En Letras torcidas. Un perfil de Mariana Callejas, Juan Cristóbal Peña “reelabora textos anteriores (…) con la sabiduría de quien conoce en profundidad el panorama político, y con la capacidad crítica de un lector ya antes interesado por las ambiciones literarias de un personaje tan bizarro como Pinochet”, escribe Lorena Amaro.
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“Las distancias entre el mundo de Han Kang y el nuestro, aquí en las riberas del Mapocho, son tan grandes que solo puedo hablar en la modalidad de la hipótesis. Es que leer La vegetariana desde Chile pone en juego las propias premisas de una literatura mundial”, escribe Ignacio Álvarez.
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“Tal vez debemos volver a leer a Melville sin moralina, considerando sus dudas, aprendiendo otra vez lo que la novela moderna aprendió durante varios siglos y que hoy parece olvidado: dentro de un narrador hay muchas más voces que la suya propia”, escribe Ignacio Álvarez sobre Benito Cereno, de Herman Melville.
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“Geisse trajina por mundos alucinógenos, en un viaje que aligera el dramatismo de una historia que es en sí misma muy dolorosa —cómo enfrentar el envejecimiento y la muerte de los padres—, sin restarle por ello ternura a este hijo, que decide aprender algo del inevitable derrumbe”, escribe Lorena Amaro sobre Tu enfermedad será mi maestro, del escritor Cristian Geisse.
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«Su integridad estética se alza como un refugio que patentiza una propuesta donde se prioriza la voz de una mujer para la cual la escritura es el centro de su existencia. La voz nómade nos involucra en una visión cotidiana del mundo, cargada de imágenes cercanas, envueltas en un simbolismo de dos aristas: tan gozoso como mortuorio», escribe la Patricia Espinosa sobre El cuaderno de las cosas inútiles, de Malú Urriola.
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«A través de la historia de una niña, un perro, una casa y su piscina, Paloma Vidal desmonta las caretas de un mundo sustentado en las apariencias», escribe Lucía Stecher sobre La Banda Oriental.
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«‘Yo no soy esa’ es un libro que marca el interesante tránsito de una poeta inclinada desde antes al estilo narrativo y a la reescritura de los libretos asignados a las mujeres, hacia el mundo del relato, con una soltura y libertad realmente sorprendentes», escribe Lorena Amaro sobre el último libro de Greta Montero.
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«Eunice Odio constituye uno de los grandes casos literarios centroamericanos. Inconforme y rebelde frente al relato nacional, expatriada y exiliada, asentada en México; magnífica cronista y con dotes especiales para el género epistolar; polémica e insumisa frente a los discursos establecidos y, sobre todo, una poeta con una obra estructurada y sólida», apunta Leonel Delgado sobre Este es el bosque: 25 poemas, antología de la poeta costarricense.
Por Leonel Delgado Aburto
Con sorpresa y alegría veo ahora publicada en Chile una antología de poemas de Eunice Odio (1919-1974). Se trata de un volumen impecable y cuidado que, sin duda, ofrece una perspectiva comprensiva de la poeta costarricense. Oculta como tantas otras poetas, y de diseminación secreta, pero firme, Odio constituye uno de los grandes casos literarios centroamericanos. Inconforme y rebelde frente al relato nacional, expatriada y exiliada, asentada en México; magnífica cronista y con dotes especiales para el género epistolar; polémica e insumisa frente a los discursos establecidos y, sobre todo, una poeta con una obra estructurada y sólida.
Para quien se acerca por vez primera al universo de Eunice Odio, resultará muy informativo y esencial el prólogo de Vicente Undurraga. Enmarca muy bien la voz de Odio entre la aparente indiferencia o falta de reconocimiento de la escritora, y los preceptos místicos de su literatura, ese encuentro con un vacío que es el de la ausencia de “unidad cósmica”. El prologuista menciona, entre las vivencias que conjuran ese vacío y se constituyen temas de su poesía, “las experiencias eróticas, las místicas y las amistosas”. Se podría agregar la de la conversación con los muertos. En efecto, la obra de Odio está llena de obituarios conversados. Max Jiménez, Satchmo o Rosamel del Valle, pero también sujetos anónimos, son convocados ya en el orbe trascendente de la muerte, como si la tarea de la poesía estuviese relacionada con el responso y el funeral.
En todo caso, la presencia del Otro es fundamental en la literatura de Odio, como se deja ver en sus cartas. Cuando yo realizaba la investigación para mi tesis de doctorado, tropecé por azar con estas cartas de la poeta a Juan Liscano (también mencionadas por Undurraga), en las que hay un permanente reflorecer de hortalizas y frutas, y constantes fenómenos luminosos, entre otros sucesos místicos. Como muchos otros lectores caí en el hechizo escritural de aquella correspondencia, su estratégica construcción de un imprevisto lector masculino despistado por los secretos que unían creación moderna y mística, y que también juntaban a una comunidad de mujeres que sí comprendían lo oculto.
