La imaginación y la memoria provienen del mismo lugar del cerebro, y cada vez que recordamos actualizamos el hecho, lo reconstruimos a través de la emoción presente. Ficción y realidad parecen existir al mismo tiempo en la vida de las personas y de una sociedad, indivisibles, inseparables.
Por Paula Arrieta Gutiérrez
En El curso que hice al revés, de Ignacio Álvarez (Laurel, 2022), me topé con la historia judicial que rodeó —y determinó— la obra Yoga, de Emmanuel Carrère. El autor francés fue obligado a quitar una parte importante del texto, en la que se refería a la depresión y los procesos personales que vivió tras su divorcio, en atención a un acuerdo firmado con su exesposa en el cual se comprometía a no referirse a estos hechos. En lo que sigue, Álvarez desarrolla una lúcida reflexión sobre los alcances éticos y literarios de relatar acontecimientos de carácter personal, que son inevitablemente nuestra porción de verdad de ellos y, por lo mismo, son trasladados a otro código, aun cuando estas inevitables ficciones puedan dañar a alguien.
Sobre esto, sobre la porción de verdad en la ficción y viceversa, mucho se ha escrito. Como ha señalado la escritora Siri Hustvedt, la imaginación y la memoria provienen del mismo lugar del cerebro y cada vez que recordamos actualizamos el hecho, lo reconstruimos a través de la emoción presente. Hemos visto a lo largo de la historia numerosos ejemplos de esta tensión memoria-imaginación, sobre todo en el ámbito del arte y la representación. El que más rápidamente se me viene a la cabeza es la película Bastardos sin gloria (2009), de Quentin Tarantino, que termina —spoiler alert— con Hitler y toda la alta cúpula nazi calcinados en un cine propiedad de una judía que perdió a su familia a manos de los soldados alemanes. O el falso documental Un secreto en la caja (2016), de Javier Izquierdo, que gira en torno a la vida y obra del único (e inexistente) autor ecuatoriano del boom latinoamericano, Marcelo Chiriboga: el largometraje culmina con el lamento de cada uno de los entrevistados ante la desaparición de Ecuador a causa de las fronteras corredizas de la guerra con Perú. Desbordar los límites de los lenguajes conocidos y crear códigos nuevos de realidad es, al final, una de las principales labores del arte.
En la dirección contraria, la historia también ha tenido que lidiar con la imaginación. El historiador italiano Alessandro Portelli lanzó en 2004 su investigación La orden ya fue ejecutada, donde relata los hechos que tuvieron lugar en Roma el 24 de marzo de 1944, cuando 335 ciudadanos italianos fueron exterminados por tropas nazi ocupacionistas en respuesta a un atentado realizado por partisanos contra un cuartel alemán. El hecho es conocido como la Masacre de las Fosas Ardeatinas. La memoria colectiva, ampliamente difundida y aceptada, culpaba a los partisanos de la masacre, al no haber acudido a los llamados nazis a entregarse y evitar la tragedia. Las personas recordaban los carteles que llamaban a los autores materiales e intelectuales a reconocer su participación en un plazo que iba, dependiendo del testigo, entre una semana y 6 meses. Esos carteles nunca existieron. La advertencia tampoco. La venganza se llevó a cabo sin aviso previo 24 horas después del atentado y por orden directa de Hitler (se debía ejecutar a 10 italianos por cada uno de los 32 alemanes muertos en la acción partisana).
Pasa también en nuestras historias personales. Mientras más cerca del hecho nos encontramos, más detalles tenemos en nuestros relatos. No distinguimos entre lo principal y lo accesorio, todo parece tener el mismo nivel de importancia. Con el tiempo sintetizamos y llenamos los vacíos con otras historias puestas involuntariamente en nuestro recuerdo: una mezcla indeterminada de otros acontecimientos personales, historias de amigos o familiares, películas, libros, canciones y cuánta imagen hemos podido recoger. Como en el juego del teléfono, el mismo hecho se transforma con el paso del tiempo.
Siguiendo aquí a Portelli, lo que llamamos memoria colectiva no existiría como tal, y no sería más ni menos que un acuerdo histórico y político sobre algunos acontecimientos determinados por la historiografía y rodeados por un sinnúmero de memorias personales. Uno recuerda algo porque le importa, y desde ahí está actuando el propio deseo.
A través de casos como estos es que la ficción y la realidad parecen existir al mismo tiempo en la vida de las personas y una sociedad, indivisibles, inseparables. Las pequeñas historias, esas que reconocemos como personales, privadas o cotidianas, están íntimamente ligadas con las grandes historias, que casi siempre nos parece que habitan un lugar más lejano, reclamando siempre un eco o un correlato en nuestra biografía. ¿Qué vamos a recordar, entonces, este año, que se cumple el aniversario 50 del golpe de Estado? Y más importante todavía, ¿cómo vamos a recordar?
Si de imaginación se trata, no podemos olvidar la expansión más reciente de nuestra capacidad de imaginar: la revuelta social de 2019 y el posterior proceso constituyente significó para muchas y muchos la posibilidad real de pensar más allá de los límites impuestos y naturalizados. Las vivencias de esos días de octubre, que cada uno tiñe y seguirá tiñendo con colores propios, saltan del plano de la realidad y se desbordan a lo impensado. Esa irrupción incómoda, incierta, rompió con los moldes de pensamiento y dio espacios a símbolos, manifestaciones artísticas y sociales, discusiones e instancias inimaginables en nuestra transición. Y esto se tradujo en un proceso constitucional inédito, sin bordes. No puedo ahora reflexionar sobre las causas del desenlace, pero lo cierto es que el 4 de septiembre estas ondas expansivas, desbordadas, sufrieron un dramático revés del que todavía no podemos espabilar.
¿Qué recordar? ¿Cómo recordar? Hace algunos años, el filósofo Georges Didi-Huberman respondió a las críticas que recibió por su ensayo Imágenes pese a todo (2004), en el cual abordaba las cuatro fotografías tomadas en Auschwitz-Birkenau por un Sonderkommando —unidades de prisioneros judíos obligados a colaborar en el exterminio— en 1944, y que lograron salir de ahí para mostrar el horror de la solución final nazi. Las críticas apuntaban al morbo de mostrar esas imágenes que no daban ninguna información nueva sobre una realidad insoportable, inimaginable. Didi-Huberman responde, entonces, que lo inimaginable como experiencia no puede ser lo inimaginable como norma; que esas imágenes están ahí justamente para que imaginemos lo inimaginable. Y esto corre para el horror, tan frecuente en la historia de la humanidad, pero también para la esperanza de la voluntad.
A 50 años del quiebre total de nuestra sociedad podríamos apostar a la activación de las más radicales ficciones. Que la verdad historiográfica (imprescindible) y la verdad judicial (en permanente y trágica deuda) nos permitan actuar con justicia ante los hechos: con la justicia de imaginar, que fue justamente lo que la dictadura persiguió de la manera más cruenta. Imaginar la coherencia, la correspondencia entre los relatos y las emociones, la posibilidad ética de otra forma de vivir. De vivir e imaginar. Imaginar hasta vaciar la imaginación. Correr, de nuevo, el cerco de lo posible. O, como señala Álvarez respecto de escritoras y escritores, pero aplicable a cualquier sujeto que construye vida: tener “el arrojo de imaginar lo que nunca han visto, lo que nunca ha sucedido, lo que todavía no existe”.