Philippe Sands, el reconocido abogado de derecho internacional y escritor británico-francés, ha seguido de cerca la invasión rusa a Ucrania. No solo por su trabajo como jurista en tribunales internacionales, sino por una historia familiar que lo une a Lviv, una de las ciudades ucranianas bombardeadas. En este ensayo, el autor de Calle Este-Oeste aboga por la urgencia de llevar a Vladimir Putin ante la justicia por crimen de agresión, el que está siendo perpetrado frente a nuestros ojos y que podría ser investigado sin mucha dificultad “si es que existe la voluntad política”.
Philippe Sands
La invasión de Ucrania liderada por el presidente ruso Vladimir Putin y los crímenes que se están cometiendo en su nombre me resultan muy personales. Es el lugar donde alguna vez vivieron varios de mis familiares.
Visité la zona por primera vez en octubre de 2010 para dar una conferencia sobre “crímenes contra la humanidad” y “genocidio”, dos delitos creados en 1945 en los famosos Juicios de Núremberg, en los que antiguos jerarcas nazis fueron acusados y juzgados como criminales de guerra por un tribunal militar internacional. Como académico y abogado, los crímenes internacionales son mi especialidad, mi trabajo diario. Decidí aceptar la invitación a Lviv —Leópolis en español, una ciudad en el oeste de Ucrania de la que apenas había oído hablar— después de darme cuenta de que su nombre anterior era Lemberg y que era el lugar de nacimiento de mi abuelo León en la época del Imperio Austrohúngaro.
En Lviv encontré la casa donde nació y me enteré de que huyó de la ciudad en septiembre de 1914 cuando tenía 10 años, junto su madre y sus dos hermanas, escapando como refugiados de la ocupación por parte de fuerzas rusas, que ya habían matado a su hermano. En estos días, miles de refugiados han debido dirigirse a la maravillosa estación de trenes de Lviv, desde donde León partió al oeste. Una vez más están intentando escapar de una agresión rusa.
En esa primera visita aprendí más sobre el destino terrible de quienes se quedaron en la ciudad tras la partida de León; sobre el verano de 1942, cuando Hans Frank, gobernador general de la Polonia ocupada por los nazis y antiguo abogado de Hitler, pronunció el discurso que dio inicio a la Solución Final en la zona. Lo que siguió fue el exterminio de cientos de miles de familias, incluida la de mi abuelo. Cerca de 80 de mis parientes murieron, mientras 150 mil o más judíos fueron “reubicados” desde Lemberg a guetos y campos de concentración.
Sorprendentemente, también descubrí que los creadores de los términos legales de “crímenes contra la humanidad” y “genocidio” —el profesor Hersch Lauterpacht de la Universidad de Cambridge y el doctor Raphael Lemkin, un antiguo fiscal polaco— estudiaron en la misma universidad que me invitó a dar la conferencia.
Es una verdadera tragedia que la tierra y la ciudad que dieron origen a estos términos sean una vez más víctimas de los más terribles crímenes internacionales, esta vez perpetrados por el presidente Vladimir Putin en nombre de Rusia.
Durante los primeros días de marzo, la Corte Penal Internacional (CPI), hija de los Juicios de Núremberg, inició una investigación por crímenes de guerra tras la invasión rusa con el inédito apoyo de 39 países. El fiscal jefe de la CPI, Karim Khan, anunció que comenzaría a trabajar “lo más rápidamente posible” para determinar si se han cometido crímenes de guerra o de lesa humanidad en Ucrania.
Su decisión es un gran paso, pero no es suficiente. Aunque personalmente estoy convencido de que se están cometiendo crímenes de guerra y de lesa humanidad, estos pueden tardar en probarse y el proceso de recopilación de evidencia en casos individuales suele ser complicado.
Sin embargo, existe otro crimen que Putin está cometiendo, sin lugar a dudas. Su invasión a Ucrania es un «crimen de agresión», un término que se usó por primera vez en Núremberg bajo el nombre de “crimen contra la paz”. En ese momento, cuando más de la mitad de los acusados nazis fueron declarados culpables, la agresión militar fue calificada como “crimen internacional supremo”.
La situación se replica hoy en Ucrania. Por esta razón, me uní al exprimer ministro británico Gordon Brown y a otras autoridades para apoyar el llamado del ministro de Relaciones Exteriores ucraniano, Dmytro Kuleba, para establecer un tribunal internacional, un nuevo Núremberg, para investigar a Putin y sus acólitos por el crimen de agresión.