Las cartas ocuparon, por supuesto, una parte crítica de mi estudio sobre escritura autobiográfica centroamericana, sin dejar de representar cierto problema político. En un corpus en que sobresalía la politización e ideologización literaria, resultaba contrastante el anticomunismo y antifeminismo declarados en las crónicas y artículos de Eunice Odio. Aun así, parte de mi hipótesis sobre ella es que, a pesar de sí misma, quizá, su escritura estaba también motivada por un gran gesto literario y político, común a su generación y su época, lo que, inspirado en De Certeau, llamé heterología, y que consiste en una apertura pasional hacia el Otro como fundamento escritural.
En ese sentido, esta antología ayuda a focalizar más detenidamente la calidad y, por decirlo de alguna manera, sistematicidad de la obra de Odio, así como algunas marcas de la época y de su propia posición como mujer intelectual y escritora. Como muchos otros casos centroamericanos (Cardoza y Aragón, Salomón de la Selva, Carlos Martínez Rivas), en Odio es evidente el predominio de lo que Rubén Darío llamaba “cerebración”. La poesía es proyecto y disciplina, antes que mera emotividad. Asimismo, los planos que diseña su trabajo entreveran la estética con la ética, y ofrecen el verdadero acabado final del sujeto, su personalidad y su fin: fe en la obra, antes que desgano vanguardista. Indiferencia, anonimato y solidaridad: la estatura mesiánica de la poeta vibra en este diseño de una manera estratégica.
Si se advierte el predominio de nombres masculinos en la constelación de la poesía centroamericana, se debe comprender también que la posición de Odio no debió ser fácil en un ámbito en que prevalecían ciertos clichés masculinistas de culto a la belleza femenina, la que no pocas veces desemboca, paradójicamente, en abiertas posturas misóginas. La mujer que escribe es caso teratológico, dice el mismo Darío en El oro de Mallorca. En este sentido, es curioso el caso de la oda que le dedicó Carlos Martínez Rivas a Eunice Odio (en La insurrección solitaria, 1953), un poema de celebración y cerebración que canta la belleza de la poeta costarricense, en un límite en que la belleza se vuelve amenazante: el cuerpo de la mujer como revelación de lo real (en términos lacanianos) o de lo divino, y que termina por amenazar con la asfixia al escribiente masculino.
Por ello, se podría sugerir que la poesía de Odio confronta de manera desafiante la estructuración masculinista del campo cultural centroamericano. En ese gran poema que es “Si pudiera abrir mi gruesa flor”, al retomar la identidad flor-mujer, opera un desplazamiento que no parece complaciente con la naturalización de esas metáforas en las retóricas del cortejo o de la belleza, es decir, en el control discursivo dominante. El poema comienza diciendo: “Si pudiera abrir mi gruesa flor / para ver su geografía íntima, // su dulce orografía de gruesa flor” (67). Estamos ante lo que Diana Bellessi llamaría quizá el deseo de “reconocer una identidad otra, no aquella que estáticamente la sociedad reproduce”. Este deseo parece un eje esencial en el poema de Odio, no tanto como declaración incontestable, sino como tensión contradictoria en que la principal lucha parece ser la apropiación de los signos.
Varios de los poemas de la selección, incluido el recién citado, están fechados en 1946, un año milagroso para Eunice Odio, se podría decir; algunos de ellos escritos al parecer en Granada, Nicaragua. No tengo noticias de las condiciones en las que Odio visitó o vivió en Nicaragua, ni los vínculos que tuvo con el campo cultural granadino, aunque uno de sus poemas esté dedicado a José Coronel Urtecho. Es un tema, en todo caso, de pertinente investigación. Quizá Granada sea la ciudad evocada en “Mi ciudad, a 11 grados de latitud norte”. Una ciudad en que “Alguien, algo me espera”; “donde alguien me dio una cita / con renovado acento, / pero olvidó su nombre por mi nombre”. Una ciudad con “horario masculino”, que se ama de lejos, pero que “De cerca es otra cosa.” Una ciudad lírica y, sin duda, municipal, pero en la cual Odio encontraría, si acaso volviera, “los planetas, / los frutos”. Por supuesto, es erróneo apostarlo todo a una identificación realista o geográfica. El lugar de Eunice Odio es la distancia. Gran cronista de San José, de México o de Nueva York, se comprende que su localización es mucho más fluida de lo que su biografía, hasta cierto punto enigmática, podría mostrar.
