Cada vez me cuesta más entender cierta forma de asumir las “diversidades”, como si se tratara de problemáticas o luchas que en algún punto serían homologables, susceptibles de ser presentadas de acuerdo con una lógica sumatoria. Incluirlas en jornadas, congresos y coloquios a modo de “cuota” y de manera agrupada es un gesto que reconoce su existencia, pero en una jerarquía que las desmerece y que niega involuntariamente su potencialidad política.
Por Claudia Zapata Silva
Hace poco fui invitada a un congreso que proponía reflexionar sobre el momento político que se inauguró en Chile en octubre de 2019, específicamente sobre los desafíos que conlleva para la sociedad la elaboración de una Constitución Política. Mi participación se produjo en la mesa titulada “Derechos de las diversidades sexuales, los pueblos originarios y los migrantes”, junto a colegas especializados en cada una de estas temáticas. Estas líneas tratan sobre la incomodidad con que enfrenté en esa oportunidad un tipo de invitación que es recurrente para quienes nos dedicamos al estudio de estos temas.
Confieso que cada vez me cuesta más entender cierta forma de asumir las “diversidades”, como si se tratara de problemáticas o de luchas entre las que habría cierta continuidad política o que en algún punto serían homologables, susceptibles de ser presentadas de acuerdo con una lógica sumatoria. También por el lugar que ocupaba la mesa en el congreso, compuesto por otras ocho que versaban sobre temas como “política”, “economía”, “sociedad”, entre otros, y —nunca está demás decirlo— con una abrumadora presencia de hombres a cargo de estos temas generales.
Acepté participar porque tanto los organizadores como las y los colegas invitados me merecen el mayor respeto y porque la intención era contribuir desde nuestro quehacer investigativo a los debates ciudadanos, objetivo que comparto plenamente. También porque, como señalé, no se trata de una excepción sino de un gesto repetitivo en el ambiente académico, así como en el social y cultural —que son los espacios por donde circulo—, por lo que mal podría responsabilizar a este congreso en particular de falta de imaginación política.
Una reflexión más de fondo me lleva a reconocer que ha sido la propia cultura académica la que ha producido y reproducido esta forma de organizar el conocimiento desde hace largo tiempo. Son formas tan arraigadas que incluso se replican en espacios que, como este congreso organizado por estudiantes, cuestionan la cultura académica, aunque repitiendo algunos de sus problemas, entre ellos, la distinción jerárquica entre lo particular y lo general; la identificación silenciosa entre “las diversidades” y un paradigma agotado como es el de las minorías; y cierto regocijo por la otredad cultural.
Dándole más vueltas al asunto, tiendo a pensar que algo que también viene haciendo crisis a partir de los alzamientos populares del siglo XXI en América Latina es esta cultura intelectual que comprende estos temas como “compartimentos”, “fragmentos” o “residuos”, siguiendo la jerga de la cultura posmoderna que ha tenido en la academia occidental un peso abrumador desde que la guerra fría se decantó en favor del bloque capitalista. Un curso histórico que tal vez exigía mayor rigor crítico, no obstante, lo que produjo fueron teorías que actuaron, tal vez sin proponérselo, como correlato de esas transformaciones geopolíticas y económicas, enfocadas casi obsesivamente en el cuestionamiento de lo antiguo pero que terminaron siendo complacientes o poco perspicaces para cuestionar la lógica de acumulación capitalista actual y sus consecuencias políticas.
Entre esas consecuencias se cuenta el giro culturalista de las luchas —muy celebrado y promovido por estas teorías—, con un énfasis en la política identitaria. Luchas que arrancan con la reivindicación de una particularidad negada o denostada, pero que en un contexto posrevolucionario que imponía severas restricciones tuvo como única proyección el reconocimiento tibio de esa diferencia a nivel de los Estados nacionales, pero solo en aquellos aspectos culturales convenientemente separados de su realidad material y de una totalidad desigual que se sostiene en jerarquías de clase, raza, etnia, género y sexo. Fue ese mismo alcance modesto del reconocimiento el que empujó a una parte de estos sectores a imprimir nuevas direcciones a sus movimientos, por eso no es casualidad que lo que llevamos de siglo XXI tiene como uno de sus rasgos más sobresalientes la presencia de movimientos sociales en los que la reivindicación de esa dimensión cultural —sin duda potente y necesaria— se encuentra imbricada con la dimensión material. Allí radica su relevancia política en el contexto de revueltas populares que posicionan cada vez con más fuerza un horizonte distributivo.
