Cómo la pandemia agudizó la crisis de los cuidados (y por qué puede ayudarnos a enfrentarla)

Históricamente, las mujeres han asumido en mayor medida el trabajo reproductivo y de cuidados. Una labor invisible, poco valorada, pero central. La pandemia evidenció el agotamiento del modelo que se sostiene únicamente sobre los hombros de las mujeres y aceleró la discusión sobre la corresponsabilidad social de los cuidados.

Por Pamela Barría Osores  

Una isapre le rechazó la licencia médica a Ariadna y ella no entiende cómo es posible después de todo lo que ha pasado. Para apelar tuvo que someterse a un peritaje psiquiátrico. Le explicó al especialista que no, que si bien no ha pensado en el suicidio, sí necesita descansar y reorganizar su vida, que está triste y agotada. Y cómo no, hace apenas dos meses murió su padre, a quien bañó, vistió y alimentó hasta sus últimos días.  

Desde marzo, producto de la pandemia, asumió sola su cuidado, también el de su madre adulta mayor y el de su hija, de nueve años. Para reducir los riesgos de contagio, la persona que la ayudaba con los quehaceres domésticos, otra mujer, no siguió trabajando en su casa. El papá de la niña estaba en cuarentena total hasta hace poco, y no siempre había permisos disponibles para padres separados en Comisaría Virtual. “Tenía tres jornadas laborales: la de mi trabajo, la del cuidado de mi papá y la de acompañar en el colegio a mi hija”, dice.  

La experiencia de Ariadna no es única. Histórica y globalmente, son las mujeres las que han asumido en mayor medida el trabajo reproductivo y de cuidados, es decir, todas aquellas tareas cotidianas destinadas a sostener la vida y atribuidas culturalmente a las mujeres. Un trabajo agotador como cualquier otro, pero invisible y no remunerado, una sobrecarga muchas veces brutal, justificada bajo el supuesto de un inagotable amor.  

Lorena Flores es economista y directora ejecutiva del Centro de Microdatos de la Universidad de Chile.

Esta realidad, en el actual contexto de pandemia, persiste con una magnitud preocupante. Así lo han advertido organismos como ONU Mujeres y Cepal, que en el informe Cuidados en América Latina y el Caribe en tiempos de COVID-19: hacia sistemas integrales para fortalecer la respuesta y la recuperación (agosto 2020), señalan que la crisis “ha demostrado la insostenibilidad de la actual organización social de los cuidados, intensificando las desigualdades económicas y de género existentes, puesto que son las mujeres más pobres quienes más carga de cuidados soportan y a quienes la sobrecarga de cuidados condiciona, en mayor medida, sus oportunidades de conseguir sus medios para la subsistencia”.  

Para Lorena Flores, economista y directora ejecutiva del Centro de Microdatos de la Universidad de Chile, lo más preocupante de esta crisis es el retroceso en la participación laboral femenina. “En marzo se notó un impacto inmediato en las mujeres. El 16 de ese mes cerraron los establecimientos educacionales, entonces la mujer que perdió el empleo se declaró inactiva, dejó de buscar trabajo, y eso tiene que ver con estar a cargo de los cuidados de otros y del hogar”, explica.  

La tasa de participación laboral de mujeres cayó 7,6 puntos, llegando a un 45%. “Es una cifra similar a lo que existía en 2004. En estos meses se ha retrocedido 16 años en participación laboral femenina y no sabemos cuánto va a durar, sobre todo porque la reactivación que se ha anunciado se dará en sectores que son mayoritariamente masculinos, como la construcción, logística y transporte. Los establecimientos educacionales tampoco están abriendo y eso hará que la decisión de las mujeres sea quedarse en la casa, que no salgan a buscar empleo si no está resuelto el tema del cuidado”, advierte Flores.  

Mujeres en primera línea 

“Las mujeres siempre somos carne de cañón en las crisis”, dice la doctora en Ciencias Sociales de la Universidad de Chile, Carolina Franch. “Con el cierre de colegios, las madres hoy han tenido que ser coadyuvantes de la educación de sus hijas e hijos, una carga que no existía antes. Además, tuvieron que asumir tareas como la alimentación y la limpieza de la casa, domesticidad que un porcentaje de mujeres tenían resuelta a cargo de otra mujer de otra clase social”, describe.  

Precisamente, las trabajadoras de casa particular, quienes han reclamado por años el reconocimiento de sus derechos laborales, representan uno de los sectores altamente feminizados que se han visto más golpeados por la pandemia. La Coordinadora de Organizaciones de Trabajadoras de Casa Particular estima que se han perdido unos 120 mil empleos, correspondiente al 40% de los puestos de trabajo. Sin embargo, recién el 9 de septiembre, a medio año de iniciada la crisis, lograron que se aprobara el proyecto de ley que las incorpora al Seguro de Cesantía. “Es un sistema completo el que desvaloriza todo el quehacer femenino”, complementa Franch.  

La antropóloga apunta a otro factor, la corresponsabilidad. “Tras la pandemia no ha existido una corresponsabilidad en la redistribución de trabajo. Muchas veces ocurre que los hombres cierran la puerta de la pieza en la mañana y la abren a las 6 de la tarde, cuando terminan su jornada laboral. Mientras tanto, las mujeres no hicieron eso: tuvieron que abrir el computador desde la cocina, acompañaron a los hijos en el estudio, hicieron funcionar una casa a la vez que intentaban mantener un ritmo laboral. En los trabajos de los hombres también se asume que ellos pueden encerrarse y no atender nada más que el trabajo”, agrega.  

“El derecho al cuidado desde que naces hasta que mueres debe incluirse en los principios de la nueva Constitución, porque se debe organizar la economía y la sociedad en torno a la reproducción social de la vida”, asegura Teresa Valdés, coordinadora del Observatorio de Género y Equidad. 

Sin embargo, el problema está lejos de ser sólo individual y puertas adentro. La invisibilización de la división sexual de los cuidados compromete incluso la contención de la pandemia, porque está afectando a la primera línea de resistencia del Covid-19.  

“Más de un 70% de la fuerza laboral en salud son mujeres. Por los estereotipos de género que persisten, para las trabajadoras de la salud ha sido especialmente dura la pandemia, por la sobrecarga de cuidados y porque han debido mantener sus trabajos con mucha más carga asistencial. Nosotras hemos hecho una defensa de las médicas y, en colaboración con otros gremios de la salud, hemos empujado algunas alternativas legales, como por ejemplo que algunas de las trabajadoras que tienen hijos e hijas pequeños puedan acogerse a teletrabajo si es que no tienen a nadie con quien dejarlos”, cuenta Francisca Crispi, encargada de género del Colegio Médico de Chile.  

“La autoridad sanitaria ha sido bien ingrata con las trabajadoras de la salud. Hasta ahora, han entregado nulo apoyo a los cuidados, pese a que lo solicitamos. Nos dieron la opción de salvoconducto para cuidadoras y cuidadores, pero ha funcionado muy mal, tenemos más de 20 casos en que simplemente no se les respetó el salvoconducto”, detalla Crispi.  

Por otro lado, está el problema de los recursos. “Las médicas, en general, van a poder pagar a un tercero que cuide, pero es superimportante identificar qué integrantes de los equipos de salud no pueden costear en este minuto y dar un bono compensatorio para asegurar los cuidados, y también flexibilidad para adaptar los horarios laborales”, complementa.   

Un cambio obligado  

Según la Encuesta Nacional de Uso del Tiempo del INE, de 2015, en el Chile prepandémico las mujeres dedicaban 5,89 horas al trabajo no remunerado por día, superando en más de tres horas a los hombres, quienes destinaban 2,74 horas a las mismas labores.  

En junio de este año, un estudio del Centro de Economía y Políticas Sociales de la Universidad Mayor, a cargo de la economista Claudia Sanhueza, determinó una pequeña variación en esa brecha en cuarentena: las mujeres dedican dos horas más por día que los hombres a las tareas domésticas. Mientras ellas suman 5,6 horas, ellos lo hacen 3,8 horas. 

