Joan Turner: “Después de 45 años, la justicia no es justicia”

“¿La felicidad tiene alguna imagen?”, se interroga Joan Turner, y los ojos se le llenan de lágrimas. Todo duele más en un septiembre cargado de recuerdos, de iras, de muertes. Duele también cuando responde que no, que la justicia no es justicia después de 45 años, el tiempo que ella y el país tuvieron que esperar para que los asesinos de Víctor Jara fueran condenados.

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Porfiada memoria

Por Marcia Soantkebury | Fotografías: Alejandra Fuenzalida

La negación y el borramiento fueron la política de la dictadura desde que bombardeó La Moneda. Al reconstruir el edificio, suprimió la entrada de la calle Morandé: si no había puerta, nadie había salido por ella y, por lo tanto, los que atravesaron ese umbral detenidos o muertos jamás existieron. Al suprimir la dirección del centro de detención y tortura ubicado en la calle Londres: si se sustituía el número 38 por otro desaparecía el escenario de tormentos y muerte. Al promover la recuperación del espíritu “deportivo” del Estadio Nacional, porque el fútbol contribuiría a evaporar la memoria de las violaciones a los derechos humanos que allí sucedieron. Y, lo más cruel, en el caso de los detenidos desaparecidos: al no existir el cuerpo, no quedaba constancia de su existencia ni las huellas del crimen.

Mientras gobernaba el general Augusto Pinochet, miles de chilenos y chilenas fueron perseguidos, privados de libertad, exiliados, exonerados, ejecutados, torturados o hechos desaparecer. Durante la transición, los gobiernos democráticos materializaron sus políticas de derechos humanos en las comisiones de verdad (1990- 2005) y estas identificaron a 3.185 desaparecidos, ejecutados o asesinados en forma sumaria. Individualizaron a 28.459 torturados y detectaron 1.132 recintos de detención y tortura, varios de los cuales eran desconocidos hasta entonces.

Además de negar estos crímenes, a los afectados por ellos los agentes del Estado les negaron derechos, identidad y hasta su calidad de seres humanos. También los privaron de su nacionalidad y desconocieron su existencia legal. Por eso, los años que siguieron al golpe de Estado estuvieron marcados por una lucha sorda o abierta por imponer la impunidad o la justicia, el olvido o la memoria.

Especialistas en estos temas establecen que el proceso de sanación de quienes han sufrido atropellos a su integridad y derechos requiere del reconocimiento social de lo sucedido. De allí que el propósito de las medidas de reparación formuladas por los gobiernos de la Concertación apuntó a revertir esta situación reforzando el protagonismo y la dignidad de las víctimas e involucrando a la ciudadanía en una profunda reflexión sobre las consecuencias de la intolerancia.

Al poco tiempo de instalarse la Junta Militar en el poder, con el propósito de recordar a sus familiares desaparecidos, organismos de derechos humanos y grupos de sobrevivientes de los centros de detención comenzaron a instalar cruces, placas alusivas o memoriales a lo largo y lo ancho de nuestra geografía. Y, desde entonces, estos se transformaron en espacios de reparación y encuentro que nos hablan de un pacto para no olvidar.

“No podemos cambiar nuestro pasado. Sólo nos queda aprender de lo vivido. Esa es nuestra oportunidad y nuestro desafío”, afirmó en diciembre del 2008 la presidenta Michelle Bachelet al poner la primera piedra del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. Ella estaba convencida de la importancia de este proyecto y lo llevó adelante contra viento y marea. Estimaba que contribuiría a transparentar las situaciones dolorosas vividas por nuestro país, a reflexionar sobre ellas y que contribuiría a que estas no se repitiesen “nunca más”.

El pasado vinculado a guerras o dictaduras suele desatar apasionadas polémicas en torno a las distintas interpretaciones de lo sucedido y la memoria se constituye en territorio de disputa cultural y política. Chile no ha sido la excepción. Sin embargo, la exmandataria consideró que la imposibilidad de establecer una mirada única no podía ser el pretexto para dar la espalda a lo ocurrido.

La construcción del museo, cuya muestra estable abarca entre el 11 de septiembre de 1973 al 10 de marzo de 1990, remeció a la sociedad chilena aún marcada por el discurso  único heredado del régimen militar y por la negación de la evidencia. Sus contenidos visibilizaron lo que durante muchos años había permanecido oculto.

