Skip to content

​​Corolarios de una derrota: consideraciones críticas sobre la denostación de la «política identitaria»

“Este libro representa la necesidad de pensar las deficiencias políticas diversas que incidieron en la derrota electoral”, afirma Claudia Zapata en la presentación del volumen De triunfos y derrotas: narrativas críticas para el Chile actual, editado por Faride Zerán (LOM), el que reúne una decena de ensayos de figuras del mundo social, académico y político; de los feminismos y pueblos originarios. En esta intervención, realizada el 11 de abril de 2023 en el Centro Cultural GAM, la directora del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos de la U. de Chile destacó el aporte que hace este libro para «elaborar una memoria política que sea capaz de advertirnos y resguardarnos ahora y en el futuro». 

Por Claudia Zapata

La experiencia personal es un punto de partida inevitable a la hora de comentar un libro como este, que trata sobre nuestra atropellada historia reciente. Se trata de una experiencia que no tiene nada de singular, porque está marcada por sentimientos compartidos tras la derrota electoral del 4 de septiembre de 2022: desazón, desorientación, decepción, pero sobre todo, necesidad de entender, más que de juzgar. Eso se expresó en la negativa a escribir, o al menos no escribir tan rápido, pues sentí que había que vivir la experiencia de la incomprensión, de allí que miré con sospecha los diagnósticos instantáneos, rotundos, acabados y llenos de certezas (me costó leer lo que apareció al día siguiente, finalmente desistí de hacerlo).

Este libro me llega en un momento en el que siento que ya puedo leer un mayor volumen de análisis sobre la revuelta popular, el momento constituyente y el plebiscito, aunque se trató, como no podía serlo de otro modo, de análisis inestables. El libro que compila Faride Zerán y en el que participan destacadas y destacados autores, tiene el valor de ofrecer interpretaciones a cierta distancia temporal. Otro valor fundamental, es que incorpora las autorías de personas que participaron directamente en la Convención Constitucional, ya sea como constituyentes o asesores. Es así como se reúnen en este volumen distintas voces, trayectorias, generaciones y lugares de habla: el activismo, la militancia, la investigación, el quehacer intelectual, etcétera, mostrando en parte la heterogeneidad de aquello que llamamos izquierda o izquierdas, lo que sin duda es un acierto de la editora. Esa heterogeneidad también se manifiesta en este libro a la hora de calibrar el proceso político que hemos vivido desde la revuelta popular de octubre de 2019.

A modo de característica general, impera la reflexión crítica y en algunos casos autocrítica, aunque con distintos énfasis. Una cuestión que me parece destacable es que todos los textos eluden algunos lugares comunes que han servido para obviar las cuestiones que nos involucran a las distintas izquierdas, especialmente la tesis de una responsabilidad exclusiva de los medios de comunicación hegemónicos. El énfasis de las y los autores va por otro lado, el de tratar de entender y explicar por qué esa campaña virulenta de la opción Rechazo hizo sentido. No se trata de minimizar el peso de esta embestida comunicacional que se volvió incontrarrestable, sino como bien sostiene Nelly Richard, de asumir que eso era predecible precisamente porque no era la primera vez que ocurría (en este país sabemos que las fake news no son una cuestión de la era de las redes sociales, sino que marcaron el clima previo al golpe de 1973, para transformarse luego en la política comunicacional de la dictadura).

De triunfos y derrotas: narrativas críticas para el Chile actual, editado por Faride Zerán
LOM Ediciones, 2023, 178 páginas.

Otro hilo que hilvana los textos, es el convencimiento de que los partidos, los movimientos y las organizaciones que componen el heterogéneo mundo de la izquierda, carecen de arraigo popular masivo, y que resolver esa distancia asoma como la tarea más titánica de todas. También se coincide en que hubo déficits comunicacionales serios; en que fuimos crédulos y confiados (no sé si eso es un pecado); en que no supimos administrar la sensación triunfalista que nos acompañó en varios momentos, a pesar de que sabemos racionalmente que los triunfos son la excepción más que la regla para el campo popular, como apunta con lucidez Pierina Ferretti en su contribución.

