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Irene Vallejo: “Lo mejor de nuestro mundo nace de las rebeldías del pasado”

Una de las misiones de la filóloga española y autora del éxito editorial El infinito en un junco ha sido difundir historias y lecciones de la Antigüedad. “Hay que saber cómo en momentos históricos terribles se manifestaron las amenazas, para estar preparados cuando el peligro vuelva”, dice la escritora, quien también ha reivindicado a las narradoras grecolatinas olvidadas.

Por Ximena Póo
Fotos: Antonia Cataldo

“Lo que te ofrece el libro es una experiencia intelectual sin contemplaciones, mucho más sana que creer que tienes la razón y que el enemigo es el que no piensa como tú. Eso crea una forma de vivir fragmentada, una hostilidad hacia el que está afuera de tus burbujas y consensos. Así no podemos construir sociedades”. Con estas palabras, Irene Vallejo (Zaragoza, 1979), doctora en Filología Clásica y escritora, abrió esta entrevista sostenida en Santiago, donde estuvo de paso en noviembre para participar en el ciclo La Ciudad y las Palabras y en el Festival Puerto de Ideas. Su relación con nuestro país, cuenta, se remonta a su infancia:

—Para mi familia, lo que pasó en Chile fue muy impactante. Yo tenía 11 años cuando ocurrió el golpe de Estado fallido en España, en 1981, y mis padres ya se habían presentado en público como opositores a la dictadura [de Franco]. Mientras veíamos las noticias de que los militares habían entrado al Congreso, mi madre decía: “ahora que ya saben quiénes somos van a venir a por nosotros, como en Chile”. Eso lo recuerdo siempre —cuenta Vallejo, pensando en los 50 años del golpe chileno, esa larga historia que también es parte del presente. Y estos tiempos que corren hoy son, justamente, los que la autora cruza con la época clásica en volúmenes como el aplaudido y premiado ensayo El infinito en un junco (2019) —sobre la invención del libro en la Antigüedad y el papel de las mujeres en esa historia—, o en Manifiesto por la lectura (2021), El futuro recordado (2022) y la novela El silbido del arquero (2022).

Irene Vallejo ha tenido que lidiar con la exposición que significa promocionar sus obras, frutos de años de estudio de la cultura grecolatina. El infinito en un junco, de hecho, la hizo más visible que nunca: se han vendido más de un millón de ejemplares, el texto ha sido traducido a unos 30 idiomas y, desde entonces, su voz se instaló en la plaza pública:

—Para mí es muy importante estar ahí. Muchas veces, personas que tienen cosas valiosas que ofrecer son expulsadas [del espacio público] por el ruido, la violencia. Porque recibes ataques, insultos y terminas asumiendo esta especie de agresión permanente. No podemos dejar que los más agresivos sean los que se queden con el control del ágora, y no me refiero solo a las redes sociales —comenta la autora, al tiempo que reivindica al libro como la rueda, como un artefacto de la cultura fundamental para movilizar ideas, sentimientos, emociones, conocimientos, saberes: 

—Creo que los libros son muy relevantes en el momento presente, porque las redes, el buscador, internet, nos atrapan; todo lo que nos suministran está pensado para afianzar nuestros sesgos, prejuicios e ideologías. Y los libros, en cambio, no: nos retan, nos trasmiten su mensaje sin importar quién eres. Eso, intelectualmente, es muy valioso. Porque nos enfrenta a esa otredad que las redes, los algoritmos y Google nos hurta.

En una entrevista que diste al canal TVE contaste que en la infancia sufriste acoso, y desde ahí en adelante los libros pasaron a ser el refugio, una idea que también desarrollas en El infinito en un junco.

—He utilizado muchas veces la palabra refugio, aunque soy consciente de que tiene ciertos peligros de malinterpretación. Porque el refugio puede ser la idea de la evasión de la realidad, de salir del mundo, de no afrontar lo que está sucediendo. Me refiero a refugio en el sentido de guarida, un lugar seguro donde te apartas del ruido y la furia para pensar, para reencontrarte con otras voces. Todo lo que he aprendido en los libros me ha ayudado a vivir mejor. Cuando lees un libro es cuando más cerca estás de adentrarte en el cerebro de otro ser humano, y entonces ves el mundo desde otra óptica. Para las personas que, como yo, se han sentido o les han dicho “raras”, el libro se vuelve refugio, porque te das cuenta de que esa sensación de no encajar la tiene todo el mundo. Si no estuviera la literatura para decirnos que todos hemos sentido eso, que todos disimulamos, sufriríamos mucho más. Cuando leía ciertos libros, pensaba: “la persona que ha escrito esto me entendería”. Eso me daba esperanza.

