La doble crisis de legitimidad y la solidaridad como camino

Por Carlos Huneeus

La doble crisis de legitimidad que vive hoy el país tiene una larga historia que es necesario recordar, pero que se puso de relieve a partir del 18 de octubre cuando, seguido al salto masivo del torniquete que hicieron los secundarios como protesta por el alza del pasaje de Metro, la ciudadanía siguió manifestando su malestar por otros tantos problemas. Los altos costos de la educación, los servicios de salud y los medicamentos, las bajas pensiones que entregaban las AFP, los abusos de casas comerciales y la colusión de precios por parte de grandes empresas situadas en diversos sectores –farmacias, pollos, papel higiénico y pañales–, todos ellos de alto consumo masivo. 

Concentración histórica en Plaza Italia, post 18 de octubre de 2019. Crédito de foto: Alejandra Fuenzalida.

Los manifestantes marcharon por las principales plazas y avenidas del país. No portaron banderas de los partidos de oposición y tampoco participaron en las movilizaciones de dirigentes o parlamentarios opositores, lo que ratifica el alejamiento de los partidos respecto de la ciudadanía, su debilidad y la baja confianza de esta en las instituciones y élites políticas. 

En tanto, el gobierno no supo responder ni encauzar estas demandas, a pesar de contar con todos los resortes institucionales para hacerlo. Tras la chispa inicial del llamado “estallido social”, en lugar de prevenir y evitar la violencia y el vandalismo previsibles se limitó a reaccionar después. El presidente Sebastián Piñera declaró el Estado de Emergencia y sacó a los militares a las calles por primera vez desde la dictadura. No abordó ni buscó aplacar las causas de fondo de las manifestaciones y declaró una “guerra” contra “un enemigo poderoso e implacable”, convencido, como también sus ministros y asesores más cercanos, de que el país retornaría a la normalidad en dos o tres meses. Después, Carabineros reprimió en forma indiscriminada, sin diferenciar entre manifestantes pacíficos y vándalos. Piñera, finalmente, se allanó a respaldar un acuerdo político que tiene como fin cambiar la Constitución de 1980 –considerada ilegítima al haberse instaurado en dictadura y hoy entendida como el freno institucional a las demandas de cambio– por una nueva Carta Magna que interprete los valores e intereses de todos los chilenos y no sólo los de quienes la concibieron hace 40 años. Debido a los efectos del Covid-19, el plebiscito para una nueva Constitución se postergó para el 25 de octubre de este año. La pandemia “rescató” a Piñera del estallido social, pero cayó al poco tiempo en otra crisis más profunda todavía, sanitaria, económica y social. En pocos meses, Chile ha pasado a ser uno de los países del mundo con mayor número de contagios y fallecidos por millón de habitantes debido a la pandemia.

La crisis de legitimidad política 

La caída de la participación electoral, el debilitamiento y fragmentación de los partidos y la baja confianza de los ciudadanos en las instituciones son reflejo de la crisis actual que vivimos. En ese contexto, el presidente, como institución y persona, tiene bastante responsabilidad. Piñera es débil porque fue elegido en segunda vuelta por una minoría del electorado (26,5% del padrón electoral, con una votación del 49,1% de este); tiene minoría además en las dos ramas del Congreso Nacional y una baja aprobación en las encuestas. Piñera no es un político que tenga las habilidades de quienes lo han precedido, a pesar de que hoy es presidente por segunda oportunidad (2010-2014 y 20182022) y antes fue senador (1990-1998). Es, más bien, un exitoso hombre de negocios del sector financiero –uno de los billonarios chilenos según la revista Forbes–, que actúa en política a partir de su experiencia en el sector privado y no como un hombre de Estado. 

Por otro lado, los mismos partidos se han debilitado como organización. Tienen hoy un número reducido de afiliados, la mayoría de ellos funcionarios públicos (gobierno central o municipal), y ha caído su capacidad de participar en el gobierno. Carecen de programas que convoquen a los electores y no cuentan con profesionales con credenciales y sin conflictos de interés para ocupar los puestos del Ejecutivo, un fenómeno que deteriora la calidad de la gestión pública y abre camino a malas prácticas, especialmente al clientelismo, el patronazgo y la corrupción. 

