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La amistad filosófica franco-chilena  

En 1987, los miembros del Colegio Internacional de Filosofía de Francia, uno de los espacios esenciales del pensamiento contemporáneo, entablaron una relación profunda y duradera con los filósofos chilenos que, tras la intervención militar en la Universidad de Chile, fueron relegados o incluso expulsados de las aulas. Esta historia, protagonizada entre otros por Humberto Giannini, Carlos Ruiz Schneider, Patricia Bonzi, Marcos García de la Huerta, Jacques Derrida, Alain Badiou, Jacques Rancière y Patrice Vermeren —que evoca aquí sus recuerdos—, es una prueba de que la filosofía no solo es el “derecho a pensar juntos”, sino también un oficio de resistencia. 

Foto: Patrice Vermeren, Humberto Giannini, Luisa Eguiluz y Pedro Miras en Curacaví. Gentileza Patrice Vermeren

¿Cómo sucedió que los filósofos chilenos, excluidos o marginalizados de su propia Universidad en Chile, se convirtieron en los primeros amigos del Colegio Internacional de Filosofía en París? Era la época de la fundación del Colegio, y Pierre-Jean Labarrière, invitado a Chile por su amigo Arturo Gaete —también jesuita y hegeliano, cercano a Salvador Allende— había hecho un curso casi clandestino en la Academia de Humanismo Cristiano, perteneciente a la Vicaría de la Solidaridad. En su regreso a París, nos dijo: “no podemos fundar el Colegio Internacional de Filosofía ignorando que, en Santiago de Chile, bajo la dictadura militar, los filósofos dignos de ese nombre han sido expulsados de sus puestos; no tienen estudiantes ni libros, y viven en la pobreza y el miedo a desaparecer”. Recuerdo que Jacques Derrida propuso invitar a uno de ellos a París. Se trató de Rodrigo Alvayay, quien nos dijo que los chilenos preferían que el Colegio enviara filósofos franceses a Santiago, porque eso tendría mayor impacto.  

Los primeros en ir a Chile fueron Miguel Abensour, Jacques Rancière, Stéphane Douailler y yo mismo, con François Laruelle y Myriam Revault d’Allonnes. Asistimos al primer coloquio de filosofía bajo la dictadura militar, en 1987, para hablar sobre las instituciones filosóficas de los últimos 20 años del pensamiento en Francia y del concepto de democracia. El encuentro tuvo lugar en el pequeño y oscuro inmueble sindical que albergaba el Centro de Estudios de la Realidad Contemporánea, de la Academia de Humanismo Cristiano, dirigido por Enrique d’Etigny, y que reunía a los excluidos y marginalizados de la Universidad de Chile. Fue aquí que conocí a Rodrigo Alvayay y a Carlos Ruiz Schneider (quienes condujeron la cooperación filosófica franco-chilena durante todos estos años, así como Stephane Douailler y yo mismo del lado francés), y a Marcos García de la Huerta, Humberto Giannini, Cecilia Sánchez, Olga Grau, Pablo Oyarzun, Gonzalo Catalán, Patricio Marchant, Rafael Parada, Gabriel Sanhueza, Alejandro Madrid-Zan, Miguel Vicuña, Carlos Contreras, y también a los historiadores Sol Serrano y Cristián Gazmuri.   

Afiche del coloquio realizado por Roser Bru. Gentileza de Fundación Roser Bru

Recuerdo una visita conmovedora a María Teresa Pupin, en Valparaíso, cuando nos mostró llorando el retrato de su hermano, subsecretario general del gobierno de Allende, desaparecido en el golpe de Estado en La Moneda. Me acuerdo también de Carlos Contreras, un joven estudiante pobre que vivía en una pensión de mala muerte en Valparaíso, cercana a un barrio de prostitución. Allí, en el frío invierno, leía un texto de Derrida mal traducido; lo animé a escribir una carta a Derrida, que yo mismo le entregué a mi regreso a París y que él no tardó en responder. Sobre todo, recuerdo haber descubierto un modo original de filosofar, como si la interrupción de las carreras universitarias, la censura de los programas de estudios y la obligación de mantenerse a distancia de toda la actualidad bajo la dictadura hubiesen permitido a la palabra y a los escritos filosóficos, paradojalmente, liberarse de las restricciones académicas.  

En el coloquio de 1987 estaba Humberto Giannini, profesor de filosofía antigua y medieval, que acababa de escribir el libro La reflexión cotidiana. Hacia una arqueología de la experiencia, que no tardamos en traducir al francés y publicarlo en Francia con un prefacio de Paul Ricœur. Antes del golpe de Estado, Giannini había formado y dirigido un Departamento de Filosofía único en América Latina, en la sede norte de la Universidad de Chile, claramente abierto al diálogo con la filosofía francesa contemporánea. En este periodo, Carlos Ruiz Schneider era su más brillante asistente y también secretario de la revista Teoría. Al igual que Yvon Belaval o Michel Serres, Humberto Giannini había sido un marino. Hizo de la filosofía un oficio por elección existencial. En la revista (le) Télémaque, en 1996, Humberto escribió el texto “Des métiers que nous faisons et des métiers qui sont ‘nous’”, en el que resume así su argumentación: “Si el trabajo es una actividad contingente, simplemente encontrada, a la que me enfrento por intervalos regulares, continúa siendo exterior a mí y no se plantea la cuestión de dominarlo. Esto supondría la posesión, el conocimiento íntimo de un secreto, como lo imaginamos en el caso de un virtuoso. La Reflexión, en su comprensión espacial, como salida de sí y regreso a sí mismo, otorga la llave de esta curvatura y de esta autopoiesis, lo que significa que, en última instancia, puedo ser lo que hago: soy marino, o profesor de filosofía”.  

