El pasado 16 de abril la profesora María Victoria Castro Rojas recibió en Washington, Estados Unidos, el Premio a la Excelencia en Arqueología de Latinoamérica y el Caribe, otorgado por la Sociedad Americana de Arqueología. Alcanzó así el galardón más importante que un profesional de la disciplina que haya trabajado en la Región podría recibir. Con una historia de más de cuarenta años en la U. de Chile, y habiendo formado a la gran mayoría de quienes hoy son sus colegas, “Vicky” Castro se sienta y recuerda. Entonces se asoma el Pedagógico en sus mejores años, la resistencia a una larga dictadura que no la arrancó de ese lugar, los hijos, la filosofía, el norte grande y la arqueología, que llegó a su vida por casualidad durante un viaje en barco.
Por Francisca Siebert | Fotografías: Alejandra Fuenzalida
“Señorita Castro, le tengo una matrícula para Filosofía”, le anunció en abril de 1964 el secretario de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Chile a una, entonces, adolescente Victoria Castro. Era la enésima vez que Castro se iba a parar a esa puerta a pedir un cupo para la carrera. De batallas y resistencias sabe “Vicky” Castro, arqueóloga, académica de la Facultad de Ciencias Sociales, Profesora Titular y Emérita de la U. de Chile, Premio Amanda Labarca 2014 y hoy, la tercera latinoamericana y la primera mujer en ser reconocida por la Sociedad Americana de Arqueología por su aporte a la disciplina en Latinoamérica y el Caribe.
Castro no sólo peleó por entrar a la Chile, sino también por quedarse luego de que la dictadura militar golpeara con especial fuerza el Pedagógico, donde empezó su carrera académica con dos pequeños hijos. Lo mismo hizo cuando a temprana edad quedó huérfana y debió pasar buena parte de su vida escolar interna y luego, cuando el exilio la separó de su única hermana, quien nunca más regresó al país.
El pasado viernes 13 de abril, en Washington, Estados Unidos, ante un auditorio repleto y en presencia de colegas de todas partes del mundo, Victoria Castro recibió de manos de la presidenta de la Society for American Archeology, Susan M. Chandle, el premio que en la prensa llaman “el Óscar de la arqueología”. “Lo recibí y todavía siento harto pudor, porque encuentro que hay tanta gente laboriosa en nuestro país”, dice Castro.
Lo agradece y achina los ojos al sonreír. Le cuesta comentarlo. Repite que este premio pertenece sobre todo a las mujeres arqueólogas. “¡Mis colegas son fuera de serie!”, asegura la académica, formadora de gran parte de los arqueólogos y arqueólogas chilenos, destacada investigadora de las culturas precolombinas de los Andes americanos, pionera en la etnoarqueología, la etnobotánica y la etnozoología en nuestro país.
Empezaste en Filosofía y al poco andar comenzaste a tomar tus primeros cursos de Arqueología en el mismo Pedagógico. ¿Cómo fue ese tránsito?
-Sigo enamorada de la filosofía hasta hoy. Estuve en una escuela de extraordinaria, además. Pero en primero o en segundo año empecé a sentirme tremendamente pedante. Éramos unos pesados los de Filosofía, encontrábamos que todo el mundo era leso, que todo el mundo no pensaba. Y yo dije, “no soy así y no puedo seguir pegada a la estratósfera con esto de estudiar catorce páginas de Hegel en un año. Me gusta, pero necesito algo más pegado a la tierra”.
Y de Arqueología, que no era ni carrera en esa época, ¿cómo te enteraste?
-Hice un viaje de estudios con mis compañeros de Filosofía en barco al sur, en tercera clase, como estudiantes de la Chile. Y salíamos a cubierta a tomar aire, a bolsear cigarros. Un día me topé con una señora que estaba ahí fumando, era una arqueó- loga muy famosa, la Annette Laming-Emperaire. Entonces, conversamos y le conté que tenía estas dudas, ella me dijo que era arqueóloga y yo llegando aquí me matriculé en esos cursos. Fue una coincidencia. Ahí dije yo, “esto me gusta”.
