En un contexto en que todas nuestras dinámicas sociales se han transformado a raíz del impacto de la pandemia del Covid-19, la Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales, antropóloga, académica de la Universidad de Chile, escritora, creadora del Centro Interdisciplinario de Estudios de Género y autora de libros como Madres y huachos: alegorías del mestizaje chileno; Mitos de Chile. Diccionario de seres, magias y encantos; y La olla deleitosa. Cocinas mestizas de Chile, se mete ahí mismo, a la cocina, espacio central de la pandemia, y describe con cuidado los ingredientes que conforman el caldo de un Chile pandémico y crispado en el espacio público, pero en proceso de reencuentro con sus raíces en la esfera privada.
Por Jennifer Abate C.
—Uno de sus temas de estudio ha sido la desigualdad que enfrentan las mujeres, que con la pandemia se ha visibilizado a partir de la violencia física a la que están expuestas en el confinamiento y la enorme carga que representa el cuidado de niños y ancianos, que recae de manera casi exclusiva sobre ellas. ¿Cree que esta toma de conciencia puede llevarnos a modificar esas conductas o combatirlas en el futuro?
En este minuto, toda la vida pública se desplazó al mundo privado, esto quiere decir que el trabajo productivo, las relaciones sociales, etcétera, todo se traslada hasta este espacio interior, casa, hogar. Esa condensación trae una serie de cuestiones muy complejas porque, primero, tienes que hacer una negociación constante de la vida cotidiana. Y esa negociación constante tiene que ver con el diálogo conflictivo o no entre generaciones y géneros, o sea, las relaciones sociales de género y poder en este minuto se ven tensionadas al máximo y eso es una primera cuestión. La pregunta que tendríamos que hacernos es si esta renegociación constante que tenemos que hacer hoy de la división sexual del trabajo doméstico va a provocar un cambio o va a profundizar la violencia o esta separación tan tajante de qué trabajos hacen los hombres y qué trabajos hacen las mujeres.
Lo otro que es fundamental es el hecho de que las mujeres llevábamos siempre la doble o triple jornada cuando estábamos en situación de no pandemia y ahora esto se agrava. Tienes todo condensado en un mismo espacio, porque si antes, en el trayecto de la micro, del Metro, tenías un espacio de intimidad para pensar, mirar otras cosas, tomar aire, ese espacio desapareció; vives la misma doble y triple jornada y no gozas de ese espacio de descanso. Finalmente, está el tema de la violencia. Muchas veces los arreglos entre hombres y mujeres son arreglos para que el hombre salga, que no esté durante el día. Cada uno hace su vida y regresa [al hogar], pero cuando estás todo el día, los conflictos se agravan. Estamos expuestas a esos tres niveles que para las mujeres son bastante lamentables, hay que tomar conciencia de ello.
—Con la pandemia volvió a surgir la palabra hambre y las ollas comunes, que nuevamente alimentan a quienes tienen esa necesidad. ¿Cómo pueden coexistir alimentación y tradición, un tema que usted ha estudiado, en un contexto como el de emergencia en el que estamos viviendo actualmente?
Tenemos que pensar que vivimos una interrupción de la vida cotidiana desde octubre, hemos vivido una crisis muy fuerte donde se develan todas las desigualdades y crisis institucionales que nuestro país estaba viviendo. Ahí empecé a darme cuenta del tema de la cacerola, que lo he trabajado en otros lados, la cacerola como símbolo femenino que sale de la cocina a la calle y que está demandando una cuestión muy profunda, que tiene que ver con los cambios en las relaciones de género, la división sexual doméstica, toda esta protesta que se expresa con las cacerolas. En las mismas protestas empiezan a aparecer grupos de mujeres que cocinan para los manifestantes. Y esas cocinas son interesantes porque reflejan lo que son estas tradiciones culinarias y también las cosas novedosas que aparecen: estaban las cocinas veganas, los tallarines, las porotadas, los porotos con rienda. Y cuando viene la pandemia, empieza a aparecer esta pobreza encubierta. Pero, además, en el confinamiento, empieza a aparecer la centralidad de la comida, porque la poca plata que tiene la gente la gasta en comida y entonces la comida aparece como foco de lo cotidiano. Ahora empieza la pregunta: ¿qué vamos a comer hoy día? Mira la potencia simbólica que tiene esa pregunta, porque la respuesta a “qué vamos a comer hoy día” tiene que ver con un presupuesto que a lo largo de la pandemia se va haciendo menor, sobre todo en los casos de las personas que pierden el trabajo. Entonces, hay un proceso donde se activa la transmisión cultural de conocimientos relacionados con la cocina a través de distintos medios, uno de ellos Internet, con programas de recetas, y también por medio de la tradición familiar.