Hoy, por los pasillos de este edificio transparente ubicado frente a la Quinta Normal, circulan cientos de visitantes, fundamentalmente jóvenes: más del 50 por ciento de nuestra población no había nacido cuando sucedieron los hechos que se presentan en el museo. Se detienen para revisar fotografías y leer los recortes de prensa, observan las artesanías carcelarias y se conmueven frente a las pantallas con los testimonios de los presos políticos.

Al recorrer los sitios de memoria -espacios físicos donde ocurrieron los acontecimientos y prácticas represivas del pasado reciente- como Londres 38 o Villa Grimaldi, el potencial de transmisión es enorme y el visitante se enfrenta y emociona ante la presencia inmanente del pasado.

Sin embargo, en un museo como este, fue necesario enfrentar otros desafíos: ¿Qué se quiere representar? ¿Con qué objetivo? ¿De qué manera? La opción fue entregar al visitante el máximo de elementos –cartas, fotos, recortes, videos, grabaciones y documentos- que le permitiesen reflexionar, sacar sus propias conclusiones y quizás, ¿por qué no decirlo?, salir del edificio con más preguntas que respuestas.

Tarea difícil de abordar fue definir cómo se presentarían la represión y los horrores del terrorismo de Estado. Se decidió no utilizar la “pedagogía de la consternación”, predominante hasta los años ‘90, y que con su recreación morbosa del horror fuese contraproducente, generando distancia y dejando fuera a un visitante anonadado y sin palabras. Se recurrió a representaciones abiertas que combinan información desprovista de retórica con elementos de fuerte simbolismo, destinados a estimular la reflexión.

Testimonios, relatos, voces, paneles y maquetas acentúan el heroísmo y espíritu de lucha de los prisioneros, sus historias de vida, cartas, poemas, formas de resistir, esperanzas, miedos y gestos solidarios. No hay recreaciones y, con excepción de un catre de tortura, todos los objetos de la muestra son originales.

Se optó también por plantear desde un lenguaje simbólico y poderoso, múltiples preguntas e interpretaciones de los hechos que se rememoran. Expresiones mixtas que incluyen relatos y representaciones convencionales y audiovisuales en pantallas y formatos diseñados especialmente para llegar a los jóvenes. Porque la idea es que el museo opere como un puente entre el pasado y el presente y que sus contenidos transciendan las experiencias individuales para educar y construir futuro.

Implementar una política de memoria es complementario a las acciones de reconocimiento de la verdad, de justicia y de reparación individual de las víctimas. Y, a diferencia de la justicia de la historia que se sustancia en una explicación de los hechos, la justicia memorial no puede descansar mientras haya una injusticia no reparada.

El Museo de la Memoria busca transformar la historia en memoria en función de un proyecto destinado a abrir un camino para avanzar y que nos ofrezca un sentido de identidad y destino. Destino que convoca a cada ciudadano de nuestro país a reconocerse como parte de la tragedia ocurrida, idea que está expresada en la obra de Alfredo Jaar. Materializada en una cripta que dialoga con el edificio, ésta se inspira en el concepto “todos hemos perdido algo”, e incluye imágenes de detenidos desaparecidos y de personas aparentemente no involucradas en lo ocurrido.

Cada cierto tiempo, en torno al museo se abren debates sobre el contexto o el periodo que abarca la muestra. Involucran a una sociedad aún dividida frente a lo sucedido en un pasado reciente y nos remiten a los crímenes de lesa humanidad cometidos por el Estado contra un sector de la sociedad. Sin embargo, a diferencia de otro tiempo donde primaban el miedo o la indiferencia, en estos días sus detractores han tenido que enfrentar la protesta de miles de ciudadanos que valoran este espacio de resistencia frente al olvido.

La poderosa porfía de Ana González

Su imagen es el símbolo de la persistencia de la memoria en nuestro país. Su duelo, interminable e inabarcable, la bandera de lucha que ha encabezado, representando en su cuerpo la historia de las víctimas de los atropellos a los derechos humanos en dictadura. Ana González de Recabarren recuerda su infancia tocopillana, su llegada a Santiago, las juventudes comunistas, las primeras imágenes de su amor, Manuel. Un testimonio que está también contenido en las páginas de su autobiografía, que acaba de terminar.

