¿Poder femenino o feminismo interseccional? Una reflexión histórica en torno a los 30 años del NO

Por Kemy Oyarzún

Los debates en torno a las nuevas subjetividades sociales, culturales y políticas de hoy representan nudos centrales para el feminismo, para la radicalidad democrática y el pensamiento crítico. En ese sentido, constituyen un barómetro a partir del cual examinar los 30 años desde que el éxito del No y las ciudadanías activas plantearan al terrorismo de Estado la imposibilidad de una vuelta atrás.

Históricamente, los nudos de sabiduría feminista de las nuevas subjetividades de la modernidad quedaban formulados lúcida y tempranamente para América Latina a partir de Flora Tristán, entre 1833 y 1838, en Unión Obrera y Peregrinaciones de una paria. Posteriormente, en Chile, las nuevas subjetividades serían invocadas por el Movimiento de Emancipación Chilena (MEMCH ‘35 y ‘83) y por Julieta Kirkwood, tanto en sus escritos como en sus talleres feminarios. Esos nudos han mostrado complejas problematizaciones en filosofía política a partir de planteamientos como los de Carole Pateman y Nancy Fraser, entre otros. Pateman instaló la idea de una “deuda primaria” de las democracias occidentales para con las mujeres, y en ese sentido, a nivel del modelo democrático de la propia burguesía, ella daba cuenta de ciertas fallas estructurales del paradigma de igualdad. Aparte de la desigualdad estructural entre capital y trabajo, el modelo sería sistémicamente deficitario por desconocer ciudadanía incardinada para la mitad de la especie. A su vez, Nancy Fraser daba cuenta de un paradigma histórico tripartito que el feminismo estaría configurando a nivel mundial a partir de tres vectores: la representación, las identidades y la redistribución, todos ellos a niveles simbólicos y materiales. No se trataría de “estadios” diacrónicos. Las más de las veces, las luchas feministas latinoamericanas los expresan con mucha sincronía. Como ejercicio teórico, podríamos identificar la representación con las luchas sufragistas que pusieron en tela de juicio los procesos ilustrados y republicanos de democratización. Las luchas identitarias vendrían vinculadas a los movimientos del ‘68 y posteriormente surgirían las demandas por la redistribución de poder e igualdad estructural.

Como la dictadura constituyó un retroceso en el sufragio de toda la ciudadanía, las luchas por la representación y la identidad se convirtieron en ejes simultáneos hasta la posdictadura. Los esfuerzos por redistribuir poder simbólico y material aguardan aún, dadas las condiciones del hipercapitalismo neoliberal.

No será sino hasta la Comuna de París y la Revolución Bolchevique que los objetivos de redistribución se convertirán expresamente en nudos políticos para las mujeres y las grandes mayorías, como muestran Louise Michel (la “louve rouge”) en 1871 y Aleksandra Kollontái en 1918, respectivamente.

La división capitalista del trabajo se va consolidando. La oposición entre letradas o movimientistas, políticas populistas (María de la Cruz) o de avanzada socialista-comunista (Julieta Campuzano y Laura Allende) marca los tránsitos hacia imaginarios cada vez más heterogéneos hasta que se configura un segundo auge coalicional significativo, el de la Unidad Popular, caracterizada, paradójicamente, por una baja en el feminismo movimientista. Ni la revolución en libertad ni la Unidad Popular impulsan, por motivos opuestos, la constitución de identidades feministas, si bien ambas se plantean proyectos de desarrollo país. Supuestamente, las contradicciones entre la emancipación de las mujeres y la liberación nacional se habrían de resolver “más adelante”. Es posible que la Unidad Popular haya subordinado la cuestión del sujeto feminista a la “cuestión popular” sin más calificativos a raíz de dos amenazas: la intervención norteamericana y los avatares antidemocráticos del capital monopolista chileno. Aquí resulta indispensable enfatizar, en primer lugar, el rol intervencionista del capital norteamericano, elidido tozudamente en el Chile dictatorial y posdictatorial por los medios comunicacionales, a pesar de la evidencia de los ITT Papers. Gladys Marín, quien se encontraba en clandestinidad para el No, fue tajante: “Estábamos en medio de la guerra de embargos, bloqueos, desestabilización, paros patronales, atentados todos los días a vías férreas y tendidos eléctricos; asesinatos; radios, diarios, TV que llamaban abiertamente a derrocar a Allende. Todo financiado desde los EE. UU. Millones de dólares para desestabilizar el gobierno popular y hacer chillar la economía chilena”.

En segundo lugar, la Unidad Popular experimentaría la avanzada de mujeres naturalizadas de derecha, organizadas bajo el lema de “poder femenino”, que a diferencia de los sujetos feministas, lanzaban sus campañas profamilia consolidando la resacralización de la familia heteronormativa, la sumisión neocolonial y la agresiva repulsa de los amplios imaginarios interseccionales. En perspectiva, los derechos reproductivos terminarían siendo uno más de los chivos expiatorios de la dictadura. En los ‘80, la re-penalización del aborto dio vuelta el reloj hacia 1931, haciendo tabla rasa de las luchas feministas de los años ‘30. No habrá solución de continuidad entre esa actoría hegemónica de mujeres autocráticas y la constitución pinochetista, cuyo biopoder patibulario propugnará la violencia sexual como eje de la violencia de clase. Aunque de ello no se hable sino hasta apenas siete años atrás, no habrá prisionera que no fuera violada en cruentas prácticas sexuales, como tampoco varón que no haya sido feminizado a partir de torturas sexuales en cautiverio. La Constitución de 1980 centrará en la familia y no en la persona los derechos, para convertirla en núcleo de políticas educativas privatizadoras y docilizadoras. La estrechez del Estado para los cuidados se habrá realizado en nombre de esa feminidad y de su ideología familiocéntrica.