La academia, como el espacio social que es, experimenta sus propias tensiones, transformaciones y aprendizajes en medio de esta historia viva que nos remece todos los días. Por mucho tiempo se abrazaron paradigmas teóricos que moldearon formas de pensar la política y que han hecho enormes contribuciones para sacudirnos de los vicios teóricos previos, pero que también presentan limitaciones a la hora de enfrentar los desafíos actuales, en parte porque respondieron a otros contextos, que en el caso de América Latina fueron las dictaduras, las transiciones democráticas y el neoliberalismo que ahogaba las opciones de cambio profundo. Entre esas limitaciones se encuentra una concepción fetichista de la resistencia, que poco distingue entre la sobrevivencia y la transformación de las condiciones que impiden la vida digna. Esto seguramente porque esa transformación estaba vedada por el peso del autoritarismo neoliberal, pero también porque desde esas teorías se nos dijo que la revolución había fracasado, que era cosa de hombres iluminados a los que había que erradicar de la memoria; y junto con ello, se nos habló de lo local —la región, el barrio, el cuerpo— como espacios privilegiados de la acción, desvalorizando la disputa de espacios territoriales y simbólicos más amplios.
Se trata sin duda de perspectivas más serias y de mayor contenido de lo que alcanzo a resumir aquí, no obstante, son ideas generales que constituyen la vulgata que circula profusamente por los campus de humanidades y de artes. Al mismo tiempo, conviene recordar que en igual período hay quienes debatieron con mayor o menor fortuna esas teorías, algunos intentando leer los cambios históricos desde perspectivas críticas actualizadas y otros aferrados al pasado. Un ejemplo interesante lo provee la academia estadounidense, relevante para esta discusión porque constituye uno de los centros mundiales desde los cuales se han importado —y se siguen importando— algunos de estos enfoques, no siempre de la manera más productiva y lúcida. De ellos, he seguido con particular interés la obra de intelectuales feministas como Nancy Fraser y Angela Davis, no porque considere que su pensamiento deba replicarse sin más, sino porque se trata de propuestas que invitan a pensar afirmaciones que han devenido, irónicamente, en verdades irrefutables, entre ellas la demonización de lo general y la celebración de lo local y lo fragmentario. En el caso de Fraser cuestionando el reduccionismo culturalista y la política identitaria que agota sus energías en el reconocimiento, abogando por la necesaria expansión de esa agenda hacia la distribución y la justicia; y Davis insistiendo incansablemente en el carácter estructural de las desigualdades raciales, de género y de clase, y en cómo estas forman parte constitutiva de un modelo de acumulación capitalista e imperial.
No es extraño que en el momento histórico que vivimos sintamos molestia frente a la compartimentalización culturalista y la política identitaria, cómodas a la acumulación del capital y fácilmente manejables por las oligarquías financieras, como de hecho ha ocurrido con el multiculturalismo hecho política de Estado. Porque este es un momento que ha remecido aquello que teníamos naturalizado y que nos anima, entre otras cosas, a concebir las “diversidades” como signos complejos que se relacionan con el todo, que tienen derecho al todo, que pueden y deben aspirar a refundar la totalidad que les niega justicia material y simbólica.
Si queremos incidir y aportar al proceso político desde nuestro quehacer académico no podemos continuar con la reiteración de ese modo de concebir las luchas de ciertos sectores sociales que señalaba al comienzo, porque incluirlas en jornadas, congresos y coloquios a modo de “cuota” y de manera agrupada es un gesto que reconoce su existencia, pero en una jerarquía que las desmerece y que niega involuntariamente su potencialidad política. Sobre este asunto es Angela Davis quien nuevamente proporciona las palabras precisas cuando sostiene en Una historia de la conciencia. Ensayos escogidos (2016) que: “No nos interesan la raza y el género (ni la clase, la sexualidad y la discapacidad) per se, por sí mismas, sino principalmente en cuanto base para las jerarquías de poder, de modo que podemos transformarlas en vectores interrelacionados de la lucha por la libertad”.