Irma Palma, es doctor en Psicología, académica de la Universidad de Chile e investigadora principal del estudio “Vida en Pandemia”

La doctora en Psicología, Irma Palma, académica de la Universidad de Chile, está a cargo del estudio longitudinal Vida en Pandemia, que está monitoreando la forma en que la crisis sanitaria impacta a distintos grupos de la población en diversos temas.  

El segundo informe de la investigación, explica Palma, tiene el siguiente eje. “Cuando se iniciaba la crisis se formulaba una hipótesis -fundada en la experiencia histórica de crisis humanitarias y desastres naturales- que decía que con el cierre de escuelas se profundizaría la desigualdad entre hombres y mujeres en el trabajo no remunerado. Puestos en la desestabilización de la vida cotidiana, cuyo orden estaba basado en la desigual distribución de estas labores en perjuicio de las mujeres, ¿es que los hombres no asumirían nada o poco de la nueva carga debido a la crisis de más trabajo doméstico en los hogares, de cuidado de la niñez y del inédito trabajo educacional?”. 

Se les preguntó a hombres y mujeres cuánto habían hecho en las últimas dos semanas, si “mucho menos”, “menos”, “igual”, “más” o “mucho más” que en las primeras semanas de marzo. Entre los resultados, el 69% de las y los entrevistados hace “más” o “mucho más” en la crisis de las actividades como cocinar o hacer limpieza en su casa. No obstante, las mujeres han incrementado en mayor medida que los hombres la cantidad del trabajo doméstico que realizan: 52% de mujeres y 37% de hombres declaran hacer mucho más que en el pasado inmediato a la crisis. 

El informe también reporta que existe una brecha de género en la distribución del trabajo de cuidado infantil, en favor de los hombres, y que al mismo tiempo ha aumentado la cantidad de hombres que durante la crisis asumieron el trabajo de cuidado infantil. En cuanto al trabajo educacional en casa, también existe una diferencia de género: 67% de madres y 43% de padres, respectivamente, acompaña a niñas y niños en la educación en casa todos los días de la semana. 

“Observamos un hecho nuevo, un aumento del trabajo por parte de los hombres, y a esto hay que atender en el futuro, pues en las crisis multidimensionales, complejas y diferenciadas, emergen formas nuevas de hacer, de relacionarse y de pensar, y puede que esto vaya a ocurrir en el plano de la división sexual del trabajo no remunerado”, asegura Irma Palma. 

Un dato llamativo es que existe una diferencia entre lo que los hombres informan sobre su propia participación y aquella que sobre ellos declaran las mujeres. Sólo 23% de mujeres dice que el padre acompaña en la educación en casa todos los días de la semana, no 43% como aseguran los hombres, y 31% de mujeres informa que el padre no hace nunca acompañamiento, no 9% como declaran los hombres.  

En cambio, mujeres y hombres coinciden en el alto nivel de trabajo educacional de las madres: 65% de los hombres dice que la madre acompaña en la educación en casa todos los días de la semana, prácticamente lo mismo que dicen las mujeres sobre las madres (67%). 

“Es necesario explorar de qué modo en las nuevas condiciones de la vida cotidiana se reorganiza el trabajo no remunerado, si permanece intacta la división histórica o ésta misma se desestabiliza. No se trata de cómo se comportan las brechas en la crisis, aunque sea injusta, por cierto, la posibilidad de que crezcan. Observamos un hecho nuevo, un aumento del trabajo por parte de los hombres, y a esto hay que atender en el futuro, pues en las crisis multidimensionales, complejas y diferenciadas, emergen formas nuevas de hacer, de relacionarse y de pensar, y puede que esto vaya a ocurrir en el plano de la división sexual del trabajo no remunerado”, asegura Irma Palma. 

Los cuidados al centro 

“Pienso que estamos en un tránsito, en un momento de inflexión. O avanzamos hacia que los cuidados son responsabilidad de todos o reafirmamos el modelo anterior”, plantea Camila Miranda, directora de la Fundación Nodo XXI, quien apunta a algunas medidas urgentes e inmediatas para enfrentar esta crisis, por ejemplo, una encuesta nacional que se aplique a la brevedad. 

“Hay varios países que por ley realizan encuestas para visibilizar la división sexual del trabajo. Eso en Chile no está. La última es la del INE del 2015, sobre uso del tiempo, y ese tipo de cuestiones son importantes de producir, tanto para visibilizar el tema como para comprenderlo con exactitud”, explica. 

Camila Miranda, directora de la Fundación Nodo XXI

La directora de Nodo XXI también propone que desde ya se comience a articular un sistema integral de cuidados, en el que participen los ministerios de Salud, Educación, de la Mujer y Equidad de Género y de Desarrollo Social, “todas las institucionalidades que pueden apoyar en este momento en que no existe una institucionalidad central que se encargue de los cuidados, esa es otra pelea más a largo plazo”. 

Finalmente, la investigadora apunta al endeudamiento femenino derivado de los cuidados, por cuestiones básicas como la alimentación. “En ese sentido, se puede proponer la condonación de deudas por este concepto o un aporte basal que está en la lógica de la renta básica universal, y que se podría discutir en lo inmediato”, plantea. 

“Las políticas públicas deben ir hacia cómo se logra la corresponsabilidad social en el cuidado, tanto en el espacio privado como en el público, pasando por la comunidad. Se tiene que asumir que esa tarea no es de las mujeres ni es exclusiva de las familias, sino que la reproducción social es tarea común de la sociedad”, fundamenta la socióloga y coordinadora del Observatorio de Género y Equidad, Teresa Valdés. 

Una tarea que el feminismo ya ha puesto sobre la mesa de cara al debate constitucional que se aproxima. “El derecho al cuidado desde que naces hasta que mueres debe incluirse en los principios de la nueva Constitución, porque se debe organizar la economía y la sociedad en torno a la reproducción social de la vida”, agrega Valdés.   

Derribar el Premio Nacional

Este año, se entrega el mayor galardón estatal en Literatura, y una campaña de la agrupación de Autoras Chilenas (AUCH) aboga para que se le entregue a una mujer poeta, la que se sumaría a la  única mujer premiada en ese género en la historia del premio: Gabriela Mistral. La crítica literaria Patricia Espinosa presenta su visión sobre el tema y lo pone en debate: “Las poetas postulantes tienen méritos de sobra y este reconocimiento debiera servir para comenzar a  resarcir en parte el histórico maltrato que han sufrido las poetas en Chile. Pero aun así y aunque vinieran 20 premiaciones más a mujeres, la historia de este premio seguirá siendo el mayor símbolo del dominio patriarcal en la literatura nacional y con ello de todas sus prácticas de silenciamiento, monopolización de la voz y construcción del canon por parte de los hombres”.

Por Patricia Espinosa H.

Este año se otorga el Premio Nacional en mención poesía y los nombres más resonantes y las escrituras más contundentes son de mujeres; no debería quedar duda alguna que este año sí o sí debe ganarlo una mujer y al hacerlo sería la primera vez que en dos entregas consecutivas lo ganan mujeres. ¿Algo para celebrar? Sí, por supuesto. Las poetas postulantes tienen méritos de sobra y este reconocimiento debiera servir para comenzar a  resarcir en parte el histórico maltrato que han sufrido las poetas en Chile. Pero aun así y aunque vinieran 20 premiaciones más a mujeres, la historia de este premio seguirá siendo el mayor símbolo del dominio patriarcal en la literatura nacional y con ello de todas sus prácticas de silenciamiento, monopolización de la voz y construcción del canon por parte de los hombres. 

La única poeta mujer ganadora del Premio Nacional ha sido Gabriela Mistral, quien lo recibió en 1951, cinco años después del Nobel.