Este crimen está siendo perpetrado frente a nuestros ojos y es posible investigarlo y perseguirlo sin mucha dificultad, si es que existe la voluntad política. Y a todos quienes creen que es descabellado pensar que Putin pudiese ser juzgado alguna vez, yo les diría que en un momento también fue inimaginable que líderes nazis como Hermann Göring se viesen en el banquillo de los acusados. Y, sin embargo, ocurrió. Y luego también se repitió con el líder y criminal de guerra serbio Slobodan Milosevic, cuyo juicio comenzó en 2002.
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Como dije, esto me resulta muy personal. En los años que han pasado desde mi primera visita a Ucrania, he vuelto varias veces, y no solo a Lviv. En septiembre de 2021, estuve en Kiev, en la conmemoración del aniversario número 80 de las masacres de Babyn Yar, un lugar ubicado en el centro de la ciudad donde decenas de miles de judíos fueron asesinados en pocos días en una redada ordenada por los nazis.
El Museo Nacional de la Historia de Ucrania durante la Segunda Guerra Mundial me pidió una donación de algunas pertenencias de mi abuelo. Como conté en mi primer libro, Calle Este-Oeste, León vivió en Viena tras huir de Lviv. Se casó y luego del nacimiento de su primera hija, mi madre, huyó a París para escapar del Holocausto. Allí también se enfrentó a graves peligros y fue forzado a identificarse como judío: doné al museo de Kiev dos cuadrados de seda amarilla con una estrella de David y la palabra «Juif» (judío), que él guardó tras la guerra.
Es terrible que durante los primeros días de marzo Babyn Yar y su memorial del Holocausto hayan sido bombardeados por Putin. Tras el ataque con misiles, el presidente ucraniano Volodimir Zelensky afirmó que el hecho iba “contra la humanidad” y acusó a Occidente de no hacer lo suficiente para detener al presidente ruso. ¿De qué sirve decir «nunca más» durante 80 años —dijo— si el mundo guarda silencio cuando cae una bomba sobre Babyn Yar?
Tiene razón. Lviv y Ucrania no son los lugares lejanos que algunos podrían imaginar: están en el corazón de Europa, de nuestros valores y principios, y del orden jurídico que se construyó en Núremberg.
Si no actuamos hoy en conjunto para protegerlos, con el tiempo pagaremos un precio aún mayor.
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¿Cómo llegamos a este punto? Las señales de alarma han existido durante años. En 2008 fui parte del equipo legal que representó a Georgia en su denuncia contra Rusia ante el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya por las violaciones al derecho internacional contra el grupo étnico georgiano en las provincias escindidas de Abjasia y Osetia del Sur. Me preocupé cuando el tribunal desestimó el caso por falta de jurisdicción.
Desde ese entonces hemos visto lo que Putin está dispuesto a hacer en Chechenia y en la región del Donbás, en el este de Ucrania, en especial tras la anexión ilegal de Crimea en 2014. La actual invasión es considerada por ciertos grupos como el último capítulo del proyecto de una Gran Rusia, evocando el modelo adoptado por Milosevic dos décadas atrás en su intento por erigir una Gran Serbia. La ambición de Milosevic causó un conflicto terrible y sangriento en el que Occidente al final reconoció que debía utilizar la fuerza militar.
Putin justificó sus acciones en un discurso televisado a principios de marzo, transmitido la tarde previa al inicio de la ofensiva militar. En él expuso una lista de razones extravagantes para defender la invasión: que Ucrania es un país falso, que los rusos y los ucranianos son una sola nación y, por ende, lo mismo; que Ucrania es gobernada por un régimen nazi (un argumento curioso dado que el país tiene un presidente y un primer ministro judíos), que se estaría cometiendo un genocidio contra los grupos étnicos rusos en el este del país. Ninguna de estas explicaciones resiste escrutinio. Recuerdan los argumentos espurios esgrimidos en Múnich en 1938, cuando Adolf Hitler de alguna forma convenció a las timoratas potencias occidentales de permitirle ocupar los Sudetes, en Checoslovaquia, con la esperanza de que sus aspiraciones fuesen satisfechas. No lo fueron.
Para muchos ucranianos, la invasión no fue una sorpresa. Pero en Occidente hemos hecho la vista gorda porque comemos de la mano de los rusos y sacamos provecho de los frutos de la oligarquía. No son solo nuestros políticos, sino también nuestros banqueros y financistas, compañías de petróleo y abogados; todos haciéndose ricos a expensas de otros y de la decencia. Esto mientras nuestros tribunales y legislaciones son invocadas para proteger la nefasta reputación de quienes han conseguido entrar al Reino Unido con “visas doradas”.
