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Marcelo Cohen, artífice de lo indefinible

Tras su muerte, el pasado 17 de diciembre, el escritor, traductor y crítico literario argentino dejó un legado incalculable para la literatura hispanoamericana. Tradujo más de cien libros, desde obras del periodo isabelino hasta ciencia ficción contemporánea, y su gran contribución a la literatura fantástica fue la creación del Delta Panorámico, una región con geografía, idioma y sistema político propios. En palabras del célebre escritor Rodolfo Fogwill, habría tramado “la mejor y más original narrativa argentina”.

Por José Núñez

Cuando en 2007 se publicó Impureza, la novena novela de Marcelo Cohen, los ejemplares llegaron a librerías con una faja en la que se leía “el mejor escritor argentino de la actualidad”. Al enterarse, el autor —dueño de una extensa obra de género fantástico y uno de los traductores más importantes del castellano— pidió inmediatamente que la sacaran de todos los ejemplares, recuerda el escritor Patricio Zunini, quien tras la muerte de Cohen el 17 de diciembre escribió una breve despedida para el medio digital Infobae.

Su fallecimiento, ocurrido en medio de la expectación por la final del Mundial de Qatar 2022, conmocionó al campo literario argentino, que no tardó en elogiar a una de sus figuras más destacadas. El escritor argentino Hernán Vanoli, sumándose al fervor mundialero, lo catalogó como “uno de los Messis de nuestras letras”. Patricio Pron, en tanto, recordó su generosidad y erudición, al tiempo que lo describió como un maestro. “Leer mejor y ver más fueron parte del proyecto narrativo y vital de Cohen, que amplió las posibilidades de la literatura contemporánea en español y es una de las influencias más visiblemente ocultas de muchos de sus autores”, afirmó en el diario El País de España. 

Uno de sus editores chilenos, el también escritor y periodista Diego Zúñiga, dice que su pérdida es incalculable para la literatura hispanoamericana. “Resulta muy difícil pensar en otro escritor latinoamericano actual que haya construido una obra tan ambiciosa y sorprendente como la de Cohen. Hablo de su ficción, por supuesto, pero también de sus ensayos y críticas, donde se podía apreciar un despliegue impresionante de inteligencia y lucidez”. Zúñiga publicó Música prosaica (Montacerdos, 2016), un libro en el que Cohen “se supone que reflexiona sobre la traducción, pero lo cierto es que termina siendo una invitación a pensar en el lenguaje, en la política y en cómo nos relacionamos con el mundo”.

Marcelo Cohen. Crédito: Alejandra López/Sigilo

Marcelo Cohen no solo creó una de las obras más originales de las últimas décadas, con títulos como El oído absoluto (1989), El testamento de O’Jaral (1995), Los acuáticos (2001) o Casa de Ottro (2009), sino además, a través de su trabajo como traductor, nutrió la tradición literaria en español. Es probable, de hecho, que cualquier lector aficionado a la literatura imaginativa —ese pleonasmo— tenga en su biblioteca uno o más libros con su firma o la de un autor traducido por él, entre los que están Christopher Marlowe, Jane Austen, Giacomo Leopardi, Henry James, Fernando Pessoa, T. S. Eliot, Wallace Stevens, Raymond Roussel, Italo Svevo, Philip Larkin, J. G. Ballard, Ray Bradbury, William Burroughs y Clarice Lispector.

Vidas breves

Marcelo Cohen nació en Buenos Aires un 29 de septiembre de 1951. Estudió gramática y latín en el colegio secundario. Una de sus primeras pasiones literarias fue Crónicas marcianas, de Ray Bradbury, un libro “llenos de olores, de sensaciones climáticas”, dijo en una entrevista para la serie documental Obra en construcción, producida por la Audiovideoteca de Buenos Aires. Escribió sus primeros relatos influido por el realismo mágico. Más tarde, tras un breve paso por las carreras de Física y Letras, ejerció como redactor en una agencia de noticias, mientras colaboraba en revistas culturales. Estudió inglés, portugués e italiano. Publicó dos libros de cuentos antes de mudarse a España en 1975, país donde viviría los siguientes veinte años. Desde allá, en palabras del célebre escritor Rodolfo Fogwill, habría tramado “la mejor y más original narrativa argentina”.

