En una larga conversación, la autora de Calibán y la bruja: mujeres, cuerpo y acumulación originaria habló de la política de los comunes, del desarrollo y su crítica a la izquierda capitalista; de este Chile que cambia y que tiene los ojos del mundo encima. También de la pandemia y los cuidados, y de las luchas que continúan. El mundo se ha ido convirtiendo en un “campo de refugiados” y “solo un uno por ciento de la población no tiene miedo al futuro”, dice desde Brooklyn esta ciudadana italiana-estadounidense que ha formado escuela y que hoy es una de las grandes pensadoras del feminismo anticapitalista.
Por Ximena Póo / Foto principal: Analía Cid
En Reencantar el mundo. El feminismo y la política de los comunes (2020), Silvia Federici (Parma, Italia, 1942) dice que su principal preocupación en este libro es “demostrar que el principio de los comunes, tal y como lo definen actualmente feministas, anarquistas, ecologistas y marxistas no ortodoxos, contrata con el supuesto que comparten los desarrollistas, los aceleracionistas y el propio Marx sobre la necesidad de privatizar la tierra como vía hacia la producción a gran escala y sobre la necesidad de la globalización como instrumento para la unificación de los proletarios del mundo”. Ese párrafo y, por supuesto, todo el libro y los anteriores, han sido un camino para quienes transitamos en el aprendizaje feminista, intentando decolonizar incluso el feminismo occidental. Por eso, cuando decidí entrevistarla, pensé en las innumerables veces que la he citado en clases y en esos días en que en Valparaíso y Santiago, antes de la revuelta, estuvo en Chile compartiendo con jóvenes de todas las edades.
Así, a través de Zoom, conversamos alrededor de dos horas para acercarnos en la cotidianeidad, ella en Nueva York y yo en Santiago. Generosa, en medio del cuidado que proporciona a su pareja, de los escritos y las lecturas y su trabajo con los colectivos de apoyo en Brooklyn, hablamos de tradiciones feministas, del trabajo de las mujeres y la deuda, de las diversidades de todo tipo, de los momentos de vértigo y dolor por los que atraviesa este mundo, incluidas nuestras propias fisuras cruzadas por una pandemia que se ampara en cepas que no solo son biológicas. Y hablamos de creatividad, futuros, resistencias, vida y claves. Ella dice que “Chile es fundamental” hoy, y de eso también hablamos.
Silvia Federici es feminista al pie de la calle, no de salón. Trabajó durante años enseñando en Nigeria y ha promovido que es un derecho que el trabajo doméstico sea reconocido y remunerado. Se considera autónoma dentro de la teoría marxista y ha creado escuela, con una obra marcada por textos como Calibán y la bruja: mujeres, cuerpo y acumulación originaria (2004); Revolución en punto cero: trabajo doméstico y luchas feministas (2013), El patriarcado del salario (2018) y ¿Quién le debe a quién? Ensayos transnacionales de desobediencia financiera, publicado junto a otras autoras en julio de 2021.
En este texto se puede leer un manifiesto escrito por ella, Verónica Gago y Luci Cavallero, cuya esencia está en este párrafo:
“La pandemia ha acelerado la crisis planetaria. La amenaza a la vida se expande, evidenciando políticas destructivas que llevan muchos años. Sin embargo, queremos señalar que hoy es la deuda la verdadera plaga que afecta a millones de personas en todo el mundo, y en especial a las mujeres, lesbianas, travestis y trans. La deuda expresa un momento de gran concentración del capital y de su salto hacia adelante. Aun en la pandemia, en medio de la suspensión de la mayoría de las actividades, el capital financiero no se detuvo. El endeudamiento de los hogares que ya se venía observando durante los últimos años, se diversificó e incrementó frente a la emergencia del COVID19, ya que las deudas ‘no bancarias’ por alimentos, medicamentos, alquileres y servicios de luz, agua, gas y acceso a conectividad crecieron a ritmo acelerado, lo cual se hace aún más fuerte en los hogares monomarentales, con mujeres a cargo de niñes, convirtiendo al endeudamiento en otra de las formas de intensificación de las desigualdades de género (…). La deuda funciona como la máquina más grande de acumulación de riqueza para el capitalismo actual y, simultáneamente, como una forma de control social. La deuda es una herramienta política del capital para explotar y confiscar la vitalidad social y determinar el tiempo futuro”.