El Premio Nacional de Literatura es un galardón creado por el patriarcado para el patriarcado, la inclusión de mujeres en el listado siempre ha sido una anomalía. De hecho cualquier varón, poeta o narrador mediocre o definitivamente sin mérito alguno, ha tenido siempre mil veces más posibilidades de ganárselo que cualquier mujer. El listado está plagado de ejemplos y en la sala de espera del premio hay una multitud de hombres al acecho. A tanto ha llegado esta práctica, que la hemos naturalizado,  como si fuera “normal” la exclusión de género, llegando a celebrar cuando gana una mujer. Conformarnos con la excepcionalidad es hacernos cómplices de la política sexista que destila este galardón. En este mismo momento los ataques a las poetas postulantes se multiplican en las redes sociales. Se les ha cuestionado  su condición ya sea de feminista, regionalista o, insólitamente, el hecho de ser “eterna candidata”. Esto ha venido tanto de parte de los hombres, mayoritariamente, como de mujeres. Lo cual tiene una explicación fácil: el patriarcado, que está conformado no sólo por varones sino también por mujeres patriarcalizadas, ha salido a defender su territorio con una fuerza pocas veces vista en sus escrituras literarias. 

Es más, la violencia contra las mujeres de este galardón ha sido tan desmesurada que históricamente la misoginia no ha sido obstáculo alguno para llevárselo. Así, poetas claramente machistas y misóginos de la envergadura de Neruda, Zurita, Rojas, Parra, Barquero, pueden lucir campantes su pasaporte a la inmortalidad literaria, mientras multitud de mujeres escritoras se han muerto esperando un reconocimiento. 

Tengo claro que ya van a salir con que las feministas queremos quemar los libros escritos por hombres y destruir las bibliotecas. A pesar de que es una estupidez, se hace tan constante que hay que responderla. No pretendo evitar su lectura ni remitir sus obras al bote de la basura, pero sí incitar a leer sus obras desde una mirada antipatriarcal. Para eso hay que comenzar por las representaciones de la mujer y de la masculinidad que sus escrituras levantan. El resultado es la imagen de la mujer desde el conjunto madre-virgen-prostituta-bruja-feminazi. 

Resulta verdaderamente ridículo que en pleno siglo XXI tengamos que estar justificando la presencia de mujeres postulantes. Solicitando, además, un jurado paritario en términos de género, lo cual no siempre ocurre; clamando, incluso, por representantes diversxs que aseguren un criterio desligado de lobby o intereses extraliterarios. ¡En treinta años de democracia sólo dos mujeres, Allende y Eltit, han obtenido el premio! ¡Dos en treinta años! Que una mujer obtenga el galardón no debiera ser nunca más una apertura circunstancial del canon, de la ley del patrón. Para ello es necesario elaborar y poner en práctica una política de la diversidad que permita romper de una vez y para siempre con el criterio sexista que articula a este Premio. 

Sólo dos mujeres han sido galardonadas con el Premio en estos últimos 30 años: Isabel Allende, en 2010 y Diamela Eltit, en 2018.

Reparar la exclusión de las autoras es posible y esto no pasa solo por premios o por ponerles nombres femeninos a bibliotecas o parques, sino por la destrucción del canon masculinizante y de todos los efectos que su predominio conlleva. Más allá de eso, lo que queda es una reflexión sobre la cultura del patronazgo y la necesidad de derribar su representación estatuaria. Llegó el momento de pensar en derribar unas cuantas estatuas oprobiosas. Nuestra literatura está plagada de estatuas que debemos eliminar y el Premio Nacional ha sido la mayor fábrica de estatuas literarias para la consolidación del canon masculino y la violenta exclusión de la producción literaria de mujeres. 

Vivimos en un contexto político-cultural necromachista, donde el fin último es hacer desaparecer cuerpos, escrituras y autoras. Los retoques y maquillajes con los cuales hoy el patriarcado intenta cambiarle el rostro a su sistema de dominio serán incapaces de hacernos olvidar que el Premio no es más que una pequeña muestra de la violencia con que la cultura dominante ataca a los cuerpos de las mujeres para exigirles su sometimiento. 

Para ser más clara, nos enfrentamos a dos opciones: reformular las bases del Premio, esto significa normar para que se alternen ganadores masculinos y femeninos o que derechamente el Premio desaparezca. Yo opto por su desaparición y la creación de otro tipo de reconocimiento a la labor de escritoras y escritores, obviamente bajo un estricto sistema de paridad, en tanto no se elimine la odiosa binariedad que parece ser la ley que rige todas las decisiones estatales. Ya no estamos para migajas, ha sido suficiente con la denigración constante que los gobiernos continúan ejerciendo contra las mujeres. No más escritoras premiadas cada treinta años que sirven para lavar la imagen del Premio o reformulaciones que en la práctica pierden toda relevancia. Más de lo mismo no tiene sentido. 

En tiempo de pandemia, la violencia hacia la mujer ha recrudecido. Las figuras de varones pululan en los medios de prensa y mesas de asesoría sanitaria exponiendo sus saberes científicos y políticos, pero basta que alguna mujer se atreva a levantar la voz para que las hordas patriarcales desaten su furia contra ella. Alejandra Matus e Izkia Siches son los ejemplos más claros en este periodo, agredidas constantemente por investigar y denunciar la catástrofe en las que el gobierno nos tiene sumergidxs. Las cifras de violencia intrafamiliar crecen y crecen de manera abismante. Las mujeres se encuentran recluidas haciendo teletrabajo y realizando labores de cuidado familiar. La cesantía ha golpeado especialmente a las mujeres. A pesar del épico 8 de marzo las mujeres no hemos conseguido transformaciones profundas que por lo menos equilibren el panorama. En este contexto, la actual preocupación por un premio literario podría sonar exagerada, pero contra el patriarcado y su política de silenciamiento o muerte no hay pelea chica.

Hay que dejarlo claro, este año sí o sí el Premio Nacional de Literatura debe ser para una mujer y es de esperar que en los siguientes dos años el territorio sobre el cual establecemos esta discusión haya cambiado lo suficiente para no tener que volver a la carga en defensa de las narradoras, cosas que claramente vamos a hacer.

La persistencia de Lotty Rosenfeld, la artista que desafió por cuatro décadas al poder

A fines de los 70 integró el grupo CADA, con quienes enfrentó a la dictadura de Pinochet a través de polémicas acciones de arte en el espacio público. Su trayectoria estuvo marcada por las cruces que dibujó en varias ciudades del mundo como símbolos contra el autoritarismo. En 2015 expuso en la Bienal de Venecia y el año pasado fue candidata al Premio Nacional de Arte. Se fue sin recibirlo. Falleció este viernes, a los 77 años, a causa de un cáncer al pulmón.

Por Denisse Espinoza A.

Una simple línea vertical marca la diferencia entre menos y más. Una simple línea que cambia el significado completo de un mensaje y que en manos de Lotty Rosenfeld se transformó en una acción de rebeldía y resistencia contra el autoritarismo de la dictadura de Pinochet. En diciembre de 1979, la artista egresada de la Universidad de Chile realizaba su primera acción pública: Una milla de cruces sobre el pavimento, en la que trazó líneas horizontales sobre las verticales que dividen las pistas de autos en Avenida Manquehue. La performance, registrada en video, se transformó en una de las obras icónicas de la artista que durante cuarenta años siguió replicándola en lugares emblemáticos del poder como las afueras de la Casa Blanca en Washington DC, la Plaza de la Revolución en La Habana y la frontera entre Alemania oriental y occidental. A medida que el gesto se multiplicó, el alcance político y teórico de su obra también se profundizó.

Carlota «Lotty» Rosenfeld integró a fines de los 70 el grupo CADA y a partir de 1983 el movimiento Mujeres por la Vida.

En 2007, Rosenfeld fue invitada a la Documenta Kassel, Alemania, una de los principales encuentros de arte en el mundo, y en 2015 representó a Chile en la Bienal de Arte de Venecia, junto a la fotógrafa Paz Errázuriz, en un pabellón curado por la teórica Nelly Richard. Su obra, además, es parte de prestigiosas colecciones como la Tate Gallery de Londres, el Museo Guggenheim de Nueva York y el Malba de Argentina. Sus credenciales la hicieron varias veces candidata favorita para el Premio Nacional de Artes Visuales, galardón al que fue postulada por última vez el año pasado, pero que nuevamente no recibió. Este viernes, la artista falleció, a los 77 años, debido a un cáncer de pulmón que la aquejaba hace largo tiempo. Su legado pionero en el formato de la performance, el videoarte y la instalación la dejarán inscrita de por vida en la historia del arte chileno.