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Tiempos transicionales, ¿tiempos mejores?

Por Claudio Nash

Chile siempre sorprende. Cuando por fin se comenzaban a mover los “límites de lo posible”, cuando tímidamente mirábamos el futuro sabiendo que de alguna forma nos estábamos haciendo cargo del pasado, justo en ese momento, como si viviéramos una pesadilla larga y agotadora, nos damos cuenta de que estamos lejos de cerrar nuestra transición a la democracia.

Los crímenes perpetrados por el gobierno militar (1973-1990) no tienen precedente en la historia chilena por su gravedad y prolongación. Además, las violaciones de derechos humanos (DDHH) fueron parte de una política de Estado destinada a controlar la población e imponer un modelo político-autoritario, económico-neoliberal, cultural-conservador y social-individualista. Un proyecto refundacional basado en el horror.

El triunfo de la opción No en el plebiscito de octubre de 1988 abrió las puertas para un largo proceso de transición a la democracia y reconstrucción institucional. A diferencia de otras experiencias, la transición chilena no se funda en la caída de la dictadura sino que en una derrota electoral (importante, por cierto), pero dentro de la propia institucionalidad diseñada por el régimen cívico-militar. Esto trajo como consecuencia que no se desarrolló una transición pactada, como suele afirmarse, sino que una transición condicionada. ¿Cuál era este condicionamiento? La dictadura estaba dispuesta a dejar el gobierno, pero a condición de que el modelo fundacional que había llevado adelante durante 17 años sin contrapeso alguno siguiera vigente sin modificaciones estructurales. Además, había una condición explícitamente establecida por el dictador: “El día que me toquen a alguno de mis hombres se acabó el Estado de derecho” (1989). Una transición fundada en la impunidad y en la inamovilidad del modelo impuesto.

En este difícil contexto, los nuevos gobiernos, para asegurar la democracia, optaron por privilegiar mecanismos de reparación y el conocimiento de la verdad. Así, surge la Comisión de Verdad y Reconciliación (1990) que dio cuenta de más de 3.000 casos de muertes y desapariciones; años después, la Comisión de Prisión Política y Tortura (2003) consignó más de 30.000 personas víctimas de la tortura en Chile. Esta pasó a ser la verdad oficial e indiscutida de lo ocurrido en dictadura. En materia de reparaciones se han implementado distintas medidas, tales como la petición de perdón formulada por el presidente Aylwin, en nombre del Estado, por las violaciones de DDHH y políticas de compensaciones económicas y de otro tipo para las víctimas de las más graves violaciones o para sus familiares.

No obstante, había un camino que no se había explorado con profundidad: la justicia. Durante años (1990-1998) sólo se avanzó en algunos pocos casos judiciales más por el tesón de los familiares y el rol jugado por algunos jueces que por un impulso desde las autoridades democráticas. Eran los tiempos de la “justicia en la medida de lo posible”. No fue sino hasta fines de 1998, con la detención de Pinochet en Londres, que se abrió el camino de la justicia. En 1999, el Presidente Lagos convocó la Mesa de Diálogo, donde las Fuerzas Armadas reconocieron su responsabilidad en las violaciones de DDHH (hasta esa fecha habían negado sistemáticamente que estas obedecieran a actos institucionales), pero no entregaron información acerca de los detenidos desaparecidos y, peor aún, las instituciones armadas mintieron en los pocos datos entregados. Luego de este fracaso político, toda la responsabilidad en materia de justicia quedó radicada exclusivamente en los tribunales, los que han avanzado en el esclarecimiento de múltiples casos pese a un marco jurídico restrictivo, la nula contribución de las FFAA y Carabineros para investigar los hechos y una total ausencia de colaboración de los victimarios que siguen apostando por la impunidad a través del silencio. Finalmente, la memoria, la incómoda memoria en un modelo fundado en la impunidad, quedó relegada a los esfuerzos de organizaciones de víctimas. El Estado miraba, algo ausente e indeciso. Así, recién en 2010 se funda un Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, institución privada pero que con fondos públicos cumple una obligación estatal. Digna metáfora de nuestra transición.

Pese a los evidentes avances en la democratización y en materia de DDHH, el bicentenario nos encuentra con un modelo transicional que era abrazado por el “peso de la noche” portaliano, donde el orden establecido se imponía, se acorralaba a las víctimas en fatigosos procesos judiciales y una sociedad olvidadiza se sumía de lleno en una espiral consumista e individualista que era la consolidación del modelo legado por la dictadura y refinado en democracia.

