Chile ha sido capaz de implementar con éxito una campaña de vacunación contra el covid-19. Entre los factores que convergieron para hacer posible este logro destacan la gestión de gobierno para concretar la obtención de vacunas, los contactos internacionales de nuestra comunidad científica que resultaron esenciales para establecer diálogos con los productores y la larga tradición de un sistema de salud estructurado, capaz de llevar a cabo rápida y ordenadamente un programa de vacunación masiva.
De esta campaña surgen múltiples observaciones que inspiran a la reflexión y al diálogo. Todos los países han debido preguntarse autocríticamente cómo podrían haber estado mejor preparados para enfrentar la pandemia. En el nuestro, el hecho de que la crisis sanitaria y económica haya seguido a un estallido social, nos ha obligado a situar cada momento en la evolución del enfrentamiento al covid-19 dentro del contexto de un modelo de sociedad que hoy se evidencia no solo ideológicamente extremo (asunto que siempre supimos, puesto que había un ideario que se estaba llevando a límites inexplorados; era algo confeso o, más bien, proclamado con orgullo) sino, además, carente de una flexibilidad adaptativa sorprendente.
Uno de esos extremismos más notables, que se ve drásticamente interpelado, es el individualismo. Digamos, de partida, que uno no vacuna personas para protegerlas tal como uno indica un medicamento a un paciente portador de una patología. No se vacunan individuos. La campaña opera sobre otro ente: la población. Para erradicar una pandemia se vacuna a una población. Las vacunas son gratuitas no por motivos caritativos, sino porque sería absurdo y contradictorio no vacunar a un segmento de la población que luego perpetuaría la enfermedad.
La campaña de vacunación, por lo tanto, nos recuerda que hay niveles de integración y complejidad. Hay cuestiones que se han de analizar a nivel de los individuos, pero hay otras en que es imprescindible un nivel de complejidad superior que es la sociedad. Hemos constatado tantas veces el error de no hacerlo. Un ejemplo: concebir un financiamiento de la educación superior basado en individuos que se endeudan para obtener un título. Otro: desestimar la salud comunitaria de atención primaria en los territorios para enfatizar la atención terciaria en clínicas y hospitales. Otro: promover un sistema previsional incapaz de venir en ayuda de la ciudadanía en una contingencia como la que estamos viviendo. Tarde o temprano, la mercantilización de funciones tales como la salud, la educación, la ciencia, la universidad, el deporte e incluso el arte, ha de entrar en confrontación tan profunda como explícita con las tradiciones que les han dado sentido e identidad a esas funciones.
La decisión que un individuo toma en el sentido de vacunarse o no, no tiene implicancias solo para él. Es una resolución que repercute en la sociedad de la cual él es parte. Esa decisión más vale que la tome con la mayor racionalidad y conocimiento de causa posible. Esto nos lleva a otro punto crucial que la pandemia devela: la información que recibe la ciudadanía y la forma de interactuar entre la política, que debería dar explicaciones fundadas de sus actos, y la sociedad, que debería poder distinguir entre una propuesta populista y una propuesta responsable. Es muy distinta la política cuando se tiene una ciudadanía bien informada.
Son notables los esfuerzos hechos desde las universidades para aportar datos objetivos a las autoridades. Estos deben ser comunicados de modo de contribuir a un intercambio de ideas racional. La recomendación de vacunarse y la aprobación de una determinada vacuna se cimientan en ese largo camino que la humanidad emprendió hace varios siglos, y que llamamos ciencia. Tiene que ver con los factores que, en cualquier disciplina, determinan una toma de decisión fundamentada, en el entendido de que cualquier materia a ser decidida conlleva riesgos por acción y por omisión, y que la recomendación que la autoridad haga habrá de haber sopesado tal bifurcación. Resulta pertinente recordar que la necesidad de contar con una ciudadanía bien informada está en la base de nuestro esfuerzo por reinstalar un canal de televisión de la Universidad de Chile.
Tuvimos por más de cien años un centro productor de vacunas. En otro ejemplo insuperable de reduccionismo y simplificación propios del exceso ideológico, ese centro fue desmantelado bajo el argumento de que era más barato comprar las vacunas en el extranjero. Hemos propuesto volver a tener un centro productor de vacunas. Podemos desarrollarlo en Carén, donde en estos días se inauguran dos centros tecnológicos, uno de la construcción y otro de los alimentos, los que también se fundamentan en la convergencia de la academia, el Estado, la empresa y entes internacionales.
Debemos fortalecer la presencia de la ciencia chilena en el concierto de la ciencia mundial. Entender que hay pocas decisiones estratégicas políticas más relevantes que las concernientes al desarrollo de ciencia y tecnología vinculadas a nuestras universidades. Nunca resignarnos a una supuesta división mundial del trabajo en la que solo nos correspondería administrar una economía extractiva y exportadora. Así, otra gran lección que nos deja la pandemia es avanzar a constituirnos en una sociedad de conocimiento y lograr un cambio en nuestra matriz productiva.
La pandemia encontró un país en medio de una crisis y obligado a reflexionar sobre los principios en que se había basado por décadas su modelo de sociedad. Nos ha traído un lente de aumento que nos ha permitido ver magnificadas las consecuencias de imponer dogmáticamente reglas de mercado en educación, salud y en las más diversas áreas de la vida nacional que, las más de las veces, amenazaron con afectar profundamente sus sentidos y valores. Hoy habremos de reconstruir estos ámbitos reinstalando cuestiones tan básicas como la cohesión nacional, la primacía de la colaboración por sobre la competencia o que la suerte de cada uno está inevitablemente vinculada a la de la sociedad en su conjunto.