En 2014, el fiscal Carlos Gajardo develó el financiamiento ilegal de campañas y políticos al revisar la contabilidad del grupo económico Penta. La Fiscalía sumó a otras –como SQM y Corpesca, del grupo Angelini, uno de los tres principales del país– que favorecieron a numerosos candidatos, especialmente de derecha, y a los candidatos presidenciales de 2009 y 2013. Todo esto terminó por agravar la desconfianza de la ciudadanía en las instituciones y la élite política. Este fenómeno de desconfianza se extiende a los tribunales de justicia, el Parlamento, la Iglesia Católica, Carabineros y el Ejército. Esto último es un hecho relativamente reciente, como consecuencia de los casos de corrupción (Pacogate y Milicogate), la violencia y las prácticas de obstrucción a la justicia en la región de La Araucanía y durante “el estallido social”. La violencia de Carabineros puso de relieve la fragilidad del Estado de derecho. La fuerza pública no respeta el orden jurídico, la vida y la integridad física de las personas, actúa con una amplia autonomía y desconoce su subordinación, lo que pone en tela de juicio al propio Estado, aunque por definición este tiene el monopolio de la fuerza legítima (Weber).

La crisis de legitimidad económica 

El país tiene un sistema económico de “mercado puro”, en la tipología de Linz y Stepan (1996), que impide el desarrollo de una democracia moderna y estable pues no provee los bienes públicos en salud, educación y vivienda, no combate los monopolios y no protege a los consumidores. Además, se estableció en dictadura, siguiendo un paradigma de neoliberalismo radical que desmanteló al Estado empresario con las privatizaciones, y al Estado de bienestar con la privatización del sistema de pensiones y la introducción de instrumentos de mercado en la educación y en la salud, entendidos como ámbitos de negocios. La función reguladora del Estado fue desconocida, abriendo espacio para decisiones abusivas y hasta delictivas, que pavimentaron el camino a la corrupción. Los gobiernos de la Concertación tomaron la decisión estratégica de optar más por la continuidad que por la reforma del sistema económico, sin revisar después esta decisión. Esto produjo un efecto de path dependence que se mantuvo y reforzó en los siguientes gobiernos de la coalición por los incentivos creados al favorecer el crecimiento económico y el fortalecimiento de la economía con control de los privados.

Esta decisión fue comprensible durante el primer gobierno democrático, de Patricio Aylwin (1990-1994), por las difíciles condiciones políticas imperantes, con la presencia de Augusto Pinochet en la arena política como comandante en jefe del Ejército, sus principales colaboradores en el Congreso elegidos o como senadores designados, y sin tener mayoría en la cámara alta. Sin embargo, esta ausencia de reformas estructurales del modelo de “mercado puro” no se justificó en el segundo gobierno democrático de Eduardo Frei Ruiz-Tagle (19942000) y menos aún cuando la izquierda volvió a La Moneda con Ricardo Lagos (2000-2006), el primer presidente socialista después de Salvador Allende. No se impulsaron cambios institucionales al sistema económico guiados por otro paradigma –la economía mixta o una economía social de mercado, como la de Alemania–, sino que se hicieron reformas parciales que no alteraron su arquitectura institucional.

“Los gobiernos de la Concertación tomaron la decisión estratégica de optar más por la continuidad que por la reforma del sistema económico, sin revisar después esta decisión. Esto produjo un efecto de path dependence que se mantuvo y reforzó en los siguientes gobiernos de la coalición por los incentivos creados al favorecer el crecimiento económico y el fortalecimiento de la economía con control de los privados”.

Reformar el sistema de pensiones para recuperar la legitimidad 

La solidaridad es un valor indispensable para enfrentar los desafíos del planeta, como el cambio climático y la protección del medio ambiente. Más aún, para abordar la pandemia del Covid-19. Más allá de los graves errores cometidos por el presidente Piñera y el ex ministro de Salud Jaime Mañalich, las instrucciones de la autoridad sanitaria a la ciudadanía no han conseguido sus objetivos porque chocaron con el individualismo que prevalece en la sociedad, el cual es reforzado por las AFP, un sistema que nació en los 80 y que se basa en las cotizaciones individuales del trabajador para reunir fondos que financien su jubilación. Los empresarios no aportan a la pensión, a diferencia de muchos otros países. 

