque duermo muy poco, tengo el oído suave desde ese día. No puedo decir si siempre fue así o si el oído que no oía nunca más dejó de escuchar los ruidos que nunca antes había escuchado. Un nuevo lenguaje: disparos gritos ráfagas hélices. Cada palabra cada rostro se vuelve remoto respecto de otro cuerpo. Lejano como puede serlo no saber dónde se encuentra un cuerpo en tan infinita geografía. La cabeza, no las extremidades, se entumece. Se abandona en los días siguientes intentando no pensar. En el fondo el nogal, la higuera, los patos con sus cuellos tornasolados. En el fondo de todo y nada recorre el tiempo su pedazo de historia que nunca más será un pedazo sino un archipiélago. Pedazos de cuerpo que nunca terminan de armar de nuevo un solo cuerpo. Hay que modular los días mientras se intenta encontrar una destreza para no percatarse de que hay que pasarlos. Nunca vi soldados hasta ese día, fue como si las bolsitas de las sorpresas de cumpleaños hubieran cobrado vida creciendo más grandes que nosotros para despedazarnos. El miedo compagina sus capas con exactitud. Voy de lámina en lámina volteando la cabeza para hacer desaparecer esa precisión que nunca he tenido. Mamá teje, quizás piensa que es una hebra que puede disiparse en las demás. El miedo compagina sus hebras con exactitud. Demasiada exactitud produce lo contrario: imprecisión y descuido. Quedarse quieto ponerse a salvo quedarse quieto no estar a salvo ponerse a salvo. Un tiempo detenido es un torbellino. La infancia broza, se abre entre el hogar y la tumba. Cuando ya no hay más vida que esta y no se puede hablar de la misma manera en que hablábamos te acostumbras: vivir sin hablar, desapegarte de las palabras. Del ruido al silencio del silencio nunca más a la palabra del silencio al silencio. Nunca más palabras justas para lo que son nuestros nuevos días. Corrige ahora corrige cincuenta años después corrige. De lo que nos sucedió sabemos migajas, dar vuelta la página se vuelve la concesión de ese día que no se detiene. Has construido tu miedo letra por letra, año tras año caminas sobre papel dejando manchas tras de ti. Las palabras desaparecen los cuerpos desaparecen los gestos desaparecen. Desaparecemos todos aunque estemos aquí. Cuando un día cualquiera desaparecen las palabras también desaparecemos. No sabemos sobre qué hablar pero hablamos en la oscuridad para que no haya tanta oscuridad. «Puedo sentir ese otro día corriendo bajo este» (Carson). Ese día desde entonces se ha parecido siempre a entonces. Yo no tuve miedo mi madre tuvo miedo y yo tuve miedo a través de su miedo. El primer miedo del que supe fue el de su rostro. El recuerdo es como un carrete de hilo sobre el que caminas en el aire hasta que la mano atasca ese recuerdo. La vi cavar poner los libros prenderles fuego. La poesía es desenterrar un cadáver desde entonces. Palabras que se preservan enfrentadas a su destrucción se vuelven desvanes entretechos fosas muebles con espacios falsos bolsas plásticas jardines criptas que guardan lo que no puede ser arrebatado. Herta Müller dice que «las personas que pasan miedo tienen hambre de vida» . Juego en la cabeza: las personas que ven arder libros tienen hambre de lectura. La velocidad del miedo es inmediata, no estás fuera ni dentro sino inmersa. Müller también escribió que «como las palabras contienen miedo, también sirven para calmar el miedo». Por eso excavar hasta dar con el fondo de la fosa calma. Aprendo la palabra. Fosa: una especie de mamífero carnívoro. Ese día fuimos engullidos mientras las hojas ardían despellejando en negro su canto. Hecho de capas el canto se abre como se abren las branquias de algunos peces. No sé por qué digo «algunos peces», nunca me he preocupado de averiguar si todos los peces tienen branquias. Piensas en el tiempo que se fue pero que nunca se ha ido y no sabes qué quiere decir que se vaya o no se vaya. Prefieres decir que no lo sabes, prefieres hablar abarrotándote en indecisiones cuando las imágenes se cuelan y ellas sí tienen branquias. Pensar es como tratar de atrapar el aire cuando el vocablo se escapa en láminas. Se escapan los vocablos, desaparecen, combustionan, arden y antes de trocar en ceniza refulgen. Una imagen de entonces se concentra en la cabeza como se concentran las gotas de mercurio sin adherirse pero aumentándose una sobre otra. Lo bello y lo monstruoso gotea desde un tiempo tan lejano como quisieras que se volviera el tiempo de tus recuerdos. Los recuerdos ya no sabes si son tuyos o relatos de los recuerdos de otros. No puedo preguntar a mi madre, ella está perdiendo sus recuerdos. Veo caer a gotas el sonido