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Agustín Squella: el maldito intelectual

La disputa por el conocimiento es pública y eso lo sabe Agustín Squella. Si bien ejerce como profesor universitario desde 1970, hace más de 25 años que el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales asumió el rol de columnista con resonancia mediática, de intelectual provocador y sacador de roncha. ¿Su objetivo? Fortalecer la conversación pública en una sociedad donde ese concepto parece tener límites cada vez más estrechos.

Por Jennifer Abate

“Gracias, pero no”, le contestó vía carta Agustín Squella al Presidente Sebastián Piñera a principios de este año cuando éste lo nominó como abogado integrante de la Corte de Apelacio – nes de Valparaíso. Lo mismo parece responder el abogado, periodista, Doctor en Derecho y Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales 2009 cada vez que siente que la “modernización” de la vida académica le pide sumarse a una lógica de indicadores, publicaciones indexadas y mediciones varias: “gracias, pero no”.

Con un libro recientemente lanzado, Democracia ¿Crisis, decadencia o colapso? (Editorial Universidad de Valparaíso, 2019), Squella luce en esta entrevista el lenguaje afilado que lo caracteriza y critica la falta de conversación pública en un país donde, a su juicio, parece perderse cada vez más la “disposición a escucharse unos a otros, a dar y también a atender razones”.

—Casi de manera inevitable, la mayoría de nosotros y nosotras piensa en producción de conocimiento científico cuando escuchamos hablar de “conocimiento”, en vez de pensar también, por ejemplo, en la producción intelectual ligada a las humanidades. ¿Por qué cree que ocurre esto?

—Ello se debe, posiblemente, a que los avances en el conocimiento científico y en sus aplicaciones tecnológicas son más frecuentes, más rápidos, más visibles, y tienen también un impacto más directo en la vida y expectativas de las personas. Vea usted lo que ocurre con las páginas que la prensa está dedicando a ciencia y tecnología: prácticamente a diario encontramos algo allí que nos sorprende y hasta conmueve, ya sea que se trate de física, de biología, de antropología, de astronomía, de neurociencias. Estas últimas, por ejemplo, nos producen tanta fascinación como perplejidad. Es un hecho bien llamativo que esas informaciones ocupen en los medios un lugar mucho más destacado y frecuente que los comentarios religiosos que antes era habitual encontrar en los diarios, y también en la radio y en la televisión.

—¿Piensa que las humanidades están desvalorizadas en nuestra sociedad?

—Lo están hace ya mucho tiempo, entre otras cosas porque ni siquiera hay acuerdo sobre qué llamamos “humanidades”. Además, al interior de ellas hay no pocas diferencias en sus objetos de estudio, en sus métodos, en su pretensión de presentarse o no como saberes científicos que puedan atribuirse con propiedad esa última palabra. Para que un saber sea calificado de científico habrá que funcionar sobre la base de un concepto de “ciencia”, y en esto último tampoco hay pleno acuerdo. Pero un saber no necesita ser científico para ser importante: así ocurre, por ejemplo, con el saber de los juristas, con la llamada “ciencia del derecho”, también denominada “dogmática jurídica”. Se trata de un saber muy antiguo y socialmente muy importante, pero de muy dudoso carácter científico.

—¿Cuál es el valor de la reflexión intelectual que proviene de las humanidades en momentos de crisis institucionales como la que experimenta nuestro país, en un escenario de disminución de la credibilidad en instituciones como el Congreso, las fuerzas de orden y la Iglesia?

—Es importante, sin duda, porque para evitar crisis en nuestras instituciones, para corregirlas, para juzgar cuál es su estado en un momento dado, es preciso conocerlas, o sea, saber identificar y diferenciar nuestras instituciones, algo en lo que hay instalado un déficit muy preocupante. Cuando en el gobierno anterior se dio inicio a un proceso constituyente que podría conducirnos por primera vez en la historia de Chile a una Constitución democrática tanto en su origen como en sus contenidos –proceso lamentablemente interrumpido en la hora presente– más del 70% de los chilenos, según encuestas confiables de la época, dijo ignorar qué era y de qué trataba una Constitución. ¿Cuántos sabemos realmente qué hace el Congreso Nacional o los gobiernos regionales o las administraciones comunales? Y si no sabemos qué hacen, ¿cómo podemos demandarles que hagan lo que les corresponde y, sobre todo, que lo hagan bien y sin opacidad?

—Usted participa activamente como columnista y voz opinante frente a diferentes contingencias. ¿Por qué lo hace? ¿Cuál es el valor, a su juicio, de que personajes como usted, que provienen del mundo intelectual y de la academia, participen de debates públicos? ¿Cuál es el valor, en definitiva, de la reflexión pública?