Pero todo cambió, de golpe, sin que lo anticipáramos, en 2011. Estudiantes secundarios y universitarios de todo el país salieron a las calles para protestar por la calidad de la educación. Parecía una protesta más, un reclamo que como tantos otros, pronto caería en el olvido. No fue así. Las demandas aumentaron, se sumaron otros sectores y el primer gobierno de derecha desde el retorno a la democracia se enfrentaba a un movimiento social irreconocible: demandas laborales, regionales, medioambientales se sumaban y anunciaban que esta vez los cambios no sólo apuntaban a reformas menores sino que se estaba cuestionando el “modelo”, ese mismo modelo que derecha e izquierda habían asumido como propio. El país había cambiado, la democracia se consolidaba.

El 2014 asume el gobierno Michelle Bachelet por segunda vez, pero en esta ocasión es otra la impronta, es un gobierno que debe dar respuesta a los movimientos que le llevaron al poder. Desde los primeros días, el gobierno adopta un discurso refundacional. Parecía definitivo: los “límites de lo posible” habían cambiado. Estaba ahí, a la vuelta de la esquina, la transformación de la educación, del sistema político, el modelo tributario y el de seguridad social, incluso, la propia Constitución. Mas la historia nunca es lineal, siempre nos depara sorpresas y no todas agradables.

La Presidenta se fue de vacaciones en febrero de 2015 celebrando un gran primer año. Avances sustantivos en su programa la hacían soñar a ella y a muchos más que los cambios eran posibles. Pero vino la debacle. La corrupción había sido un tema ajeno a las preocupaciones de la democracia. No escudriñar en la corrupción institucionalizada durante la dictadura (el enriquecimiento del propio dictador, su entorno cercano, las privatizaciones, en fin, el saqueo del Estado) había sido parte del acuerdo condicional de la transición. Durante 2015 se consolidan una serie de investigaciones que daban cuenta de que importantes empresas chilenas habían financiado lícita, pero también ilícitamente, la política; que existía cohecho de altas autoridades; que las empresas pagaban a políticos de todo el espectro y con ello aseguraban una excelente “disposición” a escuchar sus puntos de vista en leyes, controles, regulación de mercados, entre otros temas relevantes para sus intereses. El escándalo de corrupción política primeramente afectó a la derecha, pero a poco andar arrastró a todo el espectro político y pasó a ser un problema institucional. Como si esto ya no fuera suficiente, los escándalos de corrupción llegaron al palacio de gobierno cuando el entorno familiar de la Presidenta se ve envuelto en acusaciones de tráfico de influencia, entre otros ilícitos. Frente a este escenario, la Presidenta Bachelet asumió un tímido liderazgo. La creación de un Consejo Asesor y propuestas de reformas legales fueron un paso, pero claramente insuficientes ante la profundidad de la crisis moral de la clase política en Chile. Una vez más, la impunidad se impone y las instituciones no están a la altura.

Estos escándalos generaron indignación ciudadana, pero el impulso pronto se agotó. En 2018 asume, nuevamente, la presidencia Sebastián Piñera, pero esta vez con un discurso de derecha tradicional muy distinto a su moderado primer mandato. En este contexto, los temas de la transición han tomado dimensiones insospechadas. Por primera vez surgen voces que justifican los crímenes de la dictadura; se producen ataques a sitios de memoria; se insulta a las víctimas y se reivindica la figura del dictador; se usa al Tribunal Constitucional para demorar causas de DDHH; se nombra un Ministro de Estado que había calificado al Museo de la Memoria como un “montaje”. Además, la Corte Suprema, que ya venía imponiendo en varios casos sanciones reducidas frente a crímenes atroces, acoge un recurso de amparo y libera a un grupo de violadores de derechos humanos a través de la figura de la “libertad condicional” como si estuviéramos frente a crímenes comunes, ignorando gravemente los compromisos internacionales de Chile. Las grietas de la democracia comienzan a ser el cauce por el cual fluye la impunidad que sigue estando en el alma del modelo transicional.