“La muerte de Lotty es un golpe fuerte para las mujeres artistas chilenas. Era una hermana mayor, una mujer increíble, sabia y libre, y una artista icónica y gigante, sobre todo tenaz, y de una resistencia ética y estoica absolutamente admirables”, dice la artista Voluspa Jarpa, quien apoyó su candidatura el año pasado junto a otros artistas, escritores y figuras de la cultura como Raúl Zurita, Gonzalo Díaz, Diamela Eltit, Sol Serrano y Alfredo Castro.

Nacida el 20 de junio de 1943, Carlota Eugenia Rosenfeld Villarreal, más conocida como Lotty, fue una de las pioneras del arte conceptual y performático de finales de los 70 e integró lo que posteriormente se conoció como Escena de Avanzada. De forma paralela a sus obras individuales, integró el Colectivo de Acciones de Arte (CADA) junto al artista Juan Castillo, la escritora Diamela Eltit, el poeta Raúl Zurita y el sociólogo Fernando Balcells, con quienes entre 1979 y 1983 realizó diversas y polémicas obras en el espacio público como resistencia a la dictadura. Luego de eso, Lotty trabajó de manera individual en performances e instalaciones, pero también en la recopilación y edición de imágenes en video, con las que siguió entregando un mensaje político contra la obediencia ciega a la autoridad, que cuestionó los discursos oficiales. “Sin renunciar a las matrices que recorren mi obra, me he propuesto trabajar en las zonas que presagian un nuevo escenario, donde se cursan batallas políticas, económicas y culturales. Batallas que se juegan en el territorio de las imágenes y de la tecnología y sus procedimientos comunicativos. He utilizado el sonido como instrumento estructurador de obra. Me ha interesado explorar el discurso fónico, donde la voz testimonial se interconecta con la voz oficial para poner en escena la ‘otra versión’, aquella sumergida por los discursos dominantes. Hoy el neoliberalismo promueve formas de arte que tienden al espectáculo, pienso que lo importante y lo productivo es poner en el espacio público producciones artísticas incómodas a las operaciones de mercado”, contaba la artista respecto a cómo había desplazado su trabajo a otros soportes en una entrevista concedida el año pasado ad portas a su candidatura al Premio Nacional.

En esa ocasión, Lotty también hizo memoria de su trabajo junto al CADA, que partió en octubre de 1979 con la obra titulada Para no morir de hambre en el arte, donde a través de varias acciones abordaron el problema de la pobreza extrema, dotando a la leche del poder simbólico para representar un problema político irrepresentable. Hoy la obra cobra inusitada vigencia en el Chile pandémico y postestallido social.

El colectivo repartió 100 litros de leche entre los pobladores de La Granja en bolsas de medio litro, aludiendo a la política de alimentación infantil de Salvador Allende; consiguieron que camiones de leche Soprole se estacionaran frente al Museo Nacional de Bellas Artes, donde antes habían clausurado la entrada con un lienzo blanco, afirmando que el arte estaba fuera y no dentro del edificio; y distribuyeron frente al edificio de la Cepal el texto No es una aldea, con reflexiones como esta: “cuando el hambre, el terror conforman el espacio natural en el que la aldea se despierta, sabemos que nosotros no somos una aldea, que la vida no es una aldea, que nuestras mentes no son una aldea; sabemos también que el hambre, el dolor significan todos los discursos del mundo en nosotros”. El grupo hizo historia y Lotty seguiría en esa línea con obras que siempre trascendieron la contingencia política de su época.

Intervención de cruces frente al Palacio La Moneda, 1985.

“Las acciones generalmente nos tomaban sólo algunas horas llevarlas a cabo, sin embargo, su logística podía demorar meses para conseguir el objetivo planificado”, contaba la artista el año pasado, quien además recordó los pormenores de Ay, Sudamérica, acción realizada el 12 de julio de 1981, en la que el colectivo logró que seis avionetas sobrevolaran Santiago lanzando textos poéticos. “Esta obra nos llevó más tiempo y mayor astucia. Fue necesario dirigirnos a varios municipios de la periferia de Santiago para solicitar autorización de sobrevolarlos y dejar caer ‘algunos’ volantes poéticos. El texto, que se imprimiría en 400 mil ejemplares, tuvo que ser corregido varias veces hasta que fue aceptado por cada uno de los alcaldes. Ya con la autorización de tres o cuatro comunas, nos conseguimos seis pilotos civiles de avionetas, quienes ni siquiera leyeron los permisos, pero les encantó el texto. Les pedimos que sobrevolaran lo más al centro de la capital que fuera posible. Al aterrizar nos estaba esperando una patrulla de Carabineros. Habían caído panfletos sobre una comisaría de Independencia. Nos llevaron al retén donde el susto y las aprehensiones policiales se solucionaron con unas disculpas y un cheque”, rememoró la artista.

Su compañero de labores en el CADA, Juan Castillo, la trae a la memoria hoy. “Los recuerdos son muchos y se atropellan. En todo colectivo las dinámicas son diversas porque los roles pueden variar y variaron muchas veces, pero fundamentalmente con ella nos ocupábamos más de la visualidad de los trabajos que desarrollamos. En todo caso, mi relación con Lotty es de antes del CADA y siguió mucho después, era ella quien me importaba, ella y su obra”, dice el artista visual radicado en Suecia. “Su trabajo es icónico, porque abrió muchos sentidos. La posibilidad de intervenir nuestra señalética cotidiana, abrir muchas lecturas que, pasando por el No+ del CADA, fue a marcar el No para la vuelta a la democracia y sigue vivo hoy en día en todas las manifestaciones sociales”, agrega Castillo.

Por su parte, el poeta y Premio Nacional de Literatura, Raúl Zurita, prefiere dedicarle un verso a quien también fuera su compañera de colectivo.

“Casas de 40 pisos 

muchedumbres de color 

millones de circuncisos 

y dolor dolor dolor

Adiós Lotty Rosenfeld”

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El legado de una artista feminista

Tras la desarticulación del CADA en 1983, Lotty Rosenfeld siguió ligada a las acciones de arte cuando se integró al movimiento Mujeres por la Vida, que reunió a mujeres opositoras a la dictadura de diversas profesiones, afiliaciones políticas y orígenes sociales, pero que tenían la meta común de restaurar la democracia. Entre ellas estuvieron las periodistas Mónica González y Patricia Verdugo, la escritora Diamela Eltit y la fotógrafa Kena Lorenzini. Esta última trabó una estrecha amistad con Lotty Rosenfeld. “Nos conocimos y enganchamos altiro por el sentido del humor que ambas teníamos y porque además era artista visual y a mí me encantaba ese mundo, y nos hicimos muy amigas. En Mujeres por la Vida ella era pieza fundamental, decidía la visualidad, cómo iba a ser la forma en que iban a hacerse las acciones del colectivo. En el fondo, hacía carne nuestras ideas”, cuenta Lorenzini.

«Mi trabajo es un relato visual que se niega a concluir porque transita a la par de una historia que va otorgando nuevos relieves y sumando nuevos sentidos a la obra»

Lotty rosenfeld, 2019

“Ella era una creadora total que vivía del arte, para el arte y por el arte, y también por el sueño del final de todo este sistema. Era, por sobre todo, una persona muy libre, que se autogobernaba, que hacía lo que ella pensaba y quería hacer, y eso era muy hermoso y un ejemplo de vida. Para mí fue clave encontrarme con una mujer así, estar al lado de una persona que pensara todo lo contrario a lo que pensaba la gente que circulaba por el mundo”, agrega la fotógrafa.