Hablamos largo de la vida en casa, del teletrabajo, de los huertos urbanos, los gestos de humanidad, las luchas, el racismo y los enclaves patriarcales que, como la deuda, determinan la existencia y aceleran la máquina, expulsando cuerpos, amenazando las vidas. Ella es parte de una trenza larga de mujeres que durante el siglo XX y mucho antes, desde las trincheras de la furia y el cariño, hoy salen a la calle nuevamente. Este es parte del diálogo que entablamos para Palabra Pública.
En Chile el tiempo ha estado extraño, porque con la crisis climática no ha llovido nada. En la montaña no hay nieve y eso va a acelerar aún más la sequía ya agravada por la concentración de la propiedad del agua.
—Es una locura. Es lo que está pasando aquí también. Se han quemado kilómetros y kilómetros durante semanas. No hay lluvia, se está desertificando todo y por eso hay tanto incendio. La monocultura, que usa muchísima agua, está secando los ríos. Es catastrófico. Se habla mucho de planes verdes, de la gasolina verde, pero en realidad no se hace nada. Es una cosa tremenda.
Lo que vivimos es una destrucción ecosocial, que implica cambios de vida brutales. Has hablado e investigado mucho sobre los bienes comunes y lo que significa pensarse en común, más allá de lo público. Esos espacios de lo común van quedando como un lugar de resistencia en medio del capitalismo destructivo.
—Hay mucha gente para la cual sobrevivir es luchar, y creo que estos son los lugares y las luchas más importantes en todo el mundo. Hay gente que no se hace la pregunta de si puedo resistir o no, porque resistir es su única verdad. Es la situación de la mayoría; solo el uno por ciento de las personas puede sentirse segura por el futuro.
En Reencantar el mundo… la política de los comunes es la clave del giro cultural. En Chile, esa disputa está presente en nuestro proceso constituyente, y está en la propia izquierda, dividida entre los desarrollistas aceleracionistas y quienes estamos por el lado de los comunes, en esa interseccionalidad antirracista, antipatriarcal y antineoliberal. ¿Cómo lo ves tú?
—Veo que desarrollo es violencia y ahí podemos hablar de 500 años de evidencias, de expulsión, privatización de tierras, destrucción de comunidades. Hoy, “desarrollo” significa expulsar a personas u obligarlas a estar en sus tierras, pero como trabajadores dependientes, no como gente que puede disfrutar de la riqueza natural. El plan es poner todo en cuestión de dependencia: que podamos ser despedidos cuando ellos quieran, que nos den el salario más bajo, y también concentrarnos en las ciudades donde nos puedan controlar. Por ejemplo, no podemos controlar lo que comemos porque ellos controlan la agricultura. No es paranoia, es lo que vemos. Está pasando en todo el mundo y también están las guerras. Esa situación de guerra infinita y permanente es parte de la condición material del desarrollo. Desarrollo significa prácticamente transformar todos los bienes naturales en bienes comerciales. El mundo se está transformando en un gran campo de refugiados; no hay vida, no hay futuro, no hay alegría, no hay nada. Es la historia de las últimas décadas: Somalía, Yemen, Afganistán, Irak, Siria. La guerra y el terrorismo permiten bombardear, destruir, y expulsar millones y millones de personas que tenían el derecho de vivir en sus países desde tiempos ancestrales pero que son desplazados por compañías. Esto también involucra a los planes de desarrollo verde. Por eso, pensar el desarrollo en los términos en que se ponen hoy es realmente suicida en la izquierda. Es la visión de un marxismo ortodoxo, ciego, que piensa que el desarrollo es todo. No, toda la historia del desarrollo es una historia de conquista, de racismo, de divisiones. Lo repito miles de veces: la acumulación capitalista es acumulación de jerarquías, de desigualdades, de riqueza privada. Su éxito ha sido la capacidad de hacer que proletarios maten a proletarios, que hombres controlen y exploten a las mujeres, que blancos controlen y exploten a los racializados. Eso es desarrollo. No sé qué pasa por la mente de esta gente: hay una izquierda que tiene una concepción capitalista del mundo.