El Estado subsidiario anexado al exterminio durante la dictadura es hasta el día de hoy producto ancilar de una transición inconclusa. Referir a mujer y/o género hoy implica asumir la diferencia radical entre lo femenino y el feminismo interseccional, entre ser sujetos u objetos de políticas públicas, entre neoliberalismo y democracia, en una situación epocal de neocolonialidad. En el contexto del binominalismo pactado, la transición democrática se dio de espaldas a los movimientos estudiantiles, a las feministas radicales, a los movimientos sociales y a aquellos considerados de “ultraizquierda”, con la consiguiente lucha permanente de esos sectores por incidir en las coyunturas políticas más allá de las “cocinas” legislativas. Para 1995, el Parlamento, que aún contaba con senadores designados, llegaría a votar por mayoría la censura del vocablo “género” en los documentos que la Ministra Josefina Bilbao llevaría a la Conferencia en Beijing. Sin duda, los movimientos sociales y los partidos excluidos han protagonizado procesos democratizadores desde las calles, sindicatos e instituciones, impulsando legislación a favor del divorcio, la despenalización de la sodomía, uniones civiles, leyes contra la violencia intrafamiliar (no de género), planes laborales de igualdad y despenalización del aborto en tres causales. Mayo de 2018 repolitiza el propio concepto de género, que se había venido sumando a otras estrategias de gatopardismo y autocensura para eludir hablar directamente de patriarcado, machismo o extractivismo, pero también de clase, raza, colonialidad o imperio. El triunfo del No fue indudablemente generado por amplias y diversas actorías democratizadoras, que no siempre han sido representadas a nivel gubernamental. El largo camino de blanqueo e impunidad frente al exterminio dictatorial resurge una y otra vez como situación inconclusa, como retorno de lo reprimido a niveles macro y microestructurales.

El segundo gobierno de Michelle Bachelet propugnó reformas estructurales como el fin al binominal, la reforma tributaria o el derecho universal a la educación. Pero esas reformas, instaladas desde nuevas subjetividades democratizadoras, no siempre concitaron amplio respaldo al interior del propio gobierno; redundaron en diseños deficitarios que finalmente favorecieron la elección del actual gobierno de derecha. La despenalización parcial del aborto en tres causales aguarda convertirse en pleno derecho reproductivo -aborto libre, gratuito y de calidad- a partir de más amplias subjetividades y actorías democratizadoras, capaces de nuclearse en torno a objetivos prioritarios colectiva y participativamente acordados.

La enorme desigualdad estructural en Chile afecta particularmente a las mujeres y a los sectores más pobres, en la medida en que la reproducción de la especie y la reproducción de la fuerza de trabajo remiten a la maternidad obligatoria, a dobles y triples jornadas de trabajo y a mermas crecientes del tiempo para sí. Hoy, cuando casi el 50% de las mujeres se ha incorporado a la fuerza laboral, todavía sorprende que perciban el 65% del salario de los varones. De gran impacto para un sistema de sexo género contrahegemónico es el matrimonio igualitario y un sistema nacional de cuidado, que permita desmantelar el binarismo excluyente entre lo privado y lo público, entre la producción y la reproducción, entre la reproducción y la creación artístico-cultural. El neoliberalismo se plantea ajeno al trabajo cultural y al pensamiento crítico. Pendiente queda la capacidad colectiva de convocar a una Asamblea Constituyente que posibilite construir colectivamente una nueva Constitución desde las y los nuevos sujetos. Imagino una carta de navegación estratégica que asegure el tránsito desde el Estado subsidiario impuesto durante la dictadura y prolongado desde el No hasta ahora, hacia un Estado garante de derechos, con igualdades sustanciales y no meramente formales para la ciudadanía toda. Los feminismos interseccionales insertos en los movimientos sociales y el Parlamento, desde las casas y las calles, desde imaginarios plurales y dialógicos han delineado los mapas. El viaje desde los sufragios activos y las identidades a las reapropiaciones materiales y simbólicas recién comienza.

Las precursoras invisibles del feminismo en Chile

Lejos de ser un ‘fenómeno’ casual, el movimiento de estudiantes feministas que estalló con fuerza en universidades y se tomó las calles a inicios de este año es parte de una trayectoria de lucha continua e invisibilizada a través de la historia, cuyos primeros atisbos se vislumbran en las organizaciones de mujeres a inicios del siglo XX, cuando trabajadoras alzaron la voz contra las distintas formas de opresión que vivían al interior de sus hogares, en fábricas y sindicatos. Todas ellas reforzadas por un discurso conservador y patriarcal proveniente del Estado, la Iglesia y de sus propios compañeros de lucha.

Por Bárbara Barrera Morales | Fotografías Memoria Chilena / mujeresenelsigloxx.ol

1884. Chile consolida por la vía diplomática su triunfo en la Guerra del Pacífico y las provincias de Tarapacá y Antofagasta son incorporadas como parte del territorio nacional. Un gran e imponente Desierto de Atacama se asoma en ojos del Estado y privados como el futuro de las abultadas arcas del país debido a su especial riqueza minera. La inmediata explotación del salitre convierte a Chile en el principal productor mundial de este mineral, permitiendo reactivar la economía y dar inicio a un ciclo de expansión, aunque volátil, que finalizaría cincuenta años después con la Gran Depresión.

El auge salitrero en el Norte Grande logra reconfigurar a un país completo: gracias al desarrollo económico alcanzado por la explotación de este abono natural, manifestado en la expansión del comercio, la industria, la minería y el aparato estatal, comienzan las migraciones campo – ciudad que propician el rápido crecimiento de los centros urbanos, gracias a la llegada de miles de hombres y mujeres a la pampa salitrera, a los puertos y caletas, en busca de mejores oportunidades laborales y de vida.