Concuerdo también con Karina Nohales en que falta mucho para elaborar diagnósticos sopesados, con mayores evidencias y antecedentes para responder, aunque sea parcialmente, la pregunta sobre los factores más gravitantes que incidieron en la derrota electoral. Por lo tanto, todo lo que se pueda decir ahora tiene un carácter inevitablemente precario. En razón de esto, pienso en la necesidad urgente de construir nuestros propios relatos en torno a lo ocurrido, algo fundamental para elaborar una memoria política que sea capaz de advertirnos y resguardarnos ahora y en el futuro. Me preocupa sobremanera este asunto porque noto en las izquierdas —y también en este libro— ciertas reproducciones acríticas de argumentos que arrancaron del campo oligárquico (los Think Tank de la derecha y la centro-derecha) y que en mi opinión no tienen asidero en el proceso que hemos vivido, ni tampoco en la historia reciente de algunos de los movimientos sociales que concurrieron a la cita constituyente por medio de algunas de sus vertientes. A ello se suma la reproducción de ciertos prejuicios anclados en la izquierda intelectual para analizar y dialogar con actores sociales que, si bien pertenecen a este campo, se conformaron planteando problemáticas que anteriores discursos emancipadores no reconocían, como los movimientos de mujeres, de los pueblos indígenas y sectores sociales racializados en general. Y no es que no tenga que existir la crítica ni el análisis sopesado sino al contrario, que esos análisis deben estar alimentados por un mayor conocimiento de las trayectorias de estos movimientos y, sobre todo, por el diálogo con ellos, precisamente porque no se trata de un análisis cualquiera, sino de uno con implicancias políticas relevantes. Hay en este punto un nivel de colisión entre los textos en el que quisiera centrar mi reseña e integrarme con ella a esa discrepancia. Este se refiere a la política desplegada por los movimientos denominados “identitarios” y al carácter de sus reivindicaciones, tema que hace rato me viene incomodando, por lo que tomo el espacio de este comentario como la oportunidad, tal vez tardía, de referirme a un asunto tan espinudo.

¿La política identitaria es política identitaria? ¿Qué política no es identitaria?

Son varios los textos reunidos aquí que replican uno de los tópicos que más ha resonado desde la instalación de la Convención Constitucional hasta hoy. Este es el de señalar a la denominada “política identitaria” como uno de los factores gravitantes de la derrota electoral del 4 de septiembre (fundamentalmente los de Diamela Eltit, Manuel Canales y Nelly Richard, aunque no los únicos). En ellos se manifiesta preocupación frente a un tipo de política desplegada por movimientos cuyas causas refieren a la experiencia de discriminación de ciertos sectores sociales, cuyas luchas estarían orientadas a conseguir políticas de reconocimiento de esa diferencia. Se nos dice que otras características fundamentales de esa política identitaria sería la ausencia de una dimensión universal y de una perspectiva de clase. Serían, por lo tanto, diferencias ensimismadas, de origen y de destino. En algunos casos se asume que estas experiencias de opresión han sido poco atendidas por las izquierdas más tradicionales, pero se insiste en comprender la práctica política de estos actores y movimientos como “política de la identidad”.

Desde mi punto de vista, ese juicio reitera uno de los problemas históricos de ciertas izquierdas, que es el reduccionismo a la hora de hablar sobre estos movimientos. En primer lugar, porque se omite que no existe relación unívoca entre una diferencia histórico-cultural, una causa y un movimiento, sino que estos últimos constituyen campos políticamente heterogéneos y con trayectorias de varias décadas como es el caso de los movimientos de mujeres y los diversos feminismos; así como el de los pueblos indígenas y de los sectores racializados en general. Además de las luchas medioambientales que por lo que veo también fueron incluidas en esta suerte de pack de las diferencias. Y digo que la categoría de “política identitaria” opera en el análisis de la coyuntura constituyente como etiqueta reduccionista, precisamente porque omite estas trayectorias y heterogeneidades, pero también porque —según mi observación— las vertientes más identitarias y culturalistas de estos movimientos no son las que llegaron a la Convención Constitucional, independiente de que se expresaran allí ciertas retóricas identificables con ellas.