En América se ha dado una relectura de la izquierda desde los pueblos originarios, quienes han puesto sobre la mesa la filosofía del buen vivir —con sus diversas definiciones—, que también es una forma de resistir. Por ejemplo, en Bolivia hay un lema desde el nuevo gobierno que dice “sin Marx, sin Cristo, pero sí con el mundo aymara”, es decir, retomemos la filosofía aymara y no esperemos a que ni Marx ni Cristo nos salve. En Chile se puja por un Estado plurinacional donde se reconozca a todas las naciones que viven en el país. ¿Qué fuerza puedes ver ahí?
—Creo que hay una gran fuerza. Es un lugar común reconocer que hubo, a partir de los zapatistas, una indigenización de la política que ha sido muy positiva, y eso no significa idealizar a los pueblos indígenas o, por ejemplo, desconocer que hay formas patriarcales en ellos. Son sobre todo pueblos indígenas los que se han levantado para defender los regímenes comunitarios y los bienes naturales. Sé también que hay una parte del movimiento indigenista, y esto lo ha dicho mucho Silvia Rivera Cusicanqui, que apoya el desarrollo, que ha sido cooptado, así que los pueblos indígenas están divididos también. Pero pensando en general, son ellos los que han defendido más un concepto comunitario de la vida. La presencia de las compañeras indígenas en los movimientos feministas y en el feminismo popular ha sido muy grande. Pienso en particular en compañeras como Gladys Tzul Tzul (Guatemala, 1982). Me ha impactado mucho su pensamiento, porque me parece que mujeres como ella son una expresión muy potente de los cambios que se están dando en las comunidades indígenas también, donde son las mujeres quienes quieren confirmar un régimen comunitario y liberarse de una visión patriarcal.
“Sin comunitarismo no se puede vivir”
Silvia Federici ha vivido en Nueva York la pandemia, durante la que ha quedado en evidencia más que nunca los estragos de la privatización de la salud mental. Le comento sobre el lema que circula en Chile: “No era depresión, era neoliberalismo”. La tragedia pandémica ha volcado los vasos, los ha hecho estallar. Ella advierte: “(La crisis de salud mental) no es solo de la pandemia, es que estos sistemas sociales nos dan trastornos, crean formas de enfermedades mentales, exasperación, ansias, miedo, competencia. Todo esto es una contaminación emocional, intelectual, mental. Por eso lo comunitario es tan fundamental, y lo hemos visto en este periodo. Por ejemplo, para mí, ha sido esencial salir al patio, ver gente, ver a los niños, a compañeras de mi grupo, de mi colectivo. En los peores momentos del covid nunca hemos dejado de encontrarnos. Ha sido una gran alegría. Da la posibilidad de no deprimirse”.
Esas micropolíticas de resistencia en red son una fuerza muy poderosa. Ahí hay una lucidez del feminismo.
—Es algo muy necesario, porque sin ese comunitarismo no se puede sobrevivir. Estoy en una situación que viven millones de mujeres: mi compañero está bastante enfermo, tiene una enfermedad crónica, y para mí es un trabajo de cuidado inmenso y mis fuerzas no son suficientes. Lo que me ha permitido sobrevivir es que tengo compañeras que dicen: ¿no has cocinado hoy? Voy a cocinar para ti. Me telefonean todos los días. Es lo que me permite continuar y no deprimirme.
Hay una frase del movimiento feminista chileno de 2018 que nos hacia tanto sentido: “Ahora que nos encontramos, no nos soltamos”.
—Te voy a mostrar algo (Silvia se levanta y busca una tela roja estampada con una imagen en blanco y negro, donde se lee “Población La Victoria 1957, 30 de octubre”). Me lo regalaron y lo tengo aquí, porque cuando fui (a Chile) llegué a La Victoria y me impactó mucho. Conocí ahí a una mujer, he perdido su nombre, pero fue una de las primeras que empezó con las ollas populares, y me contó cómo era la vida cuando en la noche los tanques llegaban a la comunidad. Visité también la radio (La Señal 3 de La Victoria, en 2018).
Hablemos de la Convención Constitucional chilena. Su presidenta es Elisa Loncon, y también hay una impronta feminista importante entre varias constituyentes. Ahí hay ciertas señales simbólicas que van a tener repercusiones materiales, finalmente.
—Es fantástico lo que está pasando en Chile. El Cono Sur está trayendo al mundo la lucha de las mujeres, de los movimientos. Todas miramos a Chile, a las compañeras de Argentina, Uruguay, Bolivia, entonces creo que los 500 años de historia en que América Latina ha conocido el capitalismo, la conquista, el racismo, las torturas, el imperialismo y un desarrollo homicida, han generado una sabiduría en torno a hacer política que no encuentro en otros lugares que también han vivido una historia de represión, de esclavitud. Por eso, creo, vemos en Chile un proceso que se ha construido reflexionando, reorganizando, aprendiendo de la represión. Es un momento muy importante.
