Maltrato verbal, intervenciones no recomendadas e incluso violencia psicológica son algunas de las experiencias que han vivido muchas mujeres durante el preparto, el parto y el posparto. Hoy, la violencia obstétrica se traduce, entre otras cosas, en la “medicalización y patologización de procesos naturales, un trato deshumanizador, y la negación de la autonomía de las mujeres para decidir sobre sus cuerpos y su sexualidad”, escribe Marcela Ferrer-Lues, académica, socióloga especialista en salud pública y género. De aquí la importancia y urgencia de la aprobación de la Ley Adriana, que busca proteger a mujeres, personas gestantes, recién nacidos y parejas.
Por Marcela Ferrer-Lues
El momento del parto ha sido históricamente celebrado. Se suma un nuevo integrante a la familia, lo que hace posible la trascendencia que buscamos como seres mortales. Decimos que llega “con la marraqueta bajo el brazo”, aludiendo a la prosperidad que trae consigo. En las sociedades agrarias, significaba otro trabajador que en pocos años aportaría a la economía familiar, más aun si era varón. También decimos que “todo niño es una bendición”, buscando omitir las circunstancias que llevaron a ese nacimiento, especialmente si se trató de un embarazo no deseado o no buscado. A fin de cuentas, todo parto es la celebración de la vida misma, la demostración de que somos capaces de perpetuarnos como sujetos y especie.
Las circunstancias que acompañan a los embarazos y partos no son siempre, sin embargo, eventos afortunados. Algunos embarazos se producen por violencia sexual, tema sobre el cual la sociedad chilena avanzó hace pocos años, al despenalizar la interrupción voluntaria de los embarazos resultantes de una violación. En el caso del parto, en mayo recién pasado la Cámara de Diputados aprobó el proyecto conocido como “Ley Adriana”. Se inspira en el caso de Adriana Palacios, quien con 19 años dio a luz a su hija sin vida en el Hospital de Iquique, en 2017. Durante más de dos semanas, Adriana sintió que necesitaba atención y la solicitó reiteradas veces, sin ser escuchada ni considerada por el personal de salud, que argumentó inexistencia de signos clínicos que justificaran su hospitalización. La joven fue devuelta a su casa en varias ocasiones, en una cadena de actos negligentes que culminaron en una cesárea de emergencia, producida después de intentar sin éxito un parto vaginal.
En lugar de vivir un momento de celebración y alegría, la joven fue objeto de múltiples maltratos, como también de violencia física y psicológica, que le dejaron profundas secuelas. La iniciativa legal inspirada en el caso busca que ninguna mujer pase por lo que ella vivió.
Las circunstancias que derivaron en la muerte de su hija están lejos de ser excepcionales. Los partos, en su gran mayoría, se califican como “exitosos”, pues concluyen con la madre y su hija o hijo en buenas condiciones físicas. Sin embargo, se sabe que durante el parto un número importante de mujeres sufre diversos tipos de maltrato verbal, tales como represión a las expresiones de dolor, amenazas, uso de lenguaje grosero, sarcástico o humillante (“¿no te gustó abrir las piernas?”). Además, existe una amplia utilización de intervenciones no recomendadas, tales como episiotomías sistemáticas, maniobra de Kristeller, cesáreas sin justificación, rotura de la membrana, monitoreo fetal constante, uso de oxitocina sintética para producir y acelerar las contracciones uterinas, tactos vaginales reiterados, entre otras.
El problema radica en que estas intervenciones se aplican de manera rutinaria, sin discriminar su necesidad, y sin el consentimiento libre e informado de las mujeres. Todo esto ocurre principalmente en establecimientos públicos, pero también privados. A punto de convertirse en ley, la “Ley Adriana” será la primera iniciativa en Chile que reconoce oficialmente la violencia obstétrica, fenómeno que existe desde que el parto dejó de ser territorio de parteras y pasó a ser atendido en hospitales por profesionales especializados, lo que comenzó a instalarse con la expansión de la biomedicina en el siglo XIX.
