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(no) Olvidar a Sarlo 

Romina Pistacchio, académica del Departamento de Literatura y ensayista, publicó en 2006 Una perspectiva para ver. El intelectual crítico de Beatriz Sarlo, un libro en el que analizó parte del trabajo intelectual de la pensadora argentina y para el que la entrevistó. En este texto, vuelve a la figura de quien fuera una de las intelectuales más relevantes del Cono Sur, fallecida el pasado 17 de diciembre a los 82 años. Sarlo, dice Pistacchio,  “describe poéticamente los mecanismos de funcionamiento de los fenómenos, de objetos y paisajes, y cómo se comportan los materiales que contienen las marcas del paso del tiempo”.  

Por Romina Pistacchio | Imagen principal: Universidad Diego Portales

“Subrayar que los conflictos teóricos son quizás lo más interesante de una empresa crítica es colocar las cosas donde puedan ser productivas: muy lejos de la suma pacífica de autores con los que se marcan los territorios de una disciplina en expansión. La suma sin problemas, como si se tratara de la neutralidad de una lista bibliográfica, hace de Benjamin, De Certeau, Williams, Derrida y Foucault un animal medio monstruoso y no una nueva articulación de la teoría”.

—B. Sarlo, 2000. 

“Somos hijos de los viajes de otros tanto como de los que hicimos”. Así comienza el segundo capítulo de Viajes. De la Amazonia a las Malvinas (2014), el más personal, yo diría, de los libros de Sarlo, como una sentencia irrenunciable e irreductible en su porteño definitivo. Sentencias de las que sus lectores —y creo posible hablar por ellos, como una— no dejamos de asombrarnos por su lucidez, determinación y su tono categórico. Esa certeza que emerge desde ellas y que siempre deseé para mí y mi propia escritura, es la misma con la que se confiesa construida por las voces de esos periplos ajenos —y los suyos—, por sus bajos continuos, como me enseñó a decir, hace justo ya veinte años.

Sin haberlo planeado, mi investigación actual la inauguré con ella. Eso lo veo ahora. Aunque por razones totalmente distintas, decidí ingresar a su órbita cuando era la única crítica mujer en un programa de curso de teoría crítica latinoamericana. Una mujer que no escribía en “femenino” y no hablaba de escrituras producidas por mujeres. Hablaba de aquello que me había alucinado en los últimos años de mis estudios de pregrado: la modernidad “otra”, la periférica que la llamó, de las vanguardias argentinas, de las formas culturales de nuestra escena presente, de Raymond Williams, de la relación entre los intelectuales y la política, y, sobre todo, por supuesto, de Walter Benjamin.

Fue en la lectura de Escenas de la vida posmoderna (1994) donde encontré preguntas y varias e interesantes respuestas sobre esa figura que tanto llamaba mi atención, la figura de “quien dice”, la voz que enuncia —que puede enunciar— y que detenta, distribuye y (re)produce un saber apre(he)ndido. Y, precisamente, para armar el modelo de intelectual, Sarlo escogía a Benjamin. Pocos años después de Escenas…, publicaría un breve ejemplar dedicado al alemán que hojeé sin parar justo antes de decidirme a escribir mi tesis sobre la, hasta entonces, ya abultada obra crítica de la autora. El último capítulo de la segunda edición[1] de los Siete ensayos (2001) se inaugura con un título cuyo verbo vuelve a destemplarme porque Sarlo no suele promoverlo como actividad en sus reflexiones, pero además porque resulta altamente paradójico que se nos exija desconocer al personaje al que le ha ofrecido no solo todas las páginas anteriores, sino que también con quien ha desarrollado una manifiesta afinidad electiva. Leemos al cierre del libro: “Olvidar a Benjamin”. 

Ese gesto, en ese momento y hoy, no hace otra cosa que señalar que estamos leyendo a quien cree —como señaló en una entrevista— que la inteligencia radica en la capacidad de pensar en contra de uno mismo. Además de los efectos de su contundente escritura aforística, esta otra bofetada pedagógica me sorprendía y avergonzaba —mucho—, pues se construía a partir de aquello que no vemos porque no queremos ver y lo que se constituye en las “costumbres de la tribu” (79): una deriva realmente poco decorosa y altamente contradictoria con lo que se declara sembrar en las aulas de la ciudad letrada. 

