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La guerra en femenino

Es paradójico que, en una época que cuestiona los estereotipos de género, persista la noción de que las mujeres tenemos una inclinación hacia la paz. La insistencia en atribuirnos esa vocación puede ser un eco de las mismas construcciones culturales que históricamente marginaron a las mujeres de los espacios políticos.  

Por María Gabriela Huidobro

El siglo XXI suele asociarse a la idea de postmodernidad, lo que nos distanciaría del pasado por una diferencia civilizatoria, al menos en un sentido aspiracional. Queremos y creemos ser más civilizados, lo que se expresaría en realidades, principios y valores que nos distinguirían respecto de la barbarie de los siglos pretéritos. 

Sin embargo, la historia nunca ha sido lineal ni ascendente. No corre de peor a mejor ni de menos a más. Claude Lévi-Strauss decía que la historia, más bien, se mueve a brincos, sin avanzar en una sola dirección. De forma contemporánea, conviven en nuestro mundo diversos estadios culturales, incluso épocas que creíamos superadas. El filólogo español Juan Luis Conde, en La lengua del imperio (2008), advierte cómo hay comunidades que parecen vivir “en la edad media”, mientras otros barrios parecen vivir “en el futuro”.  

Una manifestación que parece darle la razón son las guerras, que nos recuerdan que por más avances tecnológicos, científicos y políticos que logremos, persiste en nosotros un lado brutal, bárbaro, cavernario. Su realidad parece inevitable, porque es inherente a las ambiciones y dinámicas de poder. Es un fenómeno que permanece inscrito en las lógicas de quienes lideran, deciden y ejecutan. Por eso, algunos sugieren que la única manera de evitar la guerra sería alterando sus variables y cambiando a quienes las han protagonizado. Y esos, tradicional y mayoritariamente, han sido los hombres. 

En 2015, el papa Francisco comentó que el mundo sería más pacífico si estuviera gobernado por mujeres y jóvenes, dada su mayor sensibilidad hacia la convivencia y la solidaridad. Su afirmación no es novedosa, pero sí renueva un topos que acompaña a la sociedad occidental desde sus inicios. 

La guerra se ha planteado históricamente como un asunto viril. La cultura griega antigua diferenció a hombres y mujeres a partir de su naturaleza. Los varones serían seres racionales, capaces de dominar sus pasiones para tomar decisiones conscientes y hacerse responsables de ellas. Las mujeres, en cambio, se distinguirían por su emocionalidad y su volubilidad, lo que las marginó de los ámbitos de acción donde se requiriera “pensar con la cabeza”, como la política y la guerra. A ellas correspondió el ámbito de los cuidados y del servicio —el hogar—, donde las emociones y el amor constituyen cualidades fundamentales. 

El campo militar fue, por tanto, un mundo varonil. Allí los hombres podrían probar y demostrar su excelencia. Sin ir más lejos, la raíz etimológica de la palabra griega que define al hombre —andros— es la misma que define a la virtud de la valentía —andreia—. Es decir, lo propio de los varones es ser valientes. Las mujeres, por el contrario, quedaron marginadas de ese ámbito de acción, relegadas a la condición de víctimas dolientes y pacientes. La única excepción la constituirían algunas amazonas, guerreras que, renunciando a su feminidad, adoptan actitudes varoniles en el combate.  

Aunque el tiempo ha transcurrido y las categorías de lo femenino y masculino han sido ampliamente cuestionadas y redefinidas, esta idea binaria ha subsistido. Se refleja en las palabras del papa, representativas de muchas otras expresadas por diversas personalidades a lo largo de la historia, fortalecidas por las voces feministas que han llamado a incorporar a las mujeres en el quehacer político, argumentando desde los atributos y perspectivas que nosotras podríamos aportar.  

Vaya paradoja. En la medida en que se ha sostenido la disolución de los estereotipos sexuales para abrirnos a la construcción cultural del género, se han defendido también las cualidades diferenciadoras de las mujeres, que contribuirían desde sus particularidades identitarias al mejoramiento social y, en este caso, a la superación de las guerras.  

Gabriela Mistral fue una de las grandes defensoras de las cualidades distintivas del sexo femenino. “Yo no creo hasta hoy en la igualdad mental de los sexos”, decía en 1927. Contraria a un feminismo igualitarista, defendía la naturaleza de las mujeres y su valorización social. Su idea de la feminidad se asociaba a la capacidad de ser madres, atributo que, según ella, las dispone para el amor y la paz: “El corazón materno es por esencia el constructor de la paz. En él no cabe el odio que destruye”; “En la mujer hay una urgencia de sanar al mundo. Por eso es ella quien recoge a los hijos de la guerra, quien sutura las heridas y quien, con su paciencia, reconstruye lo perdido”.  

La poeta criticó con dureza a los sistemas totalitarios y las guerras de la primera mitad del siglo XX, y cuestionó las bases estructurales y culturales de una sociedad aquejada por lo que ella consideraba una crisis de deshumanización. Lamentaba la violencia que surgía de un sistema establecido desde pulsiones masculinas, y en su opinión, las guerras y conflictos eran consecuencia de una generación educada en un ethos masculino y bárbaro, que ordenaba a la sociedad en lógicas de fuerza y poder, y que formaba a la juventud con un enfoque utilitario, individualista y materialista. La solución, creía, pasaba por promover una educación humanista y en clave femenina.  

Hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, Mistral decía: “La paz no es un lujo de los poderosos, sino una tarea urgente que comienza con las manos de las mujeres. Ellas enseñan a los niños que no se combate al hermano y que se ama la tierra compartida”. Su llamado invita a superar la victimización tradicional de las mujeres ante la guerra para posicionarse ante el conflicto desde nuevas lógicas de lucha y poder.  

Es paradójico que, en una época como el presente, que cuestiona los estereotipos de género, persista la noción de que las mujeres tenemos una inclinación hacia la paz. Sin embargo, se trata de una idea que puede leerse también como una reivindicación y desafío. La insistencia en atribuirnos una vocación de paz puede interpretarse como un eco de las mismas construcciones culturales que históricamente marginaron a las mujeres de los espacios políticos.  

Más que esencializar esta conexión, habría que reconocer que las características asociadas al cuidado y la construcción de la paz no deben ser exclusivas de un género. El desafío consiste en trasladar estos valores, atribuidos usualmente a la feminidad, al ámbito de una ética política y cultural humanista —sin distinción sexual— que supere las lógicas tradicionales de poder y confrontación, para priorizar la cooperación sobre la fuerza. Esa transformación sigue siendo un imperativo contemporáneo, no para perpetuar distinciones de género, sino para erradicar las dinámicas que hacen de la guerra una constante en la historia de la humanidad. 


Foto principal: Jóvenes libanesas, miembros del partido falangista Kataeb, entrenan poco antes del estallido de la guerra civil de abril de 1975. Erich Stering/Scanpix Sweden/AFP