En Mujeres por la Vida, Lotty Rosenfeld siguió trabajando codo a codo con Diamela Eltit. Juntas realizaron una serie de entrevistas a mujeres fundamentales para el movimiento feminista chileno. Así, entrevistaron a la sufragista Elena Caffarena (1903-2003); a la primera mujer en ocupar un escaño en el Senado, María de la Cruz (1912-1995); a la diputada socialista Carmen Lazo (1920-2008); a la socióloga y política Mireya Baltra (1932) y a la profesora Olga Poblete (1908-1999), entre otras. El archivo inédito fue donado el año pasado por las artistas al Centro de Estudios de Literatura Chilena (CELICH), de la Facultad de Letras UC.

Sin embargo, la obra emblemática en la trayectoria de Lotty Rosenfeld sería sin duda la Milla de cruces… y el signo No+. Para ella la continuidad de ese trabajo fue también la constatación de una tensión política que ha seguido repitiéndose en la historia de las sociedades. “He insistido sobre la circulación de los discursos con que se ordena a los cuerpos individuales, haciéndolos políticamente sumisos. No sólo he persistido durante años en el trabajo con el signo (+), sino que he realizado obras en distintos lenguajes y soportes que muestran los procedimientos automáticos de sometimiento. Mi trabajo es un relato visual que se niega a concluir porque transita a la par de una historia que va otorgando nuevos relieves y sumando nuevos sentidos a la obra”, decía en 2019 sobre el motor de su trabajo.

Registro de la intervención en Documenta Kassel, en 2007.

Para el artista Camilo Yañez, Lotty Rosenfeld logró algo difícil, pero trascendental en el mundo de la visualidad. “Lotty construyó un signo mínimo, particular que se volvió universal. Reivindicó a las mujeres sus derechos y sus luchas, reivindicó la disidencia y finalmente logró darle lugar y voz al desacato frente a las injusticias de este país y del mundo”, dice el también curador quien trabajó con la artista en varias exhibiciones, la última fue Otrxs Fronterxs, el año pasado. “Mi último contacto con ella fue en marzo pasado, estábamos coordinando la entrega de sus obras después de la desmontar  en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos donde participó con múltiples fotografías de sus acciones. La pandemia y la cuarentena impidieron el encuentro. Siempre fue una artista, generosa, comprometida y coherente. Era, sin lugar a dudas, una merecedora del Premio Nacional”, agrega Yañez.

Aunque Lotty disfrutó del reconocimiento de su obra, durante su trayectoria también debió sortear la censura y el desconocimiento, incluso en contextos altamente artísticos, como en 2007, durante su participación en la Documenta Kassel, cuando la reversión de su obra Una milla de cruces sobre el pavimento fue destruida por error por el servicio de limpieza de la ciudad. “Más allá de la anécdota, esto habla del carácter irrecuperable de mi obra. El que hubieran retirado y botado a la basura toda la milla de cruces trazadas en la noche anterior a la inauguración reafirmó la vigencia de mi obra. Afortunadamente, la acción alcanzó a ser registrada en video y fotografía, por aire y por tierra. Tengo las más bellas imágenes de este trabajo, pero mi propósito de que Google Earth hubiera recogido esta milla de signos (+) se vió frustrada”, contó el año pasado.

En estos últimos años, la artista mantuvo su trabajo en el espacio público. En 2018 realizó tres acciones: en la puerta de Alcalá en Madrid, frente al Coliseo en Roma, y en el puente del Cuerno de Oro en Estambul. Esta última fue en reemplazo de una intervención que la artista había intentado realizar desde 1997: trazar un signo (+) al centro de uno de los puentes del Bósforo que une Asia y Europa, usando como horizontal la estela que deja una embarcación al cruzarlo. La situación política y el financiamiento impidieron hacerla. “Las migraciones, el tránsito libre en las fronteras y los traspasos generacionales se unen en este proyecto que quedará como desafío legado”, decía Lotty el año pasado.

Intervención artística de Delight Lab para el 8M de 2018, inspirada en la obra de Lotty Rosenfeld.

Ese legado, sin embargo, ya estaba en marcha. En 2018, el colectivo Delight Lab -que se han hecho conocido por sus proyecciones vinculadas a la protesta social- homenajeó a la artista para el 8M, proyectando el No+ en los edificios ubicados sobre el Teatro de la Universidad de Chile, en plena Plaza Italia. Esta noche volverán a hacerlo con una nueva proyección en el edificio Telefónica a raíz del fallecimiento de Lotty Rosenfeld. “Para nosotros es un referente directo en nuestro actuar. Finalmente, ella lleva el discurso crítico a un formato artístico, al espacio público, y se toma ciertos aspectos de la ciudad para poner en cuestionamiento las injusticias, sobre todo durante la dictadura y en su proyecto Mujeres por la Vida. El 2018 la contactamos y de inmediato nos dio su apoyo para el proyecto y luego supimos que había quedado muy contenta. Por eso, para nosotros es un súper potente referente, y si bien sentimos la pérdida de su muerte, al mismo tiempo queremos celebrarla como artista, porque su obra está más que vigente”, afirma Octavio Gana, miembro de Delight Lab.

Por el derecho a la igualdad: mujer y emancipación

Por Patricia Espinosa

Ediciones Libros del Cardo liderada por la poeta, gestora cultural y feminista Gladys González, reedita (La 1ra edición es patrocinada por el SERNAM y publicada en 1998) el volumen Crónica del sufragio femenino en Chile (Valparaíso, 2018), una rigurosa investigación realizada por nuestra Premio Nacional Diamela Eltit.

Estamos ante una crónica que posee dos niveles de relato: por un lado enfocado en la sujeta, particularizada, y en el colectivo, por lo mismo, no sólo conforma una genealogía en torno a la lucha por el sufragio, sino que da cuenta de voces específicas, testimonios individualizados.

Me parece destacable que Eltit señale que la historia se construye de múltiples acciones, activismos, gestos, riesgos, voces que, la mayor parte de las veces, tienden a perderse en el anonimato. Esta consciencia de la cronista sobre las mujeres anónimas me parece de gran relevancia en cuanto contribuye a reflexionar sobre la condición fragmentaria, no totalizante, de la crónica, la historiografía y aquellos nombres, vidas, que no quedaron inscritos en los registros, pero que con su batallar contribuyeron al logro del derecho a sufragio igualitario.

Crónica del sufragio femenino en Chile. Diamela Eltit Ediciones Libros del Cardo, 2018 128 páginas

Los diversos feminismos tuvieron que enfrentarse al más duro orden patriarcal para hacer ver sus demandas. Esto, podríamos afirmar, da cuenta de un itinerario que poco ha cambiado en más de un siglo. Sin embargo, lo que claramente es posible inferir de esta crónica es que sin articulación en comunidades, los cambios respecto a las políticas de la mujer serán imposibles de realizar.

Crónica del sufragio es un libro que nos aproxima a la épica, a la comunidad, a la utopía de cambio social, la incomodidad de la mujer y sus insubordinaciones, que irían progresivamente armando una trama política. Al respecto, la narración expone en detalle la amplia red de asociaciones de mujeres que contribuyeron con su trabajo en la proposición de demandas que finalizan con la adquisición del derecho a voto en 1949 bajo el gobierno de Gabriel González Videla. Por debajo de esa épica se puede apreciar la fractura entre el trabajo de las mujeres de la élite y las mujeres de los sectores populares. Esa fractura sigue presente hasta el día de hoy, amenazando la validez misma de esa épica. Es decir, el tremendo logro alcanzado con el sacrificio de las sufragistas, su extraordinaria lucha se desmorona con la crisis del mito del voto como parte de la desvalorización general de las creencias que sustentaron la validez del camino eleccionario como forma de alcanzar nuevos niveles de libertad.