En “Olvidar a Benjamin”, Beatriz Sarlo realiza dos ejercicios que acentúan nuestra perplejidad y explican —creo yo— de soslayo su autoexilio de la UBA[2]. El primero corresponde a una ácida crítica a la academia de esos primeros años del nuevo siglo. El segundo, una reprobación a las lógicas de mercado que, quienes la habitamos, abrazamos extraña o convenientemente, sin remilgos. A partir de esas operaciones, apunta a la capacidad técnica de la máquina institución universitaria para ejecutar el plan del vaciamiento y fetichización de nuestros “bajos continuos”. “Olvidar a Benjamin” es el reflejo especular del tabú institucionalizado, que, al notarlo, nos deja desnudes ante nuestra falsa conciencia ilustrada. 

Para Sarlo, el proceso de aguda precarización y fragmentación al que las dictaduras conosureñas sometieron a la universidad pública será un factor indiscutible de su descomposición y neoliberalización, y a partir de cuya lógica se instaura un nefasto efecto: la normalización del saber universitario. Las “ondas teóricas”, como las llama, se yerguen, de este modo, como una aplanadora homogeneizante que impide a los habitantes de la ciudad letrada pensar en lo importante y lo necesario. La moda teórica, precisamente como la mercancía fetichizada, se transforma en una “suma de nombres” y de conceptos que se usan desechando su condición histórica, su espesor epistémico y su dimensión filosófica. Sarlo establece que en ese contexto son, sobre todo, los estudios culturales los que infringieron ese vaciamiento sobre el trabajo de varios, entre los que se encuentran Bajtín, De Certeau, Foucault y, por supuesto, Benjamin. Dirá Sarlo, sin ambages y francamente: 

“[Su] lectura ha producido una especie de erosión teórica que carcome la originalidad benjaminiana hasta los límites de la completa banalización (…) está ensopado en un jarabe puramente léxico” (79); “Los usos de Benjamin como teórico de los estudios culturales y como teórico de un catecismo para aficionados a la ciudad moderna han llegado a su límite” (86).

Olvidar a Benjamin sería, entonces, no hacerlo desaparecer, sino reivindicar su producción discursiva respetando la profunda implicancia histórica y filosófica de su trabajo, así como recuperar la forma en que operó su pensamiento, sobre todo, sin fijar certezas. En definitiva, significaría evadir la reproducción técnica: 

“Se dirá que con él ya estamos en condiciones de pensar teoría. Creo, por el contrario, que nos alejamos de la teoría en la medida en que algo aparece cristalizado como ficha de un stock lexical: esas fichas se juegan sobre cualquier ciudad [objeto], donde (como en las mercancías del capitalismo, cuya fantasmagoría interrogaba Benjamin) se produce la vuelta de lo siempre igual” (89).

Puedo decir, con modestia, que Beatriz Sarlo fue muy consciente de su “bajo continuo”, de su “caja de herramientas” (teóricas), como suele llamarse también al conjunto de instrumentos que usamos para leer, analizar, para hacer crítica e investigación. No lo disimulaba, no lo escondía, menos lo remedaba. Al contrario, su honestidad intelectual se manifestaba en este y en otros gestos. Por ejemplo, siempre admiró a Williams y a Carl E. Schorske, y reconoció y celebró los aportes que hicieron a su trabajo. Sin embargo, creo que su consideración y su deuda con Benjamin se concibió en otro tono y por eso, quizás, también el encono frente a su banalización. 

Y no es que Sarlo haya querido monopolizar a quien, sin lugar a dudas, ha sido una de las figuras cruciales para la filosofía contemporánea y, especialmente, para la crítica literaria en las postrimerías del siglo XX y el despunte del nuevo siglo. Tampoco pretende, pienso, custodiar una figura autorial y fosilizarla en su pedestal. Sarlo cree necesario desagraviar a Benjamin precisamente porque piensa que es urgente redimir la creación de saber, la producción de pensamiento crítico. Y no cualquiera ni cualquier forma de producción, sino la que ofrece un trabajador de la cultura denostado e incomprendido en su tiempo por su campo y cuyo rechazo brota justamente del peligro que advirtió su programa ético y estético para la filosofía.

