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Testigo esencial de los movimientos sociales de los años 80 en nuestro país, la fotógrafa y concejala por Ñuñoa exhibe en el GAM 60 imágenes que reflejan el papel que jugaron las mujeres durante la dictadura de Pinochet, saliendo a protestar a las calles, en primera línea y en las poblaciones, detrás de las barricadas y de las ollas comunes. En esta entrevista, la reportera gráfica hace un recorrido por sus fotos favoritas de la muestra, que son también parte de un archivo de más de mil negativos que serán donados al Museo de la Memoria y de un libro que se lanza el 18 de noviembre.
Por Denisse Espinoza. Fotos: Kena Lorenzini.
Fue en 1987 cuando Kena Lorenzini dijo basta. Tenía 28 años y había pasado los últimos cinco sumergida en las calles registrando con su cámara las protestas en contra de la dictadura de Pinochet para revistas de oposición, cuando se dio cuenta de que ya no podía seguir. No era que la violencia la desbordara, sino todo lo contrario. “Va a llegar la democracia y voy a estar convertida en un buitre, pensé. Todo lo que querían era ver sangre, violencia y al final yo también. A veces, con mi compañera, Marcela Briones, chamullábamos que nos habían quitado los negativos y nos íbamos a tomar café, porque ya no queríamos más”, dice la fotógrafa (1959) y actual concejala por Ñuñoa, quien hace algunas semanas inauguró su última muestra, Nuestra urgencia por vencer, curada por la investigadora Cynthia Shuffer en el Centro GAM, hasta el 19 de diciembre.
Después de dejar de trabajar para la prensa de resistencia, Kena se hizo fotógrafa freelance. Llegó la democracia, colaboró con la revista Pluma y Pincel y en otra de corta duración llamada Maga. En 1997 decidió estudiar Psicología en la Academia de Humanismo Cristiano, mientras trabajaba como fotógrafa para el Metro de Santiago. “Me pagaban una porrada de plata, así que podía estudiar en el vespertino. Quise ser psicóloga porque trabajando en una ONG ayudaba a inmigrantes a llegar a Chile, y me di cuenta lo poco que entendía sobre lo humano. Ejercí un par de años, pero luego volví de lleno a la fotografía, la psicología no era lo mío, no iluminé a nadie; en cambio, con la fotografía sí puedo colaborar con el despertar de las personas. En la fotografía está mi ego, si ahí fallo, me muero”, dice sentada en la plaza interior del centro cultural.
Con ese ímpetu fue que a inicios de los 2000 Kena Lorenzini comenzó a bucear en su archivo fotográfico. Miles de negativos compilados aparecieron en sobres y cajas y comenzaron a ver la luz lentamente. Su método fue ir gestando libros que le permitieran ir ordenando y difundiendo su trabajo, para luego donarlos a instituciones públicas, primero al Museo Histórico y luego al Museo de la Memoria y los Derechos Humanos.
Así se publicaron los libros Fragmento fotográfico, arte, narración y memoria. Chile 1980 – 1990 (2006), Marcas crónicas (2010), Diversidad sexual: 10 años de marchas en Chile (2011) y Todas íbamos a ser reinas: Michelle Bachelet (2011).
El trabajo se detuvo hasta que en 2016 apareció en su puerta Cynthia Shuffer, fotógrafa, investigadora y docente que quería conocer su archivo. “Básicamente, me puse a cachurearle sus cosas. Me interesaba conocer ese momento bisagra de su obra de fines de los 80 e inicios de la democracia. De pronto, empezaron a aparecer estos sobres con el símbolo de mujer. La Kena los agarraba, los hacía a un lado y me decía, esto para después. Yo me preguntaba qué había en ellos, cuál era ese tiempo después para estos sobres; generó mucho suspenso. Cuando los abrimos se iluminó todo un camino. Primero postulamos a un Fondart de investigación, luego de exposición y así, de a poco, fuimos armando este trabajo que nos tomó años y que resultó en 6 mil y tantos negativos digitalizados. 1.500 son del archivo propiamente de mujeres, 300 imágenes van en el libro y 60 en la muestra”, cuenta la investigadora sobre el profundo proceso de edición.
En 2018 presentaron juntas el libro Hora cero de la democracia en Chile 1990-1994 en el Museo de la Memoria, para luego comenzar de lleno el trabajo con las imágenes sobre mujeres. Sin embargo, lo imprevisible de la vida se cruzó en el camino.
Sophia, la hija de Kena, enfermó y debió someterse a un trasplante de médula. Luego vino el estallido social, las marchas feministas que devolvieron a la fotógrafa a las calles y, después, la pandemia, que interrumpió abruptamente la presencialidad. También, el 24 julio de 2020 falleció la artista y amiga de Kena, Lotty Rosenfeld, quien colaboraba como diseñadora y museógrafa de la futura exposición, y a quien hoy van dedicadas estas imágenes.
“Fue muy emocionante ver la nueva ola feminista, haber esperado 30 años para que las mujeres jóvenes tomaran las banderas del feminismo, porque durante muchos años las mujeres que iban a pedir por el aborto tenían más de 50 y 60 años, y las jóvenes ni aparecían, entonces fue maravilloso ver eso. Pero ha pasado el tiempo y me doy cuenta, con un poco de pena, que las mujeres jóvenes feministas, lo que hicieron, fue instalar el derecho a su cuerpo y también el derecho a ser mujer desde cualquier lugar; pero para mí, no han trabajado la memoria, la memoria de las mujeres víctimas de la dictadura. Han trabajado la memoria de mujeres feministas anteriores, como la Julieta Kirkwood o la Elena Caffarena, pero no han traído de vuelta la memoria de las mujeres que sufrieron, por ejemplo, violencia sexual como método de tortura; no han tomado esas banderas que fueron tan tremendas, tan dolorosas, ni tampoco la lucha de las mujeres campesinas, ni la lucha de las mujeres pobladoras”, plantea Kena.
Nuestra urgencia es vencer recoge, justamente, esas imágenes: 60 fotos ampliadas y cientos de negativos inéditos que reflejan el papel que jugaron las mujeres en la lucha contra la represión, la pobreza, la muerte y la desaparición durante los años 80.
Para Cynthia Shuffer, el ejercicio de exhibir este acervo es justamente liberar una memoria que ha sido “silenciada” y “autocentrada en un discurso patriarcal”. “Este proyecto contribuye justamente a eso, a ir engordando esa memoria y generando esos nexos, porque hay muchas de esas acciones, consignas y experiencias que vivieron esas mujeres en dictadura que resuenan mucho hoy, y también a conocer el amplio repertorio de formas de lucha, de resistencia, que hubo en esa época”, plantea.
“Ojalá sean estas fotos y de otras mujeres de la época las que las mujeres jóvenes tengan en sus escritorios, en sus casas, en sus oficinas y en sus lugares más importantes, para que se acuerden de que estas mujeres lucharon y les permitieron a ellas estar hoy en estas luchas sin miedo, porque esta es la generación sin miedo”, dice Kena Lorenzini antes de cruzar el umbral de entrada de la sala de artes visuales del GAM y comenzar el relato de algunas de sus fotos predilectas.
“Estas son dos fotos juntas. Representan la vuelta que se daban todos los viernes los familiares de los Detenidos Desaparecidos frente a La Moneda con Teatinos. La de abajo me impresiona mucho porque va la Estela, la Owana y la señora Elena, viudas de Parada, Guerrero y Nattino. La Owana era muy joven, tenía como 22 años nada más. Para mí es impresionante verlas hasta hoy y recordar esas vueltas y como las violentaban, las gaseaban, las golpeaban y ellas volvían cada viernes con sus carteles en algo que se convirtió en una tradición hasta hoy. Me impresiona que estas mujeres con ese nivel de dolor nunca pidieron la pena de muerte para los asesinos de sus maridos. Acá hay un amor infinito a la vida. Nunca olvidaré una vez que le pregunté a la Estela cómo era capaz de compartir espacio con carabineros, darles la mano cuando ella trabajaba en la Junji y a veces debía hacerlo por protocolo. Me dijo: ‘No soy yo la que tengo que bajar la cabeza’. Para mí fue una lección de dignidad tremenda”.
“La de arriba es en el Parque O’Higgins. La frase completa que se usaba en la época era ‘Democracia en el país, en la casa y en la cama’, pero ellas quitaron la casa. Esto tiene que ver con esa frase que dice ‘lo personal es político’ y que acuñaron las feministas en los años 70; a Chile llegó un poco más tarde. Esta foto representa ese tiempo, cuando empezó a aparecer el tema de la violencia contra la mujer como tema político, la lucha del poder dentro de la pareja y un atisbo de un feminismo más popular. La de abajo es icónica de la primera salida que hacen las feministas como grupo a la calle, en 1983, y aparecen un montón de feministas importantes como la Julieta Kirkwood, la Margarita Pisano, la Eliana Largo, cofundadoras de la casa La Morada, la Tere Valdés y la Sonia Montecino”.