También conectas las vidas y las palabras de hoy con las de la Antigüedad, desde que el libro es libro.

—Desde que el libro es libro, y desde que el mundo es mundo.

En tu último libro mencionas a figuras que sobrecogen, personas que han sido héroes y heroínas por proteger a lo largo de la historia, y hasta hoy, a los libros de su desaparición, de las masacres, del odio. ¿Cómo llegas a trazar esta historia larga que nos une como humanidad? 

—Creo que nació de una necesidad de genealogía que tenemos las escritoras. También de ser consciente de las oportunidades que yo he tenido. Mis abuelas, por ejemplo, eran muy inteligentes y querían ir a la universidad, pero no pudieron porque sus padres pensaban que una mujer debía casarse y no tenía sentido estudiar. Muchas veces es necesaria esa luz larga de la historia para entender que ha habido logros, luchas y rebeldías que han sido necesarias para lo que vivimos hoy. Lo mejor de nuestro mundo nace de las rebeldías del pasado, y es importante tener esa visión de proceso, de esfuerzo permanente; también de fragilidad, porque todos los logros pueden revertirse. Por ejemplo, la democracia ateniense se perdió durante muchísimos siglos. Ese tipo de lecciones me parecen muy importantes. El infinito en un junco no es sobre el pasado, sino sobre el hoy. Porque para entender el ahora hay que entender el proceso que nos ha traído hasta aquí, el porqué de nuestras instituciones, sistemas políticos, ideas, fracasos, tropiezos. Como mujer, en particular, me interesaba buscar una hebra en la Antigüedad y encontrar dónde estaban las lectoras y las escritoras.

La metáfora del hilo

En El infinito… mencionas a Safo, Corina, Telesila, Mirtis, Praxila, entre muchas más, y cuentas que el primer libro está adscrito a una mujer, a Enheduanna.

—Cuando estudié el mundo de la Antigüedad nadie me nombró a ninguna mujer, con la excepción de Safo. Ella era la única mencionada en un panorama completamente masculino. Hablo de la educación, la política, la historia. Me dediqué a releer las fuentes y nadie te dice “éstas son las mujeres escritoras”. Fui reuniendo nombres que aparecen de forma secundaria y con esas evidencias dispersas intenté armar una imagen de conjunto. Eso significó releer las fuentes buscando algo distinto de lo que siempre se ha buscado. Así encontré la figura de Enheduanna. ¿Cómo es posible que no esté en nuestros manuales de historia, de literatura, siendo la primera persona que firma un texto con nombre propio? Es decir, el yo, el concepto de autoría, la autoconciencia y autodefinición de un escritor nacen con una voz femenina. ¿Cómo es posible que no se hable de esto en los colegios, en las universidades; y que ni siquiera a alguien como yo, que ha hecho una especialidad en Oriente antiguo, nadie me lo haya mencionado? Me di cuenta de que no solo había menos mujeres por el hecho de haber tenido menos acceso a la educación, la escritura y los libros, ya que en Grecia el rol femenino estaba asociado a lo maternal, a la casa. También porque las que hubo fueron orilladas, olvidadas; no hubo el mismo interés por copiar sus obras para garantizar la supervivencia de su legado. 


Safo de Lesbos. Pintura de John William Godward (1904). Foto: Getty’s Open Content Program 

El silenciamiento, el borrado histórico de las mujeres.

—Claro. Ahí me di cuenta de que no era un fenómeno espontáneo, de que había mucha información que nos habían hurtado, por eso empecé a reconstruirla de forma consciente. Muchas personas me dijeron “¿por qué no escribes un libro sobre las mujeres en la Antigüedad o sobre las escritoras?”, y dije que no: creo que ha llegado el momento de escribir libros de historia donde estén las mujeres junto a los hombres, no como una excepción, no como una monografía, no como ese apartadito que escriben al final de las lecciones de historia o de arte donde nombran a dos o tres. No, integrarlas totalmente, porque ellas estuvieron ahí y han desempeñado un papel muy importante en la historia. No a la altura de los hombres, porque no se les permitió, pero dado los obstáculos, es muy admirable que hayan estado. Algo muy difícil de rastrear es la presencia de las mujeres en la oralidad, en las tradiciones gestadas en un mundo de analfabetismo, lo que ha sido muy despreciado. Pero se ha mantenido la memoria, las tradiciones, y me parecía importante [resaltar] la labor de las mujeres dentro del hogar como maestras. Por ejemplo, siempre decimos “lengua materna” porque tradicionalmente han sido las mujeres las que enseñan a hablar.