—Muchas personas que nunca cocinaron se propusieron hacerlo y de pronto nos llenamos de gente que estaba haciendo su propio pan.
Se reactivan ciertas tradiciones culinarias y eso tiene que ver con el huacharaje y la orfandad. Cuando estás con la angustia del miedo a la muerte, al contagio, estás sometido a la fragilidad y al desvalimiento. ¿Qué memoria aparece compensando eso? La memoria familias más antigua, más primaria: me acuerdo de esas cazuelas, esos caldos de mi mamá y mi abuela, y del pan. El pan es una cosa increíble porque empieza a ser un elemento fundamental y toda la gente empieza a subir sus panes a las redes sociales. Lo otro que aparece es el dulce, que tiene que ver con la compensación de la angustia y el afecto. Por último, la comida se transforma en una sobrevivencia. Por ejemplo, yo estoy en un WhatsApp de Ñuñoa, que es un barrio de clase media antiguo, y en ese WhatsApp de 200 personas, por lo menos 50 se dedican a preparar platos y a venderlos en sus edificios. ¿Qué preparan? Las recetas tradicionales chilenas.
—Somos un país donde las catástrofes son muy frecuentes, pero seguimos estando poco preparados para enfrentar contingencias de cualquier tipo. ¿Tiene que ver esto con falta de herramientas de parte del Estado a la hora de planificar cómo se enfrentan las catástrofes?
Se ha hablado de esta idea del acontecer infausto: somos un país resiliente en el sentido de que cada vez que ha habido catástrofes, como esta pobreza en la cual todo queda de manifiesto, lo aceptamos con una suerte de resignación, forma parte de nuestro devenir. Pero hay otra cuestión: estas catástrofes han sido utilizadas por los gobiernos, para hacer mejoras, sí, pero también han sido un beneficio político para los propios gobiernos. Cuando hay una catástrofe, está la respuesta de los gobiernos para decir “esta es mi oportunidad para poder resarcirme y tirar rumbo hacia otro lado”. Creo que siempre ha estado más la reacción que la planificación. Yo siento que hay muy poca proyección, lo ves con el tema de la sequía, llevamos cuántos años sabiendo que estamos en una catástrofe respecto a la sequía, pero no hay medidas. Menos mal que hubo lluvias y ahora se sacan los porcentajes y “no te preocupes, porque podemos vivir el próximo año”. Pero por qué no nos ponemos a pensar en crear nuevas formas de canalizar el agua y en lo que ya sabemos: las empresas tienen y cooptan el agua. La pregunta que deberíamos hacer es: ¿cuáles serían los aprendizajes de nuestro acontecer infausto? Quizás desde la respuesta podamos edificar el futuro.
—¿Cree que es posible que una vez que termine la emergencia podamos retomar el rumbo de nuestras vidas cotidianas tal como las conocíamos?
Los cambios que vamos a experimentar tienen que ver con un horizonte temporal, vas a tener o no vas a tener vacuna y en qué fecha. Creo que no vamos a estar toda la vida en esta situación. La humanidad ha tenido pandemias, pestes, terribles mortandades, y se han superado, o sea, no son infinitas. Más allá de los cambios, las enseñanzas que esta cuestión deja son fundamentales y desde ahí hay que empezar a reflexionar sobre la vida, la muerte, la enfermedad, cómo estamos habitando el mundo.