“La persona que escribió esa consigna murió un poco después en Nicaragua, y la mujer que aparece con una honda se convirtió en una de mis mejores amigas. Me acerqué a ella porque no estaba segura de que fuese una mujer, pero lo era. Le pregunte si podía tomarle una foto y me dijo que sí. Fue en la toma de Puente Alto, en 1984. Veinticinco años después ella me logró ubicar y desde entonces pasamos todas las navidades juntas. De hecho, para el último aniversario de la revuelta, fuimos a la animita de Mauricio Fredes y ella andaba con una honda y recreamos de alguna forma esta foto. Esto habla de que siempre ha habido mujeres en la primera línea”.
“Esta es una foto que me encanta y de hecho la tengo colgada en mi oficina. Es parte de una secuencia que hay de la defensa que hacían las mujeres de sus territorios. También es de la toma de Puente Alto. Ese día andábamos reporteando con la Pamela Jiles y nos fuimos a dormir a una casa camuflada que estaba por ahí. Nos levantamos al alba porque todos sabían que iban a llegar los tanques. Ahí iban las mujeres con palos a armar las barricadas, se ven también las bombas molotov, y todas usan reloj. En ese tiempo no había WhatsApp, así que tocaba sincronizarse a puro reloj. La mujer de la foto tenía 17 años y en cada esquina, te juro, había una o uno como ella, todas jóvenes, todas con la chapa de comandante”.
“Esta tiene un significado especial. Era una manifestación de Mujeres por la Vida y arriba, en alto, aparecen la Fanny Pollarolo, que era comunista, y la Chela Bórquez, que era democratacristiana, una combinación que era impensada. De hecho, la Chela, que iba como sputnik dentro de la DC, perdió toda posibilidad de escalar por juntarse con las socialistas y las comunistas. Para mí, esta foto es importante porque demuestra que las mujeres siempre son capaces de ir más allá de las pugnas pequeñas, los egos. Primero que nada, somos mujeres, y para todas en esa época la prioridad era volver a la democracia. Nuestra urgencia era vencer, después venían las peleas de la política; esta foto es muy decidora de eso”.
“A diferencia de hoy, que las personas en situación de calle viven en carpas, en esa época la gente armaba sus casas con sacos de harina, palos, piedras gigantes para afirmar las casas y que no se les volaran los techos improvisados. Las mujeres se organizan siempre muy rápidamente. Arman una tienda como comedor con ollas comunes, arman otra tienda como cruz roja. Acá se ve una mujer barriendo en medio de un tierral. No es sencillamente un pedazo de tierra, ese es su hogar, y ella está allí con la escoba, quiere su hogar limpio, ordenado. Hay tanta dignidad en todas estas fotos que me emocionan mucho, son luchas y espacios defendidos y sostenidos por las mujeres donde la vida encuentra su lugar y se reproduce”.
La cultura chilena: cincuenta años
En su punto máximo y último, que como digo es el de la Unidad Popular, la modernización democrática de nuestra segunda modernidad tuvo como sus dos ejes principales la universalidad del sujeto, que es el fundamento de las acciones solidarias y de colaboración, y su autonomía, que es el fundamento del espíritu crítico. Esa era la plataforma filosófica con la que quienes participábamos en aquél esfuerzo democratizador infundíamos sentido a nuestra relación con la realidad.
Por Grínor Rojo
Salvador Allende asumió sus funciones como presidente de Chile el 4 de noviembre de 1970 y, al contrario de lo que muchos creíamos entonces, su mandato no traía consigo el comienzo de un nuevo período de la historia nacional, sino el estiramiento hasta el máximo de lo que él podía dar de un período previo y más largo. Estoy pensando en nuestra segunda modernidad, la que se inauguró en los años veinte del siglo pasado y cuyo gran proyecto cultural consistió en la instalación en Chile de una conciencia democrática y democratizadora que, sin perjuicio de inflexiones y debilidades múltiples (no son lo mismo el populismo del viejo Alessandri, el socialismo democrático de Pedro Aguirre Cerda, el macarthysmo de González Videla, el neofascismo de Ibáñez, el protoneoliberalismo de Jorge Alessandri y la “revolución en libertad” de Frei Montalva), se mantuvo en pie hasta el 11 de septiembre de 1973.
Mientras no puso en cuestión su dominio, la oligarquía de nuestro país toleró la existencia y aspiraciones de semejante proyecto democratizador. Una demostración de esa anuencia reticente fue la reforma agraria “de macetero” que implementó Jorge Alessandri, a principios de los años sesenta, sin el más mínimo entusiasmo y picaneado por la kennedyana Alianza para el Progreso. Pero, cuando la oligarquía chilena sintió que el proyecto se expandía más allá de lo presupuestado, que eso hacía peligrar sus intereses, que las invasiones bárbaras estaban poniendo su perpetuación en jaque, se reconstituyó rápidamente y reaccionó de la manera que todos sabemos: haciendo trenza con el imperialismo, sacando a los militares a la calle y sumergiendo al país en diecisiete años de tinieblas.
En su punto máximo y último, que como digo es el de la Unidad Popular, la modernización democrática de nuestra segunda modernidad tuvo como sus dos ejes principales la universalidad del sujeto, que es el fundamento de las acciones solidarias y de colaboración, y su autonomía, que es el fundamento del espíritu crítico. Esa era la plataforma filosófica con la que quienes participábamos en aquél esfuerzo democratizador infundíamos sentido a nuestra relación con la realidad. La solidaridad y la colaboración se concretaron durante el trienio de Allende, facilitándose el acceso de los ciudadanos a los bienes de todo orden (bienes materiales, alimentación, casa, abrigo, pero también bienes no materiales, como la educación formal y la no formal o la frecuentación liberada para todos los centros de cultura, teatros, museos, bibliotecas, etcétera), así como mediante la promoción de un trato respetuoso entre las personas en el ámbito de su vida cotidiana. Me refiero al trato que yo entablo con un otro que difiere de mí, a quien yo le reconozco su identidad como la de un otro legítimo, pero que en derechos no es diferente de mí y con el que debo y puedo relacionarme horizontalmente. El espíritu crítico, por su parte, estimuló el discernimiento y la discrepancia razonada, por lo que no estar de acuerdo con las opiniones políticas del otro que no era como uno no sólo resultaba posible, sino bienvenido. E incluso era aceptable no estar de acuerdo y manifestarlo con dureza, pero siempre racionalmente y sin por eso convertir al adversario en enemigo. La Unidad Popular no persiguió a nadie por su pensamiento, no cerró ningún periódico, no calló ninguna boca.
A propósito de las prácticas en que cuajó este proyecto cultural, se suelen mencionar la nueva canción, el nuevo teatro, el nuevo cine, los murales callejeros y el involucramiento generoso de las mujeres y los jóvenes en las diferentes iniciativas. Las feministas, pensando, proponiendo y actuando como no lo habían hecho desde los tiempos de su lucha por los derechos políticos. Los jóvenes, sintiendo que su rebeldía estaba amarrada a la emancipación de los más.
Pero los que vivimos esa época sabemos que en realidad fue el libro (y, en general, la letra) el vehículo por excelencia de aquel afán de lucidez. Era una vieja tradición de la izquierda chilena, que entonces renacía y gloriosamente; una tradición que había apostado cincuenta años atrás, en los tiempos de Recabarren y El Despertar de los Tabajadores, a los beneficios de la lectura y la escritura. Me acuerdo muy bien de los pasajeros en la micro, sacando el libro o la revista o el periódico de algún bolsillo de la chaqueta, desarrugándolo y haciendo equilibrios para poderlo leer. Ello explica que uno de los logros espectaculares de aquel período haya sido la Editorial Quimantú, que publicó 12.000.093 libros con 247 títulos distintos en poco más de dos años y de los cuales, cuando se produce el golpe de Estado, se habían vendido 11.164.000, casi todos en los quioscos de periódicos y a un precio que cualquier trabajador podía permitirse. Nunca se había visto un éxito de ventas semejante en la historia editorial de Chile y tampoco se ha vuelto a ver después.
El gobierno de Augusto Pinochet echó en el tacho de la basura los dos principios filosóficos que constituían el alma de la cultura chilena hasta ese momento. Desechó el universalismo y la autonomía del sujeto, porque como un asunto de principio ese era un gobierno que descreía tanto del uno como de la otra. Por consiguiente, despreció la solidaridad, la colaboración y el espíritu crítico, e introdujo en cambio la competencia sin restricciones junto con el disciplinarismo autoritario. El disciplinarismo autoritario apuntalando esta vez el desenfreno de los mercaderes.
