Por Nona Fernández Silanes
Despertar implica abrir los ojos. Dejar el sueño atrás, ver la realidad, el contexto presente, el escenario en el que nos encontramos, y reconocernos en él. Lo que sigue puede ser el comienzo de un nuevo día. La luz que entra por la ventana, el olor del pan tostado, la intuición del café, las señas de un futuro posible. Si Chile despertó habría que asumir entonces que abrimos los ojos en colectivo. Que ese 18 de octubre la luz ingresó en nuestro cerebro y que ahí dentro, en una explosión neuronal, toda nuestra subjetividad, nuestra memoria, nuestra experiencia, levantó una imagen que nos hizo movilizarnos.
¿Pero cuál sería esa imagen?
Quizá las largas filas de los consultorios. Las miserables pensiones de nuestros abuelos o el estado deprimente de nuestra educación pública. Quizá la ridícula concentración de privilegios para un grupo minoritario. La constante evasión de impuestos de ese mismo grupo minoritario. O el saqueo al que nos someten al adueñarse de nuestra agua, nuestros bosques, nuestros mares, nuestros minerales, y al levantar universidades, colegios, clínicas, centros comerciales que nos han endeudado de por vida. O tal vez fueron los escándalos de corrupción y desfalco de las Fuerzas Armadas y Carabineros. O los burdos montajes para incriminar al pueblo mapuche. O el asesinato a Camilo Catrillanca. O la militarización de Wallmapu. O el trato vergonzoso a nuestros inmigrantes. O la inutilización de nuestra tímida ley de aborto en tres causales, gracias a la objeción de conciencia instaurada por el gobierno para los médicos conservadores. O la Constitución redactada por la dictadura que nos rige hasta el día de hoy. O nuestros alcaldes, diputados y senadores que trabajaron para Pinochet. O nuestra seudodemocracia. O quizá todo eso y más, revuelto y guionizado en una sola pesadilla, fue lo que nos hizo salir del letargo de más de cuarenta años, abandonar la almohada e inaugurar juntos un día nuevo.
Lo que han visto nuestros ojos desde entonces ha sido intraducible. Instantáneas nunca antes almacenadas por nuestro hipotálamo. Marchas multitudinarias, pancartas festivas, poesía callejera, estatuas transformadas en arte moderno, creatividad desbordada en las paredes. Las plazas se llenaron de vecinos para cacerolear y conversar. Asambleas en el barrio, en los centros culturales, en las universidades, en los parques. Todas y todos hablando como si hubiésemos estado atragantados, diciendo lo que nunca dijimos o no nos atrevimos a decir. Dispuestos a asociarnos, a trabajar juntos, entendiendo que podíamos tener un rol más allá de las cuatro paredes de nuestra casa. Así colaboramos en distintos frentes, somos útiles, nos preocupamos por el resto y el resto se preocupa de nosotros. No estamos solas, no estamos solos. Sentimos la energía de los demás, nos dejamos movilizar y proteger por ella, y así permanecemos despiertos, con los ojos abiertos, pese a los golpes y al cansancio.
Más de un mes de revuelta y el cuerpo lo resiente. Las instantáneas luminosas que ingresamos a la memoria se mezclan con otras menos felices y pesan en el ánimo. Desde el día número uno, cuando el gobierno nos decretó la guerra, nuestros celulares comenzaron a registrar y traficar las imágenes más horrorosas que nuestros ojos hayan visto en años. Mediados por las pantallas o incluso en vivo vimos violencia sexual, golpes, malos tratos, tortura, vejaciones, allanamientos, perdigones acumulados en nuestros cuerpos. Nadie puede decir que no lo ha visto porque todo está registrado. No se nos perdona el reclamo y la protesta. No se nos perdona el caceroleo y las pancartas. Hasta la fecha hay aproximadamente 6.000 detenidos. 2.800 heridos. 22 muertos, de los cuales cinco son por acción directa del Estado. Han disparado a los rostros y tenemos 235 traumas oculares que han devenido en la pérdida de nuestros ojos. Despertamos juntos, dejamos el letargo atrás, y porque vimos el presente, nos han querido dejar ciegos.
