Por Roberto Aceituno
Los problemas denominados de “salud mental” aparecieron referidos con fuerza este año al interior de la vida universitaria. Se trataba de la expresión a nivel subjetivo y psicosocial de un malestar colectivo e individual que durante años ha sido el resultado de un modo de vida implantado por lo que denominamos la “condición neoliberal”. Más allá de —o junto a— las cifras epidemiológicas frecuentemente citadas que reclaman, entre otras cosas, políticas públicas acordes a los necesarios recursos para abordarla, la salud mental en Chile expresa condiciones colectivas producidas políticamente, y cuyo abordaje requiere al mismo tiempo la especificidad de prácticas situadas y de cuidado, como el reconocimiento de que una vida mejor, “digna de ser vivida”, como aparece frecuentemente en las paredes de esta ciudad en crisis, exige transformaciones sociales y culturales de más amplio y profundo alcance.
Tal como ocurriera con la revuelta feminista del 2018, se incorporaban así —con las demandas estudiantiles por la salud mental— otras dimensiones de la desigualdad, del abuso o de la violencia, referidas hasta entonces —y con razón— a las condiciones estructurales e institucionales propias a ese estado de cosas, producido violentamente a partir de un golpe de Estado que implantó “experimentalmente” no sólo una lógica política basada en la acumulación financiera y la falsa expectativa de un acceso masivo al bienestar que produciría este “modelo” (que a estas alturas, estamos claros, de modelo no tiene nada), sino un sentido común anestesiado por las promesas incumplibles del modelo y/o un descrédito progresivo de la representación política a expensas de un malestar que sólo por la vía de la indignación activa alcanzaba periódicamente formas masivas de acciones de revuelta y de movilización.
El abordaje de tales problemáticas quedó en cierto modo interrumpido —o, como comentaremos, desplazado hacia otras dimensiones— por el estallido social que reclama otros esfuerzos de trabajo y de acción, en el marco de una crisis no sólo social sino, sobre todo, política. Un cierto adormecimiento producido por las expectativas de acceso a mejores condiciones de vida —a través de un endeudamiento creciente de las capas medias y una precarizacion extrema de los sectores más vulnerados— mantuvo latente un estado de malestar que sólo explotaba cada cierto tiempo —por ejemplo, con las revueltas por la educación pública en el 2011— para luego decaer a partir del mínimo impacto en las políticas públicas y de un sistema político deslegitimado.
Como una síntesis de ambos procesos —crisis de las políticas públicas referidas al acesso a condiciones de salud, previsión, educación, laborales, entre otras— y, por otra parte, como una cuestión referida a las condiciones de género y de etnias, asociadas no sólo a expectativas socioeconómicas sino directamente culturales, el estallido social de este año vino a explotar bajo la forma de la indignación y de la indignidad. No es casual que sea bajo esa forma que aparezca el conflicto social hoy, porque de algún modo pone en cuestión la dimensión ética de una política que hasta ahora era comandada sólo por intereses económicos o donde la política ha sido reemplazada a menudo por la fuerza pura. La dignidad —o la indignación—, el abuso y la desconfianza, la corrupción, la violencia desatada como represión en el marco de una violencia estructural denegada, son nociones que apuntan a una dimensión del malestar que no se resuelve en la lógica simple de expectativas de desarrollo y su eventual satisfacción. Cuestión que no está alejada del problema así llamado de “salud mental”, en la medida en que sus mayores “trastornos” (que habría que considerar también como formas de resistencia) resultan menos de exigencias de emprendimiento para vivir mejor que de una percepción, ahora expresada elocuentemente, del menoscabo flagrante de los derechos, de la publicidad impúdica de la mentira institucionalizada, del quiebre de un pacto social basado en la denegación, la impostura y la arrogancia. Y del abuso, que es la síntesis más evidente de lo que vivimos hoy.
La lógica liberal supone —y esto forma parte de la declinación subjetiva, individual del malestar— que la sociedad se organiza en función de intereses individuales, donde el marco normativo e institucional de la democracia ofrecería condiciones generales de convivencia y desarrollo. Pero lo que olvida esta lógica es que el estado de cosas, construido historicamente, establece inequidades de base, naturalizadas, donde su eventual reducción sólo podría ser el resultado de una transformación profunda de la política social y de sus instituciones. No hay libertad individual —menos colectiva— posible sin un marco que otorgue legitimidad y reconocimiento a un proceso colectivo que requiere conducción política para la transformación radical del modelo.
El problema de la así llamada “salud mental” pone en juego en la esfera de la experiencia subjetiva y psicosocial condiciones que son propias a la sociedad y a la cultura. La individualización del malestar es tanto la expresión de imperativos basados en una ideología que exige a los individuos lo que la política colectiva desconoce, política colectiva que es el fundamento histórico de la noción misma de invididuo (social), ahora reducido a un consumidor, obligado a un emprendimiento que a falta de condiciones básicas —pensiones y salarios dignos, condiciones laborales respetuosas, cuidado garantizado para niños, ancianos, personas en situación de discapacidad física o psicológica, entre muchas otras condiciones más— como de un espacio de resistencia que visibiliza las demandas no sólo de mejores condiciones de vida en lo material y social, sino de reconocer y transformar un modo de vivir implantado violentamente que hace del abuso una práctica cotidiana y frecuentemente denegada.