Así fue como la dictadura pinochetista impulsó la figura del otro como un competidor al que debo y puedo anular y vencer. Que ganara el “más mejor”, fue lo que se dijo, copiando la sentencia meritocrática del futbolista Leonel Sánchez, aunque el más mejor fuese en este caso sólo aquel a quien los nuevos dueños del poder le habían entregado los instrumentos para serlo.
La diferencia se convirtió en jerarquía y el universalismo en uniformidad. En un lado se ubicaban los jefes, que eran los superiores por la gracia divina y a los que si uno quería evitarse problemas era conveniente obedecerles, y en el otro se ubicaban los subordinados, los inferiores, también por la gracia divina, que eran los que obedecían y a quienes se apiñó en una masa indistinta. Por ejemplo, dejaron de existir en Chile los indios, sólo había chilenos. Un decreto de Pinochet, el 2.568, de 1979, prácticamente los ¡abolió!, autorizando la división de las tierras de las comunidades, “liberalizándolos” y “chilenizándolos”.
Resultados principales de esa gestión autoritaria: i) una sociedad desigual y segregada, lo que se materializó topográficamente en un apartheid urbano, de espacios para ricos y espacios para pobres,cuyo rigor habrían envidiado los supremacistas blancos de Sudáfrica; ii) una educación mejor para unos y peor para otros. Chile se transformó en el paraíso de la educación privada: colegios particulares pagados enteramente, que eran los de primera clase, para los ricos; colegios particulares subvencionados, pagados parcialmente, los de segunda clase, para aquellos que no eran ricos pero tenían todas las intenciones de serlo; y colegios públicos gratuitos, los de tercera clase, para los pobres de solemnidad. Con esto la educación pública chilena retrocedió en proporción inversa y a expensas del avance de la educación privada, hasta el nivel de su casi liquidación, es decir hasta un nivel en el que ciertos colegios públicos, que habían sido el orgullo de Chile, se desintegraron y, lo que es aún peor, que siguieron desintegrándose después, porque la verdad es que no hemos salido de ese estado de cosas hasta el día de hoy. No olvidemos, además, en este renglón, que con la misma lógica la dictadura intentó cerrar la Universidad de Chile y que sólo la respuesta airada y unánime de su comunidad impidió que ello ocurriera; iii) la instalación de un aparato de control de la cultura crítica, y estoy aludiendo ahora a la censura directa e indirecta; iv) el sospechoso regocijo de los desfiles militares, del folklore oligárquico, de los saludos a la bandera y de una canción nacional a la que se le repusieron versos alusivos a los “valientes soldados de Chile”; y v) una cotidianeidad caracterizada por la hostilidad y la agresión.
En cultura, como en todo lo demás, la postdictadura ha mantenido, y no pocas veces ha profundizado, lo obrado por la dictadura, aunque debe reconocerse que morigerándolo para hacerlo palatable a la “gente” (una palabra sanitizada, que sustituyó a la palabra “pueblo”, que era el término que empleábamos hasta 1973 para estos propósitos… otra sustitución significativa con la que se mal sinonimiza lo que no se quiere nombrar con su nombre propio). Por ejemplo: la segregación social se mantiene contemporáneamente incólume, como una expresión clara y concreta de la desigualdad, entre ricos y pobres, blancos e indios, caballeros y rotos, señoras y chinas. Y en esas condiciones no es raro que se haya continuado en la postdictadura con el predominio de la educación privada, tanto en cantidad como en calidad. Los colegios privados tienen hoy día más alumnos que los públicos e incluso más de los que tenían en 1990. En 2017, en la media, 370.627 en la educación pública frente a 519.207 en la particular subvencionada y 81.725 en la particular pagada. También el número de estudiantes en la educación superior pública es minoritario. Y los mejores resultados en las pruebas para entrar a la universidad los obtienen los/las egresados/as de la media que salen de los colegios particulares pagados.
Pero también es cierto que la censura desapareció o, mejor dicho, que sus funciones han sido trasladadas y confiadas al ejercicio de un supuesto “sentido común”, que no es otro que el que difunde una nube espesa de banalidad, la que secretan los medios, sobre todo, y que algunos políticos suelen hacer suya, ya que para sus propósitos funciona de perlas. Asisten, por ejemplo, esos representantes de nuestros deseos, rebosantes de complacencia, a los “matinales” de la televisión, donde su política se codea con la de los “rostros”, las bataclanas y los futbolistas mientras se deleitan todos juntos con los sabores del chisme.
El hecho es que hoy no hay censura formal en nuestro país, que eso es verdad y hay que agradecerlo, pero no menos verdad es que el pensamiento crítico tiene serios problemas para darse a conocer, porque aquellos que tendrían que abrirle camino -los controladores de la prensa, de los canales de televisión, de las radios, de las editoriales, del Ministerio de las Culturas, entre otros-, no lo hacen, argumentando no tanto el distanciamiento que ellos tienen respecto de la crítica en general, que lo tienen en efecto, como el desinterés de la “gente” por tales contenidos. Un buen ejemplo es el canal estatal de televisión, que opera de la misma manera en que operan los canales privados, sólo que lo hace peor y sobrevive por eso en un déficit interminable y que los contribuyentes tenemos que ayudar a paliar cada dos o tres años. Han optado quienes dirigen ese canal por la cultura light de la farándula, una estrategia comercial que, según declaran, les asegura un rating competitivo. Que eso no es cierto, a todos nos consta. Un ente público compitiendo en un contexto capitalista con un ente privado no puede ganar.
Finalmente, anoto aquí que en el cotidiano actual continúan presentes (la realidad es que se han incrementado) la hostilidad y la agresión, en ocasiones hasta niveles apenas tolerables. Que las autoridades de turno prometan entonces combatir la “violencia” imperante en el país no es más que un parloteo hipócrita. Vivimos en una sociedad que es estructuralmente violenta y esas autoridades, que hablan fuerte y golpean la mesa, tienen, si es que no toda, una parte sustancial de la culpa.
* Texto presentado en el simposio “50 años: Unidad Popular, un pasado lleno de futuro”, en la Universidad de Chile, el 3 de noviembre de 2020.
La persistencia de Lotty Rosenfeld, la artista que desafió por cuatro décadas al poder
A fines de los 70 integró el grupo CADA, con quienes enfrentó a la dictadura de Pinochet a través de polémicas acciones de arte en el espacio público. Su trayectoria estuvo marcada por las cruces que dibujó en varias ciudades del mundo como símbolos contra el autoritarismo. En 2015 expuso en la Bienal de Venecia y el año pasado fue candidata al Premio Nacional de Arte. Se fue sin recibirlo. Falleció este viernes, a los 77 años, a causa de un cáncer al pulmón.
Por Denisse Espinoza A.
Una simple línea vertical marca la diferencia entre menos y más. Una simple línea que cambia el significado completo de un mensaje y que en manos de Lotty Rosenfeld se transformó en una acción de rebeldía y resistencia contra el autoritarismo de la dictadura de Pinochet. En diciembre de 1979, la artista egresada de la Universidad de Chile realizaba su primera acción pública: Una milla de cruces sobre el pavimento, en la que trazó líneas horizontales sobre las verticales que dividen las pistas de autos en Avenida Manquehue. La performance, registrada en video, se transformó en una de las obras icónicas de la artista que durante cuarenta años siguió replicándola en lugares emblemáticos del poder como las afueras de la Casa Blanca en Washington DC, la Plaza de la Revolución en La Habana y la frontera entre Alemania oriental y occidental. A medida que el gesto se multiplicó, el alcance político y teórico de su obra también se profundizó.
En 2007, Rosenfeld fue invitada a la Documenta Kassel, Alemania, una de los principales encuentros de arte en el mundo, y en 2015 representó a Chile en la Bienal de Arte de Venecia, junto a la fotógrafa Paz Errázuriz, en un pabellón curado por la teórica Nelly Richard. Su obra, además, es parte de prestigiosas colecciones como la Tate Gallery de Londres, el Museo Guggenheim de Nueva York y el Malba de Argentina. Sus credenciales la hicieron varias veces candidata favorita para el Premio Nacional de Artes Visuales, galardón al que fue postulada por última vez el año pasado, pero que nuevamente no recibió. Este viernes, la artista falleció, a los 77 años, debido a un cáncer de pulmón que la aquejaba hace largo tiempo. Su legado pionero en el formato de la performance, el videoarte y la instalación la dejarán inscrita de por vida en la historia del arte chileno.
“La muerte de Lotty es un golpe fuerte para las mujeres artistas chilenas. Era una hermana mayor, una mujer increíble, sabia y libre, y una artista icónica y gigante, sobre todo tenaz, y de una resistencia ética y estoica absolutamente admirables”, dice la artista Voluspa Jarpa, quien apoyó su candidatura el año pasado junto a otros artistas, escritores y figuras de la cultura como Raúl Zurita, Gonzalo Díaz, Diamela Eltit, Sol Serrano y Alfredo Castro.
