«En su tercer largometraje de ficción, Christopher Murray afina algunos temas que dibujan puntos fijos de su obra: la presencia intensa del paisaje, la fuerza de la creencia y la espera del “milagro” como mediación o represión de lo incomprensible», escribe Iván Pinto sobre Brujería.
Las primeras escenas de Brujería instalan el tono y el tópico central de la película. Un rebaño de ovejas aparece muerto en una casona de colonos alemanes en Chiloé, en lo que parecen ser los últimos años del siglo XIX. Rosa, una niña indígena que habla alemán y trabaja en la casona, observa cómo su padre es acusado de ello por el patrón y luego atacado por sus perros hasta matarlo. La escena es retratada con crudeza: las tomas trabajan con planos largos y sus movimientos van develando el espacio y la luz grisácea del ambiente, mientras notas graves de violonchelo construyen una atmósfera trágica e irreal.
Luego de acudir al alcalde, quien desestima realizar una investigación sobre el asesinato, la niña visita la casa de un poderoso brujo huilliche de la isla para pedirle justicia. El brujo, quien rechaza la cultura de los blancos, ayuda a la niña mediante hechizos y poderes sobrenaturales, haciendo desaparecer a un niño y controlando a los perros del colono. En medio de esto, comienza una persecución y un juicio contra los brujos. La película aborda la lucha entre estas dos fuerzas, la del orden colonial y la brujería, y se sitúa históricamente en el llamado “proceso a los brujos de Chiloé”, un litigio que se llevó a cabos a fines del siglo XIX entre el Estado y el grupo conocido como Recta Provincia o La Mayoría, una asociación de brujos repartidos a modo de república y a la que acudían los habitantes de la isla en busca de ayuda.
Rosa empieza un camino hacia la iniciación a través del bautizo y el acceso a “la cueva”, un ritual para acceder al saber de la brujería. Ella sirve de mediadora entre dos mundos —el orden blanco colonial y el mundo sobrenatural—, ya que es quien cambia el impulso vengativo del brujo por uno de justicia cuando el alcalde le pide ayuda mágica para salvar a su bebé de una enfermedad. Mientras el brujo mayor se niega, ella accede a ayudarlo como una forma —finalmente fallida— de establecer un vínculo entre ambos mundos.
La película muestra poderes sobrenaturales a los que recurre el hombre blanco cuando los necesita. Así, gran parte del filme desemboca en rituales y simbologías iniciáticas que llevan a largas secuencias, las que funcionan de forma irregular para el tratamiento estético, aunque otorgan ese ambiente de misterio y extrañeza cercano al de películas como The Witch (2015) y parte de la estética de la productora A24 (Lamb, El faro), particularmente al inicio y en las escenas con perros bajo hechizo. Así, el filme toma estas estrategias de género paranormal para hablarnos de la cultura y mitología chilotas.
En su tercer largometraje de ficción luego de Manuel de Ribera (2010) y El Cristo ciego (2016), Christopher Murray afina algunos temas que dibujan puntos fijos de su obra: la presencia intensa del paisaje, la fuerza de la creencia y la espera del “milagro” como mediación o represión de lo incomprensible. Si en el filme de 2016 esto lo lleva a crear una alegoría social sobre la fe, los sectores populares y la compasión, en Brujería hace algo similar en torno a la razón colonial y los pueblos originarios desde la perspectiva de la marginación colonial.
Como en otras películas recientes —Blanco en blanco (2019), Rey (2017)—, Brujería echa mano a la reconstrucción histórica para establecer una interpretación en torno a los procesos históricos y la cuestión colonial. A partir del caso de la Recta Provincia, el filme propone una relectura en clave alegórica sobre la imposible convivencia entre dos mundos: el de la razón y sus límites; el mundo de la cultura blanca, colonial y occidental, y el de las culturas originarias, más vinculadas al pensamiento mágico y a la resistencia frente a los códigos con los que los blancos intentan asimilarlos o dominarlos, encarnada aquí en el brujo huilliche. Este aspecto denota una cierta curiosidad o nota antropológica respecto de esas otras formas de comprender la relación humano/naturaleza, otorgándoles a sus elementos cuotas de fuerza y conexión cósmica.
En ese marco, la película se convierte en una fábula ilustrativa de los límites de la razón colonial moderna. Mientras Rosa parece ser un personaje mediador entre ambos mundos, son los propios acontecimientos los que cierran las puertas a esa posibilidad: luego de pedirle que salve la vida del bebé del alcalde, la niña es traicionada cuando se decide condenar a los brujos. Rosa se venga a través de los perros y después la vemos reunida con otros brujos. De esta manera, el filme presenta también la capacidad de agencia de esta comunidad para mantener su autonomía respecto de la cultura opresora y sobrevivir bajo las sombras de su dominio, utilizando sus poderes a su favor.
Brujería es otra muestra de los esfuerzos del cine chileno en su fase internacionalista por dar cuenta de problemáticas sociales, particularmente interrogando las historias de la nación y sus “otros”. Como ha pasado antes en algunas películas, se repite algo del estereotipo y el rasgo aún demasiado binario entre lo que sería la cultura blanca y su otredad, idealizando identidades con un sesgo paternalista (algo que aquejaba también a El Cristo ciego). Mientras podría considerarse un acierto la lectura de la historia de la Recta Provincia, sus mecanismos de representación acusan cierto estilo arty para un thriller que se regodea demasiado en la atmósfera, otorgando sentidos no siempre evidentes o abiertamente difusos, a medio camino entre un cine de narración y otro de vocación autoral. Aunque se aleja del “realismo mágico” al estilo del tratamiento en …Y de pronto el amanecer (2017), de Silvio Caiozzi, cabe preguntarse cuánto queda hoy de las dicotomías instaladas por ese género literario.