—Si usted me permite, yo me califico como un “maldito intelectual”. ¿Y sabe por qué? Porque llamarse a sí mismo simplemente “intelectual” podría estar sugiriendo que el que lo dice tiene la pretensión de que lo consideren inteligente, y ya sabemos que “intelectual” e “inteligente” no son sinónimos, esto es, que no todo intelectual es necesariamente una persona inteligente. Siempre echo mano del mismo elocuente ejemplo para ilustrar esa idea: una semana antes del 11 de septiembre de 1973, un destacado intelectual de la región de Valparaíso dio una conferencia con el siguiente título “Las 10 razones por las que no habrá golpe de Estado en Chile”. Un intelectual es una persona que lee, piensa, escribe, imparte generalmente docencia en alguna institución de educación superior, participa con regularidad en debates públicos, se ocupa de temas que a veces están más allá de su área de especialización, y todo eso con el propósito de ejercer algún tipo de influencia en la opinión pública y en quienes adoptan decisiones colectivas, tales como gobiernos, parlamentos, jueces, autoridades administrativas, y otras. Eso es lo que hace todo intelectual.

—¿En qué elementos concentra su atención a la hora de escribir sus columnas?

—La labor como columnista ha sido muy importante para transmitir algunas ideas, sentimientos, vivencias, apreciaciones, y, sobre todo, lo ha sido para soltar un poco la mano a la hora de escribir. He tenido además la suerte de no tener que escribir obligadamente sobre la contingencia política. A veces lo hago, es cierto, desde mis ideas de izquierda, pero escribo también sobre novelas, películas, sensaciones que he experimentado en un bar o en un hipódromo, y hasta lo que veo cuando observo el canelo que tengo plantado en el pequeño jardín de mi casa. Si he de hacer una confesión, mis amigos de derecha me dicen siempre que prefieren mis columnas sobre cualquier tema que no sea político, mientras que los de izquierdas me retan cada vez que publico una columna que no es sobre política y me dicen que cómo puedo desaprovechar el espacio que me da El Mercurio hablando de un canelo o de lo que sucede en un hipódromo.

—¿Contribuye esa toma de posición en el espacio público a generar diálogo?

—En Chile nos falta conversación, palabra que prefiero a diálogo, porque esta última ha ido tomando un olorcillo a sacristía. Conversación que presupone encuentro entre quienes quieren pedir la palabra en el espacio público, disposición a escucharse unos a otros, a dar y también a atender razones, intención de convencer a otros pero apertura también a dejarse persuadir por los demás, y claro, a todo eso sirve el cultivo, la enseñanza y la difusión de las humanidades y de la virtud que debe acompañarlas: la tolerancia, y tolerancia no como simple resignación disgustada pero pacífica ante los que piensan o viven de modos diferentes a los nuestros, sino como apertura consciente hacia éstos y sus planteamientos.

—¿Cuál es su visión sobre la discusión que ha levantado el cambio curricular propuesto por el Mineduc para los estudiantes de enseñanza media? Se le quitaría el carácter obligatorio a Historia, pero se le devuelve a Filosofía. ¿Cómo ve estos cambios, que parecen depender de la valoración de las disciplinas de acuerdo a diferentes momentos?

—Damos demasiada importancia a qué se enseña (materias, asignaturas) y a cómo se enseña (metodologías de la enseñanza) y poca a para qué se enseña (objetivos). La cuestión de los objetivos suele despacharse con un par de frases rimbombantes que se incluyen al inicio de los proyectos educativos o estatutos de los establecimientos educacionales, pero en los hechos la educación parece haberse reducido a capacitación, o sea, a precalentamiento laboral según sean las necesidades del mercado de las profesiones y oficios. Además, los establecimientos educacionales de todos los niveles, cuyos directivos y docentes suelen criticar a los estudiantes que sólo estudian para las notas, han empezado a trabajar también sólo para las pruebas nacionales e internacionales y para los rankings que se elaboran a partir de los resultados de esas pruebas. Están bien las mediciones, pero no hay que transformarlas en el objetivo casi único y no declarado de los establecimientos educacionales. Está bien que estos busquen prestigio, aunque a veces parecen buscar bastante menos que eso: imagen.

Damos también mucha importancia a lo que ocurre en los establecimientos, en las salas de clases, olvidando que también nos educamos en la casa en que vivimos, en la familia a que pertenecemos, en la calle, en los recreos, en los estadios, en las salas de cine. Historia y Filosofía deben estar en todo currículum de la enseñanza media, ya sea porque se los ponga allí como obligatorios o por decisión interna de los establecimientos. La Historia enseña a pensar y la filosofía hace eso que nuestro Jorge Millas decía de ella: poner en tensión la inteligencia para pensar hacia el límite de nuestras posibilidades y escapar a cualquier forma de embotamiento intelectual, como la complacencia en lo obvio, el espíritu gregario o de partido, la pereza escéptica y el conformismo, sea este último conservador o revolucionario.