Los hombres se dedican principalmente a la producción salitrera, las actividades portuarias y a la expansión del ferrocarril, mientras que las mujeres llegan a las ciudades a trabajar en la manufactura de textiles, alimentos y vestuarios, todos empleos considerados de menor calificación y complementarios al de los hombres, lo que se traduce en salarios más bajos y largas jornadas laborales.

Son los inicios del siglo XX y la clase trabajadora chilena enfrenta difíciles condiciones de vida: hacinamiento, precarización laboral, enfermedades, analfabetismo, altas tasas de mortalidad infantil y alcoholismo. La Iglesia y el Estado observan con malos ojos la llegada de las mujeres a las fábricas y en su intento por relegarlas al trabajo doméstico y al cuidado de los hijos se fortalece el discurso conservador que vincula su inserción laboral con la cuestión social y la crisis moral de la República, caracterizada por la desintegración familiar, el vicio y la inmoralidad.

En este escenario, un sector de mujeres trabajadoras levanta espacios de organización y acción política, inspiradas por ideas anarquistas y socialistas, con el objetivo de luchar contra la explotación y el apremio de sus derechos y libertades como obreras, proletarias y mujeres.

Un nuevo escenario político: irrumpe la mujer obrera

El surgimiento del movimiento obrero a inicios del siglo XX trajo consigo una fuerte participación de las mujeres en la industria chilena y en organizaciones obreras activas políticamente. Las mujeres, relegadas hasta ese entonces al espacio doméstico, comenzaron a organizarse regularmente en sociedades de resistencia y socorro, mancomunales y filarmónicas, e incorporarse en organizaciones políticas progresistas.

Las primeras organizaciones de mujeres trabajadoras surgieron bajo la lógica del apoyo mutuo y la solidaridad con el movimiento obrero, en un contexto donde todavía no existían leyes laborales e instancias de organización de las y los trabajadores. En ese sentido, la participación laboral de las mujeres a inicios del siglo XX configuró un nuevo sujeto político: la mujer obrera, que llegó a transformar la lógica del movimiento obrero que se piensa exclusivamente masculino, y que impactó en la sociedad de la época que veía a las mujeres como administradoras innatas del orden doméstico, del hogar y de la familia.

El trabajo asalariado de las mujeres, además de ser menos calificado y considerado inferior, develó una contradicción: por un lado era sancionado por la Iglesia y el Estado por los supuestos “peligros” que conllevaba la salida de sus hogares y, por otro, era alentado por los empresarios que veían su potencial como mano de obra.

La historiadora Ana López Dietz explica que a medida que comenzaron a elaborarse las primeras leyes laborales, el Estado aplicó reformas parciales al trabajo de las mujeres basadas “en leyes de resguardo dirigidas hacia la mujer y su cuerpo”, como la prohibición o limitación del trabajo nocturno y derecho de pre y post natal. El problema, sin embargo, radicó en que la aplicación de la mayor parte de estas leyes quedó a libre arbitrio de los empresarios.

El accionar y las prácticas de las mujeres trabajadoras se encontraban en la mira del Estado y la Iglesia en tanto eran “objetos del discurso público, católico y patriarcal sobre la familia y la imagen de la mujer-madre, que las sancionaba en su lugar de esposa y dueña de casa, en la represión de su cuerpo y control de su sexualidad, en trabajos mal pagados y precarios, de la compasión de las damas de la elite, que con sus obras piadosas junto a la Iglesia intenta frenar los llamados males de la modernización”, señala López en su artículo “Feminismo y emancipación en la prensa obrera femenina Chile, 1890 – 1915”.

A medida que las trabajadoras identificaron que sus problemas eran comunes, fueron reconociéndose como parte de una clase trabajadora y también como mujeres oprimidas por el Estado, la Iglesia y por sus propios compañeros obreros, que consideraban una amenaza la presencia de las mujeres en el trabajo no sólo porque era utilizado para disminuir los de ellos, “sino también porque de alguna manera la presencia de la mujer en el mundo del trabajo cuestiona el modelo de masculinidad construido socialmente, que atribuye a los varones la función de jefes de hogar y proveedores”, explica López.

Adopción y práctica de ideas revolucionarias

Las ideas socialistas y anarquistas comenzaron a permear la clase obrera chilena a inicios del siglo XX. Si bien no existió un movimiento anarquista consolidado, historiadores e historiadoras coinciden en que estas ideas llegaron a los sectores populares por medio de hombres y mujeres anarquistas que participaron en paros y protestas de la época.

La historiadora Adriana Palomera asegura en su artículo “La mujer anarquista. Discursos en torno a la construcción de sujeto femenino revolucionario en los albores de la “idea””, que el anarquismo buscó “configurar una subjetividad e identidad política, social y cultural de las mujeres, reconociéndolas como parte constitutiva de un sujeto histórico de cambio social, capaz de emanciparse integralmente en lo público y en lo privado”.

Un grupo de mujeres obreras chilenas adoptó estas ideas gracias al proceso de formación del sindicalismo revolucionario con tendencias antiestatales y al atractivo de su discurso, que critica fuertemente al matrimonio, a la Iglesia Católica y al Estado, impulsa la emancipación de las mujeres y ve la educación como la herramienta principal para romper la barrera ético – moral instalada en la sociedad.

Una de las críticas más importantes de las obreras anarquistas chilenas estuvo dirigida hacia las organizaciones de mujeres de clase alta e incluso a tendencias feministas de la época. “Se encontraba una crítica desde la posición de clase que pretendía que estas mujeres no se asemejaran a las burguesas, teniendo por tanto el carácter de una afirmación de la identidad de clase”, señala Palomera.