El académico de la Facultad de Ciencias de la U. de Chile es uno de los integrantes del Programa de Vigilancia Genómica convocado por el Gobierno, una suerte de equipo de detectives científicos empeñados en desentrañar las características esenciales del virus y de las nuevas y temidas variantes. Una carrera contra el tiempo, pues solo en la medida en que la ciencia descifre la marca de fábrica de cada una de ellas podremos saber si las vacunas serán efectivas y de qué manera nos afectará este u otros virus que nos atacarán en el futuro. “Después de esta pandemia van a venir otras, y la forma de prepararnos es tener mejor conocimiento de la naturaleza”, advierte.
Por Jennifer Abate C.
En los laboratorios de la investigación genómica no hay lupas ni polvo para encontrar huellas dactilares, tampoco bolsas plásticas con pruebas que permitan dar con la identidad de un sospechoso. En la naturaleza no hay buenos ni malos. No hay culpables, aunque sea fácil pensar en esos términos del covid-19, una enfermedad que ha cobrado casi tres millones de vidas en el mundo y que en Chile ha causado más de treinta mil muertes. Lo que buscan los investigadores genómicos, una suerte de detectives científicos, es dar con la identidad de los organismos biológicos, describir todas sus características, saber cómo interactúan con el ambiente y, en el caso de los virus como el Sars-Cov-2, determinar cómo impactarían sobre las personas.
Su larga trayectoria en este tipo de investigaciones llevó al doctor Miguel Allende, profesor titular del Departamento de Biología de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Chile, donde realiza investigación fundamental en el área de la genética molecular y el desarrollo, al Programa de Vigilancia Genómica que integran el Ministerio de Salud, el Ministerio de Ciencia, el Instituto de Salud Pública y algunas universidades. Allende, doctor en biología molecular, coordinador del Consorcio Genomas CoV2 y director del Centro de Regulación del Genoma, forma parte del equipo que hoy trabaja para resolver una duda crucial: ¿responderán las nuevas variantes del covid-19 detectadas en Chile a las vacunas que ha aprobado nuestro país?
Hay alarma pública por las nuevas variantes del virus. Desde el punto de vista científico y desde la respuesta sanitaria, ¿por qué es relevante desentrañar el genoma del covid-19 y analizar las variantes que circulan en nuestro territorio?
—El virus, al igual que todos los demás organismos de este planeta, basa su herencia en el material genético que tiene, el que va cambiando con el tiempo y es lo que permite la evolución de las especies. Este virus no es distinto, es decir, evoluciona, y al evolucionar, lo que está haciendo es tratar de mejorar sus capacidades de replicarse, perpetuarse y eso, lamentablemente para nosotros, conlleva que esas mejoras, esos avances genéticos, puedan conducir a un aumento de la transmisibilidad, por ejemplo, o de la capacidad de contagiar personas o de la severidad de las enfermedades que produce. Por eso es muy importante estar monitoreando permanentemente esos cambios genéticos, saber si el virus está sufriendo cambios que puedan generar más dificultades para nosotros en el control de la propagación de la pandemia o en la severidad de las enfermedades que este produce.
En la discusión pública sobre el tema suele ponerse énfasis en el monitoreo del avance del virus y en las medidas sanitarias para enfrentarlo, pero no en la vigilancia genómica, que usted señala como fundamental. ¿Por qué?
—Supongo que eso tiene dos causales. Primero, no tenemos experiencia en tiempos recientes de una pandemia de esta magnitud y no habíamos tenido oportunidad de ver un virus que evoluciona en tiempo real, es decir, que está cambiando frente a nuestros ojos y, por lo tanto, no habíamos tenido la experiencia de hacer vigilancia genómica a esta escala y con esta velocidad de un organismo patogénico para los humanos. El otro problema es que como esto es una pandemia, el virus está extendido por todo el mundo e infectando a millones de personas simultáneamente. Esto le da al virus una oportunidad para evolucionar más rápido. La aparición de estas variantes, en el fondo, la hemos creado nosotros, al permitir que el virus se expanda en esos números: le damos la oportunidad para que evolucione rápidamente y se adapte a las defensas que le estamos poniendo al frente, como las vacunas y los aislamientos.
¿Qué tan en riesgo podría estar la inmunidad esperada de las vacunas aprobadas en nuestro país ante la aparición de las nuevas variantes del covid-19?
—Es lo que más nos preocupa en este momento, es decir, creo que parte de la razón por la que hay que hacer vigilancia en el más corto plazo posible es que estamos en un escenario donde estamos empezando a vacunar, Chile tiene un avance sustancial en eso, pero tenemos que saber si las variantes que están apareciendo han ido adquiriendo un nivel de resistencia a los efectos, primero, de la vacuna, y segundo, de las infecciones en el caso de las personas que se contagiaron en la primera ola. Uno esperaría que ellas hayan generado inmunidad y puedan resistir una segunda infección, pero eso vale siempre que la segunda infección sea con un virus idéntico o muy parecido al primero, Si cambia, es una infección absolutamente nueva y estaremos enfrentados a una segunda pandemia, como lo dijo la canciller alemana hace unos días.