Sin embargo, si pensamos en la pérdida de significación del voto hoy en día, salvo para los que quieran participar de los beneficios que trae el clientelismo eleccionario, esta pérdida de significación debiera convertirse en una gran oportunidad. Primero, para desarmar la falacia del feminismo neoliberalizado que celebra cada vez que se logra suavizar mínimamente los efectos de la cultura patriarcal. La corrupción del aparataje político-partidista es tan abrumadora que dificulta en extremo participar de él sin que se terminen defendiendo los privilegios de la clase política.

La escritora y Premio Nacional de Literatura 2018, Diamela Eltit.

La condición épica del sufragio se ha degradado al acto de votar rutinariamente por el mal menor. Un simulacro de inclusión que instrumentaliza el sentido último de ciudadanía. Junto con la radicalización de la derecha y una buena parte de la izquierda luchando denodadamente por el derecho a participar del sistema, una parte mayoritaria de la población ha optado por la suspensión del sufragio. Las respuestas desde la élite, que sigue votando, acusan a las masas de ignorancia, individualismo extremo y hasta de fascismo; contra ello, ofrecen mejorar la oferta electoral con más honestidad, nuevos rostros y más reformas, incluido, cómo no, más mujeres y más feminismo, con feministas que voten, eso sí. No votar, de tal manera, será comprendido como una actitud de ciudadanía degradada, negada a la inclusión y futuro derecho a crítica. Pero en esa despreciada masa que no vota se sigue repitiendo la historia, la lucha a muerte entre el poder y el deseo de emancipación. Paradojalmente, se cumple así un viejo anhelo, la huelga general y el sabotaje a la producción, en este caso, la huelga de votantes y el sabotaje a la producción de votos. Si alguna vez fue un derecho negado a las mujeres y por el cual era obligatorio luchar, hoy parece ser no más que un placebo, un simulacro de participación. Por lo mismo, desde mi perspectiva, hemos de celebrar el pasado, el sentido épico de la historia de lucha feminista del derecho a voto, un gran paso sin lugar a dudas, pero, a la vez, reflexionar sobre cómo debe darse hoy el entrecruce entre la lucha de emancipación feminista y el voto, preguntarnos si es necesario votar ante un escenario donde se consolida el sexismo y se limita a la mujer a la producción de hijos o fuerza laboral, despojada de toda autonomía.

“Los diversos feminismos tuvieron que enfrentarse al más duro orden patriarcal para hacer ver sus demandas. Esto, podríamos afirmar, da cuenta de un itinerario que poco ha cambiado en más de un siglo. Sin embargo, lo que claramente es posible inferir de esta crónica es que sin articulación en comunidades, los cambios respecto a las políticas de la mujer serán imposibles de realizar”.

Boaventura de Sousa Santos: “Las izquierdas se acomodaron, dejaron de saber estar en la calle”

El académico, ensayista, poeta y activista portugués reflexiona sobre las alternativas al modelo neoliberal –capitalista, racista y sexista–, las izquierdas tensionadas y una estructura global cruel que se agudiza cuando “todo se compra y todo se vende, y tenemos una corrupción endémica en el sistema. Y por eso los millonarios llegan al poder en varios países y otros, que no lo son, están al servicio de los millonarios y de las élites de los países. Por eso la democracia está siendo descaracterizada en todo este devenir, debido a esta separación entre el proceso político y el proceso civilizatorio. Me parece que la pandemia, de alguna manera, muestra las venas abiertas, como diría nuestro Eduardo Galeano, de esta separación”.

Por Ximena Póo

Optimista trágico. Así se describe, en tanto intelectual público, Boaventura de Sousa Santos (Coimbra, 1940). Dos conceptos que, articulados, nos hablan del siglo XX y de este siglo que avanza, por un lado, en deshumanización/desdemocratización y, por otro, en movimientos sociales y fuerzas de resistencia/acción. Es la tragedia y la esperanza, como si dos tiempos colisionaran una y otra vez, y hoy, más aún, en pandemia. Es la disputa del mundo de lo sensible, la emergencia, las urgencias, el fascismo, la emancipación. Todo en el mismo segundo, mientras el hambre no tiene respuestas en teorías vacías de calle. Todo tan real y pragmático. Desde Portugal, el académico (sociología de las emergencias), ensayista (autor de textos como Epistemologías del Sur, entre decenas de otros traducidos a varios idiomas), activista (precursor del Foro Social y asesor de movimientos en diversos países) y poeta dialogó con Palabra Pública y reflexionó a partir de las izquierdas, la necesidad de refundar los Estados, la intelectualidad situada, en contexto, los partidos de izquierda que se pierden porque no caminan con el pueblo y la posibilidad colaborativa para nuevos proyectos de sociedad. Doctor en Sociología por la Universidad de Yale (1973), ha sido un destacado catedrático en la Universidad de Wisconsin-Madison, de Warwick y en la Universidad de Londres. Es director emérito del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coimbra y coordinador científico del Observatorio Permanente da Justicia Portuguesa. 

El ensayista, académico y activista portugués, Boaventura de Sousa Santos. Crédito de foto: Scarlett Rocha.

Sus aportes abarcan, entre otros, estudios poscoloniales, movimientos sociales, globalización, sociología política, democracia participativa, reforma del Estado y derechos humanos. Conoce bien la realidad de Europa, Brasil, Colombia, Mozambique, Angola, Cabo Verde, Bolivia, Ecuador y, por mucho, la de Chile y nuestro momento constituyente, donde las actuales condiciones estructurales están determinadas por el neoliberalismo, un Estado subsidiario, instituciones deslegitimadas o muy débiles y una cotidianeidad muy dura y desigual. De Sousa –quien se prepara para publicar con Akal el libro El futuro como es empieza ahora– ha dicho que, en el contexto de hoy, el virus se advierte a nivel global “como un cruel pedagogo” que “nos da enseñanzas y lecciones, pero de la peor manera posible: matando”. 

Para él, “la esperanza está en las iniciativas políticas desde la base social; han creado un ambiente donde sea posible avanzar para otras luchas. En pandemia podemos lograr que no se pierda el ímpetu transformador por el que estábamos caminando antes de la pandemia, porque si no hay un escenario de transformación va a ser todavía peor la vida. La normalidad es un infierno para la gran mayoría de la población y será todavía peor, porque los Estados se endeudan ahora para cumplir todos los costos de la pandemia, para proteger mínimamente la vida de la gente, se endeudan con los mercados financieros. En Chile se decía ‘¡Basta!, nos robaron todo, hasta el miedo’. Ya no hay campo para más austeridad, más ajustes. Si no hay transformaciones, ni las democracias de bajísima intensidad van a resistir y vamos a entrar en nuevas formas de despotismo y algunas viejas. Ahora mismo, en Brasil tenemos un peligro de autogolpe con un presidente que es totalmente incompetente para el cargo. Pero puede ser apenas una caricatura de lo que sucedería en otros países si no hay cambios estructurales más fuertes”.

—Boaventura, usted ha escrito en su texto más reciente (La cruel pedagogía del virus) que esta crisis mundial producida por la pandemia ocurre en un contexto de crisis estructural, social, política, ambiental, donde los intelectuales y los políticos han abandonado el campo de disputa de sentidos y no han bajado a la calle durante años.

Hay que distinguir los dos campos: el político y el intelectual. De alguna manera están conectados, pero hay que distinguirlos porque son relativamente autónomos. El campo político pasa por una crisis profunda porque ha estado desconectado de la vida cotidiana, sobre todo de las clases populares, de sus aspiraciones, de sus necesidades, de su sufrimiento ante una sociedad cada vez más cruel en sus exclusiones, discriminaciones; una sociedad que he caracterizado como una sociedad capitalista, colonialista y patriarcal. O sea, para mí, fue una trampa del pensamiento crítico, inclusive del pensamiento marxista, pensar que el colonialismo había terminado con las independencias. No terminó, cambió de forma; siguió con otras formas, ya no la del colonialismo histórico como ocupación territorial por un país extranjero, sino que las otras formas fueron concentración de tierras, expulsión de indígenas de sus territorios ancestrales y, sobre todo, racismo, obviamente. Y también son sociedades patriarcales, porque la violencia contra las mujeres y otras orientaciones sexuales son constitutivas de este modo de dominación. O sea, son tres las cabezas dominantes: capitalismo, colonialismo y patriarcado, y una no existe sin las otras. Es por eso que cuando una se hace más dura –por ejemplo, el capitalismo se hace más excluyente porque los trabajadores tienen menos derechos, menos empleos–, el colonialismo, el racismo y la expulsión de poblaciones indígenas se hacen más duros; y el patriarcado se hace más duro con más violencia contra las mujeres. Durante la pandemia el capitalismo pasa por una crisis dura, obviamente, y con él aumentó también el racismo en las sociedades y la violencia contra las mujeres.