En tiempos en que el “peso de la noche” parece imponerse, las estudiantes de todo el país lideran un movimiento feminista que no sólo pone en jaque a las instituciones educacionales sino que a un modelo patriarcal impuesto desde los orígenes de la República. Ese aire fresco e irreverente es un signo de esperanza porque pulveriza los límites de lo posible.

¿Cómo se resolverá el modelo transicional? Las respuestas a las preguntas de siempre definirán qué ocurrirá con la transición: ¿seguiremos compartiendo como un mínimo ético común la verdad de las violaciones de DDHH? ¿Se consagrará un modelo de justicia mitigada que termina confundiéndose con la impunidad? Por otra parte, la lucha por la memoria será decisiva; el tiempo pasa, los protagonistas de la historia reciente van muriendo y lo que queda son testimonios, archivos, recuerdos y silencios. Preservar la memoria es una tarea vital para nuestra historia y para no repetir los errores, pero por sobre todo, los horrores del pasado.

¿Sobrevivirá el modelo impuesto por la dictadura? Después de 30 años de transición, vivimos un Chile tensionado entre un modelo impuesto por la fuerza, pero que fue aceptado por parte importante de la clase política que se acomodó y usufructuó de él y es apoyado por amplios sectores de la sociedad que ven en el individualismo y egoísmo la mejor forma de surgir. Por otro lado están los diversos sectores sociales que demandan transformaciones profundas, económicas, sociales y culturales. Diagnóstico reservado.

¿Alcanzarán los nuevos vientos para deshacernos del “peso de la noche”? La juventud tiene la respuesta.

Formación en derechos humanos en las Fuerzas Armadas

Por Felipe Agüero

La educación en derechos humanos (DDHH) es necesaria en toda institución del Estado, y lo es especialmente en aquellas instituciones a las que la sociedad, para su propia protección, les confiere el monopolio de la violencia legítima. Si esto vale para todas las instituciones armadas en tiempos en que los DDHH se han hecho parte del patrimonio cultural y jurídico de la humanidad, es especialmente válido en el caso de instituciones armadas que fueron protagonistas de masivas violaciones a los más elementales de esos derechos en un pasado más o menos reciente. La sociedad y el Estado han reconocido esas violaciones y han intentado registrarlas, investigarlas, someter a la justicia a los culpables, reparar a las víctimas y desarrollar procesos de memoria con vistas al objetivo de no repetición. Las Fuerzas Armadas han hecho algunos reconocimientos simbólicos y se sentaron en una mesa de diálogo con representantes de las víctimas. De todas las ramas, es el Ejército el que fue más lejos al reconocer su participación institucional en esas violaciones, en la conocida declaración del Nunca más que hiciera el General Juan Emilio Cheyre, como Comandante en Jefe, en junio de 2003.

Con todo eso a la vista, ¿puede decirse que hoy, a casi tres décadas del fin de la dictadura, se forma a oficiales, suboficiales y soldados en DDHH con la profundidad requerida por la experiencia nacional? Destaco dos situaciones que me parecen decidoras y frustrantes. La primera es que, a diferencia de Carabineros y la Policía de Investigaciones, ninguna de las ramas de las Fuerzas Armadas registra visitas al Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. La segunda es que la declaración del Nunca Más no es discutida, no es asignada como lectura o base para la reflexión. Pareciera que pasó al olvido. Es desalentador que esto refleje una opinión extendida en la oficialidad de que lo hecho durante la dictadura estuvo bien, que era inevitable, y por eso la resistencia frente a ese documento.

No obstante, del rechazo al concepto y significado simbólico de los DDHH que primó durante los años ‘90 se pasó a un reconocimiento de la inevitabilidad de su incorporación. Esto comenzó con la aceptación de participar en la Mesa de Diálogo, que se inició a mediados de 1999 y que llevó a dialogar con un sector—los representantes de las familias de desaparecidos y los abogados de DDHH—que hasta entonces era fuertemente descalificado por los militares. Hay que decir que mientras ocurrían esas conversaciones, que no dieron los resultados esperados y que entregaron información falsa, se estaban destruyendo en el ejército los documentos con esa información. No obstante, desde aquí se dio el primer impulso a la aceptación de la necesidad de dar formación en esta área. El empuje continuó con el Nunca Más y la iniciativa del General J. E. Cheyre y del General O. Izurieta en la Comandancia de Institutos Militares y luego de Institutos y Doctrina. En este periodo se adopta formalmente la decisión de incorporar los DDHH en la enseñanza militar, aun cuando esta decisión no tuvo mayor impacto real en la malla curricular. Se avanza en una mayor y mejor incorporación de la enseñanza del derecho internacional humanitario, especialmente en momentos de mayor participación chilena en misiones de paz, pero no hay incorporación diferenciada y sustantiva de los DDHH.

