La parte por el todo: monumentos y gestos anticoloniales

América, no invoco tu nombre en vano”

Gracia Barrios, título de su pintura para el evento del mismo nombre (1970), colección Museo de Arte Contemporáneo, Universidad de Chile.

Por Matías Allende Contador

Toda revuelta social tiene una construcción y dimensión simbólica: su propia emergencia iconográfica, sus cánticos, sus lemas, una emblemática. Formas que no me siento con la capacidad de leer o traducir en palabras y creo que cualquier intento sería oportunista, por decir lo menos. Sin embargo, la dimensión ritual de esa simbología en el descontento popular es significativa y merece ser reflexionada. Ciertos códigos comparecen en los medios masivos de comunicación como afrentas al orden público y al civismo, aunque muchos de esos gestos son justamente una zona de purga, donde el relato del canon cultural suele ser mancillado, sublevado, contravenido y ofendido, como formas de cobrarle a ese canon las exclusiones históricas.

Chile es un país sin una estatuaria pública particularmente rimbombante, en comparación a otros de Latinoamérica. Sin lugar a dudas, no fue la falta de talentos, pues hemos tenido —y tenemos—  grandes escultoras, como Marta Colvin, Laura Rodig o María Fuentealba, por nombrar algunas de mediados de siglo XX. Tampoco se debió a una carencia de materiales ya que, como buen país minero, tenemos acceso relativamente sencillo a varios tipos de piedra. Más bien, pienso que podría deberse a dos factores: primero —y considerando que la estatuaria pública es eminentemente un asunto del siglo XX—, a que un Estado desarrollista de menor escala como el chileno no tuvo un presupuesto considerable para concomitar obras de gran envergadura, así como tampoco hubo una élite culta y filantrópica que solicitase ese tipo de trabajo; y segundo, a las condiciones propias de un país telúrico, con una cordillera apabullante que es ejemplo de monumentalidad simbólica (por supuesto, sin caer en discursos esencialistas). Ahora bien, sí hubo una estatuaria tímida, pues todas las ciudades o pueblos de este país debían tener al menos algún héroe en monumento ecuestre, un intelectual entronizado o un militar con su busto.

Así nos fuimos llenando de norte a sur de estatuas que remitían a los “constructores” de la patria, y me refiero a la patria criolla, de configuración decimonónica, a manos de una élite latifundista que posteriormente forjó alianzas, vía matrimonios, con una burguesía emergente, resultado de la segunda ola migratoria europea en el Cono Sur, constituyendo el sustrato socioeconómico de las actuales clases dirigentes. Una élite que en nuestros más de 200 años como república independiente sigue siendo —con algunas modestas variaciones— la misma, y que, con pequeños eufemismos azucarados, replica modos y discursos profundamente coloniales, con todo lo que eso conlleva: racismo, clasismo, expropiación territorial, eurocentrismo, y una larga lista de etcéteras.

Busto de José Menendez. Crédito: @YerkoObilinovic

Esos constructores de la patria nos llenaron de figuras de Cristóbal Colón, Pedro de Valdivia, Francisco de Aguirre, García Hurtado de Mendoza, Manuel Baquedano, Diego Portales o los héroes de la Guerra del Pacífico (los chilenos por supuesto), por nombrar algunos. Paulatinamente, desde el 18 de octubre de 2019, fecha de inicio de las revueltas populares que estamos viviendo, y con una intensidad cada vez mayor, muchos de ellos fueron pintarrajeados, como Baquedano en Santiago, o derribados, como Colón en Arica, o sacados de sus pedestales, como de Aguirre en La Serena, para poner en su lugar a la mujer diaguita Milanka.

Sin embargo, lo que me parece más interesante, y a la vez sintomático de esa herida colonial abierta y purulenta, es el degollamiento de las esculturas. El degollamiento o desmembramiento como figura metafórica es particularmente potente en el campo cultural andino. Por ejemplo, el mito milenarista del Incarri, profecía que refiere al regreso del último inca, Atahualpa, quien supuestamente murió degollado con su cuerpo y cabeza separados y enterrados en distintos lugares. Ese relato señala que, una vez que ambas partes se encontrasen, el segundo período del Incario surgiría y se acabaría el apocalipsis español. Aun cuando el mito se extendió por siglos en los Andes centrales, teniendo ecos durante el período republicano, lo cierto es que no fue Atahualpa, sino más bien Tupac Amaru I, último líder el Estado Neoinca de Vilcabamba, quien fue degollado por el sanguinario Virrey Toledo. Atahualpa, en cambio, murió con el nombre de Juan y se le ofició misa, como se puede ver en la exquisita pintura de Luis Montero, “Los Funerales de Atahualpa” (col. MALI, 1865-1867).

Entonces, lo importante no es quién ha sido degollado, sino la significación que tiene el gesto ritual de separar la cabeza del tronco, de fragmentar el cuerpo, pero pienso —sobre todo—, que la pérdida de la cabeza tiene que ver con la pérdida de una identidad específica como sujeto. El cuerpo de “Atahualpa” (Tupac Amaru) es un cuerpo cualquiera, es el rostro lo que lo define. Entonces hoy, tras más de 500 años de colonialismo hispano y nacional-estatal, nos encontramos con una vuelta de mano simbólica, con la reapropiación pagana del gesto metonímico de la parte por el todo. En Temuco, se le ofrendó a la estatua de Caupolicán la cabeza del aviador Dagoberto Godoy, que por días se creyó —y varios medios así lo comunicaron— que era la cabeza del conquistador Pedro de Valdivia. Un acto simbólico a todas luces, porque las representaciones indígenas en la estatuaria chilena son menores que las hispánicas del período colonial, y si se hacen son de personajes cuya representación ha sido monopolizada por los mismos hispánicos, como el Caupolicán de Alonso de Ercilla en La Araucana, texto canónico de la tradición escolar chilena. Entonces, lo singular es que el indígena es apropiado por el pueblo en un gesto de reivindicación alegórica; Caupolicán es una identidad contundente independiente de su existencia real o no, y es este Valdivia (el confundido) quien puede ser el “literaturizado” en este acto de entrega de su presencia. Este es un caso de degollamiento de la representación de “Valdivia”, el fundador de Santiago, que ha tenido por estos días su cabeza colgada de un puente o arrancada, pintada y empalada en otras localidades. Recordemos que el descuartizamiento, empalamiento y descabezamiento eran códigos de guerra propios de las zonas de frontera del Imperio español, en este caso, su límite más austral: el río Bío Bío.

Adentrados en el período republicano, encontramos otros casos significativos de violencia colonial que también nos permiten comprender lo que vivimos hoy, por ejemplo, el genocidio contra los pueblos indígenas de la Patagonia. En Punta Arenas, el monumento a José Menéndez conmemora este hecho, un asturiano que en la Patagonia del siglo XIX hizo una fortuna impresionante, no sólo por la ganadería en su alianza con la familia Braun, sino por haber destacado en la matanza que diezmó al pueblo Selk’nam, justamente para avanzar sobre esas tierras. Su cabeza también fue arrancada el 3 de noviembre pasado y ofrendada al monumento de los indígenas extremo-australes. O, finalmente, la decapitación de los héroes de la Guerra del Pacífico (1879-1884) en el Morro de Arica, un monumento que recuerda el triunfo de Chile sobre Perú y Bolivia, uno de los conflictos territoriales más importantes de ese siglo en América, que tuvo entre sus consecuencias el surgimiento de la Panamerican Union (encuentros de “acuerdo” estadounidense con los países de su patio trasero) y, en términos prácticos, la transformación de la zona de Arica como chilena. Una zona limítrofe, donde las identidades nacionales peruana, boliviana y chilena todavía se encuentran en disputa, mientras otras agrupaciones reivindican también sus derechos, como la población afrodescendiente. Hoy, esos héroes son bustos sin rostro que representan la imposición violenta de una identidad nacional (el denominado proceso de “chilenización”) en un territorio que se definía —de hecho— por su liminalidad.

Podríamos continuar con ejemplos de hombres, particularmente hombres que “construyeron” nuestro país y en general nuestra América, desarrollando una retórica patria que, desde una lectura actual, se encuentra a todas luces contraria a la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948). Un documento capital que debiésemos tener presente hoy más que nunca, cuando los cuerpos son lacerados. Es significativo que la mayoría de la estatuaria “defenestrada” sea masculina, mientras que la femenina (menor en cantidad por supuesto) prácticamente no ha sido intervenida.

«América, no invoco tu nombre en vano» (1970), Gracia Barrios. Colección MAC. Gentileza MAC.

Finalmente, ¿por qué iniciar esta columna con esa frase de Neruda, parte de su Canto General (1950), apropiada por la pintora nacional Gracia Barrios para titular una de sus obras, participante en el evento artístico titulado con el mismo nombre: “América, no invoco tu nombre en vano”? Esta pintura, actualmente parte de la colección del Museo de Arte Contemporáneo de la Universidad de Chile, representa un pueblo, una masa cohesionada por cuerpos en un látex negro, separados del fondo blanco, donde cada individualidad, rostros masculinos y femeninos, son modulados con un marrón sobre las siluetas negras. Gracia Barrios los pone de pie, marchando, caminando hacia los espectadores, unidos por sus cuerpos, siendo un homenaje a los pueblos americanos mismos. Sin embargo, esta pintura, impresionante en su singularidad, es el cuerpo central de un tríptico. No hay que olvidar que separar el cuerpo también es una agresión de las fuerzas retardatarias. “América, no invoco tu nombre en vano” es una entidad desmembrada: supuestamente los paneles laterales, que completan la composición, estarían, uno en la Pinacoteca de Concepción, y el otro en Casa de las Américas, en La Habana, ambos desaparecidos desde la dictadura cívico-militar. Esta pintura es un cuerpo simbólico americano fragmentado, pero diferente a estas estatuas, a esas individualidades transgredidas, hoy, en la primavera de 2019, por un impulso anticolonial. Pero, justamente por ello, recordemos que hay un cuerpo en ese impulso que debemos volver a unir, ese cuerpo americano que —tal vez— nos salve del apocalipsis.