Y pronto te agarró el golpe, entre hijos y carreras…
– Cuando fue el golpe de Estado yo era ayudante y ya tenía mis dos guaguas. La Facultad de Filosofía y Letras era gigantesca, con todas las pedagogías; era un mundo donde había muchos cursos comunes, una transversalidad impresionante. Así pilló a la Universidad el ‘73, siendo muy transversal y tremendamente populosa. Y yo, que era ayudante, tuve que convertirme en profesora. No me echaron, pero quedé años como profesora de la más baja categoría, porque por más que tuviera y tuviera curriculum, no me subían. Era una cuestión política, pero como yo no era de partido, era como “abúrrete y ándate”. Yo no me aburrí, ni me fui.
Luego vino el fin del Pedagógico para la Chile ¿Cómo fue ese proceso?
-El ‘81 pusieron unas listas cuando fuimos a cobrar el sueldo, que decían: “profesores tales nombres en el Pedagógico”, “profesores tales nombres, en La Reina”. Así nos dividieron, yo me fui a La Reina. Después nos cambiaron a La Placa. En un momento tuvimos la ilusión algunos profesores de llevar a Humberto Giannini de candidato a decano, pero ahí se unieron otros académicos para vencerlo, y lo vencieron. Fue entonces cuando se creó la Facultad de Ciencias Sociales y nos quedamos un grupo de profesores acá y otros se fueron a la Facultad de Filosofía y Humanidades. Después vino una época densa que fue la de Federici, pero seguimos ahí. Con mucho esfuerzo porque uno seguía aplastada de profesora asistente, lo mismo en que me había transformado el ‘73, teniendo ene méritos, pero igual. Eso duró hasta que llegó el cambio de gobierno.
Siempre el norte
-Mis primeras experiencias en terreno fueron con el profesor Mario Orellana en el Río Salado, o sea, en el pueblo de Chiu Chiu y de repente a pasear a Toconce, a ver estas ruinas extrañísimas que había, que eran unas torrecitas de piedra- recuerda Victoria Castro de sus primeros viajes a la región de Antofagasta. En enero del ’73, junto a Carlos Urrejola y Carlos Thomas, ayudantes al igual que ella, decidieron irse a estudiar a Toconce en forma independiente. Luego vino el golpe. Carlos Urrejola fue detenido, llevado a Tejas Verdes y debió partir al exilio. Entonces la arqueóloga se quedó con el proyecto que financiaba el Fondo de Investigación de la Universidad de Chile y que en adelante siguió financiando sus investigaciones en la zona hasta el surgimiento de Fondecyt.
Y te quedaste ahí en el norte…
-Siempre.
¿Por qué crees que destacaste tanto en la disciplina?
-La arqueología es una unidad, pero como todas, tiene una diversidad de corrientes teóricas, formas de hacer las cosas, etc. Tal vez por el hecho de haber estudiado filosofía, de seguir mucho en muchos aspectos el pensamiento de la importancia de los seres humanos a través de las enseñanzas de Giannini, por ejemplo, tuve una visión interdisciplinaria temprana. O he sido una dispersa.
¿De qué manera fuiste planteando esta mirada interdisciplinaria, o dispersa?
-Mi primer trabajo expresamente interdisciplinario fue uno sobre etnobotánica en el norte grande el año ‘81, que lo hice con un arqueólogo y dos botánicos. Ahí nos empezamos quedar con mi equipo en la casa de comuneros, de don Pancho Saire en Toconce, y nunca más dejamos de convivir con ellos. Llegábamos con nuestras costumbres distintas y para ellos era muy divertido y muy rico, porque compartíamos la comida; ellos ponían la carne de llama, nosotros el arroz. Y en esa convivencia cotidiana nos fuimos dando cuenta que ellos iban orientando nuestras preguntas de arqueología muy bien. De algún modo nos daban una guía para tener una interpretación en la arqueología y no solamente una cosa cuantitativa, basada en las cerámicas y en los líticos, sino una visión mucho más antropológica de las cosas. Entonces paulatinamente se fue construyendo eso que hoy día se llama etnoarqueología.