Esta falta de especificidad y profundidad en la enseñanza de los DDHH en las Fuerzas Armadas fue advertida en un estudio realizado en 2011 por el Instituto Nacional de Derechos Humanos. El estudio señaló que “los contenidos se caracterizan por una fuerte concentración en los marcos doctrinarios y normativos del derecho internacional humanitario, con un escaso tratamiento de los derechos humanos y una ausencia de instrumentos específicos de derecho internacional en esta última materia.” (Boletín Informativo INDH No. 2, diciembre 2011).

Hay pocas referencias a los derechos humanos en la legislación nacional (ninguna en la Armada y Fuerza Aérea) y nada sobre derechos civiles y políticos. Como sugiere lo anterior, se encontraron fuertes diferencias entre las ramas, con una presencia significativamente menor de la temática de DDHH en la Armada y la Fuerza Aérea. Temáticas clave como la tortura, tanto por la experiencia en la dictadura como por los debates sobre acción internacional en esta materia después del atentado a las Torres Gemelas, se tratan sólo indirectamente. Y, agrega el estudio, “los temas de memoria de graves violaciones de derechos humanos se encuentran ausentes en la formación de todas las ramas [….] no lográndose identificar acciones de reconocimiento y de reflexión crítica sobre tales hechos” (Ibid.).

A estas debilidades se suma una muy importante: la calidad de los profesores, que muestran poco interés o convencimiento en el tema. Con todo, es alentador que se haya desarrollado un diálogo entre el INDH y las Fuerzas Armadas, con vistas a mejorar y profundizar este tipo de formación. Producto del citado estudio, el INDH hizo una propuesta de programa de enseñanza, que se orientara a concentrar y visibilizar más la temática de DDHH específicamente, en la misma dirección que antes, el 2000, había propuesto el General Cheyre como Comandante del Comando de Institutos Militares, señalando en un documento “la obligación de dinamizar, profundizar y marcar un fuerte centro de gravedad en nuestros procesos formativos en estas materias.” Pero la propuesta del INDH fue rechazada, diciendo los órganos respectivos de las fuerzas armadas que estaba bien lo que ya tenían.

Hay promesa en una continuada relación de diálogo y propuesta con el INDH, teniendo en cuenta su apuesta por “los nuevos enfoques de la Educación en Derechos Humanos, que fortalecen la doble dimensión del personal uniformado: como garante de derechos, pero también como sujeto de derecho; dimensión que permite apropiarse de mejor manera del marco valórico de los derechos humanos”, y que permite también poner adecuada atención en las reglas y comportamientos dentro de las instituciones en relación a sus propios miembros y la vulneración de derechos de que pueden ser objeto.

La educación en DDHH es limitada y llena de formalismos. Pero hay una plataforma establecida, especialmente en el Ejército, que pudiera permitir avanzar. Esta plataforma consiste en la aceptación de la necesidad de la formación en DDHH y en la presencia del tema en diversos escalones de formación en la Escuela Militar y la Escuela de Suboficiales, y varios otros cursos necesarios para el ascenso de los oficiales. Una gran palanca puede ser la incorporación de objetivos y tareas en este plano que hizo el Plan Nacional de Derechos Humanos. Darle consistencia, profundidad y especificidad a la formación en DDHH, aparte de su relación con la experiencia nacional de violaciones, es una tarea que requiere de decisión y voluntad política. Conspiran contra esto la autonomía que mantienen las Fuerzas Armadas, entre otras, en la esfera educativa, y la falta de voluntad política y capacidad institucional desde el Ministerio de Defensa.

Aquí ha prevalecido una auto inhibición sistemática y falta de liderazgo, desde la posición del ministro, como se vio en estos últimos años, que reflejan una claudicación en favor de la acomodación, para “no hacer olas”, en desmedro de una visión orientada a contribuir desde un sector clave a la verdadera democratización del país y a una modernización de las Fuerzas Armadas y los sistemas de liderazgo civil.