El horror

MEYER:  Los negocios son juego limpio. Esto es saqueo.

EL CHINA:  Nombres, ¿ve usted? Lo mismo que «Te descerrajo un tiro».  Negocios, saqueo. Nombres.  ¿Quién establece la diferencia?

Egon Wolff, Los invasores (1962)

Por Marcelo Leonart

«El yugo se hace más insoportable cuando es menos pesado», dice Tocqueville citado por Carlos Peña. ‪Aprovechemos la liviandad y deshagámonos del yugo para siempre, digo yo. ‪Si quieren se los digo en francés. Aunque mi francés, mal pronunciado, suene como si le estuviera sacando la madre. No precisamente a Tocqueville.

Escribo desde el horror. Escribo en caliente. Escribo sin guía y sin mapa. Como estos días. Escribo pensando que la frialdad no sirve, porque un corazón frío no es capaz de ver la fisura en la cual habitamos. ¿Qué estamos viviendo? ¿Cuál es el horror, cuál es la fisura esa que habitamos? ¿Los estudiantes evadiendo el metro? ¿Unos torniquetes destruidos? ¿Las hordas de gentes, las multitudes bíblicas distribuyéndose agotadas y acaso subyugadas por el caos de ese dieciocho de octubre? ¿Las tropas de pacos vigilando inútilmente el desmadre (ese ejército estéril tratando de contener lo que en el futuro serían las ruinas de la estación Baquedano)? ¿O el horror son las pantallas contra las vías? ¿O el fuego en las estaciones de ese sueño del transporte urbano que surcó de Frei Montalva hasta la dictadura y la Concerta, pasando por la rajadura eterna de la Alameda durante la Unidad Popular? ¿O fue el fuego nocturno en el edificio de ENEL, iluminando el caos de la ciudad, lo que termina describiendo el horror? #ChileDespertó. #ChileCambió. Eso decían las redes a esa hora. ¿Entonces qué? ¿El horror es el cambio, el horror es ese despertar? ¿O el horror es el modo en cómo hemos despertado? ¿La forma en que hemos manifestado el hartazgo? ¿La forma de zamarrear el cuerpo dormido? ¿La —políticamente incorrecta— forma de la violencia?

Cuesta encontrar el hilo. Voy a una marcha. Escucho voces en cabildos. Asambleas. Nadie sabe qué diferencia la una de la otra. Converso. Con los de siempre y con nuevas voces. Voces que nunca había oído y que sin embargo siempre habían estado a mi lado. Hay lucidez y confusión, a veces en una misma frase. ¿Ese es el horror del que hablo? No. Absolutamente no. El choque de la lucidez y la confusión a veces ilumina. Queremos aprender y durante tantos años han buscado hacernos productivos e ignorantes. No queremos ser ignorantes. Pelearemos a muerte contra eso. Pero vuelvo a ver a Chadwick cuando escribo estas líneas —otra vez el pasado como presente— y lo veo como si estuviera en Chacarillas con una antorcha o hablando del orden público o compungido luego de encubrir el asesinato de Camilo Catrillanca. (Ups, ¿el horror entonces venía de antes? ¿Cómo es que el rector Peña y Arturo Fontaine no pudieron verlo? ¡¿Como es que Ascanio no pudo verlo?! Culpa de las hormonas juveniles, seguro. De los torsos desnudos de los muchachos exhibiéndose, de las tetas combativas de las adolescentes. No es la forma, no es la forma, no es la forma, escucho que dicen mientras culpan a todos de lo que, según ellos, no tiene sentido. ¿Acaso Chile no estaba mejor que nunca antes de los estallidos?). Vuelvo a ver, recordando como si todo esto hubiera sucedido hace un siglo, a Piñera disfrutando de la gastronomía italiana en un restaurant de Vitacura y cambiando para siempre su apelativo a El Pizzas. Y luego los milicos en la calle. ¿Ese es el horror? ¿Ver de nuevo —como en el estado de sitio del 84 o del 86— los camiones con soldados y fusiles y balas de verdad? ¿O el verdadero horror es el toque de queda, llamar a mi hijo que está en una manifestación, recorrer la ciudad para ir a buscarlo antes de que su presencia y la de todos esté proscrita en las calles mientras los milicos resguardan la propiedad más que la vida de la gente? ¿O el verdadero horror es que mi hijo, a sus dieciocho años, ya sepa lo que es un toque de queda y que pueda por experiencia propia transmitírselo a su hipotética hija como yo se lo transmití a él?

¿O el horror empieza con los muertos? (No. Nunca pensé que el horror empezara con los saqueos. Desde el día uno había que tenerlo claro. Por decencia. Las vidas son más valiosas que las cosas.) ¿El horror, entonces, empieza con los calcinados? ¿Con los relatos confusos o insultantemente estadísticos de sus muertes? ¿Con la ausencia de nombres? ¿Con la ausencia de historias de esos no-nombres? Leí en Twitter por ahí: Muchos muertos en incendios. Debe ser porque el Mapocho está seco. ¿Son esas once palabras el horror?

(Quiero repetir esto. Como el loop de los noticiarios con las imágenes de los saqueos. Una y otra vez. Como si los directores de los departamentos de prensa quisieran convencer a la gente de que ese es el horror. Pero no, ese no es el horror: No. Nunca pensé que el horror empezara con los saqueos. Desde el día uno había que tenerlo claro. Por decencia. Las vidas son más valiosas que las cosas.)

Limpio mis lentes. Veo con claridad la pantalla de mi computador. Debo agradecer mi suerte y tal vez eso sea el horror. Lo que ven nuestros ojos. Ojos que ven carteles en las marchas, ojos que ven a la gente que se reúne —de a miles, de a millones— sin que nadie las escuche. Ojos que se encuentran con otros ojos y que juntos saben que —de a pares— son una multitud duplicada. Ojos con destellos de rabia, de risa, de pena. Ojos irritados y rojos por la represión lacrimógena. ¿O el horror —el verdadero horror— son los perdigones que nos mutilan, que juegan a dejarnos ciegos en las calles, como si quisieran que no viéramos lo que tenemos que ver, como si quisieran desmentir todo lo que hemos visto en estos días?

Dejo este escrito. Salgo. Camino con miles. Saco fotos. Escucho. Me encuentro con conocidos. Los abrazo. Nos miramos perplejos con lo que está ocurriendo. Porque lo que está ocurriendo es algo que, adormecidos como estábamos, NUNCA PENSAMOS QUE OCURRIRÍA. Y no. Eso no es el horror. Veo a los capuchas enfrentándose con los pacos. Los veo ganando la calle para que miles de personas las ocupen con el objetivo claro de NO VOLVER A LA NORMALIDAD.

Porque eso, tal vez, es el horror. Volver a la normalidad.

Que este estallido social —este instante de encuentro, esta fisura, este momento de anormalidad— quede en nada. Que nos cansemos. Que nos engañen (otra vez). Que no acepten la Asamblea Constituyente. Que nos quedemos (otra vez) sin el agua. Que solo la hipotética hija de mi hijo sea la que tenga que levantarse (otra vez) para hacer lo que ahora tenemos que hacer.

Porque claro (lo repito otra vez): No. Nunca pensé que el horror empezara con los saqueos. Desde el día uno había que tenerlo claro. Por decencia. Las vidas son más valiosas que las cosas.

Tenemos una vida amorosa que construir.

Y no debemos abandonarla.

Perder la oportunidad, dejarla pasar.

Que la aplasten con violencia y/o aburrimiento.

Eso sería el horror.

Santiago, once de noviembre de 2019

Chile: Estado de Emergencia

El pueblo se había vuelto “otro”. Una otredad que permite entender la inicial ilegibilidad de este momento para Sebastián Piñera y sus aliados dentro y fuera de la derecha. Las multitudes de pronto hablaban una lengua alienígena para esa élite, una lengua-otra que articulaba sentidos y futuros inimaginables, muy alejados del consenso neoliberal, y que generaban como respuesta medidas cosméticas que, desde luego, no respondieron a las demandas de otro presente y otro futuro.

Por Alia Trabucco | Fotografías: Felipe Poga

El primer día del estado de emergencia decretado por el presidente de Chile, Sebastián Piñera, con las fuerzas armadas desplegadas en las calles sobre tanquetas y camiones de guerra, una mujer de unos 25 años, tras escucharme comentar sobre lo que estaba ocurriendo en la ciudad, me preguntó: “¿Es este el estado de emergencia donde los militares pueden dispararles a las personas?”. En su pregunta, condensados, estaban los diecisiete años de dictadura de Augusto Pinochet y su saldo de miles de muertos y torturados. En su memoria, una memoria heredada, imágenes de un Chile que ella no vivió la habitaban de pronto, nos habitaban a destiempo a ella y a mí en un inquietante retorno de lo no vivido y que sin embargo nos había constituido desde nuestros mismísimos orígenes. Las calles de Santiago, por primera vez desde el retorno a la democracia, amanecían custodiadas por militares, despertando en miles de personas como ella y como yo espectros de una historia que algunos pretendían olvidar y que otros habían intentado negar en arremetidas cada vez más frecuentes, acaso invocando en su violenta negación la radical presencia de ese pasado en nuestro presente y en nuestras vidas.

Tras una semana de estado de emergencia, con gran parte del país militarizado y siete días de toque de queda, mi respuesta, ese rotundo “no”, “no te preocupes”, “no nos van a disparar”, “no nos pueden disparar”, parece haber sido un error. Según las cifras del 8 de noviembre entregadas por el Instituto Nacional de Derechos Humanos hay más de 20 muertos, más de 5.500 personas detenidas, 1.915 heridos (182 de ellas con heridas oculares), casos documentados de violencia sexual e incluso tortura perpetrada por militares y carabineros contra civiles. ¿Qué pasó con el país que el propio presidente, el billonario Sebastián Piñera, había bautizado apenas días atrás como un “oasis”? ¿Cómo es que su discurso se deslizó de la arrogancia de ser “la excepción” en el continente, la prepotencia de los “jaguares”, los “ingleses de América Latina”, al “estado de guerra” anunciado en vivo y en directo por televisión?