No obstante, para la historiadora lo más atractivo y revolucionario del discurso anarquista tiene relación con la sexualidad. “Ahí ellos logran un equilibrio, al decir que las mujeres y los hombres tienen derecho al goce sexual, ya no sólo al amor libre, sino también al goce. Eso sí que es de avanzada”, asegura.

Una de las mayores inspiradoras de las tendencias revolucionarias de la época fue la feminista española anticlerical Belén de Sárraga, que visitó Chile por primera vez en 1913. Invitada por el recién fundado Partido Socialista Obrero, las ideas de la feminista encontraron buena acogida en el movimiento obrero que contaba con grandes dirigentes sindicales como Luis Emilio Recabarren y Teresa Flores, quienes creían que la lucha de los trabajadores era también la lucha por la emancipación de las mujeres.

Debido al eco de sus ideas en las mujeres trabajadoras, la española comenzó a fundar los Centros Femeninos Anticlericales Belén de Sárraga, considerados las primeras organizaciones de carácter feminista del país. Según las historiadoras Olga Ruiz y María José Correa, los objetivos de estos centros eran promover el laicicismo, denunciar los abusos del sistema de las pulperías, luchar por el derecho al descanso dominical de las trabajadoras, realizar campañas antialcohólicas e impulsar las ideas de emancipación de la mujer.

Trayectorias continuas y feminismos

Una de las expresiones más importantes del proceso histórico llevado a cabo por las mujeres obreras a comienzos de siglo XX es la prensa de mujeres y feminista.

El primer hito fue en 1905, cuando comenzó a circular en Valparaíso el periódico La Alborada, bajo la dirección de la obrera tipógrafa Carmela Jeria. Esta publicación estaba dirigida a las mujeres trabajadoras y sus temáticas abordaban las condiciones de trabajo, la denuncia de la falta de derechos de los y las trabajadoras, pero también las desigualdades de género y los problemas asociados a la familia, la maternidad, el Estado y la Iglesia.

Desde la edición número 20 La Alborada pasó de denominarse “Defensora de las clases proletarias” a “Publicación feminista”, lo que se tradujo en el aumento de artículos que trataban sobre los problemas de las mujeres y los que manifestaban críticas explícitas a sus compañeros, que permanecían mayoritariamente indiferentes a sus demandas.

En 1908 nació el periódico La Palanca, dirigido por la obrera Esther Díaz, que se constituyó como el órgano oficial de la Asociación de Costureras de Santiago. Esta publicación “continuará esta tradición de feminismo obrero, potenciando las denuncias sobre la doble condición y opresión de la mujer, insistiendo en las temáticas relacionadas con los problemas de la mujer”, asegura López.

Para la historiadora, la difusión y práctica de las ideas revolucionarias de las obreras anarquistas y feministas de comienzos de siglo marcaron un precedente que se ha sostenido en el tiempo, aún entre la diversidad de feminismos que han encarnado las mujeres chilenas. “Hay un impulso a la organización de las mujeres y se podría decir que esa tradición está muy presente en la fundación del Movimiento Pro Emancipación de la Mujer Chilena (Memch), que toma entre sus reivindicaciones las demandas de la mujer trabajadora”, señala.

Pese a que tras la lucha sufragista liderada por organizaciones como el Memch en las décadas posteriores al movimiento obrero se instaló la idea del “silencio feminista”, revisando la década del 70 es posible observar el nacimiento de las primeras organizaciones durante la dictadura, con departamentos femeninos y trabajadoras que luchan contra el empleo precario y por democracia “en el país y en la casa”.

López explica que uno de los desafíos del actual movimiento de mujeres feministas es reivindicar esta tradición “porque la realidad del país no es solamente que hay una fuerte participación de la mujer en el trabajo, sino que son trabajos precarios, con brecha salarial, que reproducen una doble o triple carga. Hay que rescatar y visibilizar los orígenes que permiten pensar la propia situación de las mujeres trabajadoras hoy”.

En esa misma línea, asegura que el denominado “mayo feminista” marca “un punto de ruptura muy progresivo”, que logra instalar otras temáticas no abordadas hasta ahora. Precisamente en este contexto, la historiadora reafirma la necesidad de revisar experiencias invisibilizadas, pero que indudablemente están inscritas en una trayectoria común de lucha por la emancipación de todos los yugos sobre los cuerpos de las mujeres.

El feminismo no es conservador

Por Kena Lorenzini | Fotografías: Felipe Poga

Hemos denominado, con justicia, al movimiento que involucra las tomas y paros feministas como una nueva ola feminista en Chile, la tercera. Ola que ha removido las estructuras conversacionales, alejando al feminismo y sus demandas del concepto de “tema” y lo ha instalado como un problema político, como agenda política y pública, a la vez que como charla obligada en los hogares y grupos de amigos, compañerxs de trabajo y otros.

Hoy (abril, mayo, junio, julio 2018) la ola feminista es “la” agenda que no se detiene frente a otras como la del barranco por el que caen obispos junto a la iglesia católica, la corrupción de Carabineros de Chile, de las Fuerzas Armadas, la corrupción de políticos, la no tolerancia a que rostros televisivos apoyen prácticas como la tortura o la impunidad para empresarios y políticos frente al cohecho. Es más, no sólo no se detiene el feminismo sino que multiplica la visibilización de todo este malestar que ha tenido a Chile amordazado, con engaños, para no afectar nuestra endeble democracia.

Un 17 de abril de 2018 las estudiantes de la Universidad Austral de Valdivia se tomaron una de sus sedes para decir basta a la desinformación, para decir basta al rector que no daba señales sobre la acusación del acoso realizado por el académico Alejandro Yáñez contra una funcionaria. A modo de resumen, el rector optó por el traslado de Yáñez a un centro de investigación de la misma universidad, donde el 70% de quienes allí trabajan son mujeres. Cómo no traer a la memoria lo que hace la iglesia católica con los sacerdotes abusadores.