Entre los intelectuales con los que Cohen compartió durante su estadía en Barcelona están sus compatriotas Nora Catelli y Osvaldo Lamborghini, autor de El Fiord (1969) y Tadeys (1983), considerado un escritor de vanguardia. Por aquel entonces, Cohen colaboraba en el suplemento cultural de El País y en las revistas Quimera y El viejo topo, pero luego del cierre de esta última comenzó a consolidar su trabajo como traductor, para el que debió adoptar un registro peninsular del castellano. Junto a Lamborghini discutían “cómo podíamos colarle a la floreciente y jactanciosa industria editorial española las esquirlas subversivas de una literatura periférica”, escribió en su ensayo icónico “Nuevas batallas por la propiedad de la lengua” (2007). Los primeros trabajos en esa senda —de contrabandear localismos y hacer pequeñas contravenciones— fueron una novela de Kathy Acker y las memorias del clarinetista de jazz Mezz Mezzrow.

En 1993 conoció a la crítica y escritora Graciela Speranza, con quien contrajo matrimonio. En 1996 regresó a Buenos Aires, quizás producto de esa “conmoción amorosa”, como la llamó alguna vez. Allí lo invadió un temor a infectarse del realismo literario: “Para mí la literatura era la evasión más radical”, afirmó en 2013 cuando fue invitado a la Cátedra Abierta en homenaje a Roberto Bolaño, de la Universidad Diego Portales. Su preocupación por el estado de la lengua lo hizo criticar, en aquellos años, el kitsch verbal argentino, una especie de discurso lleno de contaminaciones léxicas —del periodismo, la política, la publicidad, el doblaje y las malas traducciones—, que más tarde denominaría “prosa de Estado”. 

En 2002 dirigió Shakespeare por escritores, el proyecto de la editorial Norma que buscaba traducir las obras completas del dramaturgo inglés, en el que participaron cuarenta y dos escritores de once países. Según la crítica Nora Catelli, ese trabajo le permitió a Cohen imaginar “que el centro del idioma podía trasladarse a Latinoamérica”. Un año más tarde, junto a Speranza, fundó la prestigiosa revista de crítica cultural Otra Parte, de la que fue director hasta su fallecimiento.

Una sociología fantástica

Hay escritores que crean una cosmogonía propia, de original extrañeza. Las reglas que rigen sus mundos afectan nuestra percepción de la cotidianidad, en palabras del escritor Carlos Lloró. Algunos ejemplos serían William Blake, Howard P. Lovecraft y Philip K. Dick. Por el contrario, otros, como J. R. R. Tolkien, modelan un universo independiente y autocontenido. Cabría añadir en esta categoría el Delta Panorámico de Marcelo Cohen, “un mundo hecho con astillas y posibilidades del nuestro”, en palabras de su autor, que en cierta ocasión definió su literatura como una “sociología fantástica”. 

Si en sus primeros relatos las locaciones urbanas son de una atmósfera sombría, apocalíptica, con personajes que consumen fraghe, mordisquean heladonios, practican el seribín o asisten al Páramo de las Revelaciones, en el archipiélago imaginario que es el Delta Panorámico —donde se habla el deltingo— es posible encontrar quiebres de las leyes temporales y espaciales, ulónacos que persiguen a huargos, adolescentes prehistóricos que descubren el sexo, infantes que se conectan a la Panconciencia, dioses, farphones, ciborgues, flaybulancias y toda clase de artificios.

La ficción especulativa de Marcelo Cohen escapa del campo de la familiaridad. El extrañamiento de sus piezas literarias, llenas de lirismo en sus descripciones y con pausas digresivas de un ingenio perspicaz, nace a raíz del lugar que ocupan sus personajes en el curso de la narración. En “Aspectos de la vida de Enzatti”, por ejemplo, un hombre se levanta en medio de la noche acicateado por un grito lejano. Durante el tiempo que le lleva percatarse de la procedencia de ese grito, el protagonista rememora diferentes episodios de su vida, todos ellos caracterizados por lo imprevisible, por un conocimiento poco fiable de las cosas, lo que lo deja en una situación de incertidumbre frente al mundo.

Alguna vez Harold Bloom, el famoso crítico estadounidense, formuló los componentes necesarios para ingresar al canon literario: manejo del lenguaje metafórico, poder cognitivo, originalidad y exuberancia en la dicción. Dichos elementos integran el repertorio de recursos narrativos que Marcelo Cohen dominó, y con los cuales se consolida dentro de una literatura argentina que, como afirmó el poeta y ensayista Edgardo Dobry en Revista Ñ, “hace central lo raro, canónico lo indefinible”.