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¿Puede un mundo infeliz contener tanta felicidad?

Cuando se les pregunta a los chilenos en las encuestas cuán satisfechos están con sus vidas, la mayoría suele evaluar mejor su situación personal que la de los demás. El abogado y político Fernando Atria explora esta contradicción en tiempos en que “ser feliz” o “ser infeliz” son dos condiciones que se han privatizado a tal punto, que el espacio para la política y la buena vida a la que ésta debería apelar se han ido desdibujando en el horizonte de la acción colectiva.

Por Fernando Atria | Ilustración: Fabián Rivas

Desde hace menos de una década, y en una multiplicidad de encuestas de distinto tipo, se ha observado algo que podríamos llamar una asimetría entre la primera y la tercera persona: los encuestados tienden a evaluar de mejor manera su situación personal que la del país. Para no ir tan lejos, en la última encuesta del Centro de Estudios Públicos (CEP), el 65% de los encuestados se declara satisfecho con su vida (califica su vida con 7 o más puntos, en una escala de 1 a 10 donde 1 es «Totalmente insatisfecho» y 10 es «totalmente satisfecho»). Pero cuando la pregunta es cómo el encuestado cree que está “el resto de los chilenos”, sólo el 19% los cree satisfechos, atribuyéndoles al menos un puntaje 7. La encuesta del CEP registra esta diferencia desde 2014.

La explicación estándar que dan los comentaristas oficiales es que el juicio sobre la situación personal es el verdadero, el genuino, y el referente al resto de los chilenos es falso. Un ejemplo reciente de esto es una columna de Eugenio Tironi, que el 9 de julio explicaba en El Mercurio que “bombardeada sistemáticamente por el catastrofismo de los núcleos dirigentes, la población termina por contagiarse, al menos en lo que respecta a su visión del país, no así en la percepción que tienen de su vida íntima”. La prioridad de la respuesta en primera persona se explicaría porque se asume que la pregunta es la misma, y la respuesta entonces mostraría la diferencia entre un testigo presencial y uno de oídas. Como en principio el primero es más fiable que el segundo, parece razonable concluir que el juicio personal sería el correcto, y el juicio sobre los demás sería el tergiversado, manipulado, errado.

Esta explicación descansa irreflexivamente en ciertos supuestos no analizados. El primero es, de hecho, completamente infundado. Chile no es precisamente un país en el que el poder mediático esté en manos de los críticos del modelo neoliberal. Si los ciudadanos son mediáticamente “bombardeados” por algo, es por un discurso que enfatiza el extraordinario desempeño económico de Chile en los últimos 30 años, su diferencia con los otros países de América Latina o la “seriedad” de su clase dirigente (con la excepción, claro, del gobierno de la Nueva Mayoría). No es que no exista un discurso crítico cuya significación ha aumentado en los años recientes: de hecho, ha ido aumentando más o menos en el mismo período en que comienza a ser notada la asimetría que comentamos. Pero en las condiciones de la comunicación política realmente existente en Chile es totalmente injustificado asumir que el ciudadano está expuesto de manera sistemática y unilateral a un discurso catastrofista, que además sería capaz de afectar considerablemente las opiniones de las personas a pesar de ser ficticio.

El segundo supuesto irreflexivamente asumido ya ha sido mencionado: se trata de la misma pregunta, diferenciada sólo por los sujetos referidos (uno mismo/los demás). Pero esto es insostenible. Al momento de responder en primera persona, el encuestado recordará, según el caso, la última vez que su hija le sonrió o la cena familiar o una reunión con sus amigos. Es humano tomar en cuenta una lealtad afectiva, por decirlo de algún modo, con los amigos, los hijos o los familiares, que hace que cuando el encuestado deba calificar su satisfacción con la vida, otras cuestiones —como su pensión de pobreza o la cola en el consultorio— deban ser tratadas como secundarias. Quizás algo de esto se manifiesta en el hecho de que “infeliz” no es el antónimo de “feliz”. Toda esta dimensión queda radicalmente excluida cuando la pregunta es por la vida de los demás. Es evidente que no se trata de la misma pregunta.

En nuestro caso hay una dimensión adicional, que contribuye a explicar que la asimetría que estamos comentando sea especialmente observada en nuestro tiempo. Se trata de un tiempo que se caracteriza por dos ideas. La primera es una desesperanza aprendida: hoy los chilenos han asumido que no sirve mirar a la política como una actividad donde reside la esperanza de una vida distinta. Que existe un sistema educacional que para muchos no abre, sino cierra posibilidades; que hay un sistema de pensiones que significa pobreza para los pensionados, pero utilidades enormes para las AFP; sin olvidar que las largas colas y listas de esperas en la salud pública y las alzas de planes por las que las Isapre han sido condenas más de un millón de veces durante una década no son cuestiones que puedan ser enfrentadas políticamente. Estas dimensiones de la vida social no son vistas como abusos o injusticias que pueden ser encaradas mediante la acción colectiva, sino que son entendidas como parte del mundo natural.

Ahora bien, si son parte del mundo natural, frente a ellas la actitud virtuosa no es resistencia ni rebelión, sino resiliencia (una palabra que no estaba en el diccionario antes de 2014: nótese la sumatoria de coincidencias temporales). Porque la resiliencia, como ha notado perceptivamente el sociólogo alemán Wolfgang Streeck, “no es resistencia sino ajuste adaptativo, más o menos voluntario. Mientras más resiliencia logren desarrollar los individuos en el micronivel de la vida diaria, menos demanda habrá por acción colectiva en el macronivel para contener las incertezas producidas por las fuerzas del mercado”. La observación de Streeck implica también su recíproca: mientras menos fe haya en la acción colectiva en el macronivel, más presión habrá por resiliencia en el micronivel.

Vistas así las cosas, cuando al encuestado le preguntan, por ejemplo, cuán satisfecho está con su vida, el sentido que tiene la pregunta es si es un individuo resiliente, capaz de adaptarse a las circunstancias adversas con las que se encuentra o es, por otro lado, un perdedor que se queja. Para ponerlo en un lenguaje que hoy resulta fácil de entender, es evidente que al responder esa pregunta tiene un conflicto de interés. Pero cuando la pregunta es por cuán satisfechos están “los demás” con su vida, ese conflicto de interés desaparece y puede dar la respuesta que es a su juicio verdadera.

Entonces, el sentido de la asimetría aquí comentada es exactamente el contrario del que le atribuyen los comentaristas habituales. No hay nada raro en que en estas materias las cosas sean al revés de lo que una impresión superficial indica. Aunque hay muchos problemas con el viejo sentido marxista de “ideología”, algo de verdad queda en la noción de que la realidad aparece a veces invertida; de que las personas y sus relaciones nos aparecen colocados boca abajo, como en una cámara oscura.