Para desarrollar esta discusión partiría por una cuestión obvia pero necesaria y de común omitida: ¿qué política no es identitaria si vamos a entender esta como el vehículo que moviliza intereses sociales específicos en una sociedad? Una primera interrogación crítica que cabe hacer aquí es por qué hemos reducido lo identitario a estas causas, pasando por alto que la política de los sectores sociales dominantes es pura identidad de clase, que todo su universalismo y nacionalismo no es otra cosa que interés particularista disfrazado de interés general (para qué voy a ahondar en algo tan largamente estudiado). Una segunda cuestión preocupante, es la negación de la dimensión universal de las denominadas luchas identitarias, estén o no planteadas con claridad en estos movimientos. Un primer impacto relevante que cabe reconocer, es el que han tenido en las propias izquierdas, por su aporte en la ampliación de los horizontes emancipatorios, cuestión que se produjo a lo largo de todo el siglo XX y que fue clave en la incidencia del otrora Tercer Mundo en la perspectiva revolucionaria a nivel mundial: movimientos que mucho antes de la era del multiculturalismo y de la actual globalización debatieron con las perspectivas rígidas de la clase social, sosteniendo que la cuestión de la racialización, el género y las experiencias de subordinación asociadas a permanencias coloniales se entramaban con la condición de clase y que todo aquello constituía las historias nacionales y globales.

Las luchas feministas e indígenas no pueden ser circunscritas a la era del multiculturalismo, pues son herederas de estas tradiciones y acumulados históricos. Hay huellas del período posrevolucionario y de la pos Guerra Fría, qué duda cabe, pero ni más ni menos que las que también se constatan en todo el espectro de las izquierdas que, o se replegaron en anquilosados esquemas teóricos, o declararon obsoletas las narrativas emancipadoras generales, derivando en celebraciones de los márgenes, diferencias, fragmentos (sorprende sobremanera que desde esas veredas teóricas surjan ahora críticas a una supuesta carencia de perspectiva universal). Discrepo rotundamente de estos análisis, no porque no tenga que existir la crítica, sino porque resulta perniciosa e injusta aquella que parte de prejuicios teóricos previos tan arraigados en la izquierda, y más discrepo aún de esas críticas que están reiterando los juicios vertidos por los Think Tank de la derecha y que han encontrado impresionante eco tanto en la izquierda gobernante como en la izquierda intelectual.

Pero sobre todo, tengo serias distancias con las lecturas del texto constitucional formuladas desde esas premisas. No porque no se hayan desplegado identidades particulares en la Convención (de todos los sectores, insisto), sino porque esas identidades fueron un punto de partida pero no necesariamente de llegada. Hubo acuerdos, hubo negociaciones arduas —con los respectivos berrinches e intervenciones desafortunadas, como ocurre en todo órgano democrático— y, sobre todo, no podemos olvidar que tanto las feministas como los escaños reservados indígenas no ejercieron su labor solo votando por lo que se relacionaba con sus causas, sino que estuvieron presentes en todas las comisiones y en las votaciones de todos los articulados. Cabe destacar aquí que, a diferencia de otras constituciones, el reconocimiento de estas causas no se remite a uno o dos artículos, ni se restringió a cuestiones de reconocimiento meramente cultural o simbólico, como algunos de los textos aquí compilados sostienen, sino que constituyeron miradas transversales, que no se entienden sin la lógica redistributiva que tiene el texto rechazado, en la que se imbrican cuestiones económicas, políticas y territoriales, además de las culturales.