Hemos visto artículos periodísticos que citan a expertos y expertas internacionales que hablan de presagios que van desde una pandemia por covid-19 que se mantendría por varios años hasta la emergencia de otras pandemias, por otros virus. ¿Qué nos dice la ciencia sobre lo que podemos esperar para los próximos años?
—No tenemos tanta experiencia. La experiencia de pandemias que tenemos es de hace un siglo o más hacia atrás, y todas, de alguna manera, se extinguieron o se fueron, no siguieron afectando a la humanidad para siempre, esto no va a ser eterno. Dicho eso, estamos en un mundo que tiene características distintas a las de hace un siglo o más, y una de esas características es que estamos en un ambiente globalizado en el cual hay muchísimo intercambio de personas entre países, lo que ayuda a la propagación de los patógenos. Además, la población mundial sigue siendo muy alta, lo que es un campo fértil para cualquier patógeno que tenga alguna capacidad de infectar rápidamente a la población. Si bien esos escenarios medio apocalípticos que dicen que el virus podría no irse nunca o durar muchísimos años son plausibles, creo que, a diferencia de pandemias anteriores, ahora también tenemos herramientas mejores para defendernos contra ellas, y esas herramientas no son solo las vacunas, sino que son factores como la vigilancia genómica, las medidas que podemos aplicar, las drogas que podemos dar a las personas seriamente enfermas. Además, al igual que los patógenos evolucionan, nosotros también evolucionamos en nuestras capacidades científicas y tecnológicas para enfrentarlos. La segunda parte de la pregunta es la más relevante, pues el Sars-Cov-2 no es el último virus que va a infectar a las personas. Ahí, de nuevo, la vigilancia entra a jugar un rol, porque nos habían advertido en 2007 que había un virus en los murciélagos, del tipo coronavirus, que tenía la susceptibilidad de saltar al humano y nadie tomó muy en cuenta eso a pesar de que habíamos tenido episodios como el Mers y el Sars-Cov-1, que eran indicios de pandemia. Creo que es importante mirar en la naturaleza y ver cuáles son los potenciales peligros en términos de virus, sobre todo, y anticiparnos un poco al traspaso a los humanos de esas especies, mirar cosas relacionadas con cómo convivir con la naturaleza y qué tipo de intervenciones estamos haciendo y cómo prepararnos con nuevas vacunas para cosas que aún no existen.
A su juicio, ¿cuáles han sido los principales errores y aciertos en el manejo científico de esta catástrofe sanitaria?
—Es difícil decirlo y es difícil hacer una evaluación mirando hacia atrás y criticando cómodamente desde esa posición. En los países que lo hicieron bien, en general hay una correlación con haber “hecho caso” a la comunidad científica. Uno piensa en Nueva Zelanda, en algunos países de oriente como Japón y Corea, pero todos tuvieron sus cosas, y países con mucho desarrollo tecnológico, como Estados Unidos y Reino Unido, tuvieron gran expansión del virus. En el caso chileno, diría que en general ha sido razonable, pero no importan las medidas que adopte el Gobierno: tiene que haber un convencimiento general de la sociedad de que esto es importante y todos deben actuar en consecuencia, y eso necesita, de parte de los gobernantes, un altísimo nivel de legitimidad, es decir, si un Gobierno está en duda en otras cosas, es difícil que al comunicar pueda convencer a la gente, simplemente no es creíble el mensaje. Desde el punto de vista de la ciencia misma, creo que han hecho las cosas razonablemente bien, desde el lado científico hubiera querido ver más recursos, más rapidez, faltaron cosas, pero no puede ser todo malo. En el tema de las vacunas fuimos bastante visionarios y en eso felicito al Ministerio de Ciencia y a los colegas que trabajan en el tema, porque vieron que esto se venía para largo y que había que actuar rápido para asegurar la llegada de estos materiales.
¿En qué momento del desarrollo científico y valoración de la ciencia nos encontró la pandemia? ¿Hacia dónde deberíamos avanzar urgentemente en esta materia?
—Creo que ahí hay un problema, más que del Gobierno, del Estado. El tema del porcentaje del PIB que se invierte en ciencia y tecnología y la relevancia y prioridad que se le da a la ciencia, que es muy baja, no es un problema de ahora, sino que viene arrastrándose por décadas, y creo que ha habido poca capacidad de la comunidad política de darse cuenta de esto y quizás poca capacidad de la comunidad científica de convencer a la comunidad política de que esto es claramente un requisito para hacer un salto al desarrollo. El modelo chileno ha sido uno claramente extractivista, de aprovechamiento de las ventajas que nos dio la naturaleza en términos de recursos naturales, pero no ha habido una apropiación de esa riqueza para aprovecharla a largo plazo, aprovechar las alternativas, talentos y cerebros que tenemos aquí. Si bien durante la pandemia ha habido algunos aciertos y, como dije antes, el Gobierno, en términos científicos, lo hizo relativamente bien, si esto no es la evidencia que faltaba para decir que la inversión tiene que ser distinta, entonces no hemos aprendido nada. Tiene que haber un salto, un incentivo para que los jóvenes entren al mundo de la ciencia, y también debe haber una mejora en la comunicación y educación científica de la población: no puede ser que en el siglo XXI la gente dude si las vacunas funcionan, eso es inaceptable en una sociedad que esta teóricamente avanzando hacia su desarrollo y aprovechando el conocimiento que ha adquirido la humanidad hasta hoy. Si se hubiera invertido en programas de anticipación en el tema de las pandemias, nos habríamos ahorrado mucha plata y esa plata hubiera sido recuperada ampliamente. No hay que pensar en un gasto, pues es una inversión, una póliza de garantía de que las cosas van a ser mejores en el futuro.