Como respuesta a esta decisión, a estas estudiantes se suman otras sedes, se hace un petitorio sobre, entre otras cosas, protocolos para encarar acusaciones de abuso sexual, el cual finalmente el rector acepta, pero Yáñez no es expulsado. Pronto vendrían elecciones de rector y Alejandro Yáñez era uno de sus aliados. Hoy se está trabajando en el petitorio de la Universidad Austral y exigiéndole al rector que escuche a las mujeres de las sedes de Puerto Montt y Aysén, cosa que éste no quiere hacer. Todo por resolverse.

El 27 de abril se inicia una toma en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile por similares razones a las de la Universidad Austral: la no respuesta clara a la demanda contra el académico y abogado Carlos Carmona, ex presidente del Tribunal Constitucional de Chile, por acoso sexual hacia una alumna. Las estudiantes deciden nombrar la acción, por primera vez en la historia, como toma feminista. De ahí en más, otras facultades entran a paro, se suman otras universidades tanto públicas como privadas, se hacen tomas y se unen colegios y liceos denominados emblemáticos, especialmente los de mujeres, como el Liceo 1 y el Liceo 7, entre otros.

El golpe más mediático de las tomas fue el de la Casa Central de la Universidad Católica, por creerse que ahí está la cuna del conservadurismo y la elite, algo retrógrado, ya que por una parte hay estudiantes con gratuidad y por otra, hoy existen varias universidades privadas donde sólo va la elite.

Igualmente interesante es que la Universidad Católica había sido tomada sólo una vez, en el año 1967, y luego, durante la dictadura de Pinochet, en 1986, estuvo tomada sólo por algunas horas. El 25 de mayo de 2018 comenzaría ahí una toma feminista. A partir de ella nace un petitorio que entrelaza el acoso y abuso sexual con demandas acerca del trato laboral de funcionarixs externalizadxs, alumnado trans y otras variables.

Se realizan tomas, paros y marchas a lo largo de Chile, que ponen al centro de la demanda la “educación no sexista” con todas las transformaciones que ello implica. Los petitorios, la mayoría de ellos ya recibidos por diferentes rectores, recogen las demandas de estudiantes, académicas y funcionarias.

Sí, se han sumado académicas, funcionarias y estudiantes varones a esta ola feminista, estos últimos poniéndose a disposición de sus compañeras, no anulando el protagonismo de ellas. En esta oportunidad se han transformado en colaboradores y los más audaces, en auto observadores, realizando jornadas de reflexión para cuestionar sus prácticas machistas y entender las demandas feministas.

La ola feminista es bien recibida por gran parte de la sociedad “no ilustrada” e incluso por la ministra de la Mujer y Equidad de Género de un gobierno que convive en su seno con la elite más conservadora del país. Sin embargo, las autoridades no logran hacerse cargo de ella, ya que al poco tiempo de iniciarse este proceso, el Presidente Sebastián Piñera anuncia una “Agenda Mujer” en la que toma básicamente tres temas: sala cuna universal en las empresas para mujeres y hombres (sólo los que están a cargo de sus hijxs), transformación de la sociedad conyugal que tiene al hombre como administrador de los bienes al interior del matrimonio, y un cambio en las Isapres, sistema privado de salud al cual sólo pertenece el 20% de la población. Esto no considera en absoluto la principal petición de las estudiantes: educación no sexista. El Presidente hace caso omiso y sigue a medias tintas con las tres demandas que desde hace años son reclamadas por el movimiento feminista y de mujeres. Esta “Agenda Mujer” intenta hablarles a jóvenes que cada día contraen menos matrimonio, que están atrasando o no queriendo tener hijxs y para quienes las Isapres hoy no son una preocupación, sobre todo porque quieren igualdad y no discriminación para todxs.

Entonces, las tomas continúan y los paros se hacen más numerosos. No hay comprensión acerca de lo que está ocurriendo, no se ha entendido el eslogan “nos han quitado todo, hasta el miedo”. Estas jóvenes no entraron en el silencio de una derrota, están activas, uniéndose a otras mujeres jóvenes de otros espacios como las que pertenecen a barras de connotados equipos de futbol, a otras no tan jóvenes como las académicas, a sus compañeros que se han quedado con las demandas del feminismo de exigir que los protocolos avancen, protocolos que no son para una elite, sino para todxs, como lo demostró el petitorio de la Universidad Católica que llegó a acuerdo en tres puntos claves que no tienen relación directa con las estudiantes: contrato para funcionarixs, utilización del nombre social de les estudiantes trans y alejamiento de un académico declarado culpable de violencia conyugal hacia una funcionaria de la universidad.

En todos los petitorios se exigen protocolos claros y expeditos para enfrentar el abuso de poder y el acoso sexual. Increíblemente, en Chile no existe una ley que penalice el acoso sexual, aunque hay un proyecto de acoso callejero que lleva cinco años durmiendo en el Parlamento. Siempre que se trata de proyectos de ley que previenen delitos hacia las mujeres, lxs parlamentarixs aplazan el trabajo. Como mujeres, somos imperecederamente sospechosas de darle un mal uso a las leyes para perjudicar a otrxs. Un ejemplo reciente de ello ha sido parte del debate acerca de la causal de violación en la ley de despenalización del aborto en tres causales.

Otra de las cosas que ha quedado palpitando y que ha develado la ola feminista es la resistencia de hombres y también de algunas mujeres al movimiento y a algunas de sus demandas. Se trata de conservadores que no entienden las performances donde las estudiantes se expresan a través de sus cuerpos, la desnudez de sus cuerpos, la sangre menstrual. No lo van a comprender. ¿Por qué? Porque no, sencillamente, porque no hay capacidad para ello. Están quienes, autodenominándose intelectuales, han ninguneado al movimiento alegando que las estudiantes no representan a todas las mujeres porque son una elite, desconociendo con estos decires la historia de los movimientos de transformación social.