Una de las múltiples respuestas a estas preguntas está precisamente en esos espectros, en los diecisiete años de dictadura y en los treinta de post-dictadura que primero instauraron y luego profundizaron políticas de privatización y despojo más radicales y profundas que en ningún otro lugar del planeta. Este momento histórico iniciado hace siete días pero en ciernes hacía décadas, este tronar de cacerolas y consignas, este re conocernos en lo público tras años de políticas atomizadoras de cualquier visión o presencia colectiva, es también la explosión dislocada del pasado en el presente y la emergencia, valga la palabra, de una potencia de futuro. En las calles de hoy, en todo Chile, conviven simultáneamente distintos tiempos.

Los espectros del pasado han emergido, en primer lugar, en los helicópteros y en las fuerzas armadas, propiciando inesperadas conversaciones sobre lo que supuso vivir cotidianamente la violencia dictatorial de Pinochet y transformando así esta coyuntura histórica en un simultáneo estallido de memoria política. Pero esos espectros, los que hoy encarnan los militares, parecen haber perdido su capacidad de infundir terror. Y esto se debe a otra emergencia: la de una mirada que ya no ve, ya no puede ver lo que otros vieron en esos símbolos de fuerza en el pasado. Miles de ojos, millones de ojos vieron las tanquetas, observaron los uniformes de camuflaje y las armas de fuego, y ya no vieron en ellos autoridad. Basta examinar lo que este estado de excepción constitucional supuestamente restringiría, el derecho a reunión, y luego comprobar la respuesta a esa declaración en las calles: millones de personas más reunidas que nunca. El estado de excepción sencillamente no fue. Como acto de lenguaje emitido por el presidente de la república, fracasó. Las multitudes en las calles provocaron su estrepitoso fracaso y exorcizaron a esos espectros al negarse a ver en los militares un signo de poder. Y es que el poder, de pronto, estaba en otro lado.

Pero regreso a los distintos tiempos que laten en esta emergencia. Y me refiero a la emergencia como surgimiento y no como desastre, a la emergencia que como suceso político trajo al presente un segundo pasado: el pasado de la Constitución de 1980, deslegitimada en su origen dictatorial y en cada día, en cada año, a partir de ese origen. Esa Constitución que estudié detenidamente durante mis años en la Facultad de Derecho, y que supuso que me topara una y otra vez con las firmas de los militares que lideraron la dictadura, que estudiara las estrategias de los Chicago Boys, las decenas de artículos donde aparecía la palabra “subsidiario”, y que examinara con horror el nudo ciego atado por Jaime Guzmán. Un nudo ciego y también peligroso, pues ató neoliberalismo, autoritarismo y democracia representativa de un modo que esta crisis ha vuelto evidente. Porque en la emergencia chilena de este octubre no solo ha entrado en crisis un régimen económico fundado en la desigualdad, sino también una institucionalidad que fue cooptada por los mismos intereses que se nutren de esa vergonzosa desigualdad. De allí que tantos repitan: no hay interlocutores. Que reiteren: no hay liderazgos para lidiar con esta coyuntura. Y es que al igual como ha ocurrido con el poder, los interlocutores y los liderazgos están también en otro lado.

El pasado, sin embargo (o acaso los múltiples pasados, incluyendo una historia de revueltas e insurrecciones populares) no es más que uno de los tiempos que laten furiosamente en este estado de emergencia. Si hay algo que ha surgido con fuerza en las calles estos días, si hay algo que define este instante, es el presente. El presente absoluto de las protestas y las marchas donde se impone a punta de cacerolazos el ahora, el ocupar inmediato del espacio público con la máxima encarnación del presente: el cuerpo. Cuerpos como el de un hombre que fue a la marcha más multitudinaria de las últimas décadas exhibiendo las heridas de los balines en su torso y en sus piernas; cuerpos como los de cientos de miles de mujeres que han estado saliendo a las calles hace ya años exigiendo dignidad e igualdad; cuerpos disidentes y ancianos, precarizados, exhaustos y, sin embargo, presentes. En esta coyuntura, en esta emergencia, hay cuerpos que han resurgido, otros que han despertado y otros que han nacido, urdiendo a un sujeto político múltiple y que parece constituido por una infinidad de voces. Un sujeto que en rigor no es nuevo, pues el presente de las protestas chilenas proviene de una articulación social que se empezó a urdir hace años. Me refiero a las articulaciones feministas y queer que apenas ocho meses atrás repletaron las calles de Santiago, a lxs estudiantes movilizadxs hace ya más de una década, y también a organizaciones vecinales y profesionales que han resurgido como estrategia de sobrevivencia frente a la cancelación de la vida que propone el neoliberalismo.

El mensaje de las calles ha resultado ilegible para la clase política que ha dirigido al país durante los últimos treinta años. En siete días de extraordinaria intensidad, esa élite, encarnada hoy por Sebastián Piñera, transitó por todo un abanico emocional y discursivo: “vándalos”, “bandas organizadas”, “alienígenas”, dijeron primero, para luego dar paso a la “guerra” y finalmente arribar a los “queridos compatriotas”. La inicial criminalización, desde luego, no es sorprendente. La retórica de la crisis intentaba urdir un escenario caótico que justificara una intervención estatal y armada para la sobrevivencia del neoliberalismo como forma de gobierno. Porque la crisis (e incluso la catástrofe), siempre ha sido fructífera para el capitalismo y el estado de emergencia uno de sus modos de articular la realidad. La alusión a los “alienígenas”, en tanto, en esa filtración de la primera dama que escuchamos entre la incredulidad, la rabia y las carcajadas, es aún más decidora. El pueblo se había vuelto “otro”. Una otredad que permite entender la inicial ilegibilidad de este momento para Sebastián Piñera y sus aliados dentro y fuera de la derecha. Las multitudes de pronto hablaban una lengua alienígena para esa élite, una lengua-otra que articulaba sentidos y futuros inimaginables, muy alejados del consenso neoliberal, y que generaban como respuesta medidas cosméticas que, desde luego, no respondieron a las demandas de otro presente y otro futuro.

Y ahora regreso, finalmente, a lo que debió ser el inicio de este texto: el futuro o, acaso, los futuros. Un tiempo que, como plantea Rodrigo Karmy, brota como potencia emancipadora, como potencia de la invención, y que hoy contiene, al parecer, una nueva imaginación política. La emergencia de este tiempo surge hoy frente a uno de los escenarios más críticos que nos ha tocado vivir como país y como humanidad. De allí también la emergencia, la desesperación de este momento. Cuando parecía no haber futuro, entonces, solo entonces, surgen los tres tiempos simultáneos y se encarnan en cuerpos que se han negado a abandonar las calles y que, reunidos en espacios corales y horizontales, parecen anunciar una nueva realidad: se terminó la Constitución de Pinochet. O, como decía un grafiti en el centro de Santiago: “El neoliberalismo nace y muere en Chile”.

***

Este artículo fue publicado originalmente en Glotopolítica el 28 de octubre. Cifras actualizadas al 8 de noviembre del 2019.

Carmen Castillo: “El tiempo de la igualdad es el presente”

En esta entrevista hecha a dos tiempos —las dos primeras preguntas fueron hechas después del estallido social y el resto tres semanas antes, en el programa radial Palabra Pública—, la cineasta, que vive entre Chile y Francia, habla sobre cómo se recupera la fraternidad al interior de los movimientos sociales y cómo se ha ido creando un “nosotros en movimiento” en una sociedad neoliberal donde a veces ni siquiera se tiene conciencia del sufrimiento en el que se vive. “Los afectos son más fuertes que el mercado y la economía”, dice la directora de Calle Santa Fe.

Por Evelyn Erlij y Jennifer Abate

—Hace unas semanas comentabas en el programa Palabra Pública que aún no se daban los estallidos sociales y políticos que nadie puede prever y que tienen relación con lo imprevisible que es la historia. ¿Cómo has vivido los hechos que se han dado en Chile desde el pasado 18 de octubre? ¿Qué visión tienes de este movimiento social transversal que dice estar luchando “hasta que la dignidad se vuelva costumbre”?

“La imprevisibilidad de los acontecimientos, cuando suceden, es impresionante. Todo abierto a nuestra paciencia activa”, me escribía mi amigo, (el filósofo argentino) Diego Tatián, el 22 de octubre. Me he deslizado entonces, día tras día, de un lugar a otro, junto a la gente, rodeada de jóvenes, ocupando las calles, las plazas con el colectivo Escuela Popular de Cine (*); deslumbrada ante la creatividad de los grafitis, la inteligencia, la consciencia política de “los de abajo”. Abrir los ojos —que si no tienen memoria no ven nada—, escuchar las palabras: todos hablan, todos se hablan en este levantamiento popular. El miedo difuminado —el más fuerte de nuestros enemigos— libera el afecto. La fraternidad se recrea en las marchas, en las asambleas. La emancipación se experimenta. “La calle no se abandona hasta que valga la pena vivir”, escribió alguien en una pancarta. Cada día, a pesar de la represión, de los muertos, de los heridos, de la violencia feroz decidida por el gobierno; a pesar de las tentativas de quebrar el movimiento, de apaciguar la protesta repartiendo migajas, las manifestaciones continúan, reunen a los diferentes. Frente a la rebeldía, “ellos” nos hablan de concordia y paz social. Pero no han logrado dividirnos. Se hace tangible que el tiempo de la igualdad es el presente, no el porvenir; que la igualdad no se pide ni se merece: se toma conciencia de ella, se activa y se ejerce. Eso es lo que estamos experimentando. Desde cada espacio de encuentro ciudadano la línea de perspectiva de una Asamblea Constituyente crece, se dibuja con fuerza en el horizonte.