País de huachos
El 30 de julio de 2020 fue publicada en el Diario Oficial la ley que permitió el retiro del 10% de los fondos de las AFP para que las y los cotizantes pudieran enfrentar de mejor manera el impacto económico de la pandemia. La noticia fue muy bien recibida por quienes trabajan en el país, excepto por un grupo: los deudores de pensiones alimenticias, a quienes les fue retenido el monto para cubrir lo que habían dejado de pagar a sus hijos e hijas. Fue recién ahí cuando comenzamos a hablar de la magnitud de esa cifra: en Chile, 84% de las pensiones están impagas. Se trata de una ausencia financiera que afecta a los hijos e hijas, pero que en muchas ocasiones también se transforma en un abandono físico y emocional al que parecemos estar acostumbrados.
Según Sonia Montecino, “una de las continuidades estructurales y culturales que tenemos en nuestra sociedad tiene que ver con esta idea de ausencia paterna, esta elusión de los hombres de su papel, incluso en este caso de proveedor, porque ni siquiera es el papel afectivo o el papel del padre que socializa, entrega normas o, como dirían los sicoanalistas freudianos, lacanianos, la “ley del padre”, ni siquiera esa figura significante aparece. He venido siguiendo este tema de las pensiones alimenticias desde hace unos seis años y es notable, porque si ves las noticias, ha ido aumentando. Padres y huachos siguen funcionando como una estructura simbólica y cultural muy fuerte en Chile, aun cuando la Ley de Filiación del año 1999 funciona; ya no tienes el estigma de ser hijo ilegítimo, legítimo o natural, porque estaban todas esas diferencias, eso ya se eliminó, no está ese estigma, pero ello no significa que exista esta aceptación del padre por sus hijos”.
“Yo entrevisté a algunas personas que, a partir de la ley, habían hecho trámites, habían hablado con la familia de sus padres y decían que era increíble que de manera legal fueran aceptados, pero en términos afectivos, incluso en términos de división de herencias, había una situación muy compleja de una negativa, una negación. Decían: ‘uno no tiene el estigma del huacho, pero la vivencia del huacho queda per se. Hoy estamos viviendo una situación bastante generalizada de huacharaje en nuestro país. Siento que, de alguna manera, la pandemia y todo lo que estamos viviendo ha generado una sensación de orfandad, de desvalimiento, de soledad incluso, muy, muy fuerte. Si tomas estos hilos, relacionados con esa construcción de familia fisurada (me refiero a los afectos) que tenemos en Chile, y lo aplicas a la pandemia, te fijas que somos un país doblemente huacho en este momento”.
—¿Se trata de una sensación de orfandad que viene de la falta de protección o provisión de recursos desde el Estado o tiene que ver con nuestro modelo más profundo de sociedad?
Creo que está totalmente relacionado con un modelo de sociedad, con estos modos tan profundos que tenemos de constituirnos como sujetos en este país. Eso es una marca colonial, de clase, de todo tipo. Siento que ese desvalimiento y esa desprotección tiene que ver con un modelo que hemos construido y aceptado hasta ahora, que es este modelo neoliberal instalado desde la dictadura, un modelo de ráscate con tus uñas, “emprende”, compite y gana. Lo que ha habido es un desmantelamiento de todos esos sistemas antiguos de protección, y ahora, con la pandemia, queda más que claro que ese desmantelamiento nos ha dejado arrojados a esta situación en la cual el desamparo es muy grande. Es una orfandad de narrativa, orfandad de ritos, de ceremonias, de comunidad de parte del mundo oficial. La sociedad civil se ha reorganizado, no tan fuertemente, pero hay ciertos hilos, y lo que quiere, justamente, es combatir esa orfandad. Por ejemplo, la misma olla común, si tú la piensas en términos de lo que es el intento de lo colectivo, de protegernos. ¿Por qué tú no querrías apoyar la sobrevivencia de tus hijos e hijas? La misma pregunta se hace acá: ¿por qué tú no querrías transformar determinadas estructuras que dejan a todo el resto de las personas de nuestra sociedad en esta situación de desvalimiento?