—¿Piensa que las universidades públicas están actualmente a la altura de lo que requiere de ellas la discusión pública en diferentes temas?

—¿Qué se entiende por universidades “públicas”? Todas se declaran tales porque cumplen una función de importancia pública, pero también las funerarias cumplen una función pública muy relevante y a ninguna de ellas se le ocurriría presentarse como organismos públicos que tienen derecho a recibir recursos igualmente públicos. Muchas de nuestras universidades privadas se declaran públicas sólo para tener un lugar en la fila de aquellas que reciben financiamiento público, pero son sumamente privadas a la hora de sus profesiones de fe, de su gestión, de la contratación y régimen laboral de su personal docente y administrativo, de la discrecional selección de sus estudiantes, del retiro directo o indirecto de utilidades por parte de sus dueños, y así.

Pensando sólo en las universidades estatales –que no son ciertamente las únicas públicas–, lo cierto es que evaluarlas hoy, y también ayer, no es posible sin tener presente el hecho de que la legislación universitaria de la década de los 80, así como las políticas públicas que en materia de educación superior implementó la dictadura, buscaron de manera no confesada, aunque sí cierta y evidente para cualquiera, sustituir ese tipo de instituciones por la oferta privada, en la lógica de que la satisfacción de derechos fundamentales de las personas –a la atención sanitaria, a la educación, a una previsión oportuna y justa– debía ser transformada en una nueva oportunidad de negocios para inversionistas privados cuyo objetivo principal, naturalmente, es siempre el mismo: maximizar sus beneficios propios.

—¿Cuál es su posición frente a la discusión que ha originado en ciertos círculos la “sacralización” de los papers como la forma más validada de producir conocimiento?

—Hoy los académicos universitarios no tienen “obra”, tampoco “cumplimiento”, lo que tienen es “productividad”, y ello porque el sentido común neoliberal imperante ha traído consigo la hegemonía de la economía sobre cualquier otro saber, y desde luego sobre la política, consiguiendo imponer las categorías de análisis y el lenguaje propios de la economía aun en campos que no son económicos o que no son exclusivamente económicos. ¿En qué momento consentimos en llamar “capital cultural” al nivel educacional alcanzado por las personas, en qué momento “capital social” a nuestros vínculos con otras personas, en qué momento los padres trabajadores de nuestros estudiantes se transformaron en “recursos humanos”, y en qué momento los ciudadanos que votan por un determinado candidato son el “capital político” de éste? En las universidades los académicos de jornada completa dedican hoy mucho tiempo a escribir papers que les den puntaje ante sus superiores u organismos científicos externos, y más tiempo aún a reunir y calcular los puntos que deben alcanzar semestral – mente con su trabajo como investigadores y docentes. Contabilidad académica, podríamos llamar a eso. Aunque también es cierto que al interior de las universidades suele haber algunos desaprensivos que creen que están allí sólo para pensar interminable – mente en sus propios asuntos y que nadie tiene el derecho de controlarlos ni ellos de mostrar que están haciendo efectivamente algo por sus estudiantes y por la sociedad. Cierto ocio es propio de la vida intelectual, pero no hay que confundir ocio con pereza.

—¿Piensa que se abusa de la medición de de – terminados indicadores para evaluar el trabajo académico?

—Hay una manía hoy de turno: intentar medirlo todo y, lo peor, con una misma vara. Si hasta la felicidad está siendo medida. Creo que Chile anda por el lugar 23 en el ranking de felicidad de los países. ¿Han visto ustedes tamaño disparate? Se hacen también canastas básicas de felicidad –otro disparate– y lo único que puedo decir es que en mi caso pongan una jornada semanal en el hipódromo y que Santiago Wanderers de Valparaíso esté en primera división. Hay políticos que pregonan un derecho a la felicidad, lo cual es un disparate más. Derecho a la búsqueda de la felicidad, sí, ¿pero derecho a la felicidad misma? Comparativamente con eso, lo que hay no es un derecho a la salud, o sea, a estar siempre sano, sino un derecho a la atención sanitaria, tanto preventiva como curativa. Si hubiera un derecho a la salud y un derecho a la felicidad, cualquiera que agarre una influenza o le haya ido mal en su vida familiar podría instalarse con pancartas frente a La Moneda o el Congreso en Valparaíso. Hay incluso países que ya presas del delirio han creado ministerios de la felicidad. ¿Dejaría cualquiera de nosotros su felicidad en manos de un ministerio? ¡Dios nos libre!