Sabemos la incertidumbre, sufrimos las embestidas de la clase política, pero en esa demanda se fortalece el trazo de ese deseo de una sociedad distinta. Tal vez el “acontecimiento” que estamos viviendo encuentra su sentido profundo en la palabra “interrupción”: suspender la repetición ampliada de lo mismo, producir una falla en el tiempo de trabajo por donde puede irrumpir un sentido imprevisto. Hacer lugar y hacer tiempo, como dice Diego Tatián.

Crédito: Javiera Medina

—Un fenómeno interesante de este movimiento es la ausencia de banderas: no hay rostros visibles ni partidos políticos ni sindicatos que lideren el estallido. Hay una horizontalidad que ya se vio entre los indignados de España o el Occupy Wall Street. Has hecho de la militancia un modo de vida: ¿cómo ves estos movimientos donde pareciera que no hay líderes que puedan articular demandas concretas o encausar estos malestares sociales?

Creo que en Chile estamos viviendo algo más amplio, mas popular que las experiencias de los indignados, de Occupy Wall Street o de los chalecos amarillos en Francia: una amalgama de juventudes, diversidad de clases sociales. Los “por qué” ya los tenemos claros. Los sujetos políticos se forman en la acción, encuentran un lugar, un rostro; encuentran amigos, afectos; se hablan, se organizan. Eso es lo fundamental. Es cierto que nos falta formación para la autonomía, que nos falta educación cívica para devenir ciudadanos ejerciendo la libertad y la democracia, cuestiones difíciles y complejas. Sin embargo, por el momento, me maravilla cómo se habita la brecha “tomada” al poder económico y al poder político, la intensidad del aprendizaje. He escuchado palabras de líderes sociales: algunos llevan mucho tiempo animando movimientos como No+AFP. No estoy apegada a una sola forma de organización: se están inventando. Lo importante es constatar que somos mucho más numerosos los que sabemos que sin organización no lograremos dar consistencia a la Asamblea Constituyente. Los días pasan y cada instante vivido nos permite ir creando ese “nosotros” en movimiento. Nada ni nadie podrá borrarlo. Y, como otras veces, es en Chile donde ahora se cristaliza para el mundo el estallido de ese “ya basta”, nuestro primer grito contra el fascismo económico que domina el planeta.

Hoy se reprime, tortura, se mata para “normalizar” la sociedad. Es un hecho: las estadísticas de los muertos, heridos y prisioneros aumentan; los guanacos y gases lacrimógenos arremeten en medio de las manifestaciones pacíficas. De nada le sirvió al poder los militares en la calle, y las ofensivas represivas de los últimos días tampoco logran paralizarnos ni separarnos a lo largo de todo el país. Sé que la incertidumbre puede inquietarnos, pero pienso que la experiencia de nuestra potencia es irreductible.

—Cada vez que vienes a Chile participas de manera activa en iniciativas políticas y sociales, como las marchas del movimiento No+AFP, la Escuela Popular de Cine y FECISO (Festival de Cine Social y Antisocial en La Pintana y La Florida). ¿Cómo es el país que te encuentras cada vez que vuelves?

Hay un largo recorrido de reencuentros con Chile. En estos últimos años la cartografía de mi vida aquí tiene espacios extraordinarios, como la Escuela Popular de Cine con Carolina Adriazola y José Luis Sepúlveda. En cada viaje siempre hay una constelación de rebeldías y de movimientos emancipatorios, siempre hay un acontecimiento. Este Chile neoliberal es una sociedad cruel, terrible, en que a veces ni siquiera las personas tienen conciencia del nivel de sufrimiento en que viven. Me doy cuenta del desastre humano y social que significa este modelo implantado por la dictadura. Eso me impulsa a querer hacer algo por la emancipación, por la creación de la unidad, del colectivo, de ir juntos. Aquí se me despierta la ira, la rabia, la indignación; sentires que son un primer motor para la acción. Veo que nada es estático, que todo está en movimiento, que no pueden —ni logran— apagar ni las llamas de la energía de la memoria de los vencidos, esa fuerza emancipadora, insolente y disruptiva que nos dice que la vida es más fuerte que la muerte, que los afectos, los deseos, son más fuertes que el mercado y la economía.

—La idea de colectividad se había perdido en Chile, y el trabajo colectivo en pos de conseguir fines sociales y de vivir juntos es un tema que has abordado en tus documentales. Alguna vez dijiste que cuando llegaste a Francia, los comités de solidaridad tenían unos 600 mil militantes y que eran más fuertes que los partidos políticos. ¿Crees que en una sociedad que hoy se define por el individualismo existen todavía estos proyectos sociales fuertes, colectivos, o se han ido diluyendo?

Sí, hay una constelación, como un cielo estrellado. Todos esos colectivos que están desparramados en territorios locales son muy potentes, y creo que la vitalidad se mantiene justamente en ellos, con formas de vida experimentales, autónomas al sistema. Pero esos colectivos no se han reunido y, por lo mismo, no ha habido a nivel global aquel estallido del que hablaban Simone Weil o Rosa Luxemburgo. Tanto individualismo conduce a la barbarie, y la fraternidad se da cuando hay un movimiento social, cuando los humanos se unen. En este tiempo histórico en que la fraternidad está dormida, tenemos que hacer ejercicio, como quien hace gimnasia todas las mañanas, para ejercitar la fraternidad. Uno puede ser muy lucida y saber que hemos perdido muchas batallas, sí, pero hay que preguntarse qué hacemos con todo aquello. Yo aprendí que se puede tener una sabiduría de la derrota, es decir, aprender a perder, a soltar lo perdido, pero con todo eso construir algo. Ese “hacia dónde vamos” es incierto, ya no existe esa utopía que veíamos claramente en mi generación. Ustedes tienen que caminar sabiendo que no les gusta lo que hay, que se puede cambiar, y la historia enseña que se puede, pero hay que saber que es una apuesta a lo incierto. Y hay que saber que la felicidad no es poder comprar y consumir mercancías en el mall, la felicidad es cuando el ser y el llegar a ser se unen en un momento de nuestras vidas, en la acción y en los deseos.

—Una definición de felicidad bastante distinta a la que estamos acostumbrados a escuchar.

Sí, pero cada vez son más los jóvenes que están cansados de esa mentira: nadie puede consumir como consume el 1% de los ricos del planeta. El planeta vive el fascismo económico; estamos todos dominados por el 1%. Todos somos prisioneros, y a partir de ahí hay que inventar un lenguaje nuevo que los carceleros, los guardianes y el 1% no puedan descifrar. Un lenguaje nuestro.

—En una entrevista dijiste: “la memoria de los vencidos de mi generación es parte del equipaje mental de la energía del futuro, la condición es que no nos repitamos, no podemos ser la caricatura de lo que fuimos”. ¿Cuáles crees que son los retos de la izquierda en vistas a imaginar un futuro que haga frente a los neofascismos, la desigualdad, la crisis climática? ¿Crees que ese lenguaje nuevo del que hablas es quizás el primer paso? ¿Falta una renovación de los discursos?

Así es. Hay que retejer ese tejido hecho a partir de los afectos y el lenguaje, porque ni el afecto ni la palabra pueden ser mercantilizadas realmente. Hay que botar a la basura todas las palabras que los medios nos meten en la cabeza, como “productividad”; incluso hay que limpiar la palabra “democracia”, porque el contenido que le dan ya es un simulacro total. Hay mucho qué hacer, pero esto de las palabras es el desafío que tenemos como creadores en el cine, en la literatura, en la poesía, en la música; cómo hacer que las palabras recobren sentido y suenen diferente. Por ejemplo, la palabra “comunismo”: saquémosla, limpiémosla del estalinismo, de la usurpación que hizo de ésta la Unión Soviética. Volvamos a Rosa Luxemburgo, a Gramsci, que hoy en día la clase dominante estudia. ¿Por qué nosotros no lo estudiamos? ¿Por qué no volver a entender que la batalla hoy día es cultural, que es una batalla por desmontar el lenguaje?

—Has mostrado tu apoyo a movimientos como No+ AFP y has dicho: “hacer la revolución es absolutamente necesario”. ¿Cuáles crees que son las revoluciones que le hacen falta a Chile en la actualidad?

Las revoluciones no son un modelo, como decía, no tenemos esa sociedad utópica e ideal que habíamos construido en mi generación. La lucha por las AFP toca de lleno al sistema, la lucha ecológica es un golpe central, la lucha feminista golpea a la sociedad patriarcal, mercantil. Si no se incorpora la dimensión social y de clase a la lucha feminista, todos se van a agarrar de ella. Si los dominantes se agarraron de nuestras palabras y usan la palabra “revolución” para vender productos de maquillaje, entonces, ¿cómo nosotros les damos otro contenido? Chile necesita luchas muy precisas, como una contra las AFP y en favor de la igualdad. La palabra “igualdad” la sacaron del vocabulario: levantémosla de nuevo. Igualdad no quiere decir que seamos uniformes. Igualdad quiere decir aunar todas las diferencias: somos todos diferentes, pero tenemos derechos. Ponerle el diente a la igualdad es revolucionario.

***

Escucha aquí la conversación completa con Carmen Castillo, realizada el 27 de septiembre de 2019, en el programa radial Palabra Pública, de Radio Universidad de Chile.

(*) La Escuela Popular de Cine y FECISO realizan «pantallazos en las barricadas»: se proyectan cortometrajes grabados y editados en la urgencia y se abre el micrófono. Comenzaron el 22 de octubre y continúan. Se han realizado en lugares como el barrio Yungay, La Pintana o en la salida del metro Trinidad.

Pensemos en imágenes

Por Juan Manuel Silva Barandica / Foto: @caiozzama

Piensa en una imagen: el elefante

Piensa en la imagen del elefante: si nos enfocamos en trompa, orejas u otra particularidad, dificilmente podemos definirlo con justicia.

