Este año la editorial de la Universidad de Chile cumple siete décadas. Innovadora y atrevida, en sus años dorados fue el lugar que acogió a decenas de autores jóvenes que luego se convertirían en los precursores de las letras nacionales. Ahora, luego de sortear complicados avatares económicos, se proyecta al futuro y busca recuperar su lugar de punta en el mundo de las letras.
Por Sofía Brinck | Fotografías: Alejandra Fuenzalida / Archivo Central Andrés Bello / Fotografía de portada: Felipe PoGa
Al principio era sólo una idea aventurada de un grupo de estudiantes de Ingeniería de la Universidad de Chile. Eran tiempos difíciles, por el año 1943, cuando en Europa y África la Segunda Guerra Mundial se desarrollaba en todo su cruento esplendor. Chile, lejos geográficamente del epicentro del conflicto, sentía, sin embargo, sus embates por diferentes frentes. A la inestabilidad política y la incertidumbre, en el ámbito universitario se sumaba la falta de libros y revistas necesarias para la vida académica, la mayoría de las cuales provenía de Europa.
Arturo Matte Alessandri cursaba sus primeros años en Ingeniería cuando decidió tomar el asunto en sus manos. Convenció a sus amigos y, bajo el amparo del Centro de Estudiantes, llamaron a todos quienes tuviesen apuntes o libros a donarlos para una Cooperativa de Publicaciones de Apuntes que, a base de reproducciones a mimeógrafo, sirviese de puente para compartir el conocimiento.
Fue tanto el éxito que Arturo Matte, junto a sus compañeros y amigos Eduardo Castro, Felipe Herrera, Francisco Galdames y Fernando Ríos, entre otros, decidieron que había que formalizar lo que había partido como un experimento universitario, el que incluso había llamado la atención del entonces Rector de la Universidad de Chile, Juvenal Hernández Jaque. El rector no sólo los apoyó, sino que contribuyó con parte del capital inicial y facilitó el uso de las prensas de la institución que funcionaban en Casa Central.
Han pasado 70 años desde esos tiempos y aunque a los 93 su memoria tambalea un poco, Eduardo Castro se acuerda de esos días con claridad. Recuerda, por ejemplo, que la Editorial comenzó a funcionar en el segundo piso de un edificio del Centro de Estudiantes de Ingeniería, cómo funcionaba el mimeógrafo que fue su primera forma de imprimir, o la visión que impulsó a su amigo Arturo a llevar la Cooperativa un paso más allá, formando la Sociedad Anónima Editorial Universitaria.
“Esto se decidió por sentido común y por independencia. Una sociedad anónima era una entidad distinta a la Universidad, lo que nos daba libertad en la edición. No dependíamos de la Universidad, sino que ésta influía indirectamente a través del presidente del directorio, que era el rector. La Universidad controlaba por la mayoría de acciones, y este modelo le permitió a la editorial crecer y salir adelante”, recuerda Castro, quien entró a trabajar en la Editorial ese mismo año y que luego ocuparía la gerencia general en varias ocasiones.
En su momento de mayor esplendor, la Editorial Universitaria contó con un taller ubicado en la calle Ricardo Santa Cruz, actual Avenida Santa Isabel, en que trabajaban más de 300 personas. No sólo se editaban los libros, también se imprimían y se distribuían en las 18 librerías que llegó a tener a lo largo de Chile. Pero no eran sólo los aspectos técnicos los que distinguían a la Universitaria en el mercado nacional e internacional: poco a poco su catálogo comenzó a crecer, editando clásicos como las traducciones de filósofos griegos y también descubriendo nuevas plumas, como los jóvenes Raúl Zurita y Alejandro Sieveking, actuales Premios Nacionales de Literatura y Artes de la Representación, respectivamente.
“El Catálogo de la Editorial era de los mejores de América Latina. Tal vez Brasil también tenía cosas buenas, pero el resto éramos nosotros”, recuerda Eduardo Castro. Él mismo es reconocido en varios países del continente, siendo invitado a ferias a mostrar el catálogo de la Universitaria, que a diferencia de editoriales de otras universidades, no se restringía sólo a los académicos de su institución sino que aceptaba todo tipo de publicaciones.
Son tiempos en los que en los talleres de la Editorial se pasean nombres como Pablo Neruda, Tomás Lago, Jaime Eyzaguirre, Luis Oyarzún y Eugenio Pereira Salas; y en los que además de libros se editan revistas como Cormorán y Árbol de Letras. La editorial logra balancear delicadamente su misión, de ser un motor del conocimiento académico, con éxitos comerciales sin llegar a ser una editorial dedicada únicamente a las ventas.
Una Rotativa Innecesaria
Lo que había sido una historia de éxito y de desarrollo a pasos de gigante se truncó a partir de 1994, cuando la entonces gerenta general, Gabriela Matte, dejó su cargo. Según consigna un informe de la Contraloría General citado por Reinaldo Sapag, gerente general en 2002, “una deficiente e irregular administración de la ex gerencia de don Rodrigo Castro, designado por la rectoría de la época, provocó una debacle de grandes magnitudes que culminó con la quiebra de la editorial”. “Yo nunca entendí cómo lo nombraron si venía de Zigzag, que había quebrado recién”, recuerda Lilian Isamit, actual directora de finanzas y que por esos años había entrado recién a la empresa.