Nacida el 20 de junio de 1943, Carlota Eugenia Rosenfeld Villarreal, más conocida como Lotty, fue una de las pioneras del arte conceptual y performático de finales de los 70 e integró lo que posteriormente se conoció como Escena de Avanzada. De forma paralela a sus obras individuales, integró el Colectivo de Acciones de Arte (CADA) junto al artista Juan Castillo, la escritora Diamela Eltit, el poeta Raúl Zurita y el sociólogo Fernando Balcells, con quienes entre 1979 y 1983 realizó diversas y polémicas obras en el espacio público como resistencia a la dictadura. Luego de eso, Lotty trabajó de manera individual en performances e instalaciones, pero también en la recopilación y edición de imágenes en video, con las que siguió entregando un mensaje político contra la obediencia ciega a la autoridad, que cuestionó los discursos oficiales. “Sin renunciar a las matrices que recorren mi obra, me he propuesto trabajar en las zonas que presagian un nuevo escenario, donde se cursan batallas políticas, económicas y culturales. Batallas que se juegan en el territorio de las imágenes y de la tecnología y sus procedimientos comunicativos. He utilizado el sonido como instrumento estructurador de obra. Me ha interesado explorar el discurso fónico, donde la voz testimonial se interconecta con la voz oficial para poner en escena la ‘otra versión’, aquella sumergida por los discursos dominantes. Hoy el neoliberalismo promueve formas de arte que tienden al espectáculo, pienso que lo importante y lo productivo es poner en el espacio público producciones artísticas incómodas a las operaciones de mercado”, contaba la artista respecto a cómo había desplazado su trabajo a otros soportes en una entrevista concedida el año pasado ad portas a su candidatura al Premio Nacional.
En esa ocasión, Lotty también hizo memoria de su trabajo junto al CADA, que partió en octubre de 1979 con la obra titulada Para no morir de hambre en el arte, donde a través de varias acciones abordaron el problema de la pobreza extrema, dotando a la leche del poder simbólico para representar un problema político irrepresentable. Hoy la obra cobra inusitada vigencia en el Chile pandémico y postestallido social.
El colectivo repartió 100 litros de leche entre los pobladores de La Granja en bolsas de medio litro, aludiendo a la política de alimentación infantil de Salvador Allende; consiguieron que camiones de leche Soprole se estacionaran frente al Museo Nacional de Bellas Artes, donde antes habían clausurado la entrada con un lienzo blanco, afirmando que el arte estaba fuera y no dentro del edificio; y distribuyeron frente al edificio de la Cepal el texto No es una aldea, con reflexiones como esta: “cuando el hambre, el terror conforman el espacio natural en el que la aldea se despierta, sabemos que nosotros no somos una aldea, que la vida no es una aldea, que nuestras mentes no son una aldea; sabemos también que el hambre, el dolor significan todos los discursos del mundo en nosotros”. El grupo hizo historia y Lotty seguiría en esa línea con obras que siempre trascendieron la contingencia política de su época.
“Las acciones generalmente nos tomaban sólo algunas horas llevarlas a cabo, sin embargo, su logística podía demorar meses para conseguir el objetivo planificado”, contaba la artista el año pasado, quien además recordó los pormenores de Ay, Sudamérica, acción realizada el 12 de julio de 1981, en la que el colectivo logró que seis avionetas sobrevolaran Santiago lanzando textos poéticos. “Esta obra nos llevó más tiempo y mayor astucia. Fue necesario dirigirnos a varios municipios de la periferia de Santiago para solicitar autorización de sobrevolarlos y dejar caer ‘algunos’ volantes poéticos. El texto, que se imprimiría en 400 mil ejemplares, tuvo que ser corregido varias veces hasta que fue aceptado por cada uno de los alcaldes. Ya con la autorización de tres o cuatro comunas, nos conseguimos seis pilotos civiles de avionetas, quienes ni siquiera leyeron los permisos, pero les encantó el texto. Les pedimos que sobrevolaran lo más al centro de la capital que fuera posible. Al aterrizar nos estaba esperando una patrulla de Carabineros. Habían caído panfletos sobre una comisaría de Independencia. Nos llevaron al retén donde el susto y las aprehensiones policiales se solucionaron con unas disculpas y un cheque”, rememoró la artista.
Su compañero de labores en el CADA, Juan Castillo, la trae a la memoria hoy. “Los recuerdos son muchos y se atropellan. En todo colectivo las dinámicas son diversas porque los roles pueden variar y variaron muchas veces, pero fundamentalmente con ella nos ocupábamos más de la visualidad de los trabajos que desarrollamos. En todo caso, mi relación con Lotty es de antes del CADA y siguió mucho después, era ella quien me importaba, ella y su obra”, dice el artista visual radicado en Suecia. “Su trabajo es icónico, porque abrió muchos sentidos. La posibilidad de intervenir nuestra señalética cotidiana, abrir muchas lecturas que, pasando por el No+ del CADA, fue a marcar el No para la vuelta a la democracia y sigue vivo hoy en día en todas las manifestaciones sociales”, agrega Castillo.
Por su parte, el poeta y Premio Nacional de Literatura, Raúl Zurita, prefiere dedicarle un verso a quien también fuera su compañera de colectivo.
“Casas de 40 pisos
muchedumbres de color
millones de circuncisos
y dolor dolor dolor
Adiós Lotty Rosenfeld”
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El legado de una artista feminista
Tras la desarticulación del CADA en 1983, Lotty Rosenfeld siguió ligada a las acciones de arte cuando se integró al movimiento Mujeres por la Vida, que reunió a mujeres opositoras a la dictadura de diversas profesiones, afiliaciones políticas y orígenes sociales, pero que tenían la meta común de restaurar la democracia. Entre ellas estuvieron las periodistas Mónica González y Patricia Verdugo, la escritora Diamela Eltit y la fotógrafa Kena Lorenzini. Esta última trabó una estrecha amistad con Lotty Rosenfeld. “Nos conocimos y enganchamos altiro por el sentido del humor que ambas teníamos y porque además era artista visual y a mí me encantaba ese mundo, y nos hicimos muy amigas. En Mujeres por la Vida ella era pieza fundamental, decidía la visualidad, cómo iba a ser la forma en que iban a hacerse las acciones del colectivo. En el fondo, hacía carne nuestras ideas”, cuenta Lorenzini.
“Ella era una creadora total que vivía del arte, para el arte y por el arte, y también por el sueño del final de todo este sistema. Era, por sobre todo, una persona muy libre, que se autogobernaba, que hacía lo que ella pensaba y quería hacer, y eso era muy hermoso y un ejemplo de vida. Para mí fue clave encontrarme con una mujer así, estar al lado de una persona que pensara todo lo contrario a lo que pensaba la gente que circulaba por el mundo”, agrega la fotógrafa.
En Mujeres por la Vida, Lotty Rosenfeld siguió trabajando codo a codo con Diamela Eltit. Juntas realizaron una serie de entrevistas a mujeres fundamentales para el movimiento feminista chileno. Así, entrevistaron a la sufragista Elena Caffarena (1903-2003); a la primera mujer en ocupar un escaño en el Senado, María de la Cruz (1912-1995); a la diputada socialista Carmen Lazo (1920-2008); a la socióloga y política Mireya Baltra (1932) y a la profesora Olga Poblete (1908-1999), entre otras. El archivo inédito fue donado el año pasado por las artistas al Centro de Estudios de Literatura Chilena (CELICH), de la Facultad de Letras UC.
Sin embargo, la obra emblemática en la trayectoria de Lotty Rosenfeld sería sin duda la Milla de cruces… y el signo No+. Para ella la continuidad de ese trabajo fue también la constatación de una tensión política que ha seguido repitiéndose en la historia de las sociedades. “He insistido sobre la circulación de los discursos con que se ordena a los cuerpos individuales, haciéndolos políticamente sumisos. No sólo he persistido durante años en el trabajo con el signo (+), sino que he realizado obras en distintos lenguajes y soportes que muestran los procedimientos automáticos de sometimiento. Mi trabajo es un relato visual que se niega a concluir porque transita a la par de una historia que va otorgando nuevos relieves y sumando nuevos sentidos a la obra”, decía en 2019 sobre el motor de su trabajo.
Para el artista Camilo Yañez, Lotty Rosenfeld logró algo difícil, pero trascendental en el mundo de la visualidad. “Lotty construyó un signo mínimo, particular que se volvió universal. Reivindicó a las mujeres sus derechos y sus luchas, reivindicó la disidencia y finalmente logró darle lugar y voz al desacato frente a las injusticias de este país y del mundo”, dice el también curador quien trabajó con la artista en varias exhibiciones, la última fue Otrxs Fronterxs, el año pasado. “Mi último contacto con ella fue en marzo pasado, estábamos coordinando la entrega de sus obras después de la desmontar en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos donde participó con múltiples fotografías de sus acciones. La pandemia y la cuarentena impidieron el encuentro. Siempre fue una artista, generosa, comprometida y coherente. Era, sin lugar a dudas, una merecedora del Premio Nacional”, agrega Yañez.