Se apoya en supuestos teóricos que nunca ocurrieron: salarios dignos y un mercado laboral que incentive la estabilidad del empleo de los trabajadores. El cambio del sistema de pensiones es urgente y necesario para que los trabajadores tengan una expectativa de jubilaciones dignas, ya que, además, el carácter individualista de las AFP responde a un argumento ideológico: en la sociedad hay individuos, no comunidades. Cada uno labra su propio futuro. Este fundamento contradice un componente central de la democracia, que es la existencia de adhesiones y vínculos sociales entre organizaciones, grupos y estratos sociales que dan cohesión a la sociedad y son un pilar primordial de la democracia: estas relaciones existen en una comunidad cuando predominan valores de solidaridad y cooperación. 

Debe llevarse a cabo con otro paradigma, en torno a la solidaridad y no al individualismo, con un papel activo del Estado, que no debe subvencionar a las AFP con los recursos de todos los chilenos. La solidaridad permitiría resolver la crisis del sistema de pensiones y constituye un pilar fundamental para enfrentar la doble crisis de legitimidad a través de cambios en el sistema económico que instauren otro paradigma, y transformaciones institucionales que faciliten llegar a una democracia soberana, con gobiernos que enfrenten las limitaciones y carencias del sistema económico, entre las cuales destaca la desigualdad.

Rescatando la seguridad social

Por Andras Uthoff

Quienes en 1990 recuperaron la democracia y sus instituciones, prometieron la alegría administrando un modelo económico que traía enraizada una tremenda omisión. Uno que privilegiaba el mercado y relegaba al Estado a un rol exclusivamente subsidiario. Un modelo que prometía alcanzar el desarrollo del país sin seguridad social. Esto les impidió cumplir con sus promesas.

El mercado no vela por la protección social. No provee los servicios en cumplimiento de los derechos sociales de aquellos habitantes del país que no tienen la capacidad para comprarlos. No genera seguridad social,entendida como la provisión de medidas públicas destinadas a evitar privaciones económicas y sociales que, de otro modo, ocasionarían la desaparición o una fuerte reducción de los ingresos por causa de enfermedad, maternidad, accidente del trabajo o enfermedad laboral, desempleo, invalidez, vejez y muerte. Esto también abarca la protección en forma de prevención y asistencia médica y de ayuda a las familias con hijos.

La seguridad social se hizo desaparecer con tres medidas implícitas de la dictadura y su Constitución. Primero, la cotización que trabajadores y empleadores aportaban por trabajar e ingresaban a cajas donde el Estado actuaba en calidad de patrocinador, se transformó en una cuota de ahorro de propiedad exclusiva del trabajador y que obligatoriamente se debía depositar en administradoras de fondos de pensiones (AFP) con fines de lucro. Segundo, el empleador se eximió de contribuir al sistema, excepto por una pequeña prima para un seguro de invalidez. Tercero, el Estado asumió el financiamiento del costo fiscal de transitar desde un sistema de reparto a uno de capitalización en cuentas individuales, y se comprometió a regular y supervisar una industria de administradoras de fondos de pensiones.

El derecho previsional asociado al trabajo se cambió por un derecho previsional asociado a la capacidad de ahorro individual de cada trabajador. El trabajador pasó a ser el único responsable de su futuro previsional y mutó desde un ciudadano con derechos a un consumidor de servicios financieros, a merced de una industria a la que se enfrenta con completa indefensión y asimetría de información. Terminó siendo el único responsable de gestionar riesgos que estaban fuera de su control, como son aquellos asociados a la falta de oportunidades de empleo, la caída en la rentabilidad de los fondos y el aumento de la longevidad.

“El mercado no vela por la protección social. No provee los servicios en cumplimiento de los derechos sociales de aquellos habitantes del país que no tienen la capacidad para comprarlos”.