La Editorial era una empresa boyante, sin mayores deudas y con un patrimonio de cuatro mil millones de pesos. Castro decidió invertir grandes cantidades de dinero en una imprenta nueva, una rotativa en blanco y negro para hacer impresiones de 30 o 40 mil ejemplares, cantidades fuera de los alcances de las publicaciones de la Editorial. Junto con esto, la Universidad decidió retirar egresos de la Sociedad Anónima, los que generalmente se reinvertían en el desarrollo de la empresa. Y, por otra parte, se reestructuró la Editorial, formando un holding de cuatro empresas sectoriales dedicadas a la impresión, distribución, ventas y la edición, respectivamente. De ellas actualmente sólo queda la Editorial.
Han pasado más de veinte años desde que comenzó el período oscuro de la Editorial y 17 desde que se decretara su quiebra, pero para Eduardo Castro y su familia el tema está lejos de ser un asunto cerrado. Él prefiere no entrar en detalles, elige calificarlo sólo como “un tiempo triste, muy triste”. Su hija Isabel es más locuaz respecto a esa etapa de la empresa y de su familia, y directamente acusa dolo en los malos manejos económicos.
“Yo vi a mi papá sufrir porque era su vida que se estaba cayendo, y todo por una gestión malintencionada. Fue muy terrible, era una Editorial sin deudas y con una visión de futuro y la liquidaron en dos o tres años”. Isabel se emociona cuando recuerda las llamadas a todas horas, las reuniones diarias en el living de la casa donde han vivido todos estos años y la impotencia de su padre al ver cómo el trabajo de toda una vida se iba desmoronando poco a poco frente a sus ojos. Él estaba dedicado al sector editorial, pero cuando llegó el síndico y con él la quiebra, Eduardo asumió nuevamente el timón del proyecto de su vida.
“Es muy difícil, casi imposible, que una empresa que cae en quiebra vuelva a repuntar. Tuvimos continuidad de giro y luego pudimos continuar. Y la figura de don Eduardo fue clave para sacarnos de la quiebra, porque los autores y los alumnos de la Universidad conversaban con él, y él los hizo creer en la Editorial”, recuerda Lilian. La campaña por la supervivencia de Universitaria permeó las fronteras de la institución y se tomó el mundo cultural, llegando incluso a la prensa escrita. El diario El Mercurio publicó editoriales con títulos como “Editorial Universitaria no puede morir” y “Un SOS patrimonial”, en los que llamaba a autoridades de la época y a los escritores que habían publicado en ella a defender a la empresa y no dejarla morir con la quiebra.
Gracias a las gestiones de Castro y su equipo, la Editorial Universitaria sobrevivió. Sin embargo, las pérdidas fueron muchas y dolorosas: todas sus librerías, excepto la ubicada en la Casa Central de la Universidad y que es dada en comodato; su sede, su taller, su imprenta, la distribución de los libros y su lugar de líder en el mercado editorial, lo que la dejó con una deuda de más de cinco mil millones de pesos. Pero no perdió su catálogo, el que a la postre sería su salvación.
El futuro
Arturo Matte Infante asumió la gerencia general en 2014. Del mismo nombre que su abuelo, llegó invitado por su tía Gabriela al directorio y luego le fue ofrecida la cabeza de la empresa. Los desafíos eran enormes, pero a un mes de haber dejado su cargo tras tres años en él, su balance es bueno. “Cuando llegué, la gestión de la administración estaba un poco desordenada, no había mucho orden de cómo y por dónde avanzar. Modernizamos la página web, recuperamos la distribución y gracias a eso subimos las ventas. Había también una deuda muy grande con Tesorería. La administración anterior pagó una buena parte y nosotros terminamos de pagarla gracias a una inyección de recursos de la Universidad de Chile”, explica.
A pesar de que su familia lleva años ligada a la Editorial, para él eso es un hecho tangencial. “Esta editorial surgió gracias al impulso del rector Juvenal Hernández, con fondos de la Universidad de Chile, y siempre ha funcionado en la misma institución. Esta es la casa de los académicos de la Universidad y siempre lo será”, subraya Matte.
De la misma opinión es Rodrigo Meza, actual gerente general. Lleva sólo un mes en el cargo, pero ha tenido que zambullirse de cabeza para tomar las riendas de la Editorial en su aniversario 70. Ingeniero comercial de la Universidad de Chile y con vasta experiencia en el sector editorial, Meza llega a buscar reparar la separación que se produjo entre el cuerpo académico y la empresa tras la quiebra, y además consolidar el espacio de Universitaria en un mercado cambiante y con cada vez más actores.
“Uno de mis sueños es que la Editorial sea autosuficiente y no dependa tanto de los aportes ni de los fondos para poder funcionar. Es un gran desafío. Siempre hay que buscar alianzas y dependeremos de la universidad, pero la idea es no sufrir estos vaivenes y nunca volver a lo que sucedió aquí hace varios años. Y el segundo objetivo es mantener el espíritu inicial y potenciarlo: ser un reflejo del pensamiento académico, cultural y social para contribuir a la Universidad, al lector y a la sociedad”, proyecta Meza desde su oficina en la Casa Central.
Eduardo Castro ya no va a la Editorial. Hace un par de años dejó sus tareas cotidianas, pero mantiene un puesto en el directorio. Tiene confianza en el futuro de Universitaria y en lo que se viene, ya que, en sus palabras, “las cosas buenas siempre han partido desde la Editorial”.
América, no invoco tu nombre en vano
A un costado de la librería de la Editorial Universitaria se encuentra este mural del destacado artista chileno José Venturelli, quien se lo donó personalmente a Arturo Matte Alessandri para las paredes de la Editorial. Su iconografía es una alegoría de las luchas americanistas del continente, que relatan la defensa del pasado cultural y territorial americano. Es uno de los tres murales del artista en Santiago.