“Se necesitan cambios políticos y económicos en distintas escalas, que van desde las comunidades hasta la sociedad mundial. Los beneficios no serán directos ni inmediatos, por lo que la capacidad de gobernarnos con una mirada de largo plazo y con una perspectiva solidaria es fundamental, y para ello se requiere una gobernanza flexible, participativa y con capacidad de aprendizaje”, escribe Anahí Urquiza, antropóloga e Investigadora del Centro del Ciencia del Clima y la Resiliencia (CR)2.
Por Anahí Urquiza | Ilustración: Fabián Rivas
En agosto se dio a conocer el último informe del IPCC, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático. En él, se refuerza lo que hace años se sabe en el mundo científico: las modificaciones en el clima ya son observables, algunas son irreversibles, y además de tener consecuencias importantes, afectan significativamente más a los países, regiones y personas más vulnerables. La conclusión a la que inevitablemente llegamos es que, como humanidad, hemos cambiado el clima del planeta y, por lo mismo, ahora debemos cambiar nosotros mismos por varias razones: para frenar el impacto (reduciendo los gases de efecto invernadero), para recuperar los ecosistemas deteriorados (los mismos que nos protegerían de los efectos del clima) y para adaptarnos a los nuevos patrones de precipitaciones, a los eventos extremos y a las altas temperaturas. Lo cierto es que ni siquiera en el escenario más optimista el clima será como lo conocíamos.
Estamos enfrentando una profunda crisis civilizatoria que se manifiesta en cambios vertiginosos y con profundos desafíos políticos, económicos, sociales y ambientales. Hoy, la sociedad está obligada a adaptarse a las nuevas condiciones que ella misma ha generado y que pondrán en tela de juicio nuestras formas de vida e incluso nuestra propia viabilidad como especie.
La drástica disminución de la biodiversidad, la amplia contaminación de los ecosistemas terrestres y marítimos, junto con el aumento de la temperatura del planeta, nos confrontan con los hábitats en proceso de cambio, dificultando la existencia en algunos territorios por falta de agua, aumento de inundaciones, incendios u otros fenómenos extremos. Crisis alimentaria, procesos migratorios, conflictos por competencia de recursos, entre otras consecuencias sociales, ya son parte de la cotidianeidad.
Pero, ¿qué significa esto para el día a día? ¿Por qué no hemos logrado controlar nuestro impacto en el planeta? ¿Qué hay detrás de estas dificultades y qué podemos hacer al respecto? Son preguntas permanentes para quienes trabajamos en estos temas. Por supuesto que no encontramos respuestas simples, solo nos enfrentamos a la evidente necesidad de elaborar profundas transformaciones, y a gran escala. Una consecuencia obvia es la necesidad de repensar nuestros modelos de desarrollo. Cómo tomamos decisiones sobre el territorio es uno de los grandes desafíos políticos y económicos. Necesitamos decidir para actuar, lo que implica contar con las herramientas institucionales, jurídicas y económicas, las capacidades técnicas, la mejor información posible y profesionales con las herramientas para hacerlo.
El cambio climático es un problema de desigualdad, donde quienes son más responsables por las emisiones que provocan el calentamiento global son los que se encuentran menos vulnerables a sus repercusiones. La población que debe modificar sus hábitos contaminantes con mayor rapidez y profundidad no son quienes ya están siendo afectados por sus consecuencias y requieren ayuda con urgencia para enfrentarlas. De aquí que estemos ante dilemas de escala planetaria que tienen un impacto disímil entre los diferentes grupos humanos. Por ejemplo, las clases altas de los países más pobres consumen más —ergo, contaminan más— y tienen mejores herramientas para reaccionar frente a los desastres climáticos.
En la historia de la humanidad, los problemas colectivos han sido un importante motor de transformación, pero la resistencia a los cambios en algunos casos ha desembocado en tragedia. ¿Cómo evitamos que eso nos suceda? Es más fácil pensar que encontraremos tecnología para salvarnos, pero cada día que pasa esas posibilidades se desvanecen. Ese exceso de optimismo —llamado tecno-fé—, el negacionismo o la brutal disonancia cognitiva nos permiten autoengañarnos mientras es posible.
La urgencia de una transformación profunda en el corto plazo es cada vez más evidente, y para ello no solo debemos cambiar la matriz energética (lo que afecta todas las dimensiones de nuestras vidas), sino además se necesitan cambios políticos y económicos en distintas escalas, que van desde las comunidades hasta la sociedad mundial. Los beneficios no serán directos ni inmediatos, por lo que la capacidad de gobernarnos con una mirada de largo plazo y con una perspectiva solidaria es fundamental, y para ello se requiere una gobernanza flexible, participativa y con capacidad de aprendizaje para enfrentar los retos ambientales del siglo XXI.