Celebro, en fin, la publicación de esta antología que contribuirá a la secreta y segura pervivencia y diseminación de su obra. Odio, de hecho, parece tener fe en las posibilidades de reproducción desde lo estéril. Su “Poema Quinto: Esterilidad” trata de la flor arrancada (ya no la flor prodigiosa o abierta), vacila quizá en el miedo de la insolidaridad, pero encuentra el sentido del canto “como pájaro en proyecto por los árboles: / júbilo de vacío jubiloso”.
Los lejanos noventas
«La crítica de su tiempo alabó bastante este libro, y a 25 años hallamos en él un texto interesante, con una voz algo bombaliana en su prosa demasiado cuidada, pero que ciertamente ha envejecido un poco», escribe Lorena Amaro sobre El daño, de la escritora chilena Andrea Maturana.
Por Lorena Amaro
En los últimos años, varias editoriales chilenas están apostando por las reediciones. Desde obras de autores consagrados como Marta Brunet, Carlos Droguett o Manuel Rojas, a otras marginales, que en su tiempo no fueron consideradas en el canon y que aún no han sido justamente reconocidas. En este panorama predominan obras de fines del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, y es por eso que resulta singular y muy valiosa la reedición de un libro publicado en 1997, El daño, de Andrea Maturana, autora que siendo muy joven irrumpió en la escena literaria con un libro de cuentos bastante celebrado por su forma de abordar el erotismo femenino, (Des)encuentros (des)esperados (1992), y que confirmó los buenos augurios de la crítica con esta novela, muy aplaudida, cuya reaparición pone el texto al alcance de las y los lectores más jóvenes.
Esta nueva puesta en escena nos permite revisitar, además, un período de nuestra historia literaria. Se trata de los años de la “nueva narrativa”, de la colección Biblioteca del Sur, de Planeta, de los talleres como novedad, de un mercado del libro que después de años de dictadura comenzaba a activarse en el país. Un mundo que, llegados los 2000 —e irrupción mediante de dos grandes escritores que ensombrecieron a otros de su generación, Pedro Lemebel y Roberto Bolaño— empezamos a observar con distancia y no sin desconfianza, como ocurrió también con la política de esa década. No es posible leer El daño sin este marco. Es un producto de ese tiempo que quizás no hemos pensado lo suficiente, y que en su momento fue de gran novedad, porque cuando Maturana lo escribió, el concepto de género en nuestras universidades era un tema relativamente nuevo y se hablaba poco de violencia sexual. El texto tiene el valor de desarrollar potentemente el trauma del abuso infantil vivido por una de las protagonistas, Elisa, la narradora, violada y torturada en su propio hogar, quien se aventura en un viaje por el desierto con su amiga Gabriela, quien ha vivido la dolorosa experiencia de un amor clandestino con un hombre que nunca dejará a su esposa. La intimidad de la relación es a ratos ambigua sexualmente, y tanto este elemento como la forma en que se aborda la violación y el silencio familiar ante un hecho así debieron ser muy rupturistas en el momento de la publicación de la novela.
El libro se atiene al realismo practicado en su tiempo, un realismo que no ha dejado de ser atractivo si bien la escena literaria actual ofrece exploraciones más fragmentarias e híbridas. Narrada en primera persona, la novela ofrece un recorrido muy íntimo por la subjetividad de estas dos veinteañeras que han sufrido, con distintos matices, el abuso y el desamor; uno de los ejes centrales del relato es la voz, el lenguaje, la pregunta por el cómo decir ciertas cosas. Las confesiones tardan en llegar, en el caso de Elisa, y en el de Gabriela, se desbordan, son excesivas, “me habla de Marcelo y de su historia con una crudeza desmedida”. Esto hace más difícil para la narradora, muy perceptiva en los pequeños detalles del cuerpo y del paisaje que las rodea, revelar lo que le ha ocurrido a ella en su infancia: “La única forma que tengo de verbalizar ciertos recuerdos, cuando logro hacerlo al menos en mi mente, es con una carga inevitable de ternura, y eso los hace doblemente atroces”. Como lectora ávida que se formó a sí misma para poder ganarse un día el amor de su verdugo, el padre, conoce de sobra las palabras, y por lo mismo plantea la dificultad para emplearlas: “Busco en mi repertorio inacabable de palabras (…) no hay nombres para las cosas. No hay algo que se corresponda con los retazos de imágenes, todas ellas confusas”. Esta afasia me parece muy significativa de ese momento, en que el feminismo pasaba por un proceso de institucionalización en la academia y no se dejaba oír tan fuerte como ahora la protesta airada contra los abusos patriarcales.