Fue esta concepción de la filosofía como un oficio la que vimos resistir frente a la dictadura, en la medida en que fue un modo de vivir y filosofar en común. Y ella no ha dejado de ser una interrogación para mí, durante los años chilenos del Colegio Internacional de Filosofía y del Departamento de Filosofía de la Universidad Paris 8, que perduran hasta hoy. Trátese de una manera de llevar a cabo un combate por el derecho a la filosofía (un concepto del que Carolina Ávalos acaba de mostrar la actualidad al traducir Privilegio o el derecho a la filosofía, de Jacques Derrida); o de organizar en pie de igualdad la circulación de las personas y de los escritos entre Chile y Francia, a través de cursos, seminarios y coloquios abiertos en Santiago, Valparaíso o París. Pero también esto se extendió a Argentina y luego a todo el Cono Sur, y a Céret o a Dresde, con la publicación de artículos y libros redactados en común.   

Patricia Bonzi, Carlos Ruiz Schneider y Alain Badiou en Curacaví. Gentileza de Patrice Vermeren

Recuerdo una anécdota: Carlos Ruiz Schneider, Rafael Parada y Marcos García de la Huerta fueron recibidos en París por los padres de nuestra amiga psiquiatra Marie-Catherine Durand Py, cuya madre era bibliotecaria en la Sorbonne y el padre jubilado, monarquista y cazador. En cada comida se degustaba jabalí, ciervo o perdices rellenas con vinos elegidos; todo esto antes de ir a dictar sus cursos y conferencias en la Sorbonne o en nuestro seminario “Les dialogues philosophiques” de la Maison de l’Amérique Latine. También me viene a la memoria una tarde en que mis hijos volvieron a casa, con una pregunta que recorría los pasillos de sus escuelas, claramente incentivada por la extrema derecha: “¿Papá, los extranjeros son peligrosos?”. Les respondí: “¿Quiénes son los extranjeros? Ustedes conocen algunos:  Humberto Giannini, Carlos Ruiz, Marcos García de la Huerta, Pepe Jara”. Estos alojaban en nuestro departamento en París a menudo y siempre era una fiesta, llegaban con regalos para Pauline y Hugo. Al otro día volvieron a la escuela con una respuesta a la inquietud del día anterior: “Los Vermeren no tenemos miedo de los extranjeros, queremos a los extranjeros, nuestros amigos chilenos”.  

En nuestros primeros viajes a Santiago, nos quedábamos en el hotel Don Tito, en calle Huérfanos, cuyo gerente era amigo de Rodrigo Alvayay. Como disponíamos de poco dinero para pagar los pasajes de avión, el alojamiento era un asunto de hospitalidad, y nos hospedábamos en otros lugares, por ejemplo, donde Cristina Hurtado-Beca, creyendo ingenuamente que podíamos pasar desapercibidos. La policía estaba siempre vigilándonos. Así sucedió que un día, estando en casa de Cristina, recibimos una llamada de teléfono preguntando por qué aún no habíamos confirmado nuestro pasaje de avión para volver a París. Stéphane Douailler estaba consternado.   

En la escena de este teatro filosófico hubo momentos fuertes. Es el caso de la activa participación de los exiliados en París (Patricia Bonzi, Pedro Miras, Cristina Hurtado-Beca). Recuerdo con emoción la calurosa y distinguida bienvenida, reservada a los filósofos chilenos, parias de su universidad, por Michèle Gendreau-Massaloux, Rectora de la Academia de París, en la ceremonia organizada en la Sorbonne para el doctorado Honoris Causa del violonchelista Mstislav Rostropóvich. Parias en la universidad de su propio país, pero recibidos como los filósofos distinguidos que eran, en la Universidad de París, en el lugar de honor del gran anfiteatro de la Sorbonne.  

Pienso también en una acalorada reunión que tuvimos, Humberto Giannini y yo, con Juan de Dios Vial Larraín, rector nombrado por los militares. Salimos indemnes de ahí y pude calibrar, una vez más, el coraje de Humberto. En realidad, no había nada que pudiese justificar a sus ojos la obediencia o sumisión de un filósofo al régimen de Pinochet. Le pregunté lo que pensaba de una de sus colegas, y su respuesta fue terrible: “ella entró a la universidad por la ventana de la dictadura militar”.  Por aquellos años, también tuvo lugar el envío a Chile de un avión con libros de filosofía, con la colaboración de Evelyne Pisier, Francine Markovits, Georges Navet, Laurence Cornu, André Pessel, Stéphane Douailler, Etienne Tassin, Alain Siberchicot y la complicidad activa de Derrida y de todos los filósofos del Colegio, que donaron parte de sus propios libros a nuestros amigos chilenos.   

