La memoria y la justicia, piezas fundamentales de la obra del escritor y abogado británico, vuelven a aparecer en su último libro, Calle Londres 38, donde narra el rol de un exoficial nazi en la dictadura y devela que Pinochet siempre estuvo al tanto de la Caravana de la Muerte y que recibió instrucciones para fingir demencia cuando estuvo preso en Londres. De visita en Chile, Sands reflexiona sobre los pactos de silencio que aún se mantienen en torno a estos temas en el país y sobre su trabajo en juicios internacionales. “La gente está muriendo en números enormes y es terrible. Pero nosotros gastamos el tiempo en definir qué etiquetas ponerle al horror”, advierte.
Por Sofía Brinck Vergara | Foto principal: Alejandra Fuenzalida
Hay dos tipos de historias que son universales, si es que existe algo que se pueda definir así. Unas que, más allá de su escenario o sus protagonistas, son capaces de cobrar sentido porque apelan a emociones compartidas transversalmente. Otras, que más que hablar de emociones refieren a hechos históricos de tanta importancia, que son parte del conocimiento popular.
La historia de Calle Londres 38 (Anagrama, 2025) podría entrar en la segunda categoría: es un libro que habla sobre Augusto Pinochet, su dictadura y su detención en Londres, pero también sobre los nazis, la Segunda Guerra Mundial y Walther Rauff, el inventor de las cámaras de gas móviles en las que se estima que murieron casi 100 mil personas. Pero la trama del último trabajo del abogado de derecho internacional y escritor británico Philippe Sands (Londres, 1960) —autor también de Calle Este-Oeste (2016) y Ruta de escape (2021), ambos editados en español por Anagrama— tiene algo de la primera categoría también. Porque más allá de Pinochet y Rauff, es una historia que habla sobre temas compartidos históricamente como la justicia, la impunidad, la memoria y el silencio.

Philippe Sands
Anagrama, 2025
584 páginas
A pesar de su carácter global, Calle Londres 38 es una historia muy chilena, que transcurre entre Santiago, Punta Arenas, Concepción y Valparaíso. Si bien tiene a un nazi alemán como una de sus figuras principales, son las conexiones que construyó en Chile y cómo vivió décadas tranquilamente en el país lo que interesaron a Sands en un principio. Lo que podría haber sido una historia más de un nazi que escapó de los juicios de Núremberg se transforma en un recorrido por la historia chilena reciente, la que se engarza con el establecimiento de Rauff en el sur, sus trabajos, sus rutinas y los intentos internacionales infructuosos para su captura. Incluso aparecen figuras que recuerdan episodios dolorosos del país, como la matanza de los selk’nam en el sur y la impunidad de ese crimen.
“Punta Arenas y la Patagonia son lugares sangrientos. Están familiarizados con el genocidio, porque allí se vivió uno a manos de los británicos, los alemanes, los españoles. La gente puede lidiar con asesinatos en masa porque viven con ellos todos los días, pero no hablan sobre eso”, reflexiona Sands. Este punto había sido precisamente el que había dado pie a su investigación: ¿cómo podía un nazi como Walther Rauff haber vivido sin problemas el resto de su vida en un lugar como Punta Arenas? ¿Cómo podía haber sido aceptado por alguna sociedad después de lo que había hecho?
El recorrido
Cuando necesita encontrar respuestas, Philippe Sands acude a su formación de abogado y a sus décadas de oficio en juicios sobre la guerra de Yugoslavia, el genocidio en Ruanda o, más recientemente, la persecución y matanza de los rohingya en Myanmar. Es un hombre metódico y de costumbres. Cada vez que escribe sobre un país, lo visita varias veces para entenderlo mejor y formarse una opinión propia. Sus libros lo han llevado por Ucrania, Austria, Mauricio y ahora Chile, donde ha venido en múltiples ocasiones desde que encontró una carta que Walther Rauff le envió a Otto Wächter, protagonista de su segundo libro, en la que le decía que escapara de Europa a Sudamérica tras el fin de la guerra. Cuando le siguió la pista a Rauff, se encontró con un viejo conocido: su historia se entrelazaba con la de Augusto Pinochet, de cuyo juicio en Londres Sands había sido parte como representante de la organización Human Rights Watch.