Como esbocé anteriormente, parte de los acuerdos que consiguió la toma de la Casa Central de la Universidad Católica fue la consideración de trabajadores haitianxs que la universidad tenía externalizadxs y a quienes se les engañaba por no saber hablar chileno. Es decir, estas mujeres fueron conscientes de su posibilidad de expresar sus demandas, pero también las de otras. Centrada esta resistencia también en la propuesta para una nueva malla curricular, muchxs académicxs lo encuentran risible “porque tendré que sacar a Platón”. Parece mal intencionado, la verdad, porque ellas no han pedido eso sino que aspiran a que también se impartan conocimientos de pensadoras, creadoras, científicas, humanistas y más mujeres.

Otra resistencia, ¡oh!, quieren cambiar la lengua de Cervantes, pecado mortal, como si alguien aún escribiera o hablara como Cervantes o Sor Juana Inés de la Cruz. Una profesora argumentaba que los cambios en la lengua antes no habían sido ideológicos. ¿Cuál es el problema con que una lengua dinámica cambie a través de la ideología, en especial si busca incluir a todas las personas cambiando ese único y universal “todos” por “todes”? Ese “todos” que nos nombra a todas desde el hombre.

En un desalentador estado de ánimo, algunos hombres jóvenes (y varios mayores, tal vez demasiados) se oponen a dejar de piropear y se sienten desorientados porque “ahora no se les va a poder decir nada”. “Depende”, les han contestado ellas. Sin embargo, se aferran a la idea de que se ha ido demasiado lejos. Reconocemos que todos los movimientos que pretenden realizar transformaciones tienen un efecto pendular y es por ello que a veces van demasiado rápido, y que quienes quieran comprenderlo deberán ir en paralelo intentando conocerlo, aun a pesar del caos que éste pueda llevar.

Llama la atención la resistencia de los adultos varones, que desde el principio nos llenaron de columnas de opinión cuyos contenidos fueron morigerando, pero siempre tratando de explicar el movimiento, pasando por alto la voz de las protagonistas. Intérpretes de la ola feminista.

Una resistencia que corresponde a los dos mil años de patriarcado y que afecta también a mujeres que no saben qué hacer de sus vidas si no son validadas por uno o varios hombres. Así hemos sido educadas desde nuestra sexualidad hasta nuestro campo laboral, a ser valoradas y despertadas por el beso del príncipe encantado. Por eso ellas también se resisten, tienen miedo.

Por otra parte, si sólo un 42% de las mujeres en Chile trabajan fuera del hogar, hay quizás un 52% que vive bajo las condiciones impuestas por el patriarcado en el mundo privado, el mundo del trabajo doméstico, y si no fuera porque se ven expuestas a la violencia machista sobre ellas o sus amigas, probablemente se quedarían huérfanas en un mundo nuevo donde tuvieran la posibilidad de decidir qué hacer con sus vidas si no logramos antes traspasar hacia ellas la significancia de una sociedad feminista.

Sí, vamos hacia una sociedad feminista porque parece ser la única promesa que nos está dando esperanza; bajo el paraguas del feminismo caben todas las luchas sociales. Las feministas hemos estado en todas ellas y en las que vendrán porque el feminismo es dinámico como lo son los derechos humanos, como lo son las personas. Es por eso que hoy todos los partidos políticos se están declarando feministas. Algunos lo vieron venir y propusieron el primer gobierno feminista sin que sus integrantes supieran de qué se trataba un gobierno feminista, qué implicaba un gobierno feminista.

Pero, ¡oh!, también se declara feminista el partido de ultraderecha y ahí contemplamos la capacidad de cooptación de las elites para así desdibujar este movimiento que surge con fuerza. Un partido ultraconservador no puede ser feminista. El feminismo tiene muchas manifestaciones, pero por sobre todo tiene un respeto irrestricto por el derecho de las mujeres a decidir sobre sus vidas, sobre todos y cada uno de los aspectos de sus vidas, y bien sabemos que el conservadurismo se propone como pivote de su quehacer encerrarnos en cuadrados donde nadie se salga de las (sus) normas, de lo que el conservadurismo estima como normal.

Curiosamente, ese conservadurismo que se quiere autodenominar feminista considera normal la aporofobia, la xenofobia, la misoginia, la codicia por obtención de riqueza, la desigualdad, la depredación medioambiental, la privatización de playas, lagos, bosques, el no respeto a la tierra de los pueblos originarios. No, no, el feminismo no es conservador. El feminismo aboga por la justicia social en todo ámbito.

El feminismo no es conservador.

El «2011 feminista» (o gracias, cabras, por denunciar que el género es otra lucha de clases)

Por Arelis Uribe / Fotografía: Alejandra Fuenzalida

Si tuviera que decir una sola cosa de esta primavera feminista, diría: gracias, cabras. Ojalá supieran cuánto las admiro, cuánto las quiero, cuánto las banco. Se les ocurrió algo que a ninguna de nosotras se nos había ocurrido. Cuando yo estudiaba Periodismo en la Usach, en 2006, igual que ahora, la revolución tenía un lugar y era la sala de clases. Intuíamos que lo personal es político, pero con un enfoque economicista. De la sala de clases, donde están mis mejores amigos, mis profes preferidas, donde me enamoro y me frustro, donde aprendo y me equivoco, nace mi destino social. Y ustedes, mujeres estudiantes, dijeron sí, ahí nace el destino social, pero la pobreza no es el único destino, la desigualdad económica no es el único dolor. Abran los ojos: el género es otra lucha de clases.

Con ese giro hicieron del feminismo una causa del movimiento estudiantil completo.