—¿Puede profundizar más en la reflexión sobre que en ese campo (político e intelectual) existe una distancia respecto de la vida cotidiana de los sectores que muchos de ellos dicen representar o interpretar? 

El capitalismo no se sostiene sin el racismo colonial y sin el sexismo patriarcal. Entonces, estamos en un momento en que estas tres formas son particularmente duras y estas formas de dominación nos obligarían a pensar que, con tanta exclusión, con tanta concentración de riquezas, una catástrofe ecológica inminente, deberíamos pensar en alternativas anticapitalistas, anticolonialistas y antipatriarcales. Pero los procesos políticos se rehusaron en los últimos cuarenta años a discutir lo que serían estas alternativas, porque ellas conllevan la idea de un debate civilizatorio al pensar en otra civilización que no es esta. Y el neoliberalismo, desde los 70, exactamente con Chile con el golpe contra Salvador Allende, con las dictaduras latinoamericanas, después todo el periodo neoliberal de los 80 y 90 hasta hoy, han creado la idea de que no hay alternativa al capitalismo y por eso, también, al colonialismo y al patriarcado. Esta idea se hizo más fuerte con la caída del Muro de Berlín en 1989 y ya no se podía pensar ahí mismo en una alternativa socialista. El capitalismo acababa de vencer en la historia. Y por eso nos metemos, por así decir, en una cuarentena ideológica de que no hay alternativa. Se dejó de discutir el proceso civilizatorio y por eso los procesos políticos se quedaron en la política corriente de administrar, gerenciar la sociedad capitalista, racista y sexista. Y por eso, para los políticos, las posibilidades de alternativas dejaron de existir y por eso la política, de alguna manera, murió. Dejamos de tener las grandes figuras políticas, los partidos se volvieron muy distintos, ya no eran partidos con políticos que eran grandes intelectuales, grandes políticos y activistas, con diferentes posiciones a la derecha y a la izquierda, pero donde se debatía el proceso civilizatorio. En ese momento se separó el proceso político del civilizatorio, pero este se siguió discutiendo en movimientos sociales, marginales o marginados, silenciados, y salieron de la agenda política de nuestras sociedades. Con esta falta de alternativa de un debate civilizatorio serio, la política se hizo pequeña y los políticos se hicieron pequeños, mediocres y, además, el neoliberalismo, exactamente para empequeñecer la democracia, introdujo una serie de transformaciones que descaracterizaron totalmente al proceso democrático.

“La derecha es incapaz de proteger la vida” 

De Sousa Santos sostiene que los políticos disfrazan esta incapacidad de proteger la vida “porque realmente la pandemia ha demostrado que el neoliberalismo es una mentira: no se destina a hacer crecer la economía o crear empleo, nada de eso; el neoliberalismo se destina a transferir riqueza de los pobres y de las clases medias a los ricos, nada más que eso. Es un proceso de transferencia muy poderoso y muy bien hecho. Y por eso, la ideología fundamental del mercado, desde hace cuarenta años, es decir que es el gran regulador de la vida social, que debemos privatizar las pensiones, la salud, la educación, es un modelo y Chile es un modelo de todo esto, un campo, un laboratorio muy fuerte”.

«La política se hizo pequeña y los políticos se hicieron pequeños, mediocres y, además, el neoliberalismo, exactamente para empequeñecer la democracia, introdujo una serie de transformaciones que descaracterizaron totalmente al proceso democrático».

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—El modelo queda aún más expuesto cuando sobreviene una pandemia… 

Nadie va a pedir apoyo a los mercados, a ese mercado que se dice que es el gran regulador, que resuelve todos los problemas sociales y económicos; nadie va a pensar en las grandes empresas, lo que se va a pedir es al Estado que los proteja, no que los reprima. Pero el Estado ha sido incapacitado para proteger. El Estado dejó de tener una política fiscal en la que los ricos deberían pagar más, se permitieron los paraísos fiscales, el Estado privatizó la salud, las pensiones, el Estado se hizo incapaz de proteger la vida. La pandemia nos ha mostrado que realmente necesitamos refundar el Estado y por eso necesitamos alternativas que deben tener una dimensión anticapitalista, antiracista y antisexista. Y, de hecho, eso se había visto muy claramente en Chile cuando empezó toda la protesta social antes de la pandemia y se abría el camino para una asamblea constituyente popular, plurinacional y feminista.

—Y en relación a los intelectuales… 

Durante el siglo XX acumulamos mucha derrota de alternativas, de propuestas emancipatorias que fracasaron, y todos estos proyectos tuvieron teóricos brillantes, con teorías brillantes para transformar la sociedad. Cuando fracasaron los proyectos, la culpa fue siempre de la práctica, nunca de la teoría. Los teóricos siguieron con su prestigio, la gente siguió leyendo sus libros, como si la teoría estuviera por encima de la práctica y fuera la práctica la responsable de todos los fracasos. Llamamos a esto las teorías de vanguardia. Yo pienso que el tiempo de la teoría de la vanguardia acabó. Como intelectual público me considero un intelectual de retaguardia, al contrario de la vanguardia. Yo paso la mitad de mi tiempo con los movimientos sociales, busco hacer una escucha profunda para ver cuáles son las ansiedades, las angustias, las necesidades de la gente y no imponer desde arriba, desde lejos, desde la alta cultura, una solución como una receta, porque no hay recetas globales, para nada.

Teorías de retaguardia 

Desde la emergencia permanente y hoy agudizada se constata que la inseguridad en la que miles de personas están sumidas hoy “llevó a que haya una distribución global de miedo y de esperanza totalmente desigual en el mundo. La gran mayoría de la gente tiene sobre todo miedo y muy pocas esperanzas. El uno por ciento tiene una esperanza casi ilimitada de que sus privilegios van a mantenerse para siempre; tiene, quizás, miedo, pero no se nota en nuestras sociedades. Nosotros tendremos que devolver la esperanza a los que tienen sobre todo miedo, pero para eso tenemos que meter miedo a los que tienen solamente esperanzas, a los opresores”. Es así como sostiene que el/ la “intelectual no puede hacer eso con sus teorías, lo que puede es trabajar con las organizaciones, con el pueblo, con los movimientos sociales, para que sepan que el poder opresor tiene siempre un punto débil, que la resistencia es posible y que nosotros tenemos capacidad para hacer esa resistencia. Es eso lo que el intelectual público tiene que hacer y eso, para mí, son las teorías de retaguardia, que no pueden ser teorías iguales para cualquier parte del mundo porque hay contextos distintos”.

—En todo el mundo pareciera que se vive un cambio epocal que tensiona la creciente deshumanización y desdemocratización. Hay fuerzas ciudadanas, de los excluidos, los “desterrados de la tierra”, de los ecologistas (que están adquiriendo fuerza política hoy en Francia y antes en Alemania), que se han levantado para construir desde abajo una posibilidad distinta y urgente al capitalismo y neoliberalismo, patriarcado, racismo (depredadores de la vida). ¿Cómo ve esos procesos? 