En la cotidianeidad indígena, en América Latina, eso es fundamental, porque la oralidad también es resistencia y refugio en un sentido político, para conservar y mantener viva una cultura.

—En el mundo occidental también. Cuando los hermanos Grimm fueron a buscar [cuentos y] tradiciones, conversaron con las nanas, las yayas, las nodrizas y las mujeres del servicio. Eso ha existido en todas las culturas. Ellas son las que han contado las historias, como en el caso de Bram Stoker, [el autor] de Drácula: era su madre la que le contaba los cuentos irlandeses de la hambruna, de los muertos que se enterraban. Esos imaginarios de las mujeres han ido a parar en los hombres, que sí han tenido la posibilidad de escribir y de plasmarlos en la literatura culta, pero no se ha reconocido su labor de narradoras, trasmisoras y creadoras de mitos. Es poderosísimo, por eso usé la metáfora textil en el libro. Todo eso ha quedado atrapado en el lenguaje como un fósil, como un mosquito dentro de una pieza de ámbar, lo que nos permite ponernos en contacto con un estrato muy antiguo de la narración, y que asocio a una actividad típicamente femenina, como es el telar, la rueca.

Con el movimiento feminista en América Latina se ha recobrado justamente el bordado y esos códigos que implican trenzar para contar.

—No se ha valorado la dimensión colectiva ni de la lectura ni del bordado. Y ahora hay muchos clubes de lectura en los que se hacen las dos cosas, porque están haciendo ganchillo o punto mientras hablan de libros, lo que, a la larga, es volver a ese tiempo en que la mujer trabajaba con la rueca o el telar y, al mismo tiempo, escuchaba historias. Eso también es una forma de documentar, crear, trasmitir y construir una memoria colectiva.

Y todo esto en medio del avasallamiento de las plataformas, las redes sociales, en medio de tanto ruido.

—La metáfora del hilo ha sobrevivido hasta en las tecnologías.

¿Estamos en un buen momento para la lectura? 

—Lo gracioso es que siempre pensamos el mundo cultural desde el pesimismo. Si lleváramos milenios empeorando, no sé si a estas alturas quedaría algo. Soy optimista y veo que en las redes sociales hay jóvenes hablando de libros, que tienen sus canales de TikTok especializados en libros, los comentan, intercambian sugerencias y libros de papel, porque es muy raro que muestren imágenes de audiolibros, en general son de libros de papel. También está el fenómeno muy novedoso de los clubes de lectura, de personas que se reúnen sin instituciones que medien. Hay que valorar que ha sido algo muy espontáneo. Es un fenómeno de contagio, de agrupaciones espontáneas de personas que dedican su tiempo, en un momento en que el tiempo es una mercancía codiciada. Primero leen y luego comparten, es decir, hay un movimiento hacia la oralidad al comentar el libro y ponerlo en común. Es algo que se está dando en el mundo y con mucha presencia de mujeres.

Hay mucha gente interesada en diversas formas de expresión para ir narrando y pensando el mundo en que vivimos, desde la escritura creativa hasta la fotografía. Ahí puede haber esperanza.

—Yo lo creo así. Soy optimista porque, cuando estudias la historia, ves que hay épocas anteriores que han sido mucho peores, y eso sirve para pensar que esa acumulación de batallas ha tenido un resultado histórico y una construcción común. Es decir, la lucha de cada época no se pierde, nos vamos abriendo caminos, y se percibe cuando comparas. Más allá de eso, creo que siempre hay que actuar como si se pudiera derrotar al mal, como decía [Albert] Camus. Incluso si no es posible derrotarlo. porque ese “como si” a veces es el salto que puede transformar las cosas. 

Claro, la utopía es el camino. Las historias más terribles, incluso, abren la posibilidad de un futuro.

—Las historias terribles son muy importantes, porque en ellas se conocen los peligros, la fragilidad, las luchas; y todo eso te fortalece y te vuelve más consciente. Ahora hay una corriente que quiere retirar palabras ofensivas y las partes oscuras de los libros y de la historia, todos los aspectos históricos que son poco patrióticos, por ejemplo, pero si las eliminamos, construimos una especie de pasado mucho más sereno, tranquilo y perfecto, pero a la vez falso. La nostalgia, políticamente, es muy peligrosa, porque se construyen supuestos paraísos en el pasado y después se intenta volver a ellos. Hay que saber cómo en momentos históricos terribles se manifestaron las amenazas, cómo se justificaron [ciertas ideas], cómo ganaron terreno y adeptos. Hay que conocer esos mecanismos para estar preparados cuando el peligro vuelva. Porque el peligro siempre vuelve.