Aunque Lotty disfrutó del reconocimiento de su obra, durante su trayectoria también debió sortear la censura y el desconocimiento, incluso en contextos altamente artísticos, como en 2007, durante su participación en la Documenta Kassel, cuando la reversión de su obra Una milla de cruces sobre el pavimento fue destruida por error por el servicio de limpieza de la ciudad. “Más allá de la anécdota, esto habla del carácter irrecuperable de mi obra. El que hubieran retirado y botado a la basura toda la milla de cruces trazadas en la noche anterior a la inauguración reafirmó la vigencia de mi obra. Afortunadamente, la acción alcanzó a ser registrada en video y fotografía, por aire y por tierra. Tengo las más bellas imágenes de este trabajo, pero mi propósito de que Google Earth hubiera recogido esta milla de signos (+) se vió frustrada”, contó el año pasado.
En estos últimos años, la artista mantuvo su trabajo en el espacio público. En 2018 realizó tres acciones: en la puerta de Alcalá en Madrid, frente al Coliseo en Roma, y en el puente del Cuerno de Oro en Estambul. Esta última fue en reemplazo de una intervención que la artista había intentado realizar desde 1997: trazar un signo (+) al centro de uno de los puentes del Bósforo que une Asia y Europa, usando como horizontal la estela que deja una embarcación al cruzarlo. La situación política y el financiamiento impidieron hacerla. “Las migraciones, el tránsito libre en las fronteras y los traspasos generacionales se unen en este proyecto que quedará como desafío legado”, decía Lotty el año pasado.
Ese legado, sin embargo, ya estaba en marcha. En 2018, el colectivo Delight Lab -que se han hecho conocido por sus proyecciones vinculadas a la protesta social- homenajeó a la artista para el 8M, proyectando el No+ en los edificios ubicados sobre el Teatro de la Universidad de Chile, en plena Plaza Italia. Esta noche volverán a hacerlo con una nueva proyección en el edificio Telefónica a raíz del fallecimiento de Lotty Rosenfeld. “Para nosotros es un referente directo en nuestro actuar. Finalmente, ella lleva el discurso crítico a un formato artístico, al espacio público, y se toma ciertos aspectos de la ciudad para poner en cuestionamiento las injusticias, sobre todo durante la dictadura y en su proyecto Mujeres por la Vida. El 2018 la contactamos y de inmediato nos dio su apoyo para el proyecto y luego supimos que había quedado muy contenta. Por eso, para nosotros es un súper potente referente, y si bien sentimos la pérdida de su muerte, al mismo tiempo queremos celebrarla como artista, porque su obra está más que vigente”, afirma Octavio Gana, miembro de Delight Lab.
«Cazar al cazador»: Los detectives salvajes
A inicios de los 90, la Policía de Investigaciones creó una pequeña unidad para rastrear y perseguir a civiles y militares involucrados en crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura. La periodista Pascale Bonnefoy reconstruye en su último libro, Cazar al cazador, la historia del grupo que capturó a Manuel Contreras y Osvaldo Romo, entre otros. Un relato desconocido y fascinante sobre la transición chilena.
Por Diego Zúñiga | Fotografías: Alejandra Fuenzalida y Alejandro Hoppe
Estaban nerviosos.
Llovía torrencialmente cuando llegaron a Puerto Montt ese 17 de septiembre de 1991. Tenían una misión: detener al entonces general en retiro Manuel Contreras, el Mamo, el exdirector de la DINA que en ese momento —cuando recién empezaba la transición— aún tenía mucho poder. Por eso estaban nerviosos.
Eran un grupo de detectives de la Brigada de Homicidios a quienes esa misma mañana les habían informado del operativo: debían viajar a Puerto Montt y ahí tomar un auto hasta llegar al fundo de Contreras, en Fresia, a unos 70 kilómetros. La Justicia lo buscaba por el asesinato del excanciller Orlando Letelier.
Llegar allá no iba a ser fácil. El camino estaba lleno de informantes, por lo que esa noche tuvieron que maniobrar con sumo cuidado para sólo confirmar que Contreras estaba ahí, en su casa.
La detención sería al día siguiente.
Pero de eso —de los detalles de aquella operación—, la prensa de la época no informaría mayormente. Iba a ocurrir todo en silencio, un silencio incómodo que se produjo desde el momento en que esa mañana del 18 de septiembre de 1991 los detectives entraron al fundo escoltados por militares con fusiles AKA —hombres en cargados de proteger al exdirector de la DINA.
La conversación con Contreras fue tensa. Estaba a la defensiva y su tono de voz se volvía cada vez más desafiante: “Yo no me voy a ir con ustedes —les dijo—. Me voy en la forma que yo quiera (…). Ya le informé a mi general Pinochet que salgo de aquí mañana a las ocho horas”.
Los detectives cedieron a la exigencia de Contreras, quien viajó por tierra a Santiago junto a uno de los miembros de la Brigada de Homicidios.
La misión estaba cumplida.
Iba a ser el comienzo de una historia protagonizada por un grupo de detectives que iría tras los pasos de civiles y militares vinculados a crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura. Una historia que se iría armando en voz baja, alejada de la atención de los medios, protagonizada por un grupo de hombres anónimos que capturaría, entre otros, a Miguel Estay Reyno (el “Fanta”) y a Osvaldo Romo. Una historia desconocida —ocurrida durante la transición— que es el centro de Cazar al cazador, una investigación rigurosa y alucinante de la periodista y profesora del Instituto de la Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile (ICEI) Pascale Bonnefoy (1964), publicada hace unos meses por Debate. Un libro que aporta una mirada nueva sobre la historia reciente de Chile.
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—Estaba buscando temas para un libro y quería alejarme un poco de los derechos humanos. Ya había escrito e investigado sobre eso. Pero le di hartas vueltas. Me gusta la historia, los temas propiamente históricos, pero de pronto surgió esto: yo hace muchos años que estoy yendo a declarar a la Brigada de Derechos Humanos por distintas causas, a propósito de investigaciones que he hecho, entonces estaba familiarizada con este grupo de detectives y con el trabajo que hacen —cuenta Pascale Bonnefoy sentada en su oficina, en el ICEI, donde es jefa de la carrera de Periodismo.
Le estaba dando vueltas, buscando tema para un libro, y el tema estaba ahí, frente a ella.
—Mi idea original era hacer un retrato de la actual brigada y de lo que hacen. Pero en mi rigurosidad fui a los inicios y no sólo descubrí el origen de la actual brigada sino que terminé releyendo la transición política en clave Policía de Investigaciones, y eso me fascinó. Fue interesante ver este “lado B” de la transición —explica Bonnefoy, quien lleva investigando la historia del Chile reciente desde hace muchos años. En 2005, publicó Terrorismo de Estadio. Prisioneros de guerra en un campo de deportes, investigación por la que obtuvo el premio Escrituras de la Memoria del CNCA y que en 2016 fue ampliada y reeditada.
“Creo que ahora la cobertura de los derechos humanos se da principalmente a nivel de publicación de libros. Hay una cierta frialdad en cómo los medios tratan este tema, que les parece trillado. Lo ven como un tema más, y no lo es: es un drama”.
Su vida, de alguna forma, está atravesada por lo que fue el golpe de Estado de 1973. En ese entonces, vivía en Estados Unidos, pues su padre fue asesor legal de la embajada de Chile durante el gobierno de Salvador Allende para la nacionalización del cobre.
—Cuando las empresas demandaron al Estado de Chile, a mi padre lo enviaron allá para hacer asesoría legal en defensa del Estado chileno. Allá estábamos cuando fue el golpe y nos quedamos. Otros parientes fueron torturados, otros estuvieron presos, otros exiliados —recuerda Bonnefoy, quien volvió a Chile en 1986 y al poco tiempo se puso a trabajar en la Comisión Chilena de Derechos Humanos. Había estudiado relaciones internacionales, hacía clases de inglés y le interesaba el periodismo. Viviendo en Estados Unidos se suscribió a una revista latinoamericana que siguió recibiendo incluso cuando ya había vuelto al país. Y un día, en un arranque de atrevimiento, pensó: “Ya que estoy en Chile, voy a escribir algo sobre el país y se los voy a enviar”.
Y así, entonces, empezó la vida periodística de Pascale Bonnefoy.
Escribió un artículo, después otro y otro; luego envió textos a otras revistas, y así fue avanzando hasta que decidió estudiar formalmente periodismo.
Ese inicio inesperado en el oficio marcó inevitablemente su devenir profesional: ha trabajado para medios chilenos (La Nación Domingo, El Periodista, El Mostrador, Contacto), pero sobre todo se ha desarrollado como corresponsal de medios internacionales. Empezó a colaborar en The Washington Post, produjo e investigó para documentales y programas televisivos extranjeros, y hoy es asistente corresponsal para la oficina regional de The New York Times, donde escribe regularmente. Su último texto lo publicó a fines de marzo: un artículo sobre los once militares que fueron condenados por el caso de Rodrigo Rojas de Negri.