¿Cuán importante crees que es el diálogo transgeneracional en los feminismos?
—Es muy, muy importante. En mi colectivo soy la abuela, porque todas las demás son mucho más jóvenes, podrían ser mis hijas o las hijas de mis hijas. Están abiertas a escuchar, quieren aprender; entonces lo común no es solamente relacionarse con la gente, sino también relacionarse en el tiempo, con los que han muerto, con la historia, entendida como un relato común. Es fundamental la capacidad de salir de lo individual, de esta isla en la que nos han confinado; de entender que nuestro cuerpo no está solo en esta lucha, que se expande, se conecta con otros y también en el tiempo. Este es el poder de lo intergeneracional, de aprender y luchar sobre lo que tu mamá, tu abuela o las mujeres de tu comunidad hicieron y sobre el camino que han abierto; es comprender que no naces de la nada, sino que en un tejido social donde otras mujeres ya han luchado. Una lucha sin memoria colectiva, sin historia, es una lucha perdida. Esto también lo veo mucho en México, en Argentina. Lo he aprendido de las compañeras de América Latina: la memoria como herramienta para crear colectividad, como herramienta para crear entramados comunitarios.
¿Crees que estamos en un cierto momento especial en el que podemos hablar de una “nueva tempestad”, haciendo un juego de palabras con Calibán y la bruja, ese libro que ha sido tan señero? Si es así, ¿cómo ves esa tempestad?
—Creo que la diferencia es que hoy la lucha de las mujeres se reconoce en un continuo, por ejemplo, con la lucha por la defensa de la naturaleza, que a la vez es un continuo con la lucha contra la guerra o contra la destrucción de los bosques amazónicos. Es decir, hay un sentido más amplio de lo que es la solidaridad. A pesar de los esfuerzos por crear un feminismo neoliberal, un feminismo de Estado o uno que compite con los hombres, todavía está creciendo un feminismo que habla de poner la vida al centro, de recuperar los discursos de la reproducción para la creación de un bienestar, no solo para mejorar las vidas de las mujeres, que es fundamental, sino para crear una sociedad diferente. Hoy hay un feminismo que ve que no hay posibilidad sino es cambiando el mundo, creando una lógica diferente de las relaciones sociales. En ese sentido, hay una novedad, algo nuevo que está empezando.
Y eso “nuevo” lo relacionas también con una nueva forma de concebir la democracia.
—Creo que hay que escribir de nuevo todo el discurso de la democracia, porque el concepto de democracia está tan contaminado. Todas sospechamos cuando escuchamos esa palabra porque lo que hemos visto como democracia es aquella que habla del capital. Hay una democracia que no usa el término como tal porque en realidad significa el rechazo de todas las jerarquías: es el rechazo de la racialización, del patriarcalismo, de las desigualdades. Eso es democracia. Se usa el término no a partir de lo político, sino de las condiciones materiales de la vida. Para mí, la forma de verificar una democracia, es decir, si es o no es, es medirla en base a las condiciones reales de cómo nos relacionamos con la riqueza que hemos producido. De lo contrario, es una palabra para confundirnos.
¿Y cómo ves ahí el rol del Estado en relación a esa reproducción social y el feminismo que lo interpela?
—Me parece fundamental. Por un lado, no podemos olvidarnos del Estado, porque tiene el control de tantas cosas y tanta riqueza. Ahora en Estados Unidos, por ejemplo, estamos hablando de tres trillones (de dólares) destinados a un proyecto de infraestructura para relanzar la economía. Cuando lo quieren, el dinero aparece; dinero hay en cantidades increíbles. Entonces, es necesario responsabilizar al Estado con respecto a la reproducción social. Para mí es muy importante insistir en que no podemos dejar al Estado el poder de decidir cómo se organizan los servicios; necesitamos elaborar un programa para definir nosotros qué queremos del Estado y cómo vamos a ejercer ese poder de decisión. Así que no es que el Estado decida todo. Necesitamos organizarnos para controlar, para ser partícipes, para no dejar que el Estado sea el que decida todo.