“Me pregunté si era posible que Rauff hubiese trabajado para Pinochet y la DINA, y si alguno de los crímenes que supuestamente habría cometido pasaron por mi escritorio en Londres al revisar el caso”, recuerda.
Cuando llegó a Chile se encontró con muchos rumores de la colaboración de Rauff con la dictadura, pero pocos hechos. Y, como buen abogado, necesitaba pruebas concretas. Fueron años de trabajo, de darse el tiempo de conversar con todos quienes decían saber algo de Rauff, pero también de reconstruir cada momento que pasó Pinochet en Londres, para lograr hilar dos historias que parecían correr por carriles paralelos, pero que finalmente se entrecruzaron.

Has comentado que al principio de la investigación solo había rumores sobre Rauff y Pinochet. En el libro pareces haberlos comprobado todos, en especial la colaboración que hubo entre ellos durante la dictadura. ¿Te quedó algún cabo suelto, algún rumor que no pudiste probar?
—Sí, Dawson. Mucha gente me aseguró que Walther Rauff estuvo involucrado en la construcción o implementación de [el campo de detención de] Isla Dawson, pero nunca encontré ninguna prueba, porque no existe ningún documento sobre ese lugar. Tampoco encontré a un testigo. Necesitaba a alguien que me pudiese decir “lo vi trabajar en eso” o “lo vi en Dawson” o “lo vi en el bote”. Pero una de las cosas increíbles que ha pasado en las presentaciones del libro es que la gente se me ha acercado con nuevos antecedentes. Hace un par de días, una mujer me contó que su abuela había conocido a Rauff y que le había cocinado cenas especiales en su casa con gente importante. Y que después de cada comida, cuando nadie los veía, salían en la noche a Dawson. Así que ahora tengo que entrevistar a la abuela.
En 2021, comentabas en una entrevista que te había sorprendido Chile y las profundas diferencias que veías en la sociedad. ¿Cuál es tu opinión después de todos estos años?
—He llegado a amar Chile, es un país complejo. Está muy dividido, pero también tiene un desarrollo cultural muy grande. Me llaman mucho la atención los silencios, las cosas de las que la gente no quiere hablar. Es curioso que un extranjero que apenas habla español sea capaz de resolver qué pasó detrás del retorno de Pinochet desde Inglaterra y el rol de Rauff en la dictadura. ¿Por qué nadie en Chile había abordado esto? Puedo especular y creo que ustedes como sociedad no quieren saberlo, quieren cerrar la puerta a estos temas. Mi opinión es que eso no es una solución, estos temas tienen consecuencias y es mejor hablarlos. Pero como sociedad, creo que Chile prefiere mantener una conspiración de silencio sobre estos asuntos dolorosos.
Un acuerdo y una silla de ruedas
Todo Chile conoce esta historia: después de 503 días detenido en Londres por una solicitud de extradición del juez español Baltasar Garzón, el gobierno británico declaró que Augusto Pinochet era incapaz de enfrentar un juicio por motivos de salud, y se le permitió volver a Chile el 3 de marzo de 2000. Pinochet bajó del avión en una silla de ruedas, con su bastón en las manos, mirando con una sonrisa a las más de 500 personas que lo esperaban en la loza del Grupo 10 de la Fuerza Aérea de Chile. Cuando tocó tierra, se levantó de la silla, abrazó al comandante en jefe del Ejército Ricardo Izurieta, y, acompañado por marchas militares interpretadas por una orquesta castrense, caminó saludando a las diferentes personalidades que habían ido a recibirlo. En la memoria nacional quedó grabada la imagen del dictador sonriente, en medio de la celebración que le organizaron las Fuerzas Armadas. También las dudas sobre su verdadero estado de salud y de cómo había logrado evadir a la justicia, una vez más.
