La experiencia de este encierro la hemos vivido como claustrofobia. Una experiencia que, mirada históricamente, la sufrieron distintos colectivos considerados más objetos que sujetos. Bien lo saben las mujeres. Caminar a voluntad. Libertad libre. Sin rumbo. Cuanto valor tiene cuando no se tiene. ¿Es apagar la cámara del computador el último refugio de nuestra libertad?
Por Alejandra Araya Espinoza
Escucho atentamente las reacciones y comentarios de mi círculo cercano, familiar y de amistad en esta cuarentena. Retengo esas conversaciones porque nos muestran la estrecha relación o el nudo que ata a los imaginarios con los hábitos cotidianos, que son también los míos. Un hábito llega a serlo cuando ya no pensamos en si es adecuado hacer algo o no, lo hacemos porque lo hemos incorporado por su carácter de norma que nos trae algún beneficio, como lavarnos los dientes con una herramienta adecuada para ello y un producto cuya aplicación permite concretar el bien: limpiar, higienizar o embellecer. Introducir el hábito es un proceso histórico, cambiar los hábitos también; es tiempo, es repetición. Es solo cuando ese hábito queda en suspenso, en entredicho, o se cuestiona, que nos damos cuenta de que lo teníamos internalizado a tal punto que no pensábamos en él o no lo veíamos. O nos damos cuenta de que no lo teníamos. Cuando hablamos de la libertad, seguramente —y también lo pienso como sujeta que adhiere a algunos principios de la modernidad occidental— nos causaría una cierta reticencia pensar en ella como un hábito. Si puedo salir o no de mi casa, caminar con o sin permiso, quién puede impedírmelo y quién no, o con qué objetivo, quisiéramos pensar que son decisiones propias y en primer lugar el ejercicio de un derecho humano, inalienable.
(Quizás la palabra se siente —mientras se leen estas líneas— como un pulso, un deseo irresistible de…). En el tiempo que nos toca vivir, habitamos un territorio en el que —por Estado de Excepción Constitucional de Catástrofe y por efecto del toque de queda y las cuarentenas obligatorias— se ha suspendido el ejercicio de la libertad entendida como libre desplazamiento, pero quizás se ha suspendido algo más que eso.
En la primera cuarentena total para Santiago, una niña de ocho años reflexionó: «ahora entiendo lo que es estar presa». Pero esa misma niña había entendido mucho antes que, respecto de otras personas llamadas adultas, ella no podía disponer de sí misma para entrar o salir de su casa, o para diseñar algunos momentos del día, o para hacer el uso de la palabra. Otras mujeres que habían nacido a lo largo del siglo XX podían ejercer autoridad solo en un espacio que se ha llamado casa y en ese lugar que se ha asociado a lo doméstico y al cuidado de otras personas. Pero al cruzar la puerta, parece que dicha autoridad no era suficiente para ejercer su propia libertad. O quizás que, de un modo cruel, ese simple desplazamiento a voluntad por un espacio llamado público, las hiciera más un objeto que una sujeto de derechos y que su acción se entendiera como un uso errado de la libertad, un libertinaje. Como muchos feminismos han dicho, las mujeres siempre han vivido con toque de queda.
En 1886, un 25 de diciembre, una joven mujer llamada Eloísa Díaz defendía su memoria para graduarse como la primera mujer médica de América del Sur, y le dijo al “tribunal”: “vedado estaba a la mujer chilena franquear el umbral sagrado del augusto templo de las ciencias. Pero los tiempos cambian… Una barrera estaba franqueada, quedaba aun otra que salvar que no era menos penosa, menester era obtener el pase de la sociedad para que la niña pudiese salir del hogar y llegar, sino con satisfacción manifiesta suya, al menos sin su reprobación, al santuario de las letras y de las ciencias para volar a él sin que se la mirase a su vuelta con recelo y de reojo”. ¿La incomodidad que generó su presencia en un territorio para hombres definió su tema de memoria? ¿O fue un gesto de libertad, en tanto insolencia pensada, el que Eloísa les hablara sobre un tabú: la menstruación?