Usted lidera el Plan Nacional de Genómica, conocido como Mil Genomas, que tiene como objetivo secuenciar el genoma, la identidad genética de diferentes especies, incluida la humana, en nuestro país. En el contexto de la pandemia por covid-19, ¿hay conocimientos emanados de ese grupo de trabajo que hayan servido para comprender el comportamiento del virus en Chile?
—Yo diría que no directamente, pero sí sirvió, pues nos pusimos al día tecnológicamente, recibimos los equipos, entrenamos a las personas que los usan, desarrollamos toda el área de la bioinformática, ya que es muy importante manejar los datos que se generan a partir de información genética y genómica. También creo que nos está preparando un poco para lo que viene. Y lo que viene, como he estado insistiendo, es que después de esta pandemia van a venir otras, y la forma de prepararnos mejor es tener mejor conocimiento de la naturaleza. ¿Qué nos rodea? Mil Genomas tiene esa intención. Nuestro proyecto tiene una aspiración grande, ser una caracterización grande y profunda del entorno. Creo que esto va a cobrar relevancia no solo después de la pandemia, pues ya veníamos con el tema del cambio climático y el efecto que está teniendo el hombre sobre las características del medio ambiente en términos del clima y de las temperaturas, y eso también está afectando a los organismos. Este catálogo se hace más necesario que nunca para poder remediar, compensar o impedir esos cambios.
En 2005 comenzó el trabajo del Atlas del Genoma del Cáncer, cuyo objetivo es secuenciar esta enfermedad para prevenirla o encontrar una cura. Este proyecto acarreó una enorme expectativa, pero hasta la fecha no ha tenido resultados que cambien radicalmente el panorama. ¿Por qué no se puede avanzar más rápido en iniciativas de este tipo? ¿Cuáles son los desafíos que se enfrenta el trabajo en genómica?
—Creo que los desafíos vienen básicamente por la dificultad de los problemas. La biología es compleja, no es como la física y la química, que tienen leyes y cosas más robustas en términos de que son más reproducibles. La biología tiene mucho de azar, tiene además el tema de que todo es muy en chico, microscópico, las moléculas son difíciles de manejar individualmente. Todos esos problemas inherentes a la disciplina hacen que los avances sean más bien lentos y muy dependientes de avances tecnológicos y también de avances conceptuales. El avance en el cáncer es una piedra en el zapato porque ha sido muy difícil de resolver y básicamente tiene que ver con que todos los cánceres son individuales, únicos. Hay cosas que comparten, lo que los causa, pero los orígenes son multifactoriales. Creo que por ahí van los desafíos, y si bien estamos avanzando y hay herramientas que se están desarrollando, estamos hablando de muchos años, espero que no décadas, para tener solución para cosas como el cáncer. Y si bien en 2001 se secuenció el primer genoma humano y en 2005 inició este programa de investigación del genoma del cáncer, todavía faltan años para decir que eso dará frutos. Estamos en camino, es lamentable que sea tan lento, pero desde el punto de vista de la humanidad, son pocos años en términos de un desarrollo tan crítico como resolver un problema de salud tan amplio como el cáncer.
Los pronósticos no varían demasiado: cientos de miles –si no millones– de chilenos pasarán a ser pobres y los que ya lo son, lo serán aún más. Especialistas coinciden en ver la pandemia como una tormenta perfecta para un país marcado por la vulnerabilidad de su población y economía. Si la mayoría vivía en un ascensor que subía y bajaba de la línea de la pobreza, el Coronavirus le cortó los cables. Y no es claro cómo sacarlo del fondo.
Por Francisco Figueroa
A fines de 2019, la Plaza Italia de Santiago era el epicentro de un masivo levantamiento social que decía que la dignidad depende de mucho más que de poder llevarse algo de comer a la boca. Unos meses más tarde, el mismo espacio, rebautizado popularmente como Plaza de la Dignidad, es caja de resonancia de la menos ambiciosa pero mucho más desesperada lucha por evitar que el hambre cause más estragos que el Covid-19.
Este cambio en el contenido de los imaginarios colectivos del país refleja la abrupta caída de las expectativas económicas y sociales tras la pandemia del Coronavirus. Al pronóstico de la Cepal sobre un aumento de la pobreza absoluta en Chile de aproximadamente 4% se suman las preocupantes cifras que arroja el INE sobre el último trimestre: la tasa de ocupados bajó en 16,5% y el desempleo llegó al 11,2%.
Estas proyecciones y datos se producen en un panorama económico todavía incierto y con una relativa “ceguera estadística” sobre la evolución real del desempleo y los ingresos por las dificultades que impone la situación sanitaria al levantamiento de datos de calidad. Lo que es claro, sin embargo, es que además de aumentar la pobreza, la crisis desafía la manera en que concebíamos este concepto y las fórmulas que el país había utilizado para intentar reducirla.