Un reconocimiento necesario, pero tardío
Consolidada en Chile durante el siglo XX, la atención hospitalaria permitió que el parto dejara de ser un evento riesgoso, contribuyendo a disminuir la mortalidad materna e infantil. No obstante, instaló también un conjunto de prácticas que implican la apropiación del cuerpo y de los procesos reproductivos de las mujeres por parte del personal de salud. El resultado ha sido la medicalización y patologización de procesos naturales, un trato deshumanizador, y la negación de la autonomía de las mujeres para decidir sobre sus cuerpos y su sexualidad. Se trata, en definitiva, de un viejo problema presente en todo el mundo, que solo recientemente ha sido reconocido.
Por ejemplo, el 13 de julio de este año el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer de las Naciones Unidas publicó una resolución calificando como violencia obstétrica una denuncia presentada en contra del Estado español. Por ello, recomendó a ese Estado indemnizar a la víctima para reparar los daños físicos y psicológicos, y también implementar intervenciones en el sistema de salud y judicial orientadas a respetar la autonomía de las mujeres y su capacidad para tomar decisiones informadas sobre su salud reproductiva. Se trata de la segunda vez que Naciones Unidas advierte al Estado español de un caso de violencia obstétrica, la primera en 2020.
La Ley Adriana se orienta a erradicar la violencia obstétrica mediante acciones en línea con estas recomendaciones. Se trata, a todas luces, de un avance en los derechos de las mujeres y las personas gestantes, como también de la sociedad chilena en su conjunto. Sin embargo, considerando que la violencia obstétrica comprende prácticas de larga data realizadas en todo el mundo, resulta inevitable preguntarse por qué hemos tardado tanto en reconocer e intervenir sobre estas prácticas y por qué, en pleno siglo XXI, continúan realizándose.
Contra el paternalismo médico
Como todo fenómeno social, la violencia obstétrica y su invisibilización se explican por múltiples razones. La maternidad se ha construido por siglos como el ideal de realización de las mujeres, constituyéndose en el mandato que desde pequeñas define sus proyectos de vida. Las mujeres que deciden no ser madres, tan legítimo como decidir serlo, son vistas como mujeres incompletas. Las bondades de la maternidad son enfatizadas, mientras se ocultan todas las dificultades, costos y dolores que conlleva, siendo a lo más asumidas como un sacrificio necesario sobre el cual apenas hablamos.
Solemos decir que la vida cambia con la maternidad, pero no hablamos de lo que significa el parto, de la situación que enfrentaremos y las opciones que tenemos. A fin de cuentas, al final del embarazo el parto será inevitable. Más vale asumir y entregarse, recordando lo que escuchamos tantas veces desde niñas: “parirás a tus hijos con dolor”. Esto afecta a todas las mujeres, pero principalmente a las más pobres, que cuentan con menos educación y recursos para acceder a información de calidad, y con escaso margen para dialogar y acordar con su médico tratante. Terreno fértil para el paternalismo médico, instalado en nuestro sistema de salud desde sus orígenes y reforzado por la hegemonía de la biomedicina, que releva a un segundo plano los aspectos sociales, psicológicos y culturales.
La Ley Adriana vendrá también a reforzar los procesos de autonomía para la toma de decisiones libres e informadas, sumándose a iniciativas como la ley de deberes y derechos de las personas en salud, que poco a poco van permitiendo cambiar subjetividades y prácticas.
Por último, no debiera sorprender que una parte importante de las mujeres que hemos vivido un parto nos estemos enterando desde hace poco que fuimos objeto de distintos grados de violencia obstétrica. Se trata de una de las violencias más naturalizadas, que afortunadamente comenzamos a visibilizar. Informar a las personas sobre sus derechos en atención en salud, especialmente a las más jóvenes, e introducir perspectiva de género y derechos humanos como materia obligatoria de los currículos de las carreras de la salud, son pasos imprescindibles. Con ello, avanzaremos en generar el cambio institucional y cultural para que esta violencia no siga replicándose cotidianamente en nuestro país.