Ser de izquierda en mis tiempos sólo era enfrentarse al capital, rechazar el mercado, sufrir por la injusticia económica que genera desigualdad política. Allí estaba la rabia traducida en discurso político. La rabia contra el machismo no se politizaba. Sólo era la vida. Había mucho que no cuestionábamos. No cuestionábamos que la mayoría de los textos que leíamos era de autores hombres. No me cuestioné la vez que organizamos un concurso de cuentos eróticos y nos llamaron de La Cuarta para una nota y el periodista pidió hablar con mis compañeros hombres, o que cuando fue el fotógrafo a la universidad a tomarnos la foto para la nota pidió que posáramos: los hombres de pie con las manos detrás de la nuca punteando a las mujeres agachadas delante de ellos. No me cuestioné que cuando recibimos cuentos y llegó la hora de leerlos, los hombres no dejaron que ninguna mujer fuera jurado. Mi rabia nacía por su capacidad infinita de acabronarse con los puestos de toma de decisión. Pero me quedaba sólo en eso, en la rabia.

En mis tiempos, la anarquía era sinónimo de revolución. Qué lindo que anarquía se escriba con tantas letras A. Me suena a rebelión feminista. Pero la anarquía de mi época era machista. Hace dos años, un compañero que era del FEL me escribió para que nos tomáramos un café y conversáramos de un proyecto audiovisual contra el acoso sexual callejero. Dijo que yo podría orientarlo como integrante del OCAC. Nos juntamos en un café. Intercambiamos algunas ideas y luego, de a poco, empezó a introducirme hacia una confesión. Dijo que le daba vergüenza, que estaba arrepentido, que no sabía cómo llegó a eso. Y yo, mierda, qué hizo este hueón. En el fondo me decía: necesito que tú, mujer feminista, escuches este testimonio de mi masculinidad y me evalúes, me redimas y me perdones en nombre de la justicia universal. OK, dije, cuéntame. Y sacó un cuadernito con un relato. Contaba que el segundo semestre de 2009 había llegado una chica de intercambio desde La Serena. Me acuerdo de ella perfectamente, le dije. A él le gustaba, ella era coqueta, pero a la hora de consumar se iba con otros. En su tira y afloja mi compañero nunca recibía lo que quería y eso le hacía hervir la sangre. Una noche estaban carreteando y ella fue al baño y él la siguió. La apretó contra un muro, la inmovilizó, le metió la lengua a la boca y le dijo: por qué con ellos y conmigo no. Ella se separó y lo escupió. Salió corriendo y llorando. Mientras mi compañero me lo contaba, también lloró.

Ese día de la confesión, mi molestia se quedó en la anécdota. No fui capaz de aplicar la consigna elemental: lo personal es político. No vi que el relato de mi compañero no es particular, le pasa a más, le pasa a otras, le pasa a otros. Cuando hablamos de violencia (y por lo tanto, de política) es una buena idea generalizar. Es demasiado probable que un hito se repita como patrón porque somos un fractal de toda la violencia macroestructural.

Tampoco me cuestioné que si son personas, eso que les pasó les va a acompañar siempre, va a estar presente en su práctica periodística, en sus decisiones familiares, en su sentir amoroso. Es obvio, nos conformamos a partir de las personas que nos rodean y las experiencias que nos brindan. Su presencia forma nuestra identidad, igual que un líquido en su recipiente. Ese minuto de violencia entre compañeros de universidad es algo que les constituye, vive en el recuerdo y en la posibilidad de esa fuerza.

Las estudiantes de esta generación fueron más hábiles, más lúcidas, más osadas y dijeron: eso que pasa entre compañeros no está bien. Le sucede a más de una, es un problema colectivo. (Y por lo tanto, político). Me pregunto cómo habrá sido el despertar. ¿Habrá sido como el del acoso sexual callejero? ¿Una molestia antigua que de pronto se comparte con otras hasta reconocer que es masivo? Recuerdo a un hombre adulto que me tocó el calzón en la micro y a viejos que me susurraron al oído “le llenaría el choro de moco” o “chúpame la pichulita”. Detrás de esa frase ridícula descansa una imposición: tengo que bancarme el deseo sexual de otro con quien ni siquiera he establecido un vínculo. Eran completos desconocidos que me tiraron el pene en la boca. Es asqueroso e invasivo, sobre todo invasivo. ¿Por qué me obligas a sentir lo que tú sientes? Para compartir un sentir debe haber confianza y consenso. Sólo ahí nace el consentimiento, que es la palabra que los violadores no conocen.

El consentimiento es sólo otra forma de llamar la igualdad. Lo que nos hace iguales es que sentimos lo mismo, que cualquier ser humano en la tierra siente las mismas emociones. Todas las personas sabemos qué es el miedo, qué es el calor, qué es el frío. No necesito describirlo para que me entiendas. Eso es lo que nos iguala, que al entender lo mismo, conectamos. La libertad es la conexión voluntaria a un sentir. Por eso libertad e igualdad son clave en el consentimiento y en la discusión que han iniciado las estudiantes hoy. Lo que está en tensión es una frontera que quizá sea protagonista en la discusión eterna sobre el deseo: cuándo dejo de ser sujeto para convertirme en objeto. Lo ideal es que sea una decisión, no una imposición. El grito feminista es nuestra reafirmación como sujetas de deseo: yo decido dónde, cómo, cuándo y con quién tirar. No porque tú, ser autoritario, sientas deseo por mí significa que yo debo saciarlo. Es un tema de obediencia y, por lo tanto, de poder.

El consentimiento no sólo aplica en la voluntad en un encuentro sexual, es la palabra ausente detrás de toda violencia. Todas las historias de académicos que humillan a sus colegas mujeres, de profes violadores o abusadores, de compañeros que subestiman a la disidencia sexual están atravesadas por una imposición. El rol de la subversión es aplicar fuerza de vuelta a la violencia recibida. Es agarrar la frontera y desplazarla. Es decir: la violencia no empieza allá, donde tú dices, sino acá, donde yo la siento.