La realidad se impuso a la doctrina. Ya en 2006, las autoridades detectaron que la mitad de los adultos mayores habrían transitado a lo largo de todo su ciclo de vida activa en condiciones de vulnerabilidad y sin capacidad de ahorro. La reforma de 2008 de la Presidenta Michelle Bachelet vino a suplir esta deficiencia con la creación del Pilar Solidario, que ofrecía dos garantías financiadas con impuestos generales. Una Pensión Básica Solidariapara quienes no habían tenido posibilidad de ahorro, y un Aporte Previsional Solidario para quienes habrían ahorrado poco. Sin embargo, dado el carácter subsidiario asignado al rol del Estado, sólo eran garantías para aquellos que, teniendo malas pensiones autofinanciadas, podían demostrar pertenecer al 60% de la familias más pobres. Las prestaciones no constituían un derecho, sino un subsidio focalizado, el cual se otorgaba bajo medidas tecnocráticas de disciplina fiscal e incentivos al ahorro.

La realidad resultó ser más dura aun. Cuatro argumentos bastan para ilustrarlo.

Crédito: Felipe Poga

Primero, los parámetros bajo los que se diseñó el sistema quedaron rápidamente obsoletos. Tanto los ingresos imponibles de los trabajadores como la tasa de cotización del 10% sin aportes patronales, la frecuencia o densidad de cotizaciones con que un trabajador aportaba al sistema debido a la vulnerabilidad en el mercado de trabajo, y la rentabilidad de los fondos de pensiones que convergieron a niveles internacionales, resultaron bajos. Lo que sí aumentó fue la longevidad. Por ende, no era posible que los trabajadores autofinanciaran sus pensiones por sus propios medios.

Segundo, el sistema jamás se adaptó a las características del mercado de trabajo chileno y ha sido incapaz de generar incentivos o superar las limitaciones para que los trabajadores independientes, aquellos a honorarios, con subcontratos y los trabajadores informales coticen en el sistema.

Tercero, el sistema ha carecido de legitimidad en tanto los dueños del ahorro previsional —que son los trabajadores— no tienen ninguna injerencia en la administración de sus fondos. Deben aceptar las regulaciones y supervisiones del gobierno y la gestión de las administradoras de fondos de pensiones, donde no tienen representantes en los directorios.

“La situación en Chile debiera servir de lección al mundo. El mercado no puede suplir a la seguridad social y el desarrollo no puede prescindir de ella”.

Finalmente, al sistema le faltan piezas. Omite la realidad de toda una generación que ya vivió su ciclo de vida activa sin haber ahorrado lo suficiente. Esta generación debió pagar el costo de la transición. Además de financiar sus pensiones, debieron financiar con sus impuestos aquella de quienes permanecieron en el sistema antiguo y las de las Fuerzas Armadas. Es la misma generación que sufrió las consecuencias de la crisis de la deuda por el mal manejo económico de las autoridades y debió laborar en programas de empleo de emergencia (Pem) y en programas de ocupación para jefes de hogares (Pojh). En definitiva, una generación que merece la construcción de un pilar. Uno que los compense mediante ingresos generados hoy, un pilar de reparto solidario y redistributivo, no puramente asistencial.

La situación en Chile debiera servir de lección al mundo. El mercado no puede suplir a la seguridad social y el desarrollo no puede prescindir de ella. El mercado no implementa solidaridad, es miope, y en el caso chileno, dominado por industrias lucrativas que no se ocupan de la gente, no provee los mecanismos públicos para derechos sociales si estos no se expresen en capacidad de compra. Respecto al sistema previsional chileno, haberlo dejado en manos del mercado y una regulación inapropiada, descuidó sus parámetros, su necesaria adaptación a las diferentes condiciones laborales de los trabajadores, su legitimidad y su capacidad de redistribuir y compensar.

Existen argumentos suficientes para ir en rescate de la seguridad social en Chile.

Reconstruyendo el sistema público de reparto en Chile

«Al tratar de explicar por qué las AFP causan un enorme descontento en la sociedad chilena, lo primero que uno debería indicar es que el actual sistema es injusto con sus afiliados porque no es capaz de proveer a la mayoría las pensiones necesarias para sobrevivir durante la tercera edad. Una gran parte de la población viviría en un estado de extrema pobreza si en 2008 no se hubiera establecido un sistema de subsidio otorgado por el Estado, que incluye el que se entrega a las pensiones pagadas por las AFP.»

Seguir leyendo