Piensa en la imagen del elefante en una cristalería: es muy difícil que un animal tan grande se abra paso de manera cuidadosa.

Piensa en la imagen del elefante en cualquier espacio cerrado: mires donde mires te encuentras con un elefante. Es imposible ignorarlo.

Piensa en una imagen: la palabra

Muchos hemos pensado estos días en qué hacer con respecto al mayor levantamiento popular desde la dictadura en Chile. Porque han sido semanas de reflexión, de profundo dolor, alegría, emoción, silencio y palabras. Palabras vacías, sobre todo: ideas montadas a la rápida para hacer ostensible que no se forma parte de la masa, que hay una distinción, que quienes “piensan” son distintos o están alejados de lo que ocurre. Que quien interpreta la realidad no es parte de lo real. Más allá de nombres y casos, quisiera plantear lo contrario. El personalismo, en estos momentos, carece de valor teórico o político, incluso riñendo con un mínimo de decencia. Ante todo: respeto por los heridos, vejados y muertos. Ante todo: palabras comunes, palabras colectivas.

Piensa en una imagen: el trabajo

Como el fondo y la superficie de nuestro problema está en el concepto del trabajo y la explotación como formas de segregar, diferenciar y reproducir las estructuras oligárquicas, he recordado mucho las palabras de mi papá, una de las personas a quien más he visto trabajar y que pagó con la enfermedad y la muerte dicha consecuencia. Solía decir —a pesar de creer en los procesos democráticos— que no importaba el sector que gobernase, que igual el día de mañana habría que volver al trabajo; algo similar a la representación del sentido común en el famoso chiste de Nicanor Parra: “El verdadero problema de la filosofía/ es quién lava los platos”. Lo interesante de ambas perspectivas es que eran plausibles, al menos, en el mundo en el que vivíamos: el Chile de antes del 18 de octubre del 2019. Este momento presente, que habitamos y nos habita, este kairos (momento adecuado u oportuno), está preñado de futuro: lo que estamos viviendo es un vistazo hacia el tiempo que vendrá, hacia las condiciones de posibilidad de ese futuro, como si pudiésemos adelantar la película de nuestras vidas. Experimentamos este futuro gracias a que se han detenido los relojes del trabajo, y son miles de estudiantes, trabajadores independientes, desempleados, jubilados y el mal llamado lumpen quienes han sostenido este quiebre del orden de la realidad, siendo golpeados, baleados, gaseados, torturados, violados, secuestrados, quemados y muertos por las policías nacionales y el Ejército.

Piensa en una imagen: la violencia

Dos violencias enfrentadas: una institucional / una popular; una legal / una ilegal; una violencia ilegítima institucional por el quiebre de la representación popular / una violencia popular legitimada por falta de representación real.

Piensa en una imagen: los árboles y el bosque

Los árboles impiden ver el bosque; el trabajo no deja que veamos la vida. Necesitamos otro contrato social, otra forma de trabajo, otra manera de sentir y experimentar la vida. Las viejas querellas críticas e intelectuales entre derecha e izquierda se resquebrajan como los últimos pilares erguidos del complejo palacio de la modernidad. Quienes no trabajan están defendiendo con su vida nuestro derecho a un trabajo digno, a la felicidad.

Piensa en una imagen: el fuego

Hace unos días se incendió la esquina de Santa Rosa con Alameda. Al parecer los locales estaban vacíos, al igual que el centro médico, la iglesia y el hotel adyacentes. Habían sido evacuados horas antes. Yo llegaba recién a mi departamento cuando se iniciaron las llamas y tardé solo unos minutos en descubrir que el fuego llegaría rápidamente al techo del edificio en que vivo. Ante el terror de las llamas y las enormes volutas de humo que entraban por mis ventanas, decidí hacer un escrutinio de mis pertenencias más importantes: salí de la casa con mis perros y dos discos duros.

Más allá de quién haya sido el responsable del origen del fuego, me parece importante relevar que —por lo menos para mí— lo único que defendí y defendería de la destrucción sería a mis amigos animales y humanos, mi familia y mi trabajo, no la propiedad. En ese sentido, una de las cosas más llamativas de este acontecimiento histórico es la vulgar fascinación que expresan nuestros gobernantes y representantes por la propiedad más que por la vida. ¿Qué vale más? ¿Una farmacia o el ojo de una jovencita?

Piensa en una imagen: la imagen

Cuando empecé este texto, creía que la imagen que destacaría era la del fuego: las llamas que cercaron mi departamento y que, por suerte, al final no lograron alcanzarlo. Ahora, en cambio, prefiero concentrarme en la imagen misma como síntesis y vínculo, porque a pesar de que el gobierno quiera separar a la gente, son las imágenes las que nos recuerdan que somos parte de algo más grande que nosotros. El perro Matapacos, el joven con el escudo del disco Pare, el monumento del general Baquedano lleno de banderas mapuche, el boleto de micro escolar de los noventa con ambos niños heridos en los ojos y tantas otras imágenes, parecen vibrar en una constelación que aún no se diseña, que todavía no tiene forma. ¿Quién podría darle forma a estas imágenes? No los políticos, no los sociólogos, no los historiadores, no los periodistas, no los ingenieros, no los economistas. Aunque tal vez sí, pero sólo a través de las únicas manifestaciones propiamente ancladas en los múltiples paisajes que despliega nuestro territorio: la música y la poesía. Sin ser propiedad de nadie, estas dos formas del arte han proliferado junto a la miseria del pueblo chileno. Así, la música de Víctor Jara y la poesía de José Ángel Cuevas, la música de Violeta Parra y la poesía de Stella Díaz Varín han sido lugares simbólicos de encuentro, donde se han reunido y se reunirán los individuos, y donde comparecen distintos y oscuros momentos de la historia que pareciesen rimar. “No estamos solos”, reza uno de tantos eslóganes invertidos por la insurrección: el lenguaje periodístico y publicitario recobra su valor en manos de las multitudes, mientras las personas se reúnen en torno al fuego, como si su poder purificador nos trasladase al caos original: la reunión caótica de lo diferente en la unidad.

Piensa en una imagen: la multitud

Luego de tres semanas convulsas y violentas, de polarización y quiebres institucionales, sin afanes reconciliatorios, quisiese plantear con insistencia el valor de esa posibilidad de un trabajo futuro a través de una imagen distinta a la del fuego y la destrucción: el viernes 25 de octubre se reunió más de un millón de personas en la Plaza Italia y, entre el carácter festivo de la manifestación y la dura batalla que dieron los jóvenes de la primera línea contra Carabineros, tuve la suerte de experimentar y tomar conciencia de algo que ocurre todos los días, aunque de manera palmaria. Me explico: vivimos en una ciudad de más de siete millones de habitantes y pocas veces sentimos ser esos siete millones. El día 25 de octubre de 2019 sentí por primera vez el desborde de la masa, de la multitud, una suerte de sublime irrepresentable: sentí una mezcla de angustia, placer, pánico y asombro.

 ¿Cómo representar a una multitud? A través de una imagen: una célula en un cuerpo sano; el funcionamiento de una célula y su relación con las otras está en una coordinación, una suerte de armonía (irregular en muchos aspectos) sobre la cual se construye la idea de cuerpo, los extramuros de lo que entendemos por individuo. Pues bien, habitamos este ser, pero somos incapaces de comprender que lo habitamos, que somos parte de su materia, ser conscientes de ello.

Quiero que nos detengamos en un punto: la consciencia. De la misma manera que asumimos que las células no están conscientes de que son parte de un cuerpo, nosotros mismos podríamos ignorar que lo humano no es más que una forma compleja y más amplia, una suerte de individuo que constituimos entre todos, como un mosaico o un ser hecho de seres, como plantean ciertas visiones que sostienen que la Tierra es un gran organismo del que los seres somos una parte.

Pensemos en una imagen: el Simurg

Como los estorninos y ciertos cardúmenes de peces, ciertos seres al reunirse construyen un ser mayor.

El lenguaje de los pájaros, de Farid Uddin Attar, es un poema persa del siglo XII que cuenta cómo las aves se congregaron para buscar a su rey. Durante el viaje van cayendo una a una bajo la inclemencia del clima, los depredadores y el hambre. Sólo treinta llegan al encuentro de los protectores del umbral, quienes al ver que estaban atadas a la tierra y el deseo, les niegan la entrada.

Sólo cuando las aves logran anular su deseo, su voluntad y su ansia, les es permitido conocer al Simurg, su rey. Son conducidas a una sala vacía. En ese lugar y momento comprenden que todas ellas juntas son el Simurg y que el viaje y las penurias sufridas les han revelado su lugar en la historia.

Chile, ¿el Muro de Berlín del neoliberalismo?

Por Ramón Griffero

Aquellos que vivimos la destrucción de nuestro primer sueño y el desvanecimiento de nuestra última utopía.

El único salvavidas de aquel naufragio era el fin de una dictadura, bajo las condiciones del vencedor, y en la sombra de aquella nefasta cláusula de “la justicia en la medida de lo posible”.

Y de tantas otras que fueron construyendo la ficción que se instauraba, consolidándose a través de los espectros de un materialismo feliz en los envoltorios brillantes de un exitoso marketing mediático, esparciendo logros ínfimos que nublaban la inequidad que se construía.

El no ser parte del oasis era tan solo por nuestra incapacidad de emprender, perteneciendo a la lista de los losers, de los perdedores.

Las alternativas a las que entregamos tantas ilusiones no se desviaban de una senda que, cual Muro de Berlín, se erguía incólume.

Estábamos tan atomizados, que nuestras resistencias sociales-artísticas parecían tan sólo ser destellos inocuos, a los cuales sin embargo le entregábamos una convicción esquizofrénica, frente al aplastante progreso de la “única realidad”.

El clamor de “¡A la Bastilla! o el “Venceremos” eran épicas de un ayer.

Pero, la bruta esperanza siempre alojaba un lugar, como último resguardo a un sentido de vida.

