¿Cuál es el sentido de que se prohíba decir “el presidente es genocida” y que veamos a profesores, técnicos y estudiantes perseguidos? ¿Por qué esa combinación ha generado procesos, intimidaciones? A fin de cuentas, la combinación no parece herir la gramática, y toda la sociedad brasileña en este momento se ocupa de esta cuestión: ¿hay responsabilidad en el caso de la pandemia? Sin embargo, creo que hay una razón profunda para la prohibición: sobrepasa todos los límites admitir que un presidente pueda ser genocida así como no podemos aceptar que un genocida sea presidente.
Por João Carlos Salles | Traducción: Ana Pizarro
1. La universidad debe siempre recordar a la sociedad un valor esencial de la vida democrática sobre cualquier otro instrumento de poder. Es nuestro deber apuntar a la argumentación, no a la agresión, no al ataque, simplemente a la polémica. Es eso lo que trajo nuestro acto “Educación contra la barbarie”, datos y argumentos como un ejemplo de nuestra unidad y naturaleza.
La universidad tiene ahí también sus ambigüedades. Puede ser solo un espacio para las élites, de reproducción, competencia y hasta de prejuicios. Pero nosotros sabemos que esa no es su verdad. Ella es, sobre todo y ahora más que nunca, el espacio de la ampliación de derechos, el lugar del enfrentamiento de los prejuicios, el lugar de la colaboración y de la creatividad. El lugar de la ciencia, la cultura y el arte. Es por eso que incomoda a muchos.
Siendo el lugar de la palabra, ella piensa la palabra, ve los límites de la palabra y no acepta el cercenamiento de sus posiciones ni la falta de respeto a los derechos que están garantizados para nosotros en la Constitución. No es aceptable, por ejemplo, el irrespeto a su autonomía en la elección de sus dirigentes; tampoco ningún ajuste de conducta. A final de cuentas, nada hay que ajustar en nuestra conducta política, científica, artística o cultural.
Debemos así reaccionar a cualquier amenaza, haciendo prevalecer lo que nos es propio, por ejemplo, cuando lidiamos con los límites de las propias palabras, que son el instrumento de nuestro trabajo; por eso solo nosotros mismos podemos decir lo que es inaceptable, a la luz de los mejores argumentos.
Como servidores públicos somos servidores del Estado y no siervos de gobernantes. Y, en lo que nos consta, todo código de conducta del servidor público afirma que nosotros debemos pautar nuestras decisiones por la ciencia y no por la ignorancia. Es propio, entonces, de la dignidad de la función y del cargo de un servidor público pensar en el interés común, pensar en el bien común, y no solo en proteger sus opiniones, intereses particulares o prejuicios. Y nuestra arma fundamental, garantizada por la Constitución, es el ejercicio de la autonomía, apuntando a la producción de conocimiento.
2. Hemos tenido diversos ataques en el uso de expresiones en la universidad. Nosotros que somos del área de la filosofía no podemos dejar de pensar en los usos del lenguaje. Sopesamos las palabras y los argumentos. La atención al lenguaje, el cuidado con el lenguaje nos es fundamental en la vida universitaria. Y eso va más allá del interés del filósofo. El uso del lenguaje no puede, finalmente, servir a la pura agresión, siendo nuestro deber inmediato y estratégico restablecer una base común para la sociabilidad, una capaz de garantizar los intereses colectivos y de larga duración del Estado. Siendo la educación exactamente eso, una apuesta de larga duración del Estado, no puede así ser reducida, impregnada de mezquindad.
Pensemos casos extremos de uso de las palabras. Sabemos, en el uso del lenguaje, que a veces nos valemos de algunas contradicciones como un fuerte recurso expresivo; la contradicción nos sirve así como un modo de sugerir lo inefable, lo que no se deja expresar. No es otro el recurso de Santa Teresa de Jesús cuando intenta decir eso que sobrepasa todo límite, el éxtasis místico, el contacto de lo temporal con lo divino: “Vivo sin vivir en mí, / Y tan alta vida espero, / Que muero porque no muero.”
