Desde hace años, el centro de Santiago ha sido objeto de preocupación de diversos actores sociales que profetizan una centralidad en crisis. El aumento del comercio informal, la disminución de la actividad cultural y gastronómica, el cierre de oficinas y la delincuencia, entre otros, parecen ser síntomas de un proceso de abandono, donde muchos cuestionan el impacto negativo de la ocupación de las calles y pocos reconocen la importancia de las prácticas cotidianas en el habitar de la ciudad.
Por Carlos Lange Valdés | Fotografía principal: Alejandra Fuenzalida
Jueves, 8:30 a. m., 5° C en Santiago de Chile. En la esquina del Paseo Ahumada con la Alameda, un hombre compra una “promo” de un café con un trozo de queque para calentarse durante una mañana extremadamente fría; 100 metros hacia el oriente, una mujer joven compra un par de pantys negras, posiblemente para protegerse de las temperaturas inesperadas.
Estas dos escenas son un ejemplo de cómo las dinámicas de la vida social urbana brindan a las y los habitantes posibilidades que los “expertos” muchas veces no somos capaces de ver ni predecir. La vida social urbana, a través de sus prácticas cotidianas y los diversos modos de habitar la ciudad, desborda los planes y programas asociados a las políticas públicas, articulando sociabilidades y espacialidades escasamente previstas. De esta forma, posibilita la calle como un espacio común, es decir, aquel que se configura a partir de los conflictos, negociaciones y acuerdos alcanzados por sus habitantes para resolver las problemáticas y las necesidades colectivas que la institucionalidad no alcanza a reconocer.
Desde hace más de una década que quienes nos dedicamos a estos asuntos discutimos acerca de la relevancia y los desafíos de repensar y transformar la Alameda. En 2015, el concurso público internacional Nueva Alameda Providencia buscó implementar un nuevo corredor de buses urbanos con el objetivo de reducir los tiempos de viaje de aquellos habitantes que se desplazaban entre Pajaritos y Tobalaba. Hoy, el Proyecto Nueva Alameda —anunciado a mediados de 2023— busca revitalizar esta avenida a través de diversas iniciativas que tienen al peatón como principal protagonista.
Bajo esta propuesta, es justamente la idea de revitalizar (entendida como “dar más fuerza y vitalidad a algo”, según la RAE) la que adquiere preponderancia, considerando que actualmente el centro de Santiago, y el eje Alameda en particular, concentra las miradas y la preocupación de diversos actores sociales que visualizan una centralidad en crisis. El aumento del comercio informal en desmedro del comercio formal tradicional, la disminución de la actividad cultural y gastronómica, el cierre de oficinas, y los hechos de delincuencia y violencia, entre otros, parecen ser síntomas inequívocos de un proceso de abandono, donde muchos cuestionan el negativo impacto que la ocupación de las calles ha tenido sobre este proceso y pocos lo hacen sobre las consecuencias que la especulación inmobiliaria ha tenido sobre el aumento de la vacancia o liberación de superficies, aprovechadas para nuevos usos como el de bodegaje.
Entre el debate sobre crisis y revitalización, y la discusión de ambos proyectos, han ocurrido hitos como el estallido social, la pandemia y los procesos constituyentes que han transformado nuestros modos de habitar, cuestionando la lógica dicotómica de un urbanismo neoliberal, sustentada en el reconocimiento exclusivo de los ámbitos público y privado. A partir de esto, resulta fundamental preguntarse qué hemos aprendido de los eventos ocurridos desde 2019 a la fecha y del proceso de transformación propiciado por estos. En particular, sobre la revalorización de los espacios comunes y la relevancia que las prácticas y modos cotidianos de habitar tienen en su producción.
Tal como se mencionó anteriormente, los espacios comunes son producidos a partir del conflicto, la negociación y los acuerdos desarrollados entre los habitantes de una ciudad para resolver problemáticas y necesidades de manera colectiva. Invisibilizados por la dicotomía público-privada del urbanismo neoliberal, los espacios comunes jugaron un rol preponderante en el estallido social, la pandemia y los procesos constituyentes, transformando la Alameda en un espacio de centralidad comunitaria. Tanto las ferias libres, los almuerzos comunitarios y los hospitales de emergencia durante el estallido, pasando por las ollas comunes y cuadrillas sanitarias durante la pandemia, así como las asambleas y cabildos autoconvocados para los procesos constituyentes, son formas y expresiones de autogestión comunitaria constitutivos de los espacios comunes y propias de la vida social urbana.
Reconocer el valor y la importancia de estos ejemplos no significa desconocer ni idealizar los eventos trágicos ocurridos en esos contextos, sino más bien es una invitación a no olvidar el rol preponderante de los y las habitantes y sus comunidades en los procesos de transformación social, y a no invisibilizar la potencia creativa de sus prácticas sociales cotidianas y de sus modos de habitar. Como planteaba el sociólogo francés Henri Lefebvre en El derecho a la ciudad (1968), las prácticas cotidianas de “habitar” permiten a los habitantes “apropiarse” del espacio, es decir, no asumirlo como su propiedad, sino más bien “hacer su obra”. Levantarse de madrugada cada mañana, recorrer las mismas calles en total oscuridad, esperar la micro o tomar el metro, exponerse al viento helado que recorre la Alameda, comprarse un café con un queque en una esquina, o un par de pantys para protegerse del frío, son parte de las prácticas constitutivas de los espacios comunes.
Este tipo de prácticas cotidianas, que se observan a nivel de calle pero que no aparecen en las imágenes digitales de arquitectura, son fundamentales para promover la revitalización de la Alameda como punto de encuentro. Esto implica no solo activar la gobernanza público-privada para la provisión de infraestructuras y equipamientos adecuados y necesarios, sino pensar la Alameda como un espacio común, donde la participación de sus habitantes vaya más allá de las encuestas de opinión y donde también se reconozcan, visibilicen y valoren sus prácticas cotidianas. Pensar los espacios comunes como espacialidades híbridas demanda abordar el valor de los conflictos, negociaciones y acuerdos entre los habitantes como parte de los procesos de transformación urbana y trabajar articuladamente en torno a ellos.
Lo anterior constituye un importante desafío para los “expertos” y para el mundo académico vinculado al tema. Requiere aportar a la producción de conocimientos reflexivos y críticos en torno a estos procesos de transformación urbana, promoviendo la innovación y colaboración permanente en torno a enfoques teóricos y metodológicos que incorporen a los habitantes y sus conocimientos como agentes activos en la producción de espacios comunes.