—Yo creo que ahora la cobertura de los derechos humanos se da principalmente a nivel de publicación de libros, no tanto en prensa, en ningún formato. Hay una cierta frialdad en cómo los medios tratan este tema, que les parece trillado. Lo ven como un tema más, y no lo es: es un drama—explica Bonnefoy—. Salvo que sea un gran golpe noticioso, lo ven como algo que ya pasó. Pero hay millones de historias que no se conocen. Piensa que tenemos a un montón de agentes y torturadores dando vueltas por la ciudad, los campos y las pequeñas localidades impunemente, anónimamente, y eso indica que es un asunto que no está resuelto. De hecho, ni siquiera es un asunto que podamos llamar histórico, porque aún es un tema del presente.
Pascale Bonnefoy comenzó el proceso de investigación del libro a inicios de 2015. Un encuentro clave fue entrevistar a Luis Henríquez Seguel, un detective que estuvo en La Moneda cuando fue bombardeada el 11 de septiembre de 1973. Era uno de los hombres de la PDI que integraban la sección encargada de resguardar Presidencia. Uno de los diecisiete que se quedó escoltando a Allende, pues cumplía órdenes de su superior. Luego lo derivarían a distintos puestos en Policía de Investigaciones hasta que en septiembre de 1990 le pidieron que fuera parte del Departamento V de Asuntos Internos de la PDI: necesitaban que se dedicara al problema de la corrupción y la disciplina interna de Investigaciones, ya que el gobierno sabía que para concretar la transición, la ayuda de la PDI sería fundamental. Pero, primero, debían limpiar el lugar. Ahí estaría, en algún sentido, el origen de lo que luego sería la unidad que investigaría los temas de derechos humanos.
—Fue importante encontrarme con Luis Henríquez y Nelson Jofré (otro de los detectives protagonistas de esta historia), porque ellos me fueron contactando con otros detectives de la época y así pude ir reconstruyendo todo. Y me encontré con un grupo humano superespecial, amable y con ganas de aportar y de que se conociera esta historia, porque están orgullosos de lo que hicieron, pero saben que no han sido reconocidos. Tienen ese pudor de que cumplieron con su deber, pero hicieron cosas importantes en medio de adversidades y arriesgaron su propia integridad física y la de sus familias.
Además de las entrevistas con los detectives y otros protagonistas políticos de aquellos años, Bonnefoy tuvo acceso a mucha documentación de la policía, lo que la ayudó a confirmar los distintos relatos de sus fuentes y a construir de una forma más compleja todo el entramado político y social de aquellos años.
Cazar al cazador no es sólo una cuidada investigación de un grupo de detectives que capturó a algunos de los torturadores y cómplices más brutales de la dictadura —y, al mismo tiempo, un material fascinante que pareciera exigir ser trasladado al mundo audiovisual: una película, una serie de televisión—, sino también una deslumbrante reconstrucción de lo que fue la década del 90 y una mirada desconocida de la transición, pues mientras este pequeño grupo de detectives iba investigando la historia de la PDI en dictadura —investigando a sus compañeros, a sus jefes—, Patricio Aylwin y su gobierno planificaban la estrategia para buscar justicia por las violaciones a los derechos humanos. Y en esa estrategia, los detectives tendrían un papel principal, sobre todo contrarrestando el poder que aún tenía el Ejército —que los hostigaría incansablemente durante las investigaciones.
—Casi todo el mundo piensa, o muchos, que esto de la persecución de violadores de derechos humanos partió después del 2000 o tras la detención de Pinochet en Londres, pero yo cubro justamente lo contrario, es decir, llego hasta el arresto de Pinochet —explica Bonnefoy, y agrega—: Yo en ese tiempo estaba muy activa periodísticamente, pero desconocía que había sucedido todo esto. Me acuerdo, por ejemplo, de Romo, cuando lo detuvieron. Me acuerdo de las cosas que relato en el libro sobre ese caso, pero no había pensado en el trabajo de la policía. Había pensado más en el trabajo de los jueces, de los familiares, de la Vicaría.
El caso de Osvaldo Romo es fundamental en Cazar al cazador. No sólo porque es uno de los mejores capítulos —con una reconstrucción muy detallada de la persecución, el viaje de los detectives a Brasil, donde lo encontraron, y las inéditas maniobras políticas que el gobierno chileno tuvo que hacer para conseguir su captura en noviembre de 1992—, sino porque fue un golpe mediático importante.
—Fue un hito de Investigaciones: por un lado, fue un salto a los operativos más allá del análisis de informes que llevaban haciendo hacía tiempo, y por otro, fue un salto de calidad: fueron a perseguirlo a Brasil y lo trajeron de vuelta con el apoyo del gobierno. Consiguieron que la opinión pública avalara el trabajo que se estaba haciendo en esta materia.
Consiguieron el aval de la opinión pública, pero sobre todo empezaron a ganarse la confianza de algunos grupos de derechos humanos que seguían luchando por encontrar justicia, y que al inicio los habían recibido con recelo. Era inevitable: la transición planteaba la idea de buscar justicia en la medida de lo posible y esto incomodaba a las familias de los detenidos desaparecidos. Sin embargo, tras la lectura de Cazar al cazador queda la impresión de que el gobierno de Aylwin hizo mucho más en esta materia, a pesar de haber tenido a Pinochet ahí, todavía con un poder innegable.
—Yo siempre he sido extremadamente crítica con la transición, y lo sigo siendo. Aylwin podría haber hecho las cosas de manera mucho más radical, cortar de raíz, descabezar todo esto, no apegarse a la legalidad y a la constitución de Pinochet. Pero ellos se comprometieron a hacerlo así porque esa fue la transición pactada. Había mucho miedo. Investigando me di cuenta de que se hizo más de lo que yo pensaba, más de lo que yo sospeché.
—Otra impresión que deja el libro es que en Investigaciones sí hubo una limpieza y una reestructuración interna después de dictadura que no vivieron ni el Ejército ni Carabineros, por ejemplo.
—Sí, hubo mucha pugna interna al comienzo. Tanto de eso no supe, pero sé que sucedió. Hubo harta resistencia dentro de la PDI ante este grupo que investigaba la historia de la institución en dictadura. Igual, fue muy intenso el proceso que vivió Investigaciones en este sentido y que no lo vivió ninguna otra institución armada, y por eso tenemos a Carabineros y al Ejército como los tenemos. Eso es superclaro. Todas esas instituciones debieron reformarse apenas volvió la democracia, ponerlas efectivamente bajo control civil. Pero no lo hicieron. Por eso se nota mucho las trayectorias distintas que han tenido.
¿Poder femenino o feminismo interseccional? Una reflexión histórica en torno a los 30 años del NO
Por Kemy Oyarzún
Los debates en torno a las nuevas subjetividades sociales, culturales y políticas de hoy representan nudos centrales para el feminismo, para la radicalidad democrática y el pensamiento crítico. En ese sentido, constituyen un barómetro a partir del cual examinar los 30 años desde que el éxito del No y las ciudadanías activas plantearan al terrorismo de Estado la imposibilidad de una vuelta atrás.
Históricamente, los nudos de sabiduría feminista de las nuevas subjetividades de la modernidad quedaban formulados lúcida y tempranamente para América Latina a partir de Flora Tristán, entre 1833 y 1838, en Unión Obrera y Peregrinaciones de una paria. Posteriormente, en Chile, las nuevas subjetividades serían invocadas por el Movimiento de Emancipación Chilena (MEMCH ‘35 y ‘83) y por Julieta Kirkwood, tanto en sus escritos como en sus talleres feminarios. Esos nudos han mostrado complejas problematizaciones en filosofía política a partir de planteamientos como los de Carole Pateman y Nancy Fraser, entre otros. Pateman instaló la idea de una “deuda primaria” de las democracias occidentales para con las mujeres, y en ese sentido, a nivel del modelo democrático de la propia burguesía, ella daba cuenta de ciertas fallas estructurales del paradigma de igualdad. Aparte de la desigualdad estructural entre capital y trabajo, el modelo sería sistémicamente deficitario por desconocer ciudadanía incardinada para la mitad de la especie. A su vez, Nancy Fraser daba cuenta de un paradigma histórico tripartito que el feminismo estaría configurando a nivel mundial a partir de tres vectores: la representación, las identidades y la redistribución, todos ellos a niveles simbólicos y materiales. No se trataría de “estadios” diacrónicos. Las más de las veces, las luchas feministas latinoamericanas los expresan con mucha sincronía. Como ejercicio teórico, podríamos identificar la representación con las luchas sufragistas que pusieron en tela de juicio los procesos ilustrados y republicanos de democratización. Las luchas identitarias vendrían vinculadas a los movimientos del ‘68 y posteriormente surgirían las demandas por la redistribución de poder e igualdad estructural.