La detención de Pinochet y su retorno son un eje central de Calle Londres 38, donde Sands hace un recuento de los esfuerzos del gobierno de Eduardo Frei para convencer a las autoridades británicas de devolver al general a Chile. Y entre la intriga, hace un descubrimiento: la existencia de un dossier con instrucciones que se le hizo llegar a Pinochet para que fingiera un deterioro de su salud y demencia. El mismo día del lanzamiento del libro en Santiago, los excancilleres de la época, José Miguel Insulza y Juan Gabriel Valdés, publicaron un comunicado negando que el gobierno de Frei hubiese elaborado o solicitado un documento así. “El supuesto documento no fue conocido ni creado por nadie del Gobierno, y si hubiese existido, se hizo a espaldas del gobierno chileno”, decía la declaración.
Sands sonríe cuando habla del tema. No parece importarle la polémica, ya que confía en su investigación. Por eso la preocupación por siempre tener pruebas, no rumores. “Hubo un dossier. En el libro no digo quién lo escribió, pero sé quién lo hizo y los señores Insulza y Valdés saben también que hubo un dossier y que la o las personas que lo hicieron no habrían podido hacerlo sin autorización desde lo más alto. Chile es una sociedad muy estructurada. La gente no va y hace cosas por su cuenta. Es algo que he entendido de este país. Está muy bien organizado. Hay jerarquías, reglas y órdenes, y la gente es muy respetuosa de eso. Por lo que la idea de que quienes estaban al mando no supieran que el general Pinochet estaba siendo entrenado para pretender que tenía demencia no tiene sentido. No es lo que sucedió”, afirma.

A pesar del revuelo, para Sands su descubrimiento más importante es otro: un documento sobre la Caravana de la Muerte, que tendría la firma de Pinochet. Una prueba concreta de que siempre supo de las violaciones a los derechos humanos y que fueron autorizadas directamente por él, algo que negó en muchas ocasiones. El documento fue llevado por Cristian Toloza, enviado del gobierno de Frei, a Londres para presentárselo a Jonathan Powell, jefe de gabinete del primer ministro Tony Blair, como prueba de que Chile pensaba juzgar a Pinochet cuando este volviera y que tenía los medios para hacerlo. El documento nunca fue utilizado en un juicio y hasta la publicación del libro no se sabía públicamente de su existencia.
“Es la revelación más grande de esa parte de la historia, pero muy poca gente se ha centrado en ella. Dos personas lo vieron, Cristian Toloza y Jonathan Powell, y ambos me dijeron lo mismo. Tengo un profundo respeto por Powell, es una persona importante en el Reino Unido. Si me dice que vio este documento, lo vio. Toloza es un hombre íntegro, coherente. Y ambos testimonios fueron idénticos: las fechas, sobre lo que hablaron cuando se reunieron, qué pasó. Fue un calce perfecto. El documento existe, pero los chilenos nunca lo han visto”, plantea Sands. Y vuelve a los silencios: nadie habla del tema, nadie lo ha desmentido.
El crimen de crímenes
Philippe Sands parece siempre llevar una doble vida, entre las letras y el derecho, ya que publica libros mientras sigue trabajando en casos en tribunales internacionales. Da conferencias como escritor y abogado en la misma medida, y en ninguno de sus roles se escabulle de temas que puedan ser difíciles o polémicos. Un ejemplo: en abril de 2024 dio una conferencia en el Imperial War Museum de Londres en la que problematizó el uso del crimen de genocidio como sinónimo de “crimen de crímenes”. “Me he cuestionado si inventar el concepto de genocidio fue socialmente útil”, planteó en esa ocasión. “No como una crítica al trabajo de [su autor] Raphael Lemkin (…), sino porque la protección de grupos sobre el individuo ha tenido la inesperada consecuencia de reforzar el odio entre grupos, la identidad grupal e incluso puede haber causado más genocidios que si no hubiese sido inventado”. La idea no cayó bien entre algunos círculos académicos.