Alguien dijo que la creatividad es lo que viene después de la crisis. Estamos en crisis porque estamos padeciendo un conflicto, la lucha entre el feminismo y el patriarcado, el gallito que tensiona la relación de poder en base al género. Y esa lucha no es nueva ni acaba acá. Toda revolución tiene un componente generacional. Este es el mensaje de las estudiantes de hoy, el mapa que dibujan y que heredarán para gente más nueva que, en su momento, también desdibujará para volver a construir.

Participo de las tomas universitarias y de las marchas estudiantiles como testigo. Ya no soy tan joven, no estoy en el aula. Pero igual existe el diálogo. Sigo a las chicas en Instagram, reviso sus petitorios, leo las noticias que las nombran, converso con mi hermana que entró a estudiar Trabajo Social este año a la UTEM. Gracias a ella fui a la toma. También me invitaron a Juan Gómez Millas. Acepté al tiro, qué placer intercambiar lo que sentimos, nuestras experiencias, porque el feminismo no es un invento mío ni de ustedes, es una fuerza interior de desobediencia, de rabia, de frustración, de solidaridad, de afecto. Una pulsión que estuvo antes en Elena Caffarena, en las sufragettes o en mi abuela. Una voz que nos empuja a crear con las manos, la cabeza y el corazón una forma de relacionarnos en la que las personas no seamos depredadoras de otras personas. Es la pelea por la igualdad y la libertad más radical.

Me llena de orgullo ver a las encapuchadas con las pechugas al aire, en una versión poderosa y elegante del haka maorí. Me dio gusto llevar comida a la toma de la Católica. Me encantó escuchar de primera fuente cómo otras encapuchadas se tomaron el ICEI de la Chile y cómo al salón José Carrasco Tapia ahora le dicen “la Pepa”. Amé saber que las chicas están todo el día encerradas conversando, dialogando, inventando formas, armando petitorios, tomando acciones. Qué lujo poder pensar una sociedad distinta no a partir de los trabajos académicos que les exigen en sus ramos, sino movilizadas por el daño cotidiano inscrito en su cuerpo. Es hacer política en la práctica: enfrentar al orden, revolverlo al poner la voluntad personal en la idea de igualdad.

Por ahí dije que éste es el “2011 feminista” y lo sostengo. Es una historia donde estudiantes, jóvenes, universitarias se paran un día y dicen: esto que me pasa a mí o a quienes quiero (tener una deuda por estudiar o que tu profe te subestime por mujer) no está bien, ¿por qué tenemos que aguantarlo? ¿Seré a la única que le molesta? Y algo sucede y la rabia se expande como diente de dragón. Cuando nos damos cuenta de que no estamos solas nos convertirnos en colectivo. Empiezan las movilizaciones, los paros, las tomas, las marchas. Eso atrae otras demandas y se activa el engranaje de los movimientos sociales. Se parece tanto una revuelta a otra, sobre todo en la sensación, en este gustito, este calorcito en el pecho, este placer que da saber que una verdad escondida por fin está siendo escuchada.

Presentación Dossier Nº10: La hora del feminismo

Para el 11 de julio de 2018 se habían cometido 19 femicidios en Chile y 65 intentos frustrados, según las cifras oficiales del Ministerio de la Mujer y la Equidad de Género. Desde el mundo de las organizaciones sociales la realidad se ve aún más dramática: la Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres contabiliza 28 femicidios en los siete meses que van de este año. El femicidio es la forma más extrema de violencia contra las mujeres, la punta visible de un iceberg que parte con micromachismos, acoso callejero en la vía pública y termina en la violencia física y, a veces, en la muerte.

En un año en que la agenda pública ha estado marcada por las movilizaciones feministas que comenzaron durante el mes de abril en las universidades de todo Chile, la realidad muestra que la violencia contra las mujeres es un problema diario para millones de chilenas que se ven enfrentadas a violencias físicas, psicológicas y sociales en los ámbitos público y privado. Al menos 32 instituciones de educación superior y ocho colegios estuvieron movilizados durante el momento más álgido de las protestas durante el mes de mayo, cuyas reivindicaciones incluían educación no sexista en todos los niveles, destitución de académicos acusados de acoso y/o abuso, mejores procesos ante denuncias en las universidades y fin a la discriminación de género en el país.

Y Chile está de acuerdo con las estudiantes: según la encuesta Cadem de mayo, el 71% de los entrevistados se declaró a favor del movimiento feminista y un 77% afirma que Chile es un país machista. En tanto, un 63% de las mujeres encuestadas declaró haber sido discriminada o violentada alguna vez por ser mujer.

Palabra Pública quiso adentrarse en esta discusión a través de diferentes perspectivas. Abre el dossier la Intendenta de la Región Metropolitana, Karla Rubilar, quien defiende las reivindicaciones feministas y aborda la necesidad de ampliar la mirada sobre diferentes “temas valóricos”; la escritora y periodista Arelis Uribe se refiere a las profundas transformaciones que han introducido en la sociedad las feministas movilizadas en los últimos meses; Valentina Saavedra y Javiera Toro, ambas dirigentas de Izquierda Autónoma, abordan la necesidad de una educación no sexista que a la vez saque al mercado del sistema educacional; la periodista Bárbara Barrera investiga sobre la muy escasa representación de las mujeres en los espacios directivos de las orquestas chilenas e internacionales; la chilena Alondra Silva, que realiza un magíster en Islandia, da cuenta a través de su experiencia de las transformaciones que son necesarias para que un país se convierta en feminista; y la fotógrafa y psicóloga Kena Lorenzini pone en entredicho la declaración de “feministas” de ciertos partidos y movimientos políticos.