Como la dictadura constituyó un retroceso en el sufragio de toda la ciudadanía, las luchas por la representación y la identidad se convirtieron en ejes simultáneos hasta la posdictadura. Los esfuerzos por redistribuir poder simbólico y material aguardan aún, dadas las condiciones del hipercapitalismo neoliberal.
No será sino hasta la Comuna de París y la Revolución Bolchevique que los objetivos de redistribución se convertirán expresamente en nudos políticos para las mujeres y las grandes mayorías, como muestran Louise Michel (la “louve rouge”) en 1871 y Aleksandra Kollontái en 1918, respectivamente.
La división capitalista del trabajo se va consolidando. La oposición entre letradas o movimientistas, políticas populistas (María de la Cruz) o de avanzada socialista-comunista (Julieta Campuzano y Laura Allende) marca los tránsitos hacia imaginarios cada vez más heterogéneos hasta que se configura un segundo auge coalicional significativo, el de la Unidad Popular, caracterizada, paradójicamente, por una baja en el feminismo movimientista. Ni la revolución en libertad ni la Unidad Popular impulsan, por motivos opuestos, la constitución de identidades feministas, si bien ambas se plantean proyectos de desarrollo país. Supuestamente, las contradicciones entre la emancipación de las mujeres y la liberación nacional se habrían de resolver “más adelante”. Es posible que la Unidad Popular haya subordinado la cuestión del sujeto feminista a la “cuestión popular” sin más calificativos a raíz de dos amenazas: la intervención norteamericana y los avatares antidemocráticos del capital monopolista chileno. Aquí resulta indispensable enfatizar, en primer lugar, el rol intervencionista del capital norteamericano, elidido tozudamente en el Chile dictatorial y posdictatorial por los medios comunicacionales, a pesar de la evidencia de los ITT Papers. Gladys Marín, quien se encontraba en clandestinidad para el No, fue tajante: “Estábamos en medio de la guerra de embargos, bloqueos, desestabilización, paros patronales, atentados todos los días a vías férreas y tendidos eléctricos; asesinatos; radios, diarios, TV que llamaban abiertamente a derrocar a Allende. Todo financiado desde los EE. UU. Millones de dólares para desestabilizar el gobierno popular y hacer chillar la economía chilena”.
En segundo lugar, la Unidad Popular experimentaría la avanzada de mujeres naturalizadas de derecha, organizadas bajo el lema de “poder femenino”, que a diferencia de los sujetos feministas, lanzaban sus campañas profamilia consolidando la resacralización de la familia heteronormativa, la sumisión neocolonial y la agresiva repulsa de los amplios imaginarios interseccionales. En perspectiva, los derechos reproductivos terminarían siendo uno más de los chivos expiatorios de la dictadura. En los ‘80, la re-penalización del aborto dio vuelta el reloj hacia 1931, haciendo tabla rasa de las luchas feministas de los años ‘30. No habrá solución de continuidad entre esa actoría hegemónica de mujeres autocráticas y la constitución pinochetista, cuyo biopoder patibulario propugnará la violencia sexual como eje de la violencia de clase. Aunque de ello no se hable sino hasta apenas siete años atrás, no habrá prisionera que no fuera violada en cruentas prácticas sexuales, como tampoco varón que no haya sido feminizado a partir de torturas sexuales en cautiverio. La Constitución de 1980 centrará en la familia y no en la persona los derechos, para convertirla en núcleo de políticas educativas privatizadoras y docilizadoras. La estrechez del Estado para los cuidados se habrá realizado en nombre de esa feminidad y de su ideología familiocéntrica.
El Estado subsidiario anexado al exterminio durante la dictadura es hasta el día de hoy producto ancilar de una transición inconclusa. Referir a mujer y/o género hoy implica asumir la diferencia radical entre lo femenino y el feminismo interseccional, entre ser sujetos u objetos de políticas públicas, entre neoliberalismo y democracia, en una situación epocal de neocolonialidad. En el contexto del binominalismo pactado, la transición democrática se dio de espaldas a los movimientos estudiantiles, a las feministas radicales, a los movimientos sociales y a aquellos considerados de “ultraizquierda”, con la consiguiente lucha permanente de esos sectores por incidir en las coyunturas políticas más allá de las “cocinas” legislativas. Para 1995, el Parlamento, que aún contaba con senadores designados, llegaría a votar por mayoría la censura del vocablo “género” en los documentos que la Ministra Josefina Bilbao llevaría a la Conferencia en Beijing. Sin duda, los movimientos sociales y los partidos excluidos han protagonizado procesos democratizadores desde las calles, sindicatos e instituciones, impulsando legislación a favor del divorcio, la despenalización de la sodomía, uniones civiles, leyes contra la violencia intrafamiliar (no de género), planes laborales de igualdad y despenalización del aborto en tres causales. Mayo de 2018 repolitiza el propio concepto de género, que se había venido sumando a otras estrategias de gatopardismo y autocensura para eludir hablar directamente de patriarcado, machismo o extractivismo, pero también de clase, raza, colonialidad o imperio. El triunfo del No fue indudablemente generado por amplias y diversas actorías democratizadoras, que no siempre han sido representadas a nivel gubernamental. El largo camino de blanqueo e impunidad frente al exterminio dictatorial resurge una y otra vez como situación inconclusa, como retorno de lo reprimido a niveles macro y microestructurales.
El segundo gobierno de Michelle Bachelet propugnó reformas estructurales como el fin al binominal, la reforma tributaria o el derecho universal a la educación. Pero esas reformas, instaladas desde nuevas subjetividades democratizadoras, no siempre concitaron amplio respaldo al interior del propio gobierno; redundaron en diseños deficitarios que finalmente favorecieron la elección del actual gobierno de derecha. La despenalización parcial del aborto en tres causales aguarda convertirse en pleno derecho reproductivo -aborto libre, gratuito y de calidad- a partir de más amplias subjetividades y actorías democratizadoras, capaces de nuclearse en torno a objetivos prioritarios colectiva y participativamente acordados.
La enorme desigualdad estructural en Chile afecta particularmente a las mujeres y a los sectores más pobres, en la medida en que la reproducción de la especie y la reproducción de la fuerza de trabajo remiten a la maternidad obligatoria, a dobles y triples jornadas de trabajo y a mermas crecientes del tiempo para sí. Hoy, cuando casi el 50% de las mujeres se ha incorporado a la fuerza laboral, todavía sorprende que perciban el 65% del salario de los varones. De gran impacto para un sistema de sexo género contrahegemónico es el matrimonio igualitario y un sistema nacional de cuidado, que permita desmantelar el binarismo excluyente entre lo privado y lo público, entre la producción y la reproducción, entre la reproducción y la creación artístico-cultural. El neoliberalismo se plantea ajeno al trabajo cultural y al pensamiento crítico. Pendiente queda la capacidad colectiva de convocar a una Asamblea Constituyente que posibilite construir colectivamente una nueva Constitución desde las y los nuevos sujetos. Imagino una carta de navegación estratégica que asegure el tránsito desde el Estado subsidiario impuesto durante la dictadura y prolongado desde el No hasta ahora, hacia un Estado garante de derechos, con igualdades sustanciales y no meramente formales para la ciudadanía toda. Los feminismos interseccionales insertos en los movimientos sociales y el Parlamento, desde las casas y las calles, desde imaginarios plurales y dialógicos han delineado los mapas. El viaje desde los sufragios activos y las identidades a las reapropiaciones materiales y simbólicas recién comienza.
Manuel Antonio Garretón: «En Chile no hay un solo aspecto de la vida social que no esté afectado por las herencias de la dictadura»
Por Jennifer Abate / Fotografías: Miguel Ángel Larrea y Felipe Poga
Sorpresa fue lo que provocó Manuel Antonio Garretón en un panel radial cuando comentó, a principios de la década, su opinión sobre la recién estrenada película “No” (2012) de Pablo Larraín. “Fui a ver la película del No y es probablemente la basura ideológica y el bodrio más grande que he visto”, señaló. Esto, debido a que la película no consideraba, a su juicio, elementos clave en la recuperación de la democracia, como los miles de ciudadanos anónimos que custodiaron las elecciones, un cuadro internacional favorable, la coordinación política y las movilizaciones sociales que se desarrollaron en los meses previos.
Por cierto, el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales 2007 y académico de la Universidad de Chile tenía y sigue teniendo las credenciales para referirse con propiedad tanto a las batallas por la recuperación de la democracia como a lo que ocurrió tras el plebiscito de 1988 que prometía la llegada de la alegría. Autor o co-autor de decenas de libros y especialista en procesos de democratización y transición, Estado, sociedad, movimientos sociales y partidos políticos, Garretón ha sido una de las principales voces de la consciencia crítica de un país que a 30 años del triunfo del No se sigue asumiendo en transición y que por eso, en sus propias palabras, ha buscado los acuerdos políticos “en la medida de lo posible” con el fin de evitar una regresión autoritaria que desde su perspectiva, nunca estuvo cerca de suceder.
