“Atrás quedó la osadía y la mirada desafiante hacia el porvenir. Hoy nos quedamos en un intermedio peligroso y paralizante que oscila entre el autoflagelo, la autoveneración y la autoexplotación”, escribe Catalina Lufín, estudiante de Literatura y Lingüística Hispánica y presidenta de la Federación de Estudiantes de la U. de Chile.
Por Catalina Lufín | Foto principal: Felipe PoGa
Sobrevivimos. Lo declaramos como quien anuncia la llegada del diario, como una cotidiana y esperanzadora sorpresa. Sobrevivimos. Hoy, poco a poco volvemos a ocupar nuestras calles, nuestras plazas, nuestras ciudades. El pulso de la humanidad se hace más fuerte luego de tres años de terror e incertidumbre. Sobrevivimos. Pero en nuestro intento desesperado por retomar lo que había antes de la pandemia, nos damos cuenta de que falta algo, como una extremidad fantasma que, a pesar de todo, duele. Y es que estamos vivos en apariencia, pero sin pulsión de vida. ¿Dónde ha quedado la vitalidad de nuestra generación?
En lo que va de este milenio, el capitalismo se ha consagrado como el único sistema de producción posible, cuyas crisis no significan un fracaso, sino caídas planificadas. Sin embargo, la acumulación de caídas en el último tiempo nos ha trasladado a un escenario distinto y, acaso, irreversible. La catástrofe medioambiental y el ascenso de los neofascismos son señales palpables de que nos dirigimos a un colapso del sistema político-económico. Lejos de molestarnos, pareciéramos estar sumergidos en la resignación. Como señaló Fredric Jameson, hoy resulta más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. El mercado cercó el campo de “lo posible” acorde a sus propias limitaciones, y nosotros lo hemos aceptado, quizás más por no poder o no saber cómo derrotarlo que por estar a gusto con él. Lo cierto es que la cualidad de imaginar y organizar las ideas fuera de “lo posible” es intransferible a mentes cansadas y golpeadas por la explotación del trabajo, la rutina y la familia. Es por ello que, quizás, la conquista cultural más importante del capitalismo ha sido afectar las conciencias de quienes, como dijera Salvador Allende, son inherentemente revolucionarios: las y los jóvenes. Cuán inesperado y acaso trágico resulta escuchar a jóvenes líderes defendiendo el legado concertacionista de los treinta años de transición, buscando un cupo fácil en el poder o regocijándose en las lagunas de la burocracia para detener cualquier intento de rebeldía. La juventud descansa sobre el statu quo y, en vez cuestionar el sistema, deposita sus anhelos en que este funcione a su servicio.
Atrás quedó la osadía y la mirada desafiante hacia el porvenir. Hoy nos quedamos en un intermedio peligroso y paralizante que oscila entre el autoflagelo, la autoveneración y la autoexplotación: somos la generación del cansancio. Queremos, por sobre todo, pertenecer y permanecer mientras el mundo se desarma.
Estas observaciones no pretenden ser un llamado a la irresponsabilidad y el idealismo. Se trata de una invitación abierta a la juventud para entendernos nuevamente como un motor de cambios sociales. No como héroes de una insospechada distopía, sino como constructores de un futuro mejor. Porque una sociedad sin jóvenes que quieran trabajar por ella es una sociedad sin esperanza. Nuestra tarea es urgente e impostergable, pues es cierto, sobrevivimos, pero ¿cuánto queda de nosotros si permitimos que el capital controle los imaginarios del mañana?