Aplanamos la curva… de la pobreza
Para la socióloga Emmanuelle Barozet, académica e investigadora de la Facultad de Ciencias Sociales (Facso) de la Universidad de Chile, la pobreza va a crecer a costa de grupos que considerábamos “de clase media” sin que realmente lo fueran. Desde medidas sociológicas basadas en la ocupación, explica, “la clase media es un grupo consolidado, con contratos estables, profesiones calificadas y mayor capacidad de resistir shocks económicos como el que vivimos”. No supera el 30% de la población, dice.
Una situación distinta vive el resto de los “ni pobres ni ricos”. “Existe un grupo amplio de trabajadores en Chile, alrededor del 40% de la población, que no son clase media, pues no tienen ocupaciones calificadas ni contratos estables y están endeudados. Es el grupo que se mueve en la informalidad. Ese gran conjunto de sectores ‘trabajadores’, si bien no eran pobres, es el que ahora ve amenazada su situación por pérdida de empleo, enfermedad, muerte de un cercano, obligación a quedarse en casa para cuidar a los dependientes, baja de ingresos”, sostiene Barozet.
El también sociólogo de la Facso, Carlos Ruiz Encina, agrega que el hecho de que estos sectores hayan estado sobre la línea de la pobreza antes de la pandemia no significa que estuvieran mejor preparados que quienes estaban debajo. “A los dos lados de la línea de pobreza la situación social es básicamente la misma, porque lo que hay es un nivel de rotación muy fuerte alrededor de esa línea. A los sectores que están arriba, por lo menos cuatro y hasta cinco deciles, con cualquier cosa que los toques, caen debajo. No se aplanó la curva del Covid, pero sí la de la pobreza”, asegura.
La rotación y la precariedad laboral, la volatilidad de los ingresos y el endeudamiento, añade Ruiz Encina, son características sobresalientes de estos sectores. Por eso, asegura, las encuestas longitudinales (que miran las trayectorias de los individuos a través del tiempo) dicen más que las encuestas que sacan “una foto”, como la Casen. “Si al momento de la foto había más pega en la casa, saltaste dos o tres deciles arriba de la línea. Y cuando se acaba, caes de nuevo debajo”, afirma.
Una de las primeras encuestas longitudinales que se aplicaron en Chile la realizó entre 1996 y 2006 la Fundación Superación de la Pobreza (FSP). Su asesor de políticas públicas, Leonardo Moreno, cuenta que descubrieron que “si bien Chile tiene unas tasas de pobreza por ingreso bajas, la cantidad de personas que vive el fenómeno de esa pobreza es extremadamente elevada. Tenemos una entrada y salida constante de la pobreza”. La gente que se mantiene en pobreza por ingresos, explica, no supera el 3%, pero hay aproximadamente un 30% de gente que rota.
“Se pensó que habían llegado por fin a ser clase media, pero su situación era precaria. Eran los ‘vulnerables’, es decir, la clase media para ellos era un espejismo. Incluso el Banco Mundial ha argumentado en estos últimos años que las personas o familias que han salido de la pobreza no son clase media”, abunda Barozet. Y refiere al estudio A vulnerability approach to the definition of the middle class (2011) de esa entidad, que sitúa el umbral de vulnerabilidad en el percentil 60 de la distribución del ingreso en Chile y otros países de América Latina.
Abandonados al mercado
La no consolidación de estos sectores trabajadores como una clase media mejor preparada para resistir el shock de la pandemia, piensa Barozet, está relacionada con que “la política de superación de la pobreza y de aumento del bienestar de la población estaba centrada en la integración al mercado laboral y el crecimiento económico”. Precisamente, dos de los elementos que están “en pausa o con cifras negativas” por la crisis actual.
Para Ramón López, académico e investigador de la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile, la vulnerabilidad de estos sectores se ha desarrollado gradualmente a través de los últimos 30 años y “fundamentalmente por la falta de equilibrio entre los bienes de mercado, que sí crecieron bastante, y los bienes públicos y sociales, que no crecieron a la misma tasa”. La crisis generada por la pandemia se agrava, sostiene, al coincidir con los resultados acumulativos de esa vulnerabilidad.
A fines de los 90 e inicios de los 2000, afirma López, “teníamos una población más joven que usufructuaba bien de los bienes privados: no resentía tanto la falta de protección social al tener mejor salud y no tener que jubilarse todavía. Se estaba construyendo una vulnerabilidad, pero parte de la población aún no la sentía. Pero cuando la población empieza a envejecer, a enfermarse o cuando pierde el trabajo o tiene un accidente, va sintiendo lo vulnerable que es, porque el Estado no le ofrece nada en esas circunstancias”.
El egreso de “jóvenes endeudados y de universidades que eran una estafa” y la jubilación de más generaciones bajo el modelo de las AFP, “con profesores pasando de ganar 800 mil pesos a 150 el día que se jubilan”, son para el economista golpes de realidad que desnudan las débiles bases que sirvieron para reducir la pobreza desde los 90. A la pandemia, insiste, “los jubilados llegan con ninguna reserva y la clase media llega endeudada y con muy pocos ahorros, porque tenía que pagar un montón de conceptos que en otros países son gratuitos”. Un problema añadido es que estos grupos “se corresponden con familias que no reciben ayuda o poca de parte del Estado”, señala Barozet.
El Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), de hecho, llega a hogares con hasta 400.000 pesos de ingreso, sólo el 34% de los hogares del país. “Es un problema derivado del hecho de que esa línea de pobreza que no discrimina entre condiciones sociales muy distintas, sí discrimina acceso a beneficios”, dice Ruiz Encina. “Por eso no podría (la línea de pobreza absoluta) ser la base de sustento para una política de beneficios y atención a las economías familiares más vulnerables”. A mayor pobreza, suma el sociólogo, “vamos a ver un aumento y un cambio en la fisonomía de la desigualdad en la sociedad chilena. Cuando la gente se imaginaba lo que había detrás del (Índice) Gini, lo que veía era concentración de la riqueza, a diferencia de pobreza, como en el resto de América Latina”. Ahora la desigualdad crecerá en ambas direcciones, afirma, e ilustra con los fondos de emergencia destinados a la micro y pequeña empresa (Fogape): “se ponen en manos de la banca privada, que utiliza un gasto estatal y lo entrega con intereses. Ese tipo de cosas estimula la concentración de ingresos”.
En el otro extremo, añade Moreno, “nos enfrentamos a una situación que no veíamos hace 35 años. Y es que aparecen en el horizonte personas con inseguridad alimentaria. Tenemos malnutrición, es un hecho de todos los países en desarrollo, pero inseguridad alimentaria no habíamos tenido. Es una vuelta atrás muy fuerte”. Soledad Ruiz Jabbaz, académica de la Universidad de Chile especializada en psicología social y comunitaria, recuerda que los sectores populares “han lidiado históricamente con la incertidumbre, es su estado cotidiano”. Al no saber si el sueldo alcanzará hasta fin de mes o si el próximo habrá trabajo, explica, “han elaborado un sistema de vida en torno a esa incertidumbre. Las familias extendidas viven cerca para poder ayudarse; se vive por generaciones en las mismas poblaciones, por ende, las redes son muy densas”. De ahí el rápido resurgir de las ollas comunes contra el hambre, subraya.
Consultada por la relación de los sectores populares con el Estado, cuyas políticas resultarán fundamentales para contener la pobreza extrema, Ruiz Jabbaz advierte que no es cotidiana y que “cuando aparece, está mediada por mucha burocracia, por la sensación de estar siendo examinados, de tener que demostrar que se es pobre. Para obtener su ayuda uno debe estar dispuesto a ser sometido a un escrutinio, a un proceso humillante, en cierto sentido”. Una presencia que sí es cotidiana “es la represión”, añade, “aunque la sensación más común es de ausencia, de abandono”.
¿Otra forma de repartir y producir?
Para Emmanuel Barozet, “el tamaño de la debacle social y económica podría empujar a un cambio de las reglas del juego, pues la crisis actual desafía todas nuestras concepciones de lo que es la política sanitaria y social. Incluso los grupos de clase media que no se sentían vulnerables pueden serlo hoy o mañana”.
Frente a la pregunta de cómo enfrentar dicha debacle, Leonardo Moreno asegura que Chile tiene mayor capacidad que a principios de los 90 para aumentar el gasto público, para “echarle una mano a la gente que está en una situación compleja y reactivar la economía”. El gran problema, a su juicio, “es cómo, a través de la política pública, vamos a determinar quiénes son los beneficiarios, si son titulares de derechos o si vamos a focalizar y cómo”. “Con una rotación tan grande alrededor de la pobreza y un 60% tan homogéneo de la población, tener políticas tan focalizadas es complicado”, indica.
Además, “la cantidad de problemas psicológicos, sociales, de rompimiento de los vínculos que trae aparejada la focalización que en Chile ha tenido durante 40 años el sistema, es brutal. Aquí los pobres no sólo tienen que ser pobres, tienen que demostrar que son pobres, pero no sólo eso, tienen que competir”.
Desde la FSP, cuenta Moreno, vienen planteando la necesidad de cambiar el modo de focalizar ciertas políticas y asegura que redoblarán los esfuerzos en ese sentido. Se refiere a la necesidad de focalizar “no por individuos, sino por grupos y territorios, trabajando más con la comunidad”. La “fijación con lo individual y a lo más lo familiar”, asegura, impide pensar políticas que favorezcan la cohesión social y “se hagan cargo de un concepto fundante de la pobreza multidimensional: la soledad y el aislamiento social”.
Carlos Ruiz Encina coincide en la necesidad de repensar las políticas sociales: “se van a tener que basar en otro modo de apreciar, medir y abordar la pobreza y la forma en que la contempla el gasto social. Discriminar debajo de la línea de la pobreza es un absurdo”. Pero advierte que “esta es como la dimensión hospitalaria del problema de la pobreza, que es contenerla”. El problema más grande, alerta, es que “el modelo de crecimiento que sirvió para reducirla ya no tiene las ventajas que tuvo”.
“Las ventajas de una economía basada en la inserción primario-exportadora tenían límites, y esos límites ya los tocamos. Apostar a eso no era sostenible en el tiempo. No se va a repetir un ciclo de disminución de la pobreza como el que vimos en ese momento”. Según Ruiz Encina, “habrá que replantearse el patrón de crecimiento, buscar otras formas de inserción en la economía internacional que no impliquen tener que levantarse cada mañana a ver cómo está el precio de los commodities. Ojalá eso cruce el proceso constituyente”.