La contradicción es un recurso literario fuerte, que puede ser tortuoso, y, aún más, provechoso. Como en Euclides da Cunha que, desafiando definir al sertanejo, construye uno de los oxímoron más célebres de nuestra literatura, una construcción de palabras de sentido opuesto, que parecen excluirse mutuamente, pero ayudan a sugerir matices impredecibles. “El sertanejo es, antes que nada, un fuerte”, dice Euclides y, para traducir esto, usa un oxímoron curioso, “Hércules-Cuasimodo”, recurso cuestionable tal vez como lectura antropológica, pero de una expresividad sensacional, con lo cual Euclides rescata la fuerza del sertanejo, a quien, en todo caso, le faltaría “la plástica impecable, el desempeño, la estructura correctísima de las organizaciones atléticas”.
La contradicción parece conseguir algo, pero otras no parecen sugerir nada, salvo el absurdo. ¿Cuál es el sentido entonces de que se prohíba decir “el presidente es genocida” y que veamos a profesores, técnicos y estudiantes perseguidos? ¿Por qué esa combinación ha generado procesos, intimidaciones? A fin de cuentas, la combinación no parece herir la gramática, y toda la sociedad brasileña en este momento se ocupa de esta cuestión: ¿hay responsabilidad en el caso de la pandemia?
Ahora bien, los términos “presidente” y “genocida” pueden estar juntos en una frase. No hay una incompatibilidad lógica o gramatical. Tampoco tendría sentido jurídico limitar lo que puede ocurrir en el ámbito de alguna consideración sociológica, política o epidemiológica. Sin embargo, creo que hay una razón profunda para la prohibición. Y debo admitir que tienen razón aquellos que quieren borrar esa combinación. Es que simplemente ella repugna a la cultura, hiere el buen gusto, ultraja al buen sentido. No se puede esperar nada que surja de esa combinación. En suma, sobrepasa todos los límites admitir que un presidente pueda ser genocida así como no podemos aceptar que un genocida sea presidente.
De la misma forma, si tenemos una mínima formación, si no estamos embrutecidos, esperamos que un estadista sea acogedor, solidario, que tenga compostura. Ciertamente, un estadista (como cualquiera de nosotros) tiene una opinión particular, su interés de grupo, pero solo se vuelve un verdadero estadista si es capaz de colocar el interés común por sobre el suyo propio; por ser capaz de someter su opinión, que es particular, al juicio de la ciencia, cuyas propuestas sí son pasibles de demostración, de prueba, de reconocimiento por la comunidad científica.
Un estadista no necesita ser académico. Por lo demás, ya tuvimos un académico que no juzgó tan importante extender el beneficio de acceso a las universidades a sectores más amplios de la población. En este sentido, hasta un académico puede ser ignorante. En suma, académico o no, el verdadero estadista debe ser capaz de dialogar y de escuchar a la academia, a los saberes más refinados, así como valorizar los saberes de su pueblo. Debe ser culto, en un sentido más profundo, con lo cual honra el cargo y le confiere dignidad.
Un estadista valoriza la vida por encima de todo y cualquier interés. Así, es inadmisible la combinación “estadista ignorante”. No se puede creer que tenga estatura de estadista quien se muestra rudo, sin compostura, quien desdeña la vida, amenaza, agrede, no respeta la libertad de prensa, la autonomía universitaria, la libertad de cátedra y de expresión. Nunca será un estadista quien, finalmente, es incapaz de solidaridad, quien favorece el embrutecimiento y la violencia, quien prefiere las armas a los libros.
3. Nuestro acto surge en un momento límite para nuestra sociedad. En un momento en que las instituciones fundamentales de la cultura están bajo ataque y nosotros somos ahora juzgados por nuestras decisiones. Ya no podemos más, por todas las razones aquí presentadas, por todos los argumentos, por todas las palabras, dejar de expresar nuestra repugnancia a la barbarie.