Creo que para Sarlo, Benjamin es fundamental pues le interesa esa forma de enunciar que permite pensar. Sobre todo, dos elementos que se observan en la lectura de sus textos. El primero, su forma de estar en el presente y de hablar de él y de su potencia material. Y el segundo, su desasosiego e impulso a la búsqueda de las claves culturales que permitan entender hacia dónde vamos. Desde mi punto de vista, esos son componentes cruciales del rescate que ella hace de su intervención filosófica y que se convierten en los cimientos a la base de su propio proyecto constituido por su característica operación escritural quirúrgica en la que resuena la experiencia de la flânerie: una práctica persistente que ejecutó con rigor y precisión y que he llamado “operación pesquisa / montaje / narración”.  

Beatriz Sarlo construye una fórmula singular en la que husmea, hurguetea e identifica sus piezas, luego ensambla esos dispositivos con lucidez y claridad en el marco de un panorama, para finalmente contarnos bellamente cómo se mueve ese paisaje de la historia cultural argentina. Describe poéticamente los mecanismos de funcionamiento de los fenómenos, de objetos y paisajes, y cómo se comportan los materiales que contienen las marcas del paso del tiempo, empleando para ello, también, por supuesto, las herramientas que le heredaron sus otros maestros, los estructuralistas metalúrgicos[3]

Sin embargo —y me aconsejo escuchar muy bien este acorde de su crítica—, el rescate de Benjamin no solo implica la reivindicación de una forma de ver, pensar, escribir e intervenir en el campo cultural que se habita. Esa reivindicación también se constituye como una advertencia frente a esas derivas teórico-prácticas de la academia actual. En Tiempo pasado (2005) entra en la arena de la discusión sobre los discursos de la memoria, y en uno de sus ensayos, citando a Sontag, destaca la importancia de recordar, pero reconoce la relevancia fundamental de pensar: “es más importante entender (las cursivas son mías) que recordar, aunque para entender sea preciso también, recordar” (26). A través de esa exhortación a la autocrítica, Sarlo, quien fue incluso capaz de anticipar los dolorosos derroteros actuales de su patria, nos convoca a pensar otra universidad, imaginar otro espacio de re-unión para los saberes y producir otras prácticas académicas. 

En épocas en que la crisis deja de ser una entelequia teórica y comienza a horadar los espacios más seguros e íntimos de la vida, este emplazamiento no debiese ser desatendido. Aun cuando los eventos históricos hoy se hallan cargados de otros contenidos, aunque se utilizan otras máquinas culturales y activan otras tecnologías para los mismos propósitos sociales, pienso que el resultado nos lleva hacia los mismos rumbos de las primeras décadas del siglo XX. La universidad es el terreno para pensar las estrategias de esquivar un desastre, pero si dentro de ella quienes la habitamos y constituimos insistimos en repetir una canción infinita, en aportar al vaciamiento de los discursos emancipadores volviéndolos nuestra moneda de cambio o prestigio, no habría por qué esperar un desenlace diferente. 

La canonización simplificadora, como ella le llama al padecer de Benjamin, es precisamente lo que no debemos hacer con Beatriz Sarlo. La ritualización (Weber) ha sido siempre y hoy más que nunca, en la época de la reproductibilidad digital, el enemigo más peligroso de la transformación cultural. Eso es lo que ella observó y en lo que insistió permanentemente. Su basta y contundente obra sostiene esta advertencia que proviene de la experiencia viva y crítica de nuestra historia. 


[1] La última, publicada por Siglo XXI, agrega, además de varias fotografías, un ensayo titulado “Una ocurrencia”. 

[2] En la entrevista que realizamos en 2004, ella reconoció haber dejado Puán, la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, el año anterior. Si bien no me equivoco, luego habría trabajado en alguna institución privada, pero desde ese momento dedicó más bien su proyecto a la escritura —publicó al menos una docena de libros—, a la intervención pública —escrita o no—, a la revista Punto de Vista, que cerró en 2008, y a ofrecer conferencias en diversos puntos del mundo. 

[3] Esta denominación me la ofrece para describir el estructuralismo más ortodoxo de los años sesenta, en nuestra primera entrevista del año 2005. Vid. Pistacchio, Romina: “Una perspectiva para ver. el intelectual crítico de Beatriz Sarlo”. Buenos Aires: Corregidor, 2005.