Evoco un último episodio: luego del plebiscito y de la caída de Pinochet, le pregunté a Humberto Giannini qué esperaban los filósofos chilenos de los filósofos franceses, y de qué manera podíamos ayudar a organizar algo para esta ocasión. Me respondió: un coloquio sobre Spinoza. Humberto había traducido y comentado el Tratado político de Spinoza, y que fue parte de un número de la Revista de Filosofía de la Universidad de Chile, pero que permaneció archivado en las bodegas, por la cobardía de las autoridades académicas, paralizadas por la dictadura militar. En su libro Breve historia de la filosofía, texto consultado en todos los liceos y colegios, citó a Spinoza en el epígrafe: “La felicidad no es la recompensa de la virtud, es la virtud misma”. Se trataba de pensar de qué manera la tolerancia, potencia solidaria de la vida, es virtud bajo la condición riesgosa de estar disponible para escuchar al otro. El coloquio Spinoza y la política lo realizamos del 8 al 12 de mayo de 1995, con los mejores especialistas de este filósofo desterrado de los estudios filosóficos durante la “universidad de Pinochet”: Marilena Chaui, Horacio González, Ezequiel de Olaso, Leiser Madanes, Pierre-François Moreau y los más jóvenes, Julie Saada y Charles Ramond. Como reflexión en torno a la potencia y la liberación, la obra de Spinoza le parecía esencial para pensar una transición política, regida por el libre comercio y condicionada por los medios de comunicación. Esta posición de resistencia es la que Humberto mantuvo hasta el final de su vida, porque los efectos de la dictadura persisten tanto en los espíritus como en el cuerpo e instituciones, y porque la filosofía y su enseñanza son apenas toleradas, incluso en democracia.  Doctor Honoris Causa de la Universidad Paris 8, titular de la primera Cátedra UNESCO de Filosofía creada en el mundo, Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales en 1999, en el Chile democrático, Humberto Giannini nunca se cansó de luchar por el restablecimiento de los estudios filosóficos, dignos de ese nombre, en la Universidad de Chile.  

Hoy en día, tras casi cuarenta años de cooperación entre Chile y Francia a través de los programas de cooperación universitaria ECOS, de la codirección de tesis de doctorado, de iniciativas de diversa naturaleza, en las que la filosofía es comprendida en un sentido amplio —desde el psicoanálisis a la estética y las Bellas Artes— y mucho más allá del Colegio Internacional de Filosofía y del Departamento de Filosofía de la Universidad París 8, la herencia de la escena franco-chilena del Colegio  y de la Universidad Paris 8 no está sin testamento. Lo comprueba el destino de su cofundador, Carlos Ruiz Schneider, el filósofo chileno más fino de su generación, por quien todos en Francia sentimos una admiración y amistad sin comparación, y que fuera elegido Decano de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, luego de haber esperado tanto tiempo su reintegración completa; el destino de Carlos Contreras, que fue responsable del Doctorado en Filosofía, y el de Claudia Gutiérrez, que fue directora del Departamento de Filosofía y coordinadora de la “Red de Investigación en Filosofía francesa”. Todas ellas son garantías de que el pensamiento en Chile sacude la filosofía eclipsada. Así también sucede con la considerable obra, vuelta a publicar, del filósofo José Jara, exiliado en Venezuela, y que planea sobre el espíritu de la Revista del Colegio Internacional de Filosofía, dirigida por Gustavo Celedón; al igual que el combate por la defensa de lo humano en la medicina, la psiquiatría y psicoanálisis del doctor Rafael Parada, y que pudo dejar huellas en los coloquios franco-latinoamericanos organizados anualmente por Alejandro Bilbao y Fedra Cuestas. 

Una de las paradojas de esta escena franco-chilena, autofundada por los filósofos bajo la dictadura militar consiste, claramente, en que todas las figuras relevantes de la época no dudaron en construir diálogos a uno y otro lado del Atlántico: de Abensour a Rancière (doctor Honoris Causa de la Universidad de Valparaíso), de Derrida a Badiou, de Geneviève Fraisse a Balibar, de Martine Leibovici y Hélène Védrine a Chantal Mouffe y Jacques Poulain, como de Giannini a Jara, de Ruiz a García de la Huerta, o de Cecilia Sánchez a Pablo Oyarzun y Patricio Marchant. ¿Inactualidad de la escena filosófica franco-chilena? Luego de cuarenta años, el flujo de la travesía continúa, sin perjuicio del cruce de generaciones. En este sentido, diría Humberto Giannini, la reflexión es negación de la actualidad, si esta es solamente “lo que pasa”. Pero él la entiende como “acto de ser” y en esta medida, la filosofía puede ser definida como tarea infinita, a recomenzar sin cesar: la actualidad del ser humano.  

  


Traducción de Claudia Gutiérrez