Debemos también expresar nuestra repugnancia a la barbarie que se disfraza con medios aparentemente racionales. Es la barbarie que hemos llamado “cortesía destructiva”. Cito aquí a Theodor Adorno, que, en una conferencia de 1967, más de dos décadas después de la Segunda Guerra Mundial, reflexionó sobre el retorno de los movimientos fascistas en Alemania, en una constelación peligrosa de medios racionales y fines irracionales, cuando la irracionalidad de los fines contamina y falsea la supuesta racionalidad de los medios:
“No se debe subestimar esos movimientos —insistía Adorno en Aspectos del nuevo radicalismo de derecha— debido a su bajo nivel intelectual y debido a su ausencia de teoría. Creo que sería una falta total de sentido político si creyéramos que por esto mismo tienen un mal resultado. Lo que es característico de estos movimientos es mucho más una extraordinaria perfección de medios, a saber, en primer lugar, de los medios de propaganda en el sentido más amplio, combinado con una ceguera, con lo abstruso de los fines allí perseguidos».
Uno de los fines que se persigue es el desmontaje, la destrucción o la desconstrucción de la universidad pública, gratuita, inclusiva y de calidad. Así, ahora, utilizando medios más silenciosos, vemos a dirigentes que sustituyen la agresión antes hecha en Twitter por el recurso de una reducción presupuestaria atroz, con la que hacen, con el pretexto de la crisis, una elección demoledora, desmontando o destruyendo la apuesta que la sociedad hace o debe continuar haciendo en la educación —apuesta que como nos han enseñado países civilizados, es aún más cierta y necesaria en momentos de crisis grave—.
4. Nuestro acto denuncia. Con inmensa voracidad y rapidez, como consecuencia aún más terrible a causa de la pandemia, el desierto crece. Las amenazas se amontonan, el caos se profundiza. Pero si el desierto crece, no ha de crecer dentro de nosotros.
Confiamos así que nuestro acto no ha de encerrarse en sí mismo. Un acto solo no teje la mañana, como nos enseña Joao Cabral de Melo Neto, en uno de sus poemas más conocidos, “Tejiendo lamañana” (La educación por la piedra, 1965), en el cual, además, utiliza con gran arte los versos incompletos, la materialidad de versos levemente interrumpidos, para suscitar la bella imagen de la construcción colectiva de una mañana.
En el poema, frases incompletas (como “De uno que recoja ese grito que el”) se sustentan, sin embargo, en frases siguientes (como “y lo lance a otro; de otro gallo”) de manera que el verso/grito en vez de caer, se mantiene suspendido y se eleva por otro verso/grito que lo continúa y lo completa en la trama entretejida.
Un gallo solo no teje una mañana
precisará siempre de otros gallos.
De uno que recoja ese grito que él
y lo lance a otro; de otro gallo
que recoja el grito de un gallo antes
y lo lance a otro; y de otros gallos
que con muchos otros gallos se crucen
los hilos de sol de sus gritos de gallo,
para que la mañana, desde una tela tenue
se vaya tejiendo, entre todos los gallos.
Y encuerporándose en tela, entre todos,
Levantándose tienda, donde entren todos,
Entrextendiéndose para todos, en el toldo
(la mañana) que vuela libre de marco.
La mañana, toldo de una tela tan aérea
que, tejido, se eleva por sí sola: globo de luz.
Si no es acogido por otro, un acto se quiebra. Un grito se vuelve silencio, cuando en otro no tiene reverberación. Que se construya entonces una trama y, en cada nuevo acto, en cada nueva charla, en cada nuevo gesto, al movilizarnos y realizar nuestra tarea cotidiana de enseñanza, investigación y extensión, todos podamos decir: no seremos rehenes del absurdo. Nunca seremos cómplices de la destrucción, jamás seremos siervos de la barbarie.
Exactamente porque somos servidores públicos, servidores del Estado y no siervos del gobierno, somos los que no pueden aceptar ciertas combinaciones de palabras; somos los que nunca pueden ser cómplices, rehenes o siervos del absurdo. Y cerramos este acto, diciendo una vez más no a la barbarie y diciendo sí a la educación.
Y, ¡viva la universidad pública!
Salvador de Bahía, Brasil, 18 de mayo de 2021.