En Pelusa Baby, Constanza Gutiérrez «sobrevuela, con ironía y desparpajo, las inseguridades y anhelos de una juventud sub-30 que está transformando, con su imaginación, los pesados monstruos del conservadurismo local y, desde la literatura, el relato mimético predominante», escribe la crítica Lorena Amaro.
Por Lorena Amaro
En Seis propuestas para el próximo milenio, Italo Calvino imaginó cómo sería la literatura del futuro, esa que él no alcanzaría a leer. Y se aventuró a trazar algunas líneas posibles, donde apostaba por explicar las bondades de la “levedad”, esa forma de “quitar peso a la estructura del relato y al lenguaje”. Utiliza para ello figuraciones de mitologías, ligeras y aladas, que provienen, sin embargo, de la destrucción de Gorgona, cuya mirada petrifica a sus contendores. Monstruosidad y levedad se presentan juntas: “en los momentos en que el reino de lo humano me parece condenado a la pesadez, pienso que debería volar como Perseo a otro espacio. No hablo de fugas al sueño o a lo irracional. Quiero decir que he de cambiar mi enfoque, he de mirar el mundo con otra óptica, otra lógica, otros métodos de conocimiento y de verificación”, escribe Calvino, quien enfrentó a lo largo de su vida no solo la postguerra italiana, sino también la pesadez de la Guerra Fría.
Pelusa Baby, el nuevo libro de Constanza Gutiérrez, escudriña con una prosa transparente, directa y cuidada esas lógicas diferentes que Calvino atribuye a la levedad. Sus personajes viven la realidad con perspectivas divergentes, que no necesariamente los aíslan o enajenan. Por el contrario: así parecen dar respuesta a profundas inquietudes vitales. En el cuento “El método Pelusa Baby”, esto se traduce en los divertidos razonamientos de la narradora, quien observa a su gata tratando de ensayar otras formas de sentir y hacer: “Como mis abuelas con Jesucristo y mi mamá con Cher, cada vez que me vi en una situación incómoda me obligué a pensar: ¿Qué haría Baby ahora? Y tanto pienso en esto que hasta he soñado que soy ella”.
El primer texto, “En la colonia tolstoiana”, es el marco para los relatos siguientes: una joven egresada de licenciatura en literatura decide renunciar a un cargo en el Centro Cultural de San Bernardo durante un sueño en que dialoga con Fernando Santiván y Augusto D’Halmar, dos protagonistas de una de las mayores leyendas literarias chilenas, la colonia tolstoyana, un grupo de artistas que se retiraron de la ciudad con la expectativa de vivir una vida comunitaria y solidaria en los primeros tiempos de la modernización del país. Si bien la conversación parece poco pretenciosa o reveladora, lo que se confronta en ella son dos generaciones apabulladas; la de ellos, escritores que acabaron por disolver (de manera poco amistosa) su proyecto, y la de ella, de una clase media atrapada en un futuro que no era el que les prometieron cuando iban al colegio ni cuando ingresaron masivamente a la universidad: un futuro en que la precariedad laboral amenaza con ahogar los proyectos literarios de “Constanza”, la protagonista
Como en este primer relato, los otros dieciocho que encontramos en el volumen —algunos muy breves— echan mano del sueño, la fantasía o el absurdo para contar historias bajo las cuales se puede hallar este desconcierto y frustración generacionales, pero también una voz narrativa que requiere acompañarse de su propia risa, como escribe en el brevísimo y disparatado relato “Lovefool”: “[la risa] la tengo aquí conmigo, de otra forma no podría escribir nada”.
Se consolida así una voz que ya despuntaba en algunos fragmentos de la novela Incompetentes (2014) y los cuentos de Terriers (2017): libre e inesperada, parece no tomarse demasiado en serio a sí misma, pero logra producir ironía y extrañeza. En Incompetentes, esta mirada generaba un relato que por momentos despegaba de lo anecdótico de la situación escolar para dejar entrever una metáfora apocalíptica, un mundo sin adultos ni certidumbres, salpicado de inexplicables hogueras en el horizonte. El cuento “Chiquita linda”, de Terriers, relatado por una niña, era la obertura de una historia macabra, a la que su autora decidía apenas asomar a sus lectores. En Pelusa Baby, Constanza Gutiérrez despega de las formas más convencionales del cuento (presentes en Terriers), para explorar con mayor libertad las superficies del relato. La suya es una levedad inteligente; más que una pretendida comicidad, lo que predomina en estos textos es su ludismo, el cultivo de voces libres, desapegadas y lúcidas que formalmente cuestionan los modos de narrar una historia.
Esta levedad y divergencia, que busca la sonrisa cómplice de sus lectores, no abundan en la narrativa chilena actual, más solemne y dramática. Son pocos los narradores que la practican; pienso por ejemplo en Gonzalo Maier, Mónica Drouilly o Cristian Geisse. Es una lástima no contar con más narraciones que se tomen estas libertades y que escarben más a fondo en sus posibilidades expresivas. En Gutiérrez esta impronta se constata también en la batidora por la que pasan sus referencias culturales: los tolstoianos, Manuel Rojas o Gogol se combinan con alusiones a Raquel Argandoña, Shakira, los concursos televisivos o el mundo de Harry Potter, un eclecticismo posmoderno que funciona sobre todo localmente.
Los mejores relatos transcurren entre la ciudad y la provincia: “Mi cola y yo”, en que tío y sobrino coreanos viajan a Chiloé a buscar la misteriosa cola con que nació este último y que fue enterrada por la familia durante un crucero; “Mi abuelo el fugitivo”, hermoso cuento en que un grupo de primos especulan sobre las razones que tuvo su abuelo para vivir una existencia nómade y en que sorprende el intertexto con un relato de Manuel Rojas; “Mi tío Cacho”, otra historia sobre inadaptados familiares que transcurre entre Temuco y Brasil; “Copiando a Gógol”, una curiosa reescritura del famoso cuento “La nariz”, que desplaza el escenario de la ficción de la Rusia zarista a las calles temucanas en tiempos de Tinder; “Catalina al otro lado del espejo”, historia de un patético robo de identidad por Fotolog, que transcurre entre Antofagasta y Concepción. Narrados sobre todo en primera persona, prima en estos textos una actitud indulgente con los personajes y sus vidas: “mi abuelo fue una persona que quiso torcer su destino y lo hizo. No creo que sea necesario saber más” (“Mi abuelo el fugitivo”).
Gutiérrez prodiga sus epifanías con aparente candidez, mezclando pensamiento mágico con cinismo e inteligencia; así logra trizar lo que Lauren Berlant ha llamado “el optimismo cruel”, ese que el neoliberalismo ha procurado inyectar en la imaginación pública y que cobra tan caro emocionalmente a las nuevas generaciones, porque se trata de fantasías de progreso incumplibles, aunque potentes. Con una risa entre alada y loca, Gutiérrez confronta al monstruo, fantasma o pesadilla generacional del éxito y el bienestar: “Por fin recibo la carta de Hogwarts y, aunque ya tengo treinta años, acepto la invitación. Por un momento revive en mí la esperanza, enterrada, por allá por los dieciocho, de ser única” (“El sombrero seleccionador”). Así sobrevuela, con ironía y desparpajo, las inseguridades y anhelos de una juventud sub-30 que está transformando, con su imaginación, los pesados monstruos del conservadurismo local y, desde la literatura, el relato mimético predominante.
Pelusa Baby
Constanza Gutiérrez
Alfaguara, 2021
200 páginas
$12.000