de su memoria como cuando desgrana porotos. El metal de la fuente es el metal tranquilo de una voz que seguimos oyendo y siempre está junto a nosotros. Las imágenes no se endurecen al enfriarse, se estiran y despliegan, como la boca de Buck en la portada de El llamado de la selva ardiendo que entra en mí como las gotas de mercurio. Las imágenes se alargan y se sostienen en su intermitencia. Hubo un tiempo en que nos tendíamos sobre el pasto y veíamos pasar a nuestros vecinos. Hubo un tiempo en que sobre el pasto en el que nos tendíamos vimos un hombre muerto. El significado es como la maleza creciendo sin pausa. Las palabras no pueden sostener esa imagen, las palabras no pueden contra tu falta de palabras en ese minuto en que te faltaron y en el que las imágenes se desplazaron unas sobre otras adhiriéndose como el mercurio. Cuando el miedo se vuelve hábito entendemos qué es el miedo: cuerpos sobre el pavimento; pensamos en los nuevos sonidos: gritos, ráfagas, hélices; pensamos en los nuevos deseos: olvidar, sostenernos, no pensar; pensamos día a día en el siguiente; pensamos en que no queremos pensar; en el terror que se despliega y se adhiere; pensamos en las palabras que no pueden pronunciar el miedo que siente el cuerpo, las palabras que nunca más alcanzaron. El miedo hace que las imágenes nunca se terminen de completar. Hasta que de tanto miedo pierdes el miedo. El miedo lo inunda todo. El miedo a olvidar algo que no debes olvidar. El miedo a que alguien pierda su vida porque olvidaste algo que no debes olvidar. No puedes expulsarlo, lo imaginas fuera de tu cráneo, se vuelve una obsesión, pero cuando lo único que tienes es el miedo lo tienes todo. Si alcanza profundidad se levanta feroz. El miedo a desobedecer se transforma en miedo a obedecer. El lenguaje vuelve en forma de grito. El grito arrastra. El miedo disgrega el cuerpo. El miedo fragua los días. Sube, se agita, hay que dejarlo caer antes de que se levante de nuevo. El miedo es la identificación y la memoria que llevas a todas partes. Nuestra palabra no es catástrofe sino masacre. No decides escribir, lo que tu cabeza ha sostenido es el dolor, los ruidos que insisten, una imagen sobre la hierba que termine por secarse. Quizás por eso la acción de mi madre, aterrada, el día del golpe, me enmudeció. Fue como si cada una de nosotras hubiese sido atrapada por un animal hambriento. El miedo y lo prohibido forman una unidad. La escritura también ha sido una fosa. Hozamos en la ceniza para encontrar una letra, para poner entre sílabas y en silencio el grito que no dimos. Fosa hace una unidad con cavar. Excavar no es escribir sino leer lo no escrito o lo que ha sido borrado, es decir, incinerado. No eludas las palabras. Somos fruto del miedo. El miedo compagina sus capas con exactitud. Cada masacre reclama su página. Un golpe que se atiza a sí mismo. Aunque lejos ese temor continúa cercano. Si no hay miedo estás muerto, tanto como cuando no hay esperanza. Pero «ya tuve miedo de lo oscuro, hoy en lo oscuro me encuentro, me agacho, me quedo ahí» (Clarice). La vida espesa y se vuelve un follaje sin claro, hasta que de pronto atisba un movimiento que sacude el follaje. Algo logra colarse en medio del aire y pasar, atravesar la espesura para llegar al claro y vuelva a acontecer en el cuerpo lo que debe retroceder a ese espesor. Apresada en un tiempo sin tiempo recuerda se tiembla de miedo resistirse a hablar sobre esto mantenerse a recaudo. Pero el miedo en el cuerpo cede, busca formas para autocontrarrestarse, como las palabras que se dicen para aquietar las palabras que contienen miedo y te salvan del miedo. Las palabras sirven para calmar el miedo serán tu mantra, como cuando siendo niña alguien hablaba en la oscuridad y te sentías acompañada. Tanto has debido inventar para guarecerte. El propio miedo interrumpe el miedo, aunque está a sus anchas en medio de la masacre. Valentía y terror forman otra unidad. La palabra está moldeada por la herida, la impotencia sin intervalo y sin cabos la enloquece. La infancia es la imaginación que se desborda, por eso siempre seremos niños. Postergar el miedo, decir que no se tiene miedo sudando de pavor. El miedo cada vez más vasto como un músculo extendido a través del cuerpo, dilatado en los días, sofocándonos como la boca de un escualo o como la órbita del vacío imaginario que se extiende desde él hacia nuestras cabezas. El miedo: una niña que hace cincuenta años «escribió: no tengo miedo, pero con los ojos cerrados de sudor» (Cacciari). El miedo compagina sus  capas con exactitud. El lenguaje se endurece. Cada día nos borra. Cada día ese día.