La escritura de Maturana, correcta, bien elaborada, se recorre con avidez. Logra darle verosimilitud al drama delicadísimo que relata, si bien la voz narrativa —que va haciendo una suerte de registro de viaje en los dos primeros tercios de la novela—, enjuicia y construye un complejo tramado de culpas muy afín con lo que fueron los noventas y una forma de vida y pensamiento en que la heterosexualidad no llega a ponerse en duda, incluso en sus aspectos más tóxicos. Esto lo hace un poco lejano cultural y políticamente, a pesar de que sea relativamente reciente. El erotismo entre las amigas es triste, producto del desamparo en que ambas se sienten (“abrazadas contra el frío y contra el miedo”), y la novela en general se queda en un registro sencillo, poco rebelde, en que el recorrido geográfico y anímico culmina en un retorno, por así decirlo, a la normalidad. Ese regreso se ve coronado por lo que se puede ver como un castigo a la amiga de la protagonista, por sus desbordes pasionales. No es raro pensarlo: Elisa enjuicia permanentemente a Gabriela por haber sido amante de un hombre casado: “Ella amó demasiado a quien no debía, y en el fondo se niega a reconocer que no debía. Se da una disculpa tras otra”. Esta amiga es descrita como alguien fuera de sí: “Gabriela se ríe con un dejo de histeria, mezclando la risa con un poco de llanto, como si fueran la misma cosa”. Estas marcas, que están a lo largo de un libro en que los personajes conversan sobre Betty Blue antes de tener sexo y el motel es el centro triste de la pasión clandestina, van produciendo una moral algo esquemática y adusta, en que se echa de menos un poco de ironía.
La crítica de su tiempo alabó bastante este libro y, como se explica en la contraportada, lo celebró incluso como una obra de culto. A 25 años hallamos en él un texto bien organizado, interesante, con una voz algo bombaliana en su prosa demasiado cuidada, pero que ciertamente ha envejecido un poco, a diferencia de otros relatos de la segunda mitad de los noventa. No solo por la forma en que construye esta historia redonda, sin fisuras y de final trágico, cerrado, sino también por la perspectiva, que ofrece una ranura por donde mirar, no sin interés, lo que fue una década de exacerbado individualismo.
Fuego redentor
«Mis hermanos sueñan despiertos cuenta con el contexto y la ira incandescente, ígnea del clima postoctubrista a su favor, una llama aún viva que espera en cualquier momento volver para quemarlo todo. Una metáfora —el fuego— que ha estado bien presente en el cine chileno reciente», escribe Iván Pinto sobre la última película de Claudia Huaiquimilla.
Por Iván Pinto
A dos años del estallido y en un presente convulsionado por sus efectos políticos, una película como Mis hermanos sueñan despiertos arroja una determinada conciencia narrativa que hace eco de la situación del país. Se trata del segundo filme de Claudia Huaiquimilla luego de Mala junta (2016), una de las películas más celebradas de la década pasada, que abordó desde un lenguaje directo y un sólido realismo dramático la realidad de dos adolescentes que se movían en los márgenes urbanos y rurales del Chile contemporáneo, con el telón de fondo del conflicto en el Wallmapu.
Como en aquel filme, Huaiquimilla vuelve a centrarse aquí en la vida de dos adolescentes que viven el desamparo, concentrándose ahora en el relato de dos hermanos, Angel y Franco, quienes se encuentran en un centro de reclusión del Sename. El tema no es menor: se trató de un asunto interpelado directamente por las movilizaciones de 2019 a la luz de los diversos casos de abuso acontecidos en estos recintos y que habían hecho noticia en los últimos años.
Ángel y Franco buscan salir adelante al interior del centro, en un contexto adverso que dificulta la reinserción. Ángel, el mayor, cuenta con el apoyo motivacional de una tutora —interpretada por Pali García— y se enfoca en dar la Prueba de Admisión Universitaria. Franco, por su parte, desconfía de esa posibilidad y parece particularmente afectado por el abandono de su madre. Mientras cada uno lucha por sobrevivir en el día a día, es el ambiente opresivo del espacio y la institución el que se instala como una densa capa que doblega cuerpos y voluntades.
La película, a diferencia de Mala junta, enfatiza menos las acciones que el clima psicológico de los menores en el centro. Un lugar árido y absorbente donde la pesada rutina apenas se ve acolchonada por tranquilizantes administrados a diario. En ese contexto, Huaiquimilla se enfoca en las interacciones sociales. Por un lado, el vínculo entre los hermanos, una especie de pacto indisoluble, en el cual Ángel no querrá dar ningún paso sin que su hermano lo acompañe. Por otro, la relación al interior con sus compañeros: una suerte de comunidad afectiva parece darse en resistencia a la dura cotidianeidad a la que son expuestos.