Al mismo tiempo, es esencial una coordinación global y local que nos permita cuidar el planeta y, a la vez, dejar espacio de innovación para una transformación rápida. Frente a esto, una alternativa es impulsar una gobernanza ambiental policéntrica y multinivel, modelo que consiste en respetar y promover la coordinación entre los diferentes niveles de toma de decisiones para la solución de los problemas ambientales, aproximación que permite prestar mayor atención al rol de las comunidades en su diagnóstico y resolución. Quienes están en los territorios conocen mejor los ecosistemas en los que viven y las necesidades de sus habitantes, lo que les permite generar algún tipo de organización local, que también debe seguir directrices que respeten los principios que se aplican a nivel regional, nacional y global.
Una gobernanza policéntrica multinivel favorece el respeto a las formas de vida distintas y permite que las comunidades en sus territorios puedan administrar sus bienes comunes y proteger su ecosistema. Junto con los beneficios descritos, la utilización de este enfoque deriva en una mayor atención hacia las dinámicas de organización tradicionalmente excluidas en el diseño de políticas públicas.
¿Cómo recuperamos el equilibrio de nuestros ecosistemas? ¿Cómo restauramos el daño realizado? Ya no es suficiente con un desarrollo sostenible. Además de controlar lo que afectamos, hemos llegado al punto en el que debemos recuperar lo perdido.
Al analizar la trayectoria de la ciencia a lo largo de la historia, es posible constatar que los avances científicos dejan una estela de repercusiones —positivas y negativas— que van mucho más allá de lo que se logra visualizar en el momento. La autonomía funcional del sistema científico mundial, la sofisticación de sus conocimientos y sus medios de validación han permitido ignorar esas consecuencias y han perjudicado una adecuada comprensión de los fenómenos sociales actuales. De ahí que muchos problemas contemporáneos se aborden como si fueran sistemas triviales de inputs-outputs fácilmente predecibles. Este “pensamiento lineal” nos ha llevado a ser efectivos en abordar fenómenos concretos sin considerar los llamados “efectos colaterales”, una visión propia de la cultura occidental globalizada, que de distintas formas ha aplastado a culturas locales que suelen tener concepciones más respetuosas de los ciclos de la naturaleza.
Cuando las estructuras sociales se vuelven tan relevantes para sí mismas que dejan de ver su contexto, perdemos la capacidad de entender nuestra propia dependencia con la naturaleza. La arrogancia humana —hubris, en palabras del antropólogo y ecólogo Gregory Bateson— nos ha vuelto ciegos ante los ecosistemas que habitamos. El mantenimiento de un modelo de desarrollo basado en un hipotético crecimiento infinito y que ignora los límites planetarios no tiene sentido. ¿Cómo es posible que no lo veamos? Creo que lo vemos, pero nos cuesta creer que seremos capaces de hacer transformaciones tan profundas por el bien común, así que ignoramos lo evidente a la espera de que las cosas se ordenen por sí solas.
La buena noticia es que hoy tenemos una oportunidad. Desarrollar nuevos acuerdos sociales que se hagan cargo de los problemas del siglo XXI parece ser el gran desafío para los cambios políticos de los próximos años. El proceso que se inició con la redacción de una nueva Constitución abre la posibilidad de adoptar un modelo de gobernanza ambiental policéntrica y multinivel, que reconozca la naturaleza compleja del fenómeno climático a nivel nacional y local, sus factores sociales y territoriales. Tenemos la posibilidad de ponernos de acuerdo en un nuevo pacto social para decidir cómo vamos a cuidarnos colectivamente y redefinir cómo tomamos las decisiones sobre el territorio.
En este contexto, es evidente la necesidad de impulsar una reflexión en las ciencias sociales y ecológicas sobre las características que deben tener los procesos de gobernanza ambiental, especialmente en conjunto con otros desafíos actuales. ¿Qué rol tenemos como universidades públicas?¿Cómo logramos que el conocimiento que desarrollamos sea pertinente y accesible para quienes nos gobiernan? ¿Cómo articulamos el cada vez más necesario e insuficiente conocimiento científico con otros tipos de conocimientos? ¿Cómo formamos profesionales capaces de liderar estos cambios, operar en contextos de incertidumbre, desarrollar tecnología y estrategias que nos permita avanzar en una transición climática justa? No podemos dejar pasar más tiempo para enfrentar con decisión estas interrogantes.