Tomás Moulian ha dicho que la transición se acabó cuando el gobierno de Ricardo Lagos eliminó los enclaves autoritarios de la Constitución del ´80. ¿Comparte usted esa opinión?
No.
¿Se acabó la transición en Chile?
Primero tenemos que ponernos de acuerdo en un concepto de transición, porque si no, cada cual va a decidir cuándo terminó la transición. De hecho, todos los ex presidentes han dicho que con ellos había terminado la transición. Hubo otros publicistas que dijeron que la transición había terminado el 4 de agosto del ‘92 y el propio presidente Aylwin tuvo que decir que en realidad se había equivocado y que la transición no había terminado y que probablemente duraría mucho tiempo. No entremos a hacernos trampas con los conceptos, no entremos a decidir que la transición comienza o termina cuando a mí me gusta o cuando yo decido al respecto.
Entonces, desde su perspectiva, ¿cuándo se acaba la transición?
Mi manera de plantear el asunto sería decir que la transición en el caso chileno comienza el 5 de octubre de 1988 en la noche, cuando queda superada la posibilidad del golpe de Estado. Con el plebiscito se desencadena el proceso de transición, es decir, todos los actores empiezan a preocuparse ya no de la lucha contra la dictadura sino que del régimen que viene y cómo se van a ubicar en el futuro. Por lo tanto, la transición comienza el 5 de octubre y termina el día en que Patricio Aylwin es nombrado Presidente de la República, el primer presidente propiamente tal después de Salvador Allende, porque Pinochet fue un tirano.
¿Y qué fue lo que ocurrió después de ese día?
Estamos en presencia de un régimen democrático, un régimen democrático incompleto, pero es democracia, ya no es dictadura. Creo que, los distintos presidentes, incluso lo que dice Tomas Moulian sobre el gobierno de Ricardo Lagos, hicieron ampliaciones democráticas, reformas que mejoraron el régimen, pero el país ya no estaba en transición y yo creo que el uso del concepto de transición ha sido enteramente ideológico e instrumental.
¿Ideológico e instrumental de parte de quiénes y con qué objetivos?
De parte de todos, tal como se ha usado. ¿Por qué algunos dicen que la transición no ha terminado? Porque, “ah, la transición no ha terminado, por lo tanto, por favor no nos movilicemos demasiado, no generemos demasiados problemas, no exijamos demasiado, calmemos las demandas, hagamos acuerdos y consensos, porque como no ha terminado, capaz que pueda haber regresión autoritaria”. Una de las bases sobre la que se consolidó el modelo socioeconómico de la dictadura, con muchas y profundas correcciones por parte de la Concertación, eso es innegable, fue decir que si nos metíamos con el modelo económico, iban a reclamar los empresarios o los militares. Es decir, la amenaza de regresión autoritaria fue usada para una u otra política a pesar de que cualquier persona con un mínimo de cultura y de estudio de todo lo que han sido las transiciones en el mundo sabía que el 5 de octubre en la noche se acabó la posibilidad de regresión autoritaria. Puede haber habido boinazos, puede haber habido movimientos y amenazas, pero no había ninguna posibilidad de regresión autoritaria y eso lo sabían todos, pero convenía decir que estábamos bajo presión y bajo amenaza autoritaria.
Usted ha hablado de enclaves autoritarios que dificultan el desarrollo de la democracia representativa de calidad, como el control de la elite en la selección de candidatos o la inamovilidad del modelo económico heredado de la dictadura. ¿Cree que en los últimos años, a raíz de fenómenos como el cuestionamiento a la corrupción o la emergencia de nuevos movimientos y partidos políticos, se han reducido los enclaves?
Mire, yo quisiera atenerme un poco a una cierta definición, a un cierto concepto para no hacernos trampa. Cuando yo hablaba de enclaves autoritarios, de lo que hablaba fundamentalmente era de aquellos componentes propios de un régimen dictatorial o autoritario que se trasladan al régimen democrático y que restringen la capacidad democrática. Enclaves son aquellos elementos del régimen dictatorial que se perpetuán en el régimen democrático e impiden la plena expresión de la soberanía o la expresión popular. Dicho eso, los enclaves autoritarios pueden ser institucionales, como una Constitución, o, por ejemplo, ético-simbólicos, como la impunidad de los actores que perpetraron violaciones a los derechos humanos. También hay enclaves actorales, que representan a los actores de la dictadura que aún viven en la democracia buscando una regresión autoritaria, como el núcleo militar o el pinochetismo político.
¿Y se ha logrado reducir esos enclaves en los últimos años?
Si uno toma el enclave ético-simbólico, ahí uno diría que hay una parte importante de lo que se ha logrado que ha sido obra de los movimientos de derechos humanos, fundamentalmente los movimientos que representan a las víctimas, como la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos o las comisiones de derechos humanos. Es evidente que ahí ha habido un papel importante de los movimientos sociales, pero no hemos superado el tema constitucional y ese es el central. En ese punto, a mi juicio, los movimientos sociales han sido más bien débiles, el tema constitucional ha sido uno que han mantenido sobre todo los actores políticos y a veces con la idea de que a la gente no le preocupan esos problemas. En el tema constitucional se define, a mi juicio, la diferencia con la herencia de la dictadura.
Recientemente se aprobó la Ley de Identidad de Género en la Cámara de Diputados, hace un año el aborto en tres causales y hace tres años el Acuerdo de Unión Civil. ¿De qué Chile nos hablan estos avances que eran impensados en los primeros años después de la transición?
Es evidente lo que ha avanzado la sociedad chilena en los últimos cuatro o cinco años. Hace siete u ocho años, hacer un chiste sobre homosexualidad era celebrado en los festivales, en las casas y en todas partes. Hoy es inaceptable y puede ser constitutivo de delito. Esos fueron avances de los movimientos sociales que no habrían tenido una instalación jurídica si no hubiese sido por la política. Pero a su vez, los enclaves institucionales impidieron que pudiera expresarse cabalmente lo que era la demanda ciudadana. Por ejemplo, la ley de divorcio o las discusiones en torno al matrimonio igualitario todavía están atrapadas en una época anterior donde los sectores conservadores tenían mucho poder al respecto.
¿Cuáles diría usted que son las deudas más urgentes que le impiden a Chile alcanzar una democracia plena?
En primer lugar, no tenemos un régimen político completamente democrático debido a que tenemos una Constitución heredada de la dictadura y que tiene un sello de tipo neoliberal con predominio del mercado. No podemos tener democracia plena en un país que no tiene acceso a sus recursos porque los sectores privados son los dueños de estos. No hablo de democracia representativa sino de democracia como una forma de vida en que la sociedad define su destino. Por tanto, el aspecto constitucional es clave. Además, yo tengo la impresión de que siempre va a ser una democracia incompleta si no se define una nueva forma de relación con los pueblos originarios. Va a ser una democracia incompleta con este sistema actual de regionalización. Va a ser una democracia incompleta si no se introducen mecanismos de participación y de expresión de la soberanía popular como los plebiscitos, como la posibilidad de discutir la revocación de mandato, la iniciativa popular de ley, en fin.
La herencia principal de la dictadura ha sido el haber transformado a la sociedad hacia un modelo que si bien los gobiernos democráticos han modificado, se mantiene en sus principios centrales. Hay que llamar la atención sobre eso porque el caso de Chile es único. Los problemas que enfrentan países como Brasil y Argentina no tienen que ver con la época de la dictadura, su vida cotidiana no está afectada por la dictadura excepto en los temas de violaciones a los derechos humanos. Pero si uno mira el caso chileno, salud, educación, pensiones, regionalización, recursos naturales, todo eso tiene que ver con la dictadura. No hay un aspecto de la vida social, no digo de la vida privada, de la vida social, de la vida como país, que no esté afectado por las herencias de la dictadura. Con todos los elementos positivos que tuvo la Concertación, lo que uno más lamenta es que no se le haya dado importancia al debate sobre la modificación del modelo económico neoliberal y los enclaves autoritarios.
A propósito de la ex Concertación y de la ex Nueva Mayoría, ¿qué dice de esas coaliciones, que fueron las que impulsaron la recuperación de la democracia, el hecho de que hoy no se puedan poner de acuerdo para celebrar los 30 años del triunfo del No?
Yo creo que expresa que no existe esa coalición. Dejó de existir como proyecto en un cierto momento y en la medida en que usted va dejando de existir como proyecto, también va dejando de existir como una comunidad con un pasado común. Como ya no tiene porvenir, vuelve sobre el pasado, y cuando hay debates sobre ese pasado, empiezan las divisiones.