Mis hermanos sueñan despiertos contiene en su tratamiento una recreación empática del clima solidario de los adolescentes reclusos, combinando actores y no-actores desde un coa y un habla realista, verosímil, fluido. Uno de sus fuertes es la construcción de los diálogos, constituidos en base a personajes que se comunican, interpelan, dialogan, comparten. Este intento por “representar” el universo desde una forma cercana es parte de un esfuerzo constante del filme, partiendo por la investigación propia del proceso de guion, con la que se quiso dotar de realismo y verosimilitud a la cinta, hasta la banda sonora, que incluye el rap que hizo un chico recluso y que cumple un rol importante en el desarrollo de una escena.
Mientras sus vidas se mueven en un frágil hilo de supervivencia, el antagonista real de los hermanos no es tanto un personaje externo o el espacio físico de la cárcel como una determinada sujeción mental y afectiva. Esto último es importante: el enfoque de Huaiquimilla se centra en el aspecto de una violencia más abstracta, que remarca la condición psicosocial de sus personajes. Por sobre una mirada a los excesos y vejámenes ocurridos en la vida real, la crítica de la película apunta a una violencia sistémica y estructural, una especie de círculo opresivo del cual no se puede salir. Frente a eso, el escape posible para los personajes son los sueños o la subversión.
El mundo onírico aparece a lo largo de todo el metraje. Huaiquimilla alterna una secuencia de imágenes de los protagonistas en lo que podría ser un espacio idílico, un lugar imposible que ancla al espectador en la contracara feliz de una realidad asfixiante. Este espacio “por fuera de lo real” conduce a una especie de redención simbólica para un grupo de personajes que no tienen salida.
La subversión, por su parte, aparece junto a Jaime (Andrew Bargsted, que actuó en Mala junta), quien atrae a los personajes a una suerte de impulso nihilista. Será precisamente él, luego de varios acontecimientos trágicos al interior del recinto, el que acelere las acciones que desencadenan el filme hacia un fuego incandescente movido por la rabia contra la institución.
El esfuerzo de “representación” de un otro —en este caso, menores reclusos— nos retrotrae a los nudos más complejos de este eje, a saber: la posibilidad (o no) de la “toma de la palabra” del otro, pregunta densa y de larga contestación al interior de las batallas más cruciales del cine social y político, así como de largos debates sobre subalternidad, lenguaje y representación. En este aspecto, el filme se acerca más bien a determinadas opciones alegorizantes que hicieron del cine de Costa Gavras, Pontecorvo o incluso Ken Loach una opción específica dentro de las tradiciones del “cine de izquierda”, como es el “cine de mensaje”. Esto se grafica en la cinta con la escena final, donde el sacrificio es propuesto a modo de cierre, buscando en la impotencia del espectador un llamado a la acción. Una catarsis “dura” que construye mártires en vez de complejizar representaciones.
Ese enfoque parece hacer caso de un determinado lugar para la ficción en el seno mismo del clima postestallido social, acaso, el llamado del cine a cumplir esta función redentora por vía de operaciones concretas de identificación emocional, narración y montaje. No es que esto no pueda hacerse, pero al retrotraernos a Mala junta, esas ambiciones eran menos rígidas y más focalizadas en las situaciones y contradicciones de los propios personajes, dejando que las acciones permitan al espectador sacar sus propias conclusiones. Un tipo de realismo que prescindía de ese esfuerzo didáctico y que acá está subrayado con algo de mesianismo y buena consciencia.
Mis hermanos sueñan despiertos cuenta con el contexto y la ira incandescente, ígnea del clima postoctubrista a su favor, una llama aún viva que espera en cualquier momento volver para quemarlo todo. Una metáfora —el fuego— que ha estado bien presente en el cine chileno reciente —Visión Nocturna, Tarde para morir joven, Princesita o la reciente El cielo está rojo— y que en Mis hermanos sueñan despiertos no solo es un afecto colectivo, sino también lo que lleva todo a la asfixia o la autoinmolación. Un camino trágico y sin salida frente al cual solo es posible soñar o huir, y no esperar que algo cambie.
Mis hermanos sueñan despiertos
Chile, 2021
85 minutos
Dirección: Claudia Huaiquimilla
Guion: Claudia Huaiquimilla, Pablo Greene
Elenco: Iván Cáceres, César Herrera, Paulina García
Productora: Inefable, Lanza Verde