Y una mañana emergió, desde quienes vislumbraban un destino al cual no deseaban pertenecer.  Fue a través del salto de un torniquete, una barrera que era tan solo un pedazo de fierro, que se desplazaron los muros de lo posible.

Un grito, un verbo, que pertenecía al pecado de esta ficción. “Evadir”.

La consigna «evadir es luchar» remeció nuestros sentimientos. “Evade el neoliberalismo”. “Evade a dios”. “Evade el miedo”. “Evade las AFP”. “Evade el abuso”. “Evade esta ficción”.

Un “evade”, para plasmar un comenzar que estaba en el dormir de tantos, en las noches en las cuales no nos reconocíamos en la pantalla de este televisor.

Y se despertó descubriendo que no estábamos solos, que todos añorábamos otro vivir.

«La ficción se parapeta, hiriendo, encegueciendo y asesinando en pos de recuperar su verdad. Y nos hiere, al descubrir que el “nunca más” fue sólo un deseo frustrado. Honor a ellas y ellos que perdieron su vida y su vista para que todos podamos ver».

Y cantamos, marchamos hacia un escenario que somos nosotros, y nos dimos cuenta de que compartíamos un mismo sentir sobre un territorio plural y diverso. Surge una tribu con memoria de su historia, de sus canciones, de sus luchas pasadas.

 Y se construyen las frases, ya no en plotters sobre lienzos de PVC, sino escritas a mano en cartones y cartulinas, donde se imprime lo que serán los escritos de la memoria del futuro.

Y en estos largos, tristes y bellos días se desvanece el consumismo y aflora el ágora en nuestras calles y plazas.

Sucedió que cuando la clase política comenzó a llamarse clase, no percibió que instauraba una nueva lucha de clases, entre la clase de los ciudadanos y ellos, llevando a poner en jaque la representatividad.

Recuperando los ciudadanos la urgencia de consolidar esta democracia y de ser constructores de su destino.  Uno que emerge en cabildos y asambleas, donde el debate se plasma con plumones y lápices pasta, y volvemos a escuchar las voces sumergidas, que comienzan a dibujar los planos del mañana.

Estas vivencias son los cimientos de este despertar.

Y esta desigualdad normalizada como inherente a nuestro existir —frente a la cual la caridad social era el gesto noble— ya no es consecuencia natural de gente perdedora, sino de una ficción social que pierde su verdad escénica, empujando a las actrices y actores a restablecer una nueva convención. 

La ficción se parapeta, hiriendo, encegueciendo y asesinando en pos de recuperar su verdad. Y nos hiere, al descubrir que el “nunca más” fue sólo un deseo frustrado. Honor a ellas y ellos que perdieron su vida y su vista para que todos podamos ver.

Las paredes de nuestras ciudades se vuelven pergaminos, jeroglíficos de la ira y el devenir.

«No es la conciencia de clase, como se preconizaba, la que nos mueve. Es la conciencia de la vida, que emerge de un universo y un planeta que demanda un buen vivir para todas y todos».

El devenir estará marcado por las formas que nuestras demandas adquirirán en los diferentes planos de los poderes en juego; será dentro del abanico de la radicalidad o de lo posible. Serán las elecciones del mañana, en todas sus versiones, las que definirán la senda a seguir.

No es la conciencia de clase, como se preconizaba, la que nos mueve. Es la conciencia de la vida, que emerge de un universo y un planeta que demanda un buen vivir para todas y todos.

El mañana está en nuestras mentes.

Poéticas de la insurgencia

No volveremos a la normalidad porque la normalidad era el problema

—Grafiti, Santiago de Chile, octubre 2019.

Por Claudia Zapata | Fotografías: Felipe Poga

“¿Por qué aguantaron tanto?”, me preguntaba hace unos días un periodista ecuatoriano a propósito del estallido social que vivimos desde la quincena de octubre. Sólo logré balbucear la idea de que en Chile el neoliberalismo se nos impuso con la metralleta al pecho por una dictadura sangrienta que, campos de concentración mediante, nos tuvo 17 años escapando de la muerte y buscando desaparecidos. Ningún otro país pasó por esa forma de instalación del modelo y ello explicaría en parte su profundidad y alcance.

La continuidad democrática de la fórmula neoliberal nos hizo pensar más de una vez que la lógica de la subsidiariedad había calado de manera definitiva en la sociedad chilena, hasta que comenzaron a surgir movimientos que, desde su especificidad, empezaron a cuestionarla. Son movimientos que han ido ganando en radicalidad, como el movimiento mapuche, y en envergadura, en el caso del movimiento por la educación o por las pensiones dignas. Pese a ello, el estallido nos ha dejado estupefactos frente a una capacidad de indignación y movilización nacional que no se avizoraba en el corto plazo. Su resultado más inmediato es que desde ahora se habla, aquí y en el mundo, de algo que parecía imposible: la crisis del neoliberalismo chileno. Una crisis profunda de legitimidad, producida por el sufrimiento social que genera el alto costo que pagamos cada día para asegurar la ganancia estratosférica del empresariado local y extranjero.

Las jornadas de protesta que comenzaron el 18 de octubre en Santiago y que a las pocas horas se expandieron al resto del país, han significado el despliegue de una insurgencia pocas veces vista en Chile, donde una heterogeneidad de acciones han estado dirigidas por un sentimiento compartido de que es urgente interrumpir esa normalidad que, como señalan los numerosos grafitis que hoy reescriben nuestras ciudades, constituye el problema.

Entre las cuestiones que más han sorprendido, o al menos eso me ha pasado a mí, está la rápida vinculación de todos los problemas puntuales con un orden social sustentado en la desigualdad. Allí radica la condición política de este movimiento, también su racionalidad. Como parte de ese diagnóstico colectivo surge con fuerza una dimensión temporal que se resume en las consignas “No son 30 pesos, son 30 años”, que alude al período de la posdictadura; “No son 30 pesos, son 46 años”, en referencia al hecho fundante de este tipo de capitalismo que fue el golpe cívico-militar de 1973; y la aún más profunda “No son 30 pesos, son 500 años”, para incluir la usurpación como lógica de un funcionamiento social que se reformula a través de la historia y cuyas primeras víctimas fueron los pueblos indígenas.

«El derribamiento de estatuas merece una atención especial, pues se trata de una de las acciones más potentes e impensadas (…). Esa potencia radica en su capacidad para perturbar el guión autoritario de la construcción nacional, embistiendo su despliegue urbano donde calles, plazas y monumentos reivindican de manera ostentosa una genealogía invasora y patriarcal».

Esta densidad histórica concede sentido a las distintas acciones que han interferido el orden público. En ellas se asume la propiedad colectiva de lo que ha sido arrebatado, partiendo por las calles de ciudades cuya forma reproduce la exclusión aberrante que ese orden público resguarda. Evasiones masivas del pago del metro, apropiación de sus estaciones, marchas, barricadas, grafitis, destrucción de símbolos del poder económico y derribamiento de estatuas, son intervenciones que, en conjunto, permiten al observador y observadora acceder a un relato heterogéneo, pero relato al fin, de este malestar y sus expectativas.

El derribamiento de estatuas merece una atención especial, pues se trata de una de las acciones más potentes e impensadas en este oasis del neoliberalismo (ocupando la metáfora del Presidente). Esa potencia radica en su capacidad para perturbar el guión autoritario de la construcción nacional, embistiendo su despliegue urbano donde calles, plazas y monumentos reivindican de manera ostentosa una genealogía invasora y patriarcal. La historia de nuestros monumentos es la historia de un Estado nacional que se ha construido de espaldas a sus habitantes, respaldado por un autoritarismo que ha sido eficiente en ahogar las tentativas de apertura. Son también el símbolo de una estabilidad institucional excluyente y represiva, de allí su obsesión con los conquistadores europeos así como con el ejército y la policía del período republicano. No deja de ser poético entonces el gesto de hacer caer en cuestión de horas a Cristóbal Colón (Arica), Francisco de Aguirre (La Serena), Pedro de Valdivia (Temuco, Valdivia), García Hurtado de Mendoza (Cañete), Cornelio Saavedra (Temuco), Diego Portales (Temuco), así como monumentos a carabineros y militares (Santiago). Un ajuste de cuentas no sólo con el pasado sino con el presente que admite la conmemoración del saqueo y la violencia, eso que los movimientos indígenas no se han cansado de nombrar y denunciar como continuidad colonial.

A la caída de estas estatuas se contrapone el levantamiento de símbolos impensables desde los códigos solemnes de las historias patrias, como la bandera de un pueblo oprimido en igual línea de tiempo —la Wenufoye o bandera mapuche—, o un perro mestizo, fallecido hace dos años y que era conocido por acompañar las manifestaciones estudiantiles y atacar a la policía —el Negro Matapacos—, erigido por estos días en símbolo nacional contra la represión (y tal vez global, como parecen indicar las pegatinas que acompañaron la evasión masiva en el metro de Nueva York como protesta frente al actuar racista y violento de la policía local). En estas poéticas de la insurgencia, Matapacos se multiplica en cientos de perros callejeros que emergen como protagonistas poco convencionales del estallido popular, depositarios de una autoridad política inusitada que nos recuerda a cada tanto que detrás del abrazo hipócrita del policía o del militar, está la represión que te puede quitar los ojos o la vida.

«¿Tan esquiva es la historia o prefieren no enterarse de que no existe revuelta social sin el ataque a los símbolos del sistema que la produce? ¿Quién puede decir que desconoce esta característica de las asonadas populares?»

La fuerza de estas acciones ha sido suficiente para correr el velo de la normalidad y mostrar la injusticia que omite o minimiza la invocación del orden. La estrategia de los sectores responsables de la continuidad neoliberal (partidos políticos, empresariado, grandes medios de comunicación, etc.) ha sido reconocer la legitimidad del reclamo al mismo tiempo que condenan sus formas, indicándolas como violencia inconducente, delictual, carente de razón y perspectiva, mezclándola de manera oportunista con la violencia común incubada por el mismo sistema del cual profitan.