Si la libertad es también la experiencia de un cuerpo que se desplaza, dicha condición nos hace iguales a cualquier otra especie animal, y también determina que tan libres e iguales son las personas con dificultades para moverse de forma autónoma (en una silla de ruedas o como anciano). Las personas esclavizadas, en el derecho civil de tradición romana, ocupaban un lugar en el patrimonio económico en la misma calidad que el ganado animal pues eran semovientes: se movían por sí mismos. No aplicaba para ellas la categoría de “persona”. Existen movimientos en defensa de la vida animal que demandan extender dicha categoría a todo ser viviente. Un día de estos, al hacer uso de un permiso temporal individual de desplazamiento general de dos horas y caminando por un parque experimenté la paradoja de sentir que un perro tenía más derechos que una niña (me pidieron que me retirara por detenerme allí con una de ella de la mano). Una señora me dice —frente a una frase de disgusto que se arrancó de mis labios— “si tiene derecho (su perro) a hacer caquita”. Y pensé, quizás tiene más derecho a rebelarse contra la domesticación.
Vivimos una pandemia que protagoniza un virus sin patrón de comportamiento, que ejerce una libertad aleatoria que nos desplaza por un territorio incierto y agobiantemente real. Confinamiento/desconfinamiento. La experiencia de este encierro actual también la hemos vivido como claustrofobia. Las monjas, a las que asociamos con la palabra claustro, hasta el siglo XIX (cuando aparecen las órdenes de vida activa para mujeres) debían sumar a los votos de pobreza, obediencia y castidad, el de clausura. Un voto con sesgo de género, fundamentado en que la mujer lo era por tener un cuerpo cuya sensualidad se extendía por toda la piel. Era mejor cubrirlo, aprisionarlo, ajustarlo y, en el caso de las monjas, que muriera al mundo. Para algunas, esta opción, sin embargo, liberaba pues quitaba ese cuerpo del mercado de los intercambios matrimoniales-sexuales, y les permitía autogobernarse, dedicar tiempo a otras cosas, administrar bienes y gobernar sobre otras.
Caminar a voluntad. Libertad libre. Sin rumbo. Cuanto valor tiene cuando no se tiene. Pero también es cierto que, teniendo dicha libertad, no la ejercemos lo suficiente y no la situamos. ¿Libertad para ir a comprar, ese es el máximo de la libertad que se desea? Muchos se han desplazado a lugares no citadinos para volver a sentir en el cuerpo la experiencia de la libertad. Pero solo algunos pueden ejercerla e invaden los espacios de otros con sus privilegios. Y los automóviles, que ni siquiera se mueven por sí mismos, parecen tener más derechos que la especie humana pues ante cualquier obstáculo en su camino se protege su derecho a desplazarse con el uso de grandes recursos colectivos que sostienen a los aparatos de Estado que hacen funcionar semáforos y despejar las calles. Esos mismos aparatos de Estado pueden llegar a decir que la libertad no es libre para expresarse y disponer de cuerpos armados para sofocarnos o enceguecernos (literal). El proyecto de ley anti-capucha nos habló de nuestra profunda tradición autoritaria y colonial de control social. Existieron bandos de buen gobierno durante los siglos XVII y XVIII que prohibieron los velos en los rostros de las mujeres (peligro de travestir la identidad de género y de clase), lo que se extendió a las mantillas y rebozos (sobre esto, un clásico y maravilloso libro es Velos antiguos i modernos en los rostros de las mugeres sus conueniençias i daños : ilustración de la Real Premática de las tapadas…). También, si dictaron prohibiciones al embozamiento (cubrirse la cara hasta los ojos) masculino, en particular de noche, las reuniones de más de tres y la vagamundería —eso de andar libre de lazos de dependencia por el mundo (solo para hombres)— se hizo sinónimo de ociosidad y peligro. (Estos han sido por años mis temas de investigación, disponibles aquí y en el libro Ociosos, vagabundos y malentretenidos en Chile colonial).
Pero esa historia parece reírse de sí misma con el actual uso obligatorio de la mascarilla facial en espacios públicos y en lugares cerrados con afluencia de muchos. Al mismo tiempo, el uso de algoritmos de reconocimiento facial para control de seguridad y vigilancia en diversos regímenes “liberales” como el de Estados Unidos o comunistas como el de China, nos recuerdan que el hábito de mirarse al espejo no es igual a mirar a una cámara y que lo que vemos quizás es mucho más un reflejo de nuestros prejuicios sociales que de nuestra individualidad. La investigadora en tecnología del MIT Joy Buolamwini, que detectó el sesgo racial en dichos algoritmos, se transformó en activista de derechos civiles pues, para ella, el rostro puede ser, y cito una frase de la película Prejuicio cifrado de Shalini Kantayya, el último refugio de nuestra intimidad. Y quizás de nuestra libertad: apagar o encender la cámara de tu computadora personal.