En el antiguo Egipto, los curanderos ocupaban el ojo de sus pacientes para diagnosticar su salud. Según sus creencias los ojos eran las ventanas al alma de cada persona. El iris era el instrumento que, a través de sus lesiones, líneas, decoloraciones, entregaba los datos necesarios para hacer un perfil emocional, psíquico y físico de cada paciente. Con el tiempo este sistema se fue perfeccionando y se transformó en una seudociencia llamada iriología. Diagnóstico a través del iris. El ojo entonces aparece como un mapa para estudiar la salud, el interior de los cuerpos y las mentes. El ojo como una carta de navegación en la que se puede indagar en el mundo corporal, mental, emocional de cada persona. Una radiografía donde está todo resumido, su biografía, su memoria, incluso el alma, como pensaban los egipcios.
¿Pero qué pasa cuando el ojo ya no está? ¿Qué pasa cuando la presión de un proyectil y su increíble rapidez hacen que la membrana del globo ocular no resista y se desgarre violentamente? ¿Qué pasa cuando se desmantela esa esfera de nervios y músculos? ¿Qué pasa cuando se destroza su diafragma, su vitriolo, su retina, su esclerótica, su fóvea, su nervio óptico? ¿Qué ventana es la que se cierra? ¿Qué conexión es la que se pierde?
Hoy Sebastián Piñera niega las denuncias de violaciones a los derechos humanos por parte de Amnistía Internacional. Podemos ver sus ojos intactos en la pantalla del televisor, pero claramente todo el proceso neurológico que traduce la luz en imagen, en sentido, no ocurre en ese cerebro. Esos ojos no están viendo absolutamente nada.
Nos ofrecen un acuerdo de paz mientras nos están disparando.
Nos ofrecen partir un proceso constituyente en medio de la balacera.
En este mismo momento alguien está siendo herido y nadie toma responsabilidad por eso. ¿Es posible sentarse a dialogar un futuro sobre la impunidad? ¿Es posible discutir un marco legal sobre las cuencas vacías de nuestros compañeros y compañeras? ¿Es posible pasar por alto cada una de las agresiones que hemos sufrido? Ya lo hicimos en el pasado y cargamos con eso en nuestros cuerpos, en nuestras conciencias y en nuestra historia. ¿Lo volveremos a hacer? ¿Es que los ojos que hemos abierto al despertar no nos sirven para mirar hacia atrás?
Las pantallas televisivas hipnotizan las retinas incautas con imágenes de saqueos e incendios inoculando un discurso de violencia criminal para justificar todas las agresiones que nos están infligiendo. Nos culpan. Nos dicen otra vez que la responsabilidad es nuestra. Nos tachan a todos caricaturescamente de delincuentes. De narcotraficantes. Condenan la violencia como si no fueran ellos con su brutalidad sistematizada los que la han incitado desde hace décadas. Y nos castigan. Y nos golpean en nombre del orden público y la paz ciudadana. Igual que ayer. Igual que siempre. Y serán incapaces de asumir sus culpas, como han sido incapaces de ver las demandas ciudadanas expresadas por años en las calles y generar las políticas públicas que necesitamos para acabar con tanta, tanta, tanta frustración.
Cierro este texto y escucho desde afuera las cacerolas aullando por el joven Gustavo Gatica. A los 21 años recibió una ráfaga de balines que hirieron su cuerpo y sus ojos. Después de días de tratamiento y controles médicos hoy el diagnóstico es claro: Gustavo no podrá a ver nunca más.
Despertar implica abrir los ojos. Dejar el letargo atrás, ver la realidad, el escenario en el que nos encontramos, y reconocernos en él. Lo que sigue puede ser el comienzo de un nuevo y gran día. Pero también, en el peor de los casos, despertar puede ser abrir los ojos en medio de una larga y oscura noche para asumir la condena del insomnio. Clavar la vista en el techo y atender a nuestros peores fantasmas que reclamarán molestos porque no aprovechamos la oportunidad, porque no les dimos un lugar, porque los dejamos otra vez abandonados.
Edipo, el rey de Tebas, se sacó los ojos cuando comprendió quién era realmente y cuál había sido la dimensión de sus crímenes. Con el rostro ensangrentado declaró que ese par de globos oculares que llevaba colgando entre las manos nunca le habían servido para nada. Y por esas cuencas vacías que cargó hasta su muerte, por ese par de orificios que lo internaron en la oscuridad más absoluta, volvieron a ver todos los que habían perdido la visión.
Santiago de Chile, 26 de noviembre de 2019. Día 46 de la revuelta.