Cuando ese discurso tiene eco en espacios cercanos, algunos supuestamente progresistas, una se pregunta: ¿tan esquiva es la historia o prefieren no enterarse de que no existe revuelta social sin el ataque a los símbolos del sistema que la produce? ¿Quién puede decir que desconoce esta característica de las asonadas populares? Porque si no eres asiduo a los libros basta con ver alguna película de época que tenga como telón de fondo un estallido social para saber que así han caído molinos, instrumentos de labranza, maquinaria, cárceles, palacios y estatuas. Concentrar la discusión en las buenas formas no sólo es impertinente en estos contextos sino también reaccionario, pues oculta el tema de fondo que es el origen de la violencia y sus responsables. Eso es lo que desnudan las mareas humanas que protagonizan la insurgencia y que en nuestro caso ponen en tela de juicio la supuesta paz que habría existido antes del 18 de octubre.

La moralina que existe en torno al tema impide un debate serio cuando se impone la consigna de que todas las violencias son homologables y merecen la misma condena. Como historiadora, pero sobre todo como ciudadana, no puedo suscribir esa premisa que es tan antigua como tramposa y sobre la cual ha corrido demasiada tinta, aunque siendo honesta, queda poco ánimo para las referencias bibliográficas y menos aún para participar en discusiones donde se deben responder discursos malintencionados sobre la paz social, esos que esconden el hecho terrible de que la paz es un privilegio de algunos y que los “conductos regulares” no nos han llevado a ninguna parte, no al menos en este país gobernado por las balas. La paz es otro de los derechos que debemos conquistar.

La pregunta por el desenlace es inevitable, pero en algún punto inútil, porque el estallido de rebeldía que se está desarrollando actualmente en Chile, con toda su heterogeneidad y ausencia de conducción (por el momento), cumple tal vez con una única misión: mostrar un horizonte de posibilidades que ni el más heroico de los triunfos podrá concretar en su totalidad, porque allí radica la potencialidad política y la energía creadora de las rebeliones, donde quiera que estas se produzcan. De todas formas, la necesidad de participar en la construcción de ese desenlace obliga a situarse en un terreno más pragmático, asumiendo el hecho de que todas las opciones son viables, desde la radicalización del reclamo social hasta la derechización de la esfera pública, pasando por la muy probable fórmula gatopardista del “todo cambia para que nada cambie”, por la que esta sociedad chilena ha pasado ya tantas veces. Y, sin embargo, de momento no ha sido poco visibilizar la violencia estructural y la represión como uno de los pilares del neoliberalismo chileno, ni la crítica masiva a un orden social que tiene como base la injusticia distributiva y el mal desarrollo. Un orden sostenido por una casta político-empresarial que, como pocas veces en nuestra historia, tropieza y nos teme.

Periodismo en tiempos de crisis

En los primeros días, el foco de la atención periodística no estaba en las causas que originaban la inédita revuelta ciudadana que como bola de nieve se iba expandiendo y aumentando en masividad, sino en aquellos hechos que espectacularizaban la noticia y, de paso, deslegitimaba la movilización social asociándola con los actos vandálicos.

Por Faride Zerán | Fotografías: Felipe Poga

1.- Detrás del mea culpa de La Tercera

No bastó el mea culpa de uno de los dos medios del duopolio de la prensa escrita, el diario La Tercera, excusándose al día siguiente de que publicara una nota sin fuentes donde se acusaba   como instigadores de los actos vandálicos a grupos cubanos y a venezolanos vinculados a Maduro.

Y es que también en materia informativa, el periodismo, al igual que el gobierno, los partidos políticos y gran parte de las instituciones —muchas de ellas desacreditas desde hace tiempo— no han estado a la altura de la magnitud y gravedad de los acontecimientos.

Como la imagen que circula en las redes mostrando un iceberg en cuya punta se ubica el alza del metro, y en la faz sumergida las desigualdades de un modelo neoliberal que arrasó con todo —incluyendo el derecho a una vida digna y segura, es decir a la salud, a la educación, a salarios éticos, a una vejez con pensiones decentes,  a circular por la calles con tranquilidad; en definitiva, a vivir con futuro—, lo que está detrás de la fake news de La Tercera aludiendo a una conspiración externa,  o del WhatsApp de audio de la esposa del Presidente de la República, advirtiendo de atentados a hospitales, de desabastecimiento y otros horrores provenientes de alienígenas, es una construcción del «enemigo externo» elaborada en alguna oscura oficina de aprendices y conspiradores.

«Esa construcción conspirativa merece no una, sino varias explicaciones. ¿Quiénes están detrás de ella? (…) ¿Por qué La Tercera, diario que suponíamos con estándares éticos mínimos, se hizo eco de una información tan compleja, publicándola sin firma, sin fuentes, sin chequeos elementales?»

La escena de un desencajado presidente diciéndole al país que estábamos en guerra contra un enemigo poderoso y agazapado, justificando con ello no sólo su incapacidad de ver y escuchar, sino el estado de emergencia, toque de queda, militares en las calles y abusos y atropellos a los derechos humanos, es otro ejemplo de que el «desliz” de La Tercera era la punta de otro iceberg. Uno sumergido en este caso en los intrincados laberintos de una inteligencia cuyas maniobras fueron abortadas no por obra de periodistas y partidos políticos atentos y comprometidos con la democracia, sino por los millones de hombres y mujeres que en los días siguientes se tomaron el país en multitudinarias movilizaciones ciudadanas sin precedentes en nuestra historia.

Esa construcción conspirativa merece no una, sino varias explicaciones. ¿Quiénes están detrás de ella? ¿Cómo se informa o desinforma al presidente y a su círculo cercano?  ¿Por qué La Tercera, diario que suponíamos con estándares éticos mínimos, se hizo eco de una información tan compleja, publicándola sin firma, sin fuentes, sin chequeos elementales?

Estas interrogantes merecen respuestas. Como también aquellas que apuntan a una frase que, en materia de derechos humanos, creímos que en Chile estaba tallada en piedra: Nunca más.

2.- Las tardías preguntas por los DDHH

Desde el inicio del estallido social que partió en Santiago como protesta contra el alza de las tarifas del metro, los canales de televisión iniciaron transmisiones casi ininterrumpidas cubriendo paso a paso los desórdenes, saqueos e incendios que se sucedieron en distintos puntos de la capital y de otras ciudades del país.

En los primeros días, el foco de la atención periodística no estaba en las causas que originaban la inédita revuelta ciudadana que como bola de nieve se iba expandiendo y aumentando en masividad, sino en aquellos hechos que espectacularizaban la noticia y, de paso, deslegitimaban la movilización social asociándola con los actos vandálicos.

Pese a la declaración del estado de emergencia y toque de queda, los medios, salvo excepciones, no llamaron a reflexionar acerca de qué originaba tanta furia, desencanto, hastío en la población; no se preguntaron qué ocurría con los detenidos, por qué tantos muertos en los incendios o qué estaba sucediendo con los manifestantes que se volcaban a las calles para hacer sonar sus cacerolas y para exhibir su malestar. No interrogaron sobre la cantidad de balines disparados al cuerpo, al rostro, a los ojos de hombres, mujeres, jóvenes y niños, y menos por la violencia sexual ejercida contra mujeres e integrantes de las disidencias sexuales.

Y es que gran parte de la prensa durante los primeros días de iniciada la masiva protesta omitió y eludió el tema de los derechos humanos, y sólo más tarde, cuando las voces de alerta llegaron desde fuera de nuestras fronteras, escucharon el eco, y algunos recién lo empezaron a incorporar a sus pautas.

Mientras escribo estas líneas reviso el reporte de la Fiscalía del Ministerio Público:  23 muertos. El informe del INDH del 29 de octubre, sobre «Monitoreo a manifestaciones», señala que “se observa el incumplimiento de los protocolos para mantenimiento del orden público y de la circular  número 1832 sobre uso de la fuerza”, y enumera a continuación: “detenciones arbitrarias; uso excesivo de la fuerza; uso indiscriminado de lacrimógenas; disparos al cuerpo; lanza aguas en dirección al cuerpo, uso de perdigones y balines; carabineros y militares sin identificación”.

«Hay un nuevo Chile que se está moviendo entre la desazón y la esperanza, entre la incertidumbre y las ganas de futuro. En esos intersticios se escurre el buen periodismo (…), capaz de tomarle el pulso a su tiempo, y también de sintonizar con él, pero sin dejar de lado su talante disidente e interpelador».

3.- Reportear en tiempos de crisis

Reportear en tiempos de crisis y convulsiones sociales no es fácil. Exige rigor, coraje y compromiso con la verdad. Exige también no sólo interpelar a las fuentes, sino a sí mismo. Preguntarse, por ejemplo, lo que Claudio Nash, Coordinador Académico de la Cátedra de DDHH de la U. de Chile, señaló en una entrevista a propósito de la violación de derechos humanos hoy en el país: “En Hong Kong llevan dos meses con protestas, muchas de ellas muy violentas, y no hay ningún muerto, y estamos hablando de la dictadura de China que se supone es una de las más atroces del mundo”.

Claramente, la vulneración de los derechos humanos no es un tema del pasado, sino del presente. Y si bien reaparece hoy con fuerza producto de la crisis que estamos viviendo, se arrastra desde hace tiempo. Mientras termino estas líneas, tengo en mi retina la imagen de hace un par de meses de las Fuerzas Especiales de Carabineros ingresando a las salas de clases del Instituto Nacional, subiéndose a los techos, orinando en ellos. ¿Cómo hemos permitido estos niveles de abuso y represión contra niños y adolescentes?  ¿En qué minuto se rompió el pacto del Nunca más?

Mientras, la crisis institucional sigue su curso. El debate en torno al plebiscito, asamblea constituyente y nuevo pacto social está en los cabildos que se replican en todo el país. Hay un nuevo Chile que se está moviendo entre la desazón y la esperanza, entre la incertidumbre y las ganas de futuro.