Espero que en un futuro miremos con vergüenza este período, durante el que se permitió que Londres se convirtiera en la capital mundial del lavado de dinero, un lugar que el periodista antimafia Roberto Saviano ha descrito como “el más corrupto del planeta”.
Putin ha jugado con nuestras debilidades. Tras los desastres de una guerra manifiestamente ilegal en Irak y la debacle de la reciente y desastrosa retirada de Afganistán, el presidente ruso podría estar apostando a que no tenemos la valentía para oponernos a su actitud autoritaria, anárquica e intimidatoria.
Tal vez tiene razón. Tal vez nuestro apego al dinero y nuestra dependencia del gas ruso nos impidan tener el coraje de enfrentarnos a él. Pero espero que no. Su apuesta representa un desafío fundamental para la estabilidad europea y el orden internacional posterior a 1945.
No es la primera vez que Rusia invade estos territorios: en septiembre de 1914 ocupó Lviv, causando la huida de miles de personas, incluido mi abuelo; la Unión Soviética volvió en septiembre de 1939 y en el verano de 1944 para quedarse, hasta que Ucrania logró su independencia, en 1991.
La generación que vivió esas guerras en Europa casi no existe, y los europeos que han vivido durante tres generaciones sin experimentar conflictos militares de esta escala están profundamente conmocionados, ajenos hasta ahora a una experiencia personal de lo que significa una guerra.
Pero la historia no desaparece así como así, y la guerra está en nuestra puerta.
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Las sanciones y medidas económicas por sí mismas no pueden hacer frente a este grave desafío. No es el mundo de ayer, de 1939 y de las invasiones de Hitler. Ahora hay reglas claras y establecidas, redactadas luego de la Segunda Guerra Mundial para protegernos de ese tipo de militarismo y que están plasmadas en la Carta de las Naciones Unidas, lo más cercano que tenemos a una constitución internacional.
Son precisamente los compromisos más importantes de la Carta los que han sido violados por Putin. A ellos se suman otros acuerdos como el Memorándum de Budapest sobre Garantías de Seguridad de 1994, en el que Ucrania cedió su material nuclear a cambio de garantías para su independencia, de respeto por su integridad territorial y del no uso de la fuerza.
Son compromisos en los que mandos y soldados, e incluso el presidente y sus consejeros, están sujetos a la jurisdicción de la Corte Penal Internacional con respecto a Ucrania: las reglas de la CPI dejan claro que los jefes de Estado no tienen inmunidad.
En paralelo a las gestiones de la CPI, otros organismos como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo y la Corte Internacional de Justicia de La Haya han iniciado también sus propias pesquisas. Sin embargo, hay un vacío legal en todas las gestiones internacionales: ningún organismo tiene jurisdicción para investigar y perseguir el “crimen de agresión” que se está perpetrando en el territorio ucraniano. Y esa es la razón por la que necesitamos un tribunal internacional especial, idea que ha sido aprobada por representantes de Relaciones Exteriores de once países europeos.
Irónicamente, fue un jurista soviético, Aron Trainin, el responsable de gran parte del trabajo de investigación necesario para que los “crímenes contra la paz” —llamados “crimen de agresión” hoy, recordemos— fueran incorporados en el derecho internacional. Fueron en gran medida sus ideas las que convencieron a estadounidenses y británicos de incluir los “crímenes contra la paz” en el Estatuto de Núremberg.
El propio Putin conoce muy bien Núremberg: su hermano mayor murió a los dos años en el asedio a Leningrado, y ha sido un defensor de la famosa sentencia de 1946 que declaró a 12 de los 22 acusados nazis culpables de “crímenes contra la paz”, entre ellos, Hermann Göring, Rudolf Hess y Joachim von Ribbentrop. Pero parece que no existe forma de apaciguar a Putin: Chechenia, Georgia, Crimea y ahora toda Ucrania lo prueban.
El tiempo que he pasado en Lviv, la ciudad de mi abuelo, me ha dado un agudo sentido de la historia, una historia trágica que se repetirá una y otra vez a menos que actuemos con firmeza.
Dejemos que Putin recoja lo que ha sembrado.
Dejemos que se enfrente al legado de Núremberg. Investiguémoslo personalmente por esta horrible agresión.