También para Ramón López la reducción de la pobreza es indisociable de cómo se produce y reparte la riqueza. “Los grandes monopolios, los súper ricos, los 260 individuos que tienen en promedio una riqueza por encima de los 700 millones de dólares, han creado sólo una proporción de la riqueza que tienen, lo que más han hecho es apropiarse de riqueza existente. Del consumidor, cobrándole precios exageradamente altos; de los trabajadores, pagándole salarios menores a su productividad marginal; explotando a las Pymes, usando información privilegiada –que es extraer riquezas de otros inversionistas–”.
Por eso propone gravar las rentas económicas, “los retornos al capital que están muy por encima de la tasa que reinvierten”. Es el caso de las empresas del cobre, asegura, que de acuerdo al estudio del que es coautor, Nuevas estimaciones de la riqueza regalada a las grandes empresas de la minería privada del cobre: Chile 2005-2015, generaron “120 mil millones de dólares durante los 10 años del boom que no fueron gravados por el Estado y se dejaron ir a manos de empresas privadas. Chile podría gravar allí sin afectar ni un ápice la inversión e invertir ese dinero en los bienes públicos y sociales en los que estamos tan rezagados”.
La ciencia viene produciendo conocimiento respecto a la pandemia de Covid-19 a una velocidad increíble. Nuestros sistemas de vigilancia y asistencia sanitaria, particularmente los servicios de cuidados intensivos, están siendo puestos a prueba. Nunca la salud y sus trabajadores tuvieron tanta visibilidad. En medio de la crisis, parece que la sociedad finalmente logró reconocer cuán imprescindibles son y cuánto deben ser valorados.
Aún más, en esta emergencia sanitaria de escala global se percibe cómo han sido las medidas “no farmacológicas”, como el cuidado de la higiene, uso de mascarillas, cuarentena y aislamiento social, las que han demostrado impactos más significativos sobre el Covid-19. Esto, por sí solo, nos permitiría reflexionar sobre el real alcance de las tecnologías duras y del modelo biomédico (centrado en el médico, en procedimientos y en el hospital) y sobre cómo hemos despreciado condiciones de vida y de trabajo, desigualdad social, modos de vivir y usufructuar de la naturaleza a la hora de comprender los determinantes del proceso salud-enfermedad.
Mirando a Brasil, se comprueba que el país se aproxima, de manera acelerada y preocupante, a una situación desastrosa, debido a que se conjugan tres dimensiones críticas: a) los graves errores en el enfrentamiento sanitario de la pandemia; b) la inefectividad parcial o total de los programas de apoyo financiero a las poblaciones vulnerables, empresas y entes administrativos (municipios y estados); y c) el sabotaje explícito del gobierno federal, y en particular del presidente de la República, a las iniciativas de combate a la pandemia.
Pasados más de 90 días desde la notificación de los primeros casos, el cuadro epidemiológico del Covid-19 en Brasil aún es de ascenso explosivo. El país ocupa el segundo lugar en números absolutos de casos y decesos, concentrando más del 20% de las nuevas notificaciones efectuadas en el mundo en las dos últimas semanas, a pesar de contar con apenas el 2,7% de la población mundial.
Hasta el 17 de junio había 960.309 casos confirmados, 46.665 fallecidos, con letalidad del 4,9% y coeficiente de mortalidad de 22,1 / 100 mil habitantes.
El análisis comparado de coeficientes de incidencia indica que Brasil (519,2), en el contexto de América Latina, está apenas por detrás de Chile (965,2), Perú (731,1) y Panamá (524) en relación al número de casos por cada 100 mil habitantes. Esos datos todavía esconden la enorme subnotificación que ocurre en Brasil, donde sólo los casos graves son sometidos a diagnóstico virológico. Los estudios de seroprevalencia indican que nueve brasileños están infectados por cada caso notificado, lo que permite estimar que más de nueve millones de brasileños ya fueron infectados por el nuevo Coronavirus (Fuente: Worldometers, accedido el 17 de junio de 2020).
La subnotificación puede ser confirmada por el análisis comparativo del número de exámenes realizados por millón de habitantes: EE.UU.: 70.302; UK: 104.930; España: 103.232; Italia: 78.945; Chile: 46.372; Perú: 43.028; Uruguay: 156.872, mientras que en Brasil se habían realizado apenas 8.044 exámenes.
Las proyecciones indican que la cumbre de la curva de contagios podría llegar a mediados de julio, pero en función del comportamiento asincrónico de la enfermedad en distintas regiones del país, las variaciones regionales podrían alargar la incidencia de casos por un tiempo aún indeterminado.
Un estudio realizado por el Imperial College (UK) en marzo evaluó posibles escenarios para el futuro de la epidemia en Brasil. El más grave, sin aislamiento social, estimaba la cifra de 1,1 millón de fallecidos. El menos comprometedor, con aislamiento social precoz, auguraba 44 mil decesos, número ya sobrepasado el 15 de junio y que debería llegar, según nuevas proyecciones, a un techo superior a las 120 mil muertes.
La respuesta sanitaria ha sido un terrible fracaso. La red de atención primaria se ha comportado como un sujeto ausente, a pesar de que 80% de los casos sean asintomáticos o leves, lo que implica que, por lo tanto, deben ser seguidos en las propias comunidades, con la orientación de aislamiento y búsqueda de contactos infectados. La oferta de exámenes de biología molecular (RT-PCR) ha sido mucho menor a la necesaria y la red de laboratorios de salud pública, semiautomatizada y precarizada, sufre por el desfinanciamiento. El tiempo transcurrido hasta la aparición de casos autóctonos no fue utilizado para la adquisición de equipamiento de protección individual, mascarillas, kits de diagnóstico, medicamentos, insumos, respiradores o para la ampliación del número de camas UCI.