En esos intersticios, en esas grietas se escurre el buen periodismo con sus preguntas a veces sin respuestas. Ese periodismo, agudo, inteligente, bien formado que por un lado es capaz de tomarle el pulso a su tiempo, y también de sintonizar con él, pero sin dejar de lado su talante disidente e interpelador.

(*) Esta columna fue publicada originalmente en El Desconcierto

El instante de la política

Por Federico Galende | Fotografía: Felipe Poga

Si la memoria no me falla, es en Filosofía del presente que Alain Badiou da el ejemplo del matemático Arquímedes, un griego de Sicilia que, tras la invasión de los romanos, dibujaba tranquilamente una figura geométrica sobre la arena cuando un soldado se le apareció de la nada para decirle que el general Marcellus quería verlo. Arquímedes no le respondió, siguió concentrado en su tarea y el soldado volvió a repetirle el mensaje dos o tres veces. Finalmente, Arquímedes levantó la mirada, le dijo al soldado que le permitiera seguir con su demostración y recibió a cambio un sablazo en la cabeza que hizo que se desplomara muerto sobre la arena y borrara con su cuerpo la figura geométrica en la que trabajaba. Sabemos hacia dónde apunta Badiou con este ejemplo: entre el poder de los invasores y el acto creativo de un matemático no hay una medida en común, entre otras cosas, porque lo segundo permanece enfrascado en la inmanencia de sus propias reglas. En una situación como ésta, uno debe tomar una decisión: o está con Arquímedes, o está con el soldado invasor.

La situación sirve para ilustrar un poco lo que está sucediendo en Chile: hay quienes a derecha e izquierda están del lado del orden explicador —justifican con timidez la militarización de las calles, le ponen un paño frío al fervor de la gente o se alimentan parasitariamente de la impotencia que siguen atribuyéndole al pueblo—, y hay quienes están con Arquímedes, del lado de ese fugaz acto creativo con que escriben las multitudes un libro sin prólogos ni desenlaces, cerrado sobre sus reglas misteriosas y esbozado en el corazón de la nada. Si en defensa de esto último hay poco que decir, se debe a que las sublevaciones son revoluciones indocumentadas, gestas sombrías sin papeles ni agendas que trazan con el tímido rigor de un Arquímedes un texto que se ramifica a orillas de las lamidas de la historia.

Entonces hay que pensar este tiempo, porque no es que las sublevaciones no hayan existido antes y que, de repente, el ahogo elocuente de la razón moderna o la desaparición de las grandes filosofías de la historia las hayan puesto de moda; existieron siempre, sólo que en calidad de hermanastras pobres de la revolución. Por eso no es fácil comprenderlas del todo ni arriesgar diagnósticos precipitados, pues en realidad habitan en otro tiempo, no en uno que está por llegar o que se marchó dejando en el aire una estela perdurable, sino en un tiempo que se es suficiente a sí mismo y se muestra por esta razón demasiado arisco o sensible a los dictámenes de los académicos o los periplos del profeta que se anticipa trayendo una buena nueva de algún futuro.

Es sin pasado y sin futuro, como el instante del despertar. De ahí quizá la consigna: Chile despertó. Es una consigna bastante rara, que declara para sí misma lo que acaba de suceder haciéndola suceder por el solo hecho de que la declara. Se puede despertar así también, autodeclarándose en un sueño sin afuera que se acaban de abrir los ojos. En efecto, si el despertar del sueño al interior de otro sueño es una mónada sin ventanas, a quien puede importarle que sea verdad. La parte faltante, en caso de que alguien la imagine, no puede esgrimirse porque el universo de conceptos con los que se lo haría está fuera de la realidad o, si se prefiere, destituido de antemano. Se podría decir entonces que no hay nada que decir, pero tampoco esto es posible, pues no tener nada que decir y hacerlo a la vez es la punta de ovillo de toda escritura.

«El despertar es una bocanada que traspasa las orlas de humo, las bocacalles militarizadas, el edicto neoliberal de la vida como capital humano y la administración del estado como una empresa que pasa los números en azul ante la auditoría del FMI o el Banco Mundial».

Una forma que piensa: es el principio del cine, pero es también el principio del pueblo, puesto que el pueblo configura una forma colectiva del pensamiento cuyas vigas no están en el porvenir ni en el pasado. Esto significa a la vez que, sin ser parte del poder instituido por el invasor, no comulgan con las variantes de la práctica instituyente esbozada como un fármaco prometido por el vanguardista sabelotodo. ¿Y entonces qué? Entonces estamos en el terreno anómalo de una potencia inoperante que esquiva el cemento de las ideas para servirse su sensibilidad a sí misma, digamos que en el caldo común en el que se calienta un guiso con despuntes, contagios y roces, en una marmita heterónoma al arsenal de los nombres y las categorías. Un disparo bien rumiado del profesor Carlos Peña, con sus frases pulidas y sus aciertos de picarón atinado, no difiere del que suelta la boca de una metralla. Son balas endemoniadas de las que basta su redondez para que se las deseche. Lo que las deshecha es el instante creativo de la política, formado por una puntuación pensativa que hace que cada quién se extrañe a sí mismo en la hoguera que reanuda una nueva comunidad entre los cuerpos, los textos, las imágenes y las voces.

El instante en cuestión, acentuado en ese desperezado que se declara súbitamente despierto, forma parte de un tiempo nuevo. Aunque valdría la pena insistir: no es nuevo porque esté a punto de suceder o porque se ha escabullido de una cripta rasgada, es nuevo en su duración plena, o acaso en su modo de destituir en la instantaneidad las formas mismas del pensamiento del tiempo. ¿Existirá otra soberanía que no sea ésta? El despertar es una bocanada que traspasa las orlas de humo, las bocacalles militarizadas, el edicto neoliberal de la vida como capital humano y la administración del estado como una empresa que pasa los números en azul ante la auditoría del FMI o el Banco Mundial.

Es lo que no comprendió Piñera cuando dejó escapar la palabra guerra. Pensó que si lo hacía, señalando a un enemigo que tuvo la precaución a la vez de no identificar del todo, daría un mensaje preciso al sistema financiero internacional, pero el interlocutor no existía y lo único que consiguió fue encender la misma mecha con la que los cosacos, un siglo atrás, habían hecho arder las escalinatas de Odesa, después de que en un legendario acorazado los marinos protestaran por la carne podrida. A pesar de que se le dio a aquel pathos inmemorial de “bocas abiertas, ojos desorbitados y cuerpos extáticos”, la forma de un emblema de pensamiento en imágenes que puso a correr la revolución tratando la fenomenología del espíritu por medio del mundo encantado de las figuras en movimiento, lo que recordamos no es la carne podrida sino su aventón, el punto de partida de una sublevación que, como la que está teniendo lugar en Chile, enhebró el aumento de una tarifa en el metro con la palabra guerra para recortar un cuadro social que hace de los medios de transporte un enemigo episódico.

¿Y las cacerolas? ¿Qué hacen esos objetos domésticos parlantes monologando con el metal de su voz en medio de las alamedas que se siguen abriendo? También hay aquí un cuadro histórico resumido, una cita del allendismo por medio de la reunión de materiales que esperaban una última articulación. ¿No habrá una sobrecarga musical y coreográfica tal vez muy literal con la última voz que resonó dignamente en aquel Palacio? Proponerlo es de por sí rebuscado, pero, así y todo, las cacerolas puntúan rítmicamente la invención instantánea de una soberanía. No es una “soberanía en suspenso”, sino al revés: es el suspenso mismo el que, no respondiendo a la impotencia de las teorías biopolíticas ni a la musculosa prometeica de las vanguardias utópicas, cobra la forma etérea de la soberanía.

«Es el instante de la política. No se puede saber cómo sigue la historia —jamás un pueblo lo sabe—, pero se puede ser feliz teniendo por ahora la sensación de que de esta historia formamos parte, la vivimos y la estamos protagonizando».

El suspenso como soberanía es el guion incompleto de un mito que no se inscribe en la historia como curso, sino que se ensancha en el espacio. Ondulaciones, relieves, chispazos que emergen borrando sus motivos, soles momentáneos y refulgentes en el cielo anónimo de lo humano que desfiguran la historia imponiéndole un ralentí barroco o una velocidad retardada. Es más lenta que la televisión, que muestra las hogueras donde se queman las grandes ideas y se incendia el patrimonio letrado de la república con demasiada celeridad, en circunstancias en las que esta misma celeridad es desdeñada por un pensamiento instantáneo y colectivo que se toma el tiempo para sí mismo. No es que los medios censuren; sobrevuelan con una densidad técnica que ha dejado fuera de la política las causas de un momento tensado entre el festín y la desolación.

Aparece entonces esta excepción, acompañada de su imprevisible instantaneidad creativa, y mientras el gobierno exhibe su caudal voraz y fascista, apresurándose a tacharlo todo de vandalismo para ocupar un arsenal en desuso y volver a poner las metrallas sobre cabezas arrebatadas a la multitud, la gente sigue creciendo en las calles. A la mañana siguiente se dirá que hubo desmanes en el segundo o el tercer círculo de un distrito definido verticalmente, pero la multitud no es una unidad: sale a la calle desde diferentes rincones para dejar atrás la ideología del infortunio como una responsabilidad personal y llega a las plazas a elaborar un libro en proceso, escrito en un registro que arruina la repetida puntuación del poder. Chile no está muerto. Y esto lo sabemos más hoy que ayer, gracias a un pueblo que lo recrea y lo elabora, con las estrofas de un cántico que conmueve y al que aporta su consabido sinfín de variaciones. Es el instante de la política. No se puede saber cómo sigue la historia —jamás un pueblo lo sabe—, pero se puede ser feliz teniendo por ahora la sensación de que de esta historia formamos parte, la vivimos y la estamos protagonizando.

(*) Este texto fue publicado originalmente en el dossier «Los estados generales de emergencia», del sitio Ficción de la razón.