No es esta una defensa cerrada de los movimientos que tantas descalificaciones están recibiendo por estos días, pues estos tienen deficiencias como cualquier otro, pero no creo que sean las que se les están endosando. Noto allí cierta caricatura y cierto desconocimiento sobre cómo estos movimientos operan: en el caso indígena, por ejemplo, es recurrente la retórica sustancialista y autoexotizante, que actúa como mecanismo de legitimación frente a sociedades que los comprenden como otredad cultural y les exigen pureza, pero otra cosa es la política que despliegan, ni qué decir las distintas vertientes que hay en su seno y que en esta coyuntura fue evidente, con una vía política institucional de un lado, y una vía política insurgente del otro, por señalar solo el trazado más grueso.

Cabe aquí un paréntesis sobre la plurinacionalidad, devenida en “leprosario” como tan descarnadamente lo expresa Claudio Alvarado en su texto, tratada por la intelectualidad de derecha y de izquierda como producto académico y hasta decolonial. Esta corresponde a la forma más articulada que ha asumido esa vía institucional en América Latina, cristalizada como modelo político en la región andina pero cuyo sustento es una lucha indígena continental y mundial de los pueblos indígenas en torno a las demandas de autonomía territorial y autodeterminación política al interior de los Estados nacionales (tal vez una crítica que se podría hacer hoy es el uso de un concepto que pudo no haber sido necesario para expresar esas demandas largamente arraigadas en el movimiento mapuche surgido de la posanexión forzosa). La plurinacionalidad es producto de un pensamiento político indígena construido durante décadas, mientras que el uso de la palabra puede ser rastreada desde fines de los 80 en los circuitos de los movimientos, tanto nacionales como trasnacionales. He visto el uso en, por ejemplo, la Declaración de París, de 1991, y sobre todo en la Tesis Política de la CONAIE, una publicación de 1994 —disponible en internet hace muchos años— que reúne a su vez los acuerdos del Congreso Nacional de esa supra orgánica indígena realizado en 1993. Digo todo esto para discutir con datos una de las tesis más curiosas: que la plurinacionalidad sería un producto de la teoría decolonial (la tesis es de Aldo Mascareño, auspiciada por el CEP y puesta en circulación en febrero de 2022, con una cálida acogida de la prensa del duopolio, y por lo visto, también por una parte de la izquierda intelectual). Si las fechas que proporciono aquí hacen insostenible esa paternidad decolonial (corriente que entra al ruedo académico bastantes años después), no menos grave es pasar por alto que dicha corriente no dialoga con el pensamiento político indígena, mucho menos con el plurinacional, precisamente porque un proyecto que tiene como horizonte la refundación de los Estados monoculturales y la disputa del poder político, gobiernos incluidos, no tiene cabida en una perspectiva primitivista y antimoderna como la decolonial. Eso sin contar la gravedad del desconocimiento que las sociedades nacionales siguen teniendo de los pueblos indígenas y sus trayectorias tanto teóricas como políticas, que termina concediendo la autoría de esos constructos a los académicos blancos y famosos de turno.

Más allá de estas precisiones, me gustaría destacar que los movimientos indígenas son también campos de debates y deliberaciones, donde la política identitaria ha sido materia de análisis críticos desde hace ya bastante tiempo. La plurinacionalidad o, más ampliamente, las demandas de autonomía territorial y autodeterminación política son justamente la vereda contraria al reconocimiento multicultural centrado en aspectos simbólicos, culturales y en reparaciones menores que eluden sistemáticamente la cuestión territorial y de la opresión racial. Esa es la vertiente política que llegó a la Convención tras ganar a otras candidaturas de escaños reservados que iban en otra línea.