El presidente de la República se situó como el principal opositor a las directrices del Ministerio de Salud que recomendaban el aislamiento social. Se estableció una disputa política con alcaldes y gobernadores respecto de la adopción de tales medidas, que jamás llegaron a ser debidamente cumplidas. El Sistema Nacional de Salud (SUS), históricamente subfinanciado y desde el golpe de 2016 desfinanciado por el Nuevo Régimen Fiscal que impuso el congelamiento de gastos públicos por 20 años, se encontraba en una situación profundamente incompetente y aún así, gracias a su simple existencia, miles de vidas se pudieron salvar. Aparte de eso, es sabido que sin un soporte financiero efectivo, que asegure las condiciones de sobrevivencia a las personas y empresas o que la administración intermedia mantenga servicios públicos funcionando, es imposible sostener políticas de aislamiento social, única medida eficaz para el control, mitigación y contención de la pandemia. El gobierno federal dispuso hasta ahora US$ 77,67 mil millones para enfrentar la crisis, pero apenas US$ 28,89 de ellos fueron efectivamente liberados (37,3%). En el área de la salud, de US$ 7,48 mil millones presupuestados para enfrentar el Covid-19, apenas US$ 2,52 fueron gastados. Brasil se sumerge, por lo tanto, en dirección a un caos social.
El Covid-19 no es democrático. Distinto a lo que se observó en el hemisferio norte, los países de ingresos bajos y medios, como marca la realidad en América Latina, además de los desafíos sanitarios tienen que lidiar con el impacto de la pandemia sobre las poblaciones vulnerables. Es el caso de Brasil, con más de 13 millones de personas viviendo en la miseria de las favelas y conventillos o en situación de calle, sin condiciones para protegerse de la transmisión de la enfermedad o de cumplir el aislamiento social.
Dicho drama se manifiesta, además, en la exposición desigual a la enfermedad de la población carcelaria (700 mil) y de los pueblos indígenas (912 mil) descendientes de los antiguos quilombos y que viven en asentamientos rurales extremadamente precarios y sin ninguna ayuda gubernamental. El nuevo Coronavirus, que penetró al país por medio de las clases adineradas de los grandes centros urbanos, vive ahora un intenso proceso de “periferización” y de flujo al interior; los que están muriendo, fundamentalmente, son los pobres.
Para entender por qué Brasil se tornó el nuevo epicentro de la pandemia es necesario comprender la crisis política producida por un presidente de extrema derecha, negacionista y anticiencia que, instaurando una suerte de “terraplanismo epidemiológico”, viene provocando un verdadero genocidio en nuestro país. Además de negar la existencia del Covid-19, Bolsonaro destituyó en dos ocasiones a su ministro de Salud, en plena pandemia, hasta que, con la militarización del ministerio, encontró un general interino capaz de cumplir las más controvertidas decisiones: imponer un protocolo para uso profiláctico y terapéutico de medicamentos sin evidencias científicas; alterar el sistema de divulgación de informaciones epidemiológicas; interrumpir la participación del gobierno brasileño en la OMS y otros espacios multilaterales; retener recursos destinados a los estados y municipios para combatir el Covid-19; secuestrar respiradores y otros insumos adquiridos por otros niveles de la administración.
El gobierno federal se deslindó de sus responsabilidades en la coordinación nacional del enfrentamiento de la pandemia, un hecho sumamente delicado cuando se considera que Brasil tiene una dimensión continental; se trata de un país sobrepoblado cuya estructura político-administrativa atribuye responsabilidades y exige la colaboración entre sus 5.570 municipios, 26 estados, el distrito federal y el gobierno federal.
Lo más grave, sin embargo, es la postura de escarnio de Bolsonaro y la total falta de empatía para con las familias de los muertos por la pandemia. El presidente trata al Covid-19, desde su inicio, como un mero “resfriado o gripecita”. Incumple cotidianamente las medidas de aislamiento y promueve aglomeraciones con sus aficionados sin siquiera utilizar mascarillas. Utiliza las redes sociales –en una táctica que le es constitutiva– para diseminar fake news que ponen en entredicho el conjunto de esfuerzos emprendidos por las autoridades sanitarias. Llegó incluso a instigar a sus seguidores a invadir hospitales para que comprobaran que estaban vacíos y que los datos de casos y fallecidos presentados por alcaldes, gobernadores y secretarios de salud eran falsos, hecho rápidamente atendido por los fanáticos que le dan sustento. Al ser cuestionado por la prensa sobre los miles de decesos, respondió: “¿Y qué?”, lo que originó una dura editorial en la revista The Lancet.
Para quien aún trata de entender lo que es la necropolítica, concepto desarrollado por el filósofo camerunés Achille Mbembe, que cuestiona los límites de la soberanía cuando el Estado escoge quién debe vivir y quién debe morir, cuando niega la humanidad del otro y cuando cualquier violencia se torna posible, desde agresiones hasta la muerte, invito a tomar como caso de estudio a Brasil, las conductas del gobierno de Bolsonaro –y de él mismo– en relación a la pandemia de Covid-19.
*Traducción de Jonás Chnaiderman, académico de la Facultad de Medicina de la U. de Chile.