Se ha hecho costumbre culpar al que lee o escucha por nuestros problemas de comprensión, pero con frecuencia el problema está del lado del que escribe, dice el académico y lingüista Guillermo Soto. Hablar claro no significa simplificar lo que decimos, sino admitir que la metáfora de la democracia como una plaza pública no funciona si no nos entendemos. Por eso, plantea, la Constitución deberá satisfacer el «derecho a comprender» estando escrita «de la manera más clara que sea posible».
Por Guillermo Soto Vergara
A todos nos ha pasado: la letra chica; la frase que ahí, donde la leemos, no tiene su sentido usual; la acusación vaga contra otro que nos hace pensar lo peor de él (ya sabemos: «piensa mal y no errarás»). El lenguaje es un instrumento de comunicación, reza el tópico, pero puede servir también para lo contrario: confundirnos, bloquearnos el entendimiento, llevarnos a creer otra cosa. En el extremo: engañar y mentir. Pero no hace falta llegar al extremo ni asumir mala intención del hablante para que los efectos sean graves. Cuando el paciente no entiende lo que le dice el doctor o cuando el ciudadano no comprende una norma que afecta su vida cotidiana, la cosa no anda bien. Se ha hecho costumbre culpar al que lee o escucha. «Le falta comprensión lectora», decimos, seguros de que la última prueba estandarizada del caso reafirmará que los chilenos no sabemos leer (así, sin más especificación, desde el Condorito hasta un tratado de física cuántica). Pero con frecuencia el problema está del lado del que escribe: oraciones extensas que vuelven sobre sí mismas llenas de barroquismos, frases ambiguas, incoherencias, imprecisiones, etcétera. El resultado es previsible.
De las clásicas cualidades del estilo, la precisión y la claridad son esenciales para la vida moderna, tanto en lo hablado como en lo escrito. No se trata de exigencias de una estilística añeja. El ciudadano debe, en general, entender las normas que rigen su vida social, los fallos de los tribunales a que acude y los mensajes que emanan de los organismos públicos. El auxilio del experto es importante, por supuesto, e imprescindible para muchas tareas, pero el lenguaje oscuro excluye, pone una barrera entre el Estado y los ciudadanos que puede terminar afectando el funcionamiento mismo de la democracia. Tampoco ayuda la falta de claridad en campos como la salud o aun en el comercio. Enfrentado a textos enrevesados, incomprensibles, el ciudadano no sabe qué hacer, se frustra, puede llegar a sentirse engañado, «pasado a llevar», como decimos tan gráficamente en nuestro país.
Hablar claro no es simplificar lo que decimos. No se resuelve con dibujos y globos que pongan en fácil los mensajes como si los adultos no fueran capaces de comprenderlos. Podemos distribuir cartillas con animalitos de colores, pero eso (que también tiene su sentido) no nos libra de la necesidad de expresar con claridad y precisión los mensajes públicos originales. Las personas tienen derecho a comprender.
En los últimos años, distintos órganos del Estado han venido impulsando un proyecto de lenguaje claro en el ámbito jurídico. Entre ellos, la Corte Suprema, la Contraloría y la Cámara de Diputados. Es un proyecto bienvenido, que se suma a la preocupación por el uso no discriminatorio del lenguaje y que probablemente vaya ampliándose a otras áreas de la vida social. La socorrida metáfora que equipara lo público a una plaza en la que todos somos admitidos y deliberamos en libertad, presupone que podamos entendernos. Si esa condición no se cumple, la plaza puede ser apenas un espejismo.
Este año, Chile ha iniciado el proceso de discusión de una nueva ley fundamental. La Convención Constitucional tiene por delante una tarea difícil pero necesaria: proponer al pueblo, en vez de la Constitución que nació en dictadura, otra generada en democracia. Creo que todos estamos de acuerdo en que esa Constitución tiene que resguardar los derechos de las personas y propiciar una sociedad inclusiva y no discriminatoria. No estoy seguro de que deba incluir en su articulado, explícitamente, el derecho a comprender. Sí estoy convencido de que la propia Constitución debe satisfacer ese derecho. Para ello, tendrá que estar escrita de la manera más clara que sea posible. Por lo que sabemos, la Convención ya ha dado pasos en ese sentido.