Para cerrar este punto, dos cosas: primero, recomendar encarecidamente los textos de Claudio Alvarado y Karina Nohales en este volumen, brillantes en cuanto a análisis crítico y prueba palpable de la existencia de dimensión universal y perspectiva de clase de las vertientes indígenas y feministas que arribaron a la Convención. Lo segundo, es más bien una pregunta: ¿por qué tenemos que asumir que la plurinacionalidad fue tan decisiva o por qué tenemos que relatar los resquemores que efectivamente levantó de acuerdo a los códigos discursivos del campo oligárquico? Habiendo pasado algo de tiempo, creo que si no era la plurinacionalidad iba a ser cualquier cosa y que lo gravitante, al final, ni siquiera fueron los temas (siempre existe la posibilidad de aprobar para luego cercenar y hacer de las leyes letra muerta, como tantas veces ha ocurrido aquí y en el mundo), sino la urgencia de cortar de cuajo la posibilidad de una política con pueblo y con los pueblos, para regresar a su territorio exclusivo de profesionales y expertos en el que están ahora. Allí adquiere sentido el descrédito y la ridiculización a la que tenemos la obligación ética de salirle al paso, algo en lo que concuerdo plenamente con Alvarado.

Epílogo

Al pensar una cuestión tan compleja como la derrota, creo que podemos coincidir en que confundimos la fuerza de las ideas con la fuerza política (una vez más). Fue así como a pesar de que un mínimo de conocimiento histórico nos decía lo contrario, quisimos creer que la revuelta popular abrió un camino de transformación lineal, pero el resultado del 4 de septiembre nos dijo que el asunto era algo más complejo y de largo aliento, y esto en caso de que el ciclo no esté ya completamente cerrado, como bien se pregunta Manuel Antonio Garretón en este libro y como muchos sospechamos también desde hace rato. Sobre el plebiscito mismo, me inclino a pensar en el peso abrumador de una coyuntura que se tornó desfavorable por múltiples factores que se indican en los textos, lo que activó las capas estructurales de la desigualdad, como el racismo, la misoginia y la precariedad extrema, expresada en el temor a perder lo poco que se tiene. Frente a estos resultados y sobre todo frente a los apresurados juicios al voto popular, me preguntaba ¿qué sociedad que se ha embarcado en procesos de transformación, incluidas las revolucionarias, no ha sido a su vez racista y misógina? (incluyo a los países donde se aprobaron constituciones plurinacionales). No parece que esas sean las claves para explicar lo sucedido, y que la pregunta histórica debería ir más bien por indagar cómo y por qué ese racismo y esa misoginia se activaron.

Pero la interrogante más compleja sea tal vez la que apunta Faride Zerán en el texto que cierra el volumen: ¿la izquierda intelectual y la partidista va a abandonar las causas que está calificando de identitarias en aras de una economía de votos? A lo cual agrego, ¿en la necesaria crítica a los esencialismos vamos a esencializar de contrabando el denominado “sentido común popular” de un lado o los lenguajes de la derecha por el otro? Y lo más importante: ¿quién reivindica hoy, a pesar de las críticas que podamos tener, que la izquierda avanza con esos movimientos y con esas causas o no es tal? ¿Quién se coloca hoy del lado de los más perseguidos y denostados, incluidos las y los migrantes, sobre cuya persecución se ha tendido un manto vergonzoso de silencio?

Este libro representa para mí la necesidad de pensar las deficiencias políticas diversas que incidieron en la derrota electoral sin tomar distancia de ellas, mucho menos culpando a los mismos de siempre. Tampoco de cuestionarnos de manera autodestructiva sino para esperar/construir nuevos momentos; para que toda esta experiencia tan esperanzadora como dolorosa constituya una memoria colectiva y un aprendizaje. Las crisis son momentos de universalización en sociedades abigarradas, de encuentro, como bien dijo el desaparecido René Zavaleta, ese marxista boliviano que Claudio Alvarado invoca de manera tan precisa. En la revuelta y en la Convención comenzaron a producirse esos encuentros y esa es una ganancia que nunca tenemos que olvidar.