“Estoy muy dispuesto a que me critiquen, pero el problema no es lo que dije. La crítica es porque no dije que lo que ocurre en Gaza es un genocidio, así como tampoco he dicho que lo que ocurre en Ucrania lo es. Hay una diferencia entre lo que la gente entiende por genocidio —el asesinato de gente a gran escala— y lo que los tribunales entienden como tal. Para esto, se debe probar una intención especial [de eliminar a un grupo], lo cual es muy difícil de lograr”, reflexiona. “No hablo de lo que sucede en Gaza en términos de tal o cual crimen, porque en realidad no hace mucha diferencia. Son todos terribles. No tengo una jerarquía entre crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y genocidio. Si asesinas cien mil personas, da lo mismo qué etiqueta le pones, está mal. Debería detenerse. La gente está muriendo en números enormes y es terrible. Y nosotros gastamos el tiempo en definir qué etiqueta ponerle al horror”, agrega.
¿Cómo se cambia el uso social que se le da a un concepto así, que va más allá de lo legal? Porque popularmente se piensa el genocidio como el punto máximo de la crueldad.
—No lo es. Es matar a gente porque son parte de un grupo en lugar de matarlos porque son individuos. Si te matan, da lo mismo por cuál razón fue, es terrible igual. Baltasar Garzón acusó a Pinochet de genocidio, pero eso no fue lo que ocurrió en Chile. ¿Lo hace menos terrible? Claro que no. Basta con preguntarse eso para darnos cuenta de lo absurdo que es que estemos tan obsesionados con las etiquetas.
Mirando todo lo que ocurre en el mundo en estos días, parece difícil encontrar el espíritu de los juicios de Núremberg, donde por primera vez se aplicaron los conceptos de genocidio y crimen contra la humanidad para limitar el poder del Estado frente al individuo. ¿Podemos llegar a un punto en el que se deshaga todo lo logrado tras la Segunda Guerra Mundial?
—No, porque todos vivimos en este mismo planeta y necesitamos reglas para cohabitar. Si miras la historia, 400 años es un proceso normal. Hay un momento de construcción de reglas, luego hay un conflicto y las reglas colapsan. Y luego se dice “hay que mejorar las reglas y crear unas nuevas”. Y se crea un nuevo orden, basado en las reglas antiguas. Pasó en el siglo XX, tras la Primera Guerra Mundial. Duraron 25 años y no funcionaron. Ahora estamos en una situación en la que las reglas de 1945 son claramente inadecuadas. Está claro que hay un problema, y las reglas cambiarán, pero no desaparecerán. Habrá alguna otra forma de articularlas. La dificultad radica en que hace falta una catástrofe para cambiar las reglas y eso significa guerra. Pero mi preocupación más grande hoy no son las guerras y los conflictos, sino el medioambiente y el cambio climático.
Hace un par de años eras parte de un grupo que trabajaba en una definición legal para el ecocidio.
—Logramos adoptar una definición y ahora está en la agenda de la Corte Penal Internacional para agregarlo como un quinto crimen internacional, apoyado por varios países. Mi próximo libro, que será publicado el año que viene, será sobre este tema. La guerra es terrible, las guerras civiles son terribles y lo que pasó en Chile también, pero es nada comparado con lo que vendrá en el futuro con el cambio climático.
En varias ocasiones has dicho que frente a las situaciones difíciles que atraviesa el mundo, las personas y sus decisiones pueden marcar la diferencia. ¿Crees que es cierto también para la crisis del medioambiente, donde hay Estados y empresas involucradas?
—Creo que las ideas importan y ahora me estoy centrando en una que viene de pensadores de hace 50 o 60 años, de imaginar una vía alternativa sobre cómo la ley debería proteger el medioambiente. Actualmente, la ley es muy antropocéntrica, todo se trata de proteger a los humanos, a nosotros mismos, pero no está funcionando. Siempre vamos a priorizar nuestros propios deseos e intereses [sobre el resto]. Ante eso, hay una idea que ha estado rondando hace 50 años, desde que el académico estadounidense Christopher Stone escribió un artículo titulado Should Trees Have Standing? [que se podría traducir como “¿Deben tener derechos los árboles?”]. La tesis es que los objetos naturales deberían tener derechos, tal como las corporaciones, lo que me parece una forma interesante de reimaginar cómo avanzar. Mi conclusión es que, con el tiempo, la naturaleza estará bien, nosotros no. El mundo natural sobrevivirá, prosperará y cambiará, pero nuestros escasos 300 años de actividad industrial nos llevarán solo a la autodestrucción.