Y siguiendo esta línea interdisciplinaria, lideraste también los primeros trabajos en etnobotánica y etnozoología en Chile.
-Claro. Hice mi magíster en Etnohistoria, esa brecha entre lo que es el pasado prehispánico y el presente etnográfico, o sea, los viajeros, cronistas, la conquista española. Y fui combinando la etnografía con la etnohistoria y la arqueología. La base siempre será arqueológica, pero en la construcción interpretativa uso todo. Al mismo tiempo trabajé con la botánica, que es muy buena, y tanto a los botánicos como a mí nos cambió la percepción de las plantas en un sentido o en otro. Empiezas a considerar el valor de aquello que no es humano. Después, de esa misma manera, conversando con la gente sobre las aves que les llaman mucho la atención, los animalitos, leyendo, empecé a hacer mi etnozoología, que es cómo describen y organizan en el paisaje los pueblos originarios, que no es igual que nosotros.
La Chile y los estudiantes
Victoria Castro acaba de salir de una reunión en la Facultad de Ciencias Sociales junto a una veintena de arqueólogos. Todos fueron sus alumnos. “Yo soy una más”, afirma. Se sienta con ellos, los escucha, levanta la mano cuando quiere decir algo. Los ha defendido siempre, sin importar de dónde vengan. Cuenta incluso que cuando dio clases en la Universidad SEK algunos colegas la criticaban. “’Pa´qué le presatai ropa a la SEK’, me decían. Pero los alumnos son alumnos de arqueología igual. Ellos no son los que dirigen la universidad, tienen todo el derecho de tenerme, no tengo problema”, lanza sin culpas.
Y fueron tus mismos alumnos los que te llevaron al Colegio de Arqueólogos. Una instancia nueva, que sale un poco del orden y que fue algo resistida por los propios arqueólogos ¿Por qué te sumaste a ellos?
-Me incorporé al Colegio casi por una reacción hacia ciertos colegas que decían que, “no, no hay que meterse ahí, todavía no están titulados y aceptan gente no titulada”. Me pareció todo un pretexto, de estar como “enseñorados”. Me pareció que entrar ayudaba a darle fuerza. El Colegio se moja las patitas, lo encuentro más democrático, más interesado en educar para afuera, en asociarse con otras instancias de interés para los arqueólogos como puede ser todo el tema de la memoria. Lo encuentro súper notable. Creo que nos hacía falta y que hoy es imprescindible.
Eres Profesora Emérita de la U. de Chile, recibiste el Premio al Mérito Valentín Letelier, el Premio Amanda Labarca. ¿A qué crees que se debe tanto reconocimiento de tu universidad?
-No sé si será por mi vocación docente, por la resistencia; he sido una persona resiliente en la Universidad en el sentido de estar contra viento y marea. También porque defendí la Universidad, yo estuve con el propio Ennio Vivaldi pegando pegatinas que decían “Federici No”, arriesgando el pellejo en la calle en la época de la dictadura. Creo que tengo un reconocimiento muy grande de mis pares, que fueron también mis alumnos.
Hiciste tu vida en la Universidad y ya van más de 40 años aquí.
-Me gusta lo que hago, mucho. Ahora que estoy tan fregada de salud, lo pienso. No me siento débil mentalmente, pero el cuerpo está reclamando mucho. Los días que no tengo clases en la tarde me gusta llegar a mi casa y descansar o jugar con los perros. Mis ojos para llegar a leer un libro en la noche están súper cansados. Entonces leo mucho más lento, me quiero acostar temprano. Estoy cansada, pero hay una resistencia en mí misma. Es una cosa bien contradictoria. Puede que llegue un momento, que tal vez no está muy lejano, en que decida irme, pero no sé. Todavía no pasa.