Mis evaluaciones son bastante positivas, porque realmente me parece que es por ahí que podemos cambiar el mundo de alguna manera. Toda la cultura crítica eurocéntrica está exhausta, no tiene soluciones. Desde hace más de diez años que hablo de las epistemologías del sur, un sur epistémico y no geográfico que trata de validar procesos de conocimiento nacidos en la lucha en contra del capitalismo, el capitalismo y el patriarcado, y muchas veces no son conocimientos científicos, sino que conocimientos populares. Pero la ciencia tiene que dar cuenta de que hay otros saberes también en la sociedad. He realizado lo que llamo la ecología de saberes. Y ese es un proceso para empoderar también, validar, esos movimientos. Es lo que llamo las sociologías de las emergencias. Por eso son importantes estas nuevas formas de lucha. La izquierda dejó de saber hablar con estos grupos sociales de derechos, dejó de hablar con la gente de las periferias de las ciudades; quienes hablan con la gente, en el lenguaje de la gente de las periferias, son, por ejemplo, los predicadores evangélicos, neoconservadores. Es la estrategia imperial de los Estados Unidos desde 1969 la de ofrecer una respuesta religiosa conservadora en contra de lo que era entonces la teología de la liberación, católica, que tenía curas que estaban viviendo realmente en los pueblos, en las fábricas. Las izquierdas se acomodaron demasiado en la lucha institucional, dejaron de saber estar en la calle cuando hoy en día no podemos, debido a la descaracterización democrática de los últimos cuarenta años, confiar en las instituciones; no podemos abandonarlas, tampoco. Tenemos que luchar con un pie dentro de las instituciones y otro pie fuera de ellas, en la calle, en las plazas, en las protestas, en los paros, en las huelgas. Esto puede ser algo que da esperanza.

Palabra de Estudiante. Crisis de los cuidados, falta de derechos y Covid-19: urge una lectura feminista

Por Emilia Scheneider

En mayo de 2020 se cumplen dos años del histórico mayo feminista en Chile, que comenzó con masivas protestas feministas un 8 de marzo y cuya consigna fue “mujeres a la calle contra la precarización de la vida”. El movimiento alcanzó su clímax en mayo de 2018, cuando diversas instituciones educacionales –entre ellas, la Universidad de Chile– fueron ocupadas por las estudiantes que buscaban visibilizar y combatir la violencia de género, la discriminación y la violencia sexual que vivimos mujeres y disidencias sexuales. Para ello se valieron de la educación como herramienta de transformación social y levantaron con fuerza la demanda por una educación no sexista, que desde sus contenidos, prácticas y estructuras institucionales propicie la desnaturalización de las relaciones sociales basadas en la violencia y la jerarquía de lo masculino por sobre lo femenino, de lo heterosexual y de lo cisgénero por sobre el resto de las identidades. Sin embargo, los efectos sociales, políticos y culturales de esta revolución feminista escapan por mucho al campo de lo educacional, pues años antes ya observábamos un despertar del movimiento feminista desde distintos sectores que fuimos colaborando para que los feminismos fueran discusión cotidiana e ineludible en lo público y en lo privado, y que, en nuestra lucha contra la violencia, politizamos la vida misma y sus condiciones de reproducción para develar la violencia económica y la explotación de muchas mujeres, fenómeno que sostiene una sociedad sin derechos donde el mercado no tiene límites. Desde entonces, la centralidad de buena parte de los feminismos pasó a ser la defensa de la vida y la lucha por condiciones dignas para vivirla. Hoy, cuando todo lo que la humanidad ha construido parece más frágil que nunca y la pandemia impone desafíos tremendos en materia sanitaria y humanitaria, parece acertado decir que la contradicción principal del periodo histórico que nos toca enfrentar es esa: la lucha por la vida versus la mantención y profundización del modelo.

Crédito de foto: Felipe Poga.

A dos años del 2018, uno de los momentos más álgidos de la lucha feminista contemporánea en Chile y el puntapié inicial de un ciclo intenso de movilizaciones, diversas voces feministas desde el campo social, político y académico advierten que la lucha contra la precarización de la vida está más vigente que nunca. Años de abandono estatal, desmantelamiento de lo público y subsidio estatal al mundo privado han sido la receta del neoliberalismo para el desarrollo y el crecimiento; tristemente, nuestro país es uno de los máximos exponentes de ese modelo. ¿Qué saldo nos dejan años de políticas neoliberales? ¿Con qué enfrentamos la crisis más grave de la historia contemporánea? Con un sistema de salud deteriorado y que difícilmente puede ser llamado sistema por la profunda desigualdad, competencia por recursos, proliferación de clínicas privadas subsidiadas por el Estado con altos costos, falta de insumos para profesionales de la salud, problemas de cobertura y, lo más importante, el abandono de la salud pública. Lo mismo vemos en educación, donde las comunidades deben preocuparse por sobrevivir y sostenerse tras años de financiamiento vía voucher, precarización y reducción de la participación del sistema público, estudiantes en instituciones privadas desamparados en el mercado educativo, altas tasas de endeudamiento y ninguna política de alivio económico, cuestión que impide que aprovechemos al máximo el potencial de ellas y el aporte que pueden significar para la superación de la crisis actual. Ejemplos sobran y dejan una incómoda verdad frente a nuestros ojos.

La falta de derechos sociales ha agudizado fuertemente la desigualdad durante la crisis, pues si bien, como dice Judith Butler, el virus no discrimina, el modelo se encargará de que sí lo haga, lo que nos hará ver el rostro más salvaje e inhumano del neoliberalismo y enfrentaremos una verdadera “política de la muerte”, la administración de la cruda realidad de que hay vidas que se entienden como más valiosas que otras. En ese contexto, sujetas particularmente sacrificadas y precarizadas son, nuevamente, las mujeres y disidencias sexuales; ciudadanas de segunda clase, vidas prescindibles. Esto se devela en la crisis de los cuidados, que tiene hoy a buena parte de las mujeres con altísimos grados de explotación por la sobrecarga de trabajo reproductivo y el auge de los cuidados –remunerados y no remunerados– en un contexto de crisis sanitaria, lo que se suma a la precariedad laboral e informalidad a la que ya están acostumbradas y a las iniciativas que ha impulsado nuestro gobierno para retroceder aún más en materia de derecho laboral. También podemos verlo en el auge de la violencia de género y discriminación en el hogar producto del distanciamiento social y medidas como la cuarentena, absolutamente necesarias, pero que sin políticas públicas que aborden el tema suponen un problema de sobrevivencia para mujeres y disidentes sexuales que se exponen a convivir con sus agresores, con quienes niegan sus identidades y con quienes abusan de ellas. Es como si estuviéramos viviendo nuevamente un confinamiento al mundo privado, de la familia, perdiendo espacio en el mundo público.

Todo lo anterior será un problema del futuro a la hora de repensar la vida en sociedad posterior a la pandemia. Por nombrar un ejemplo, la reincorporación de las mujeres a la vida laboral sin duda será un dilema si persiste el abandono total por parte del Estado de las tareas de cuidado de la sociedad, sobre todo en un contexto donde hay que hacerse cargo de la población de riesgo, de reproducir condiciones de vida para el personal médico que es primera línea contra la pandemia, y cuidar niños y niñas en las casas por la suspensión de clases. Por todo lo mencionado y mucho más se hace necesario contar con una lectura feminista para la crisis, una que ponga en el centro de nuestras preocupaciones como sociedad la vida y su reproducción, rompiendo con la lógica neoliberal del “sálvese quien pueda”; aumentar el gasto social directo a los servicios públicos (sin mediar la banca o las empresas, como estamos acostumbrados a que opere el Estado en Chile) y fortalecerlos; garantizar una renta básica de emergencia; recuperar un rol participativo del Estado en la economía y, sobre todo, garantizar acceso a la salud, educación y otros derechos sociales, así como también a los servicios básicos. Citando nuevamente a Butler, en caso de que la revuelta social del 2019 y el proceso constituyente no lo hayan dejado del todo claro, el capitalismo tiene un límite, y urge –sobre todo en Chile– repensar el rol del Estado y el modelo de desarrollo. La crisis debe ser una oportunidad, no una excusa para clausurar los importantes procesos de transformación que hemos abierto a punta de movilización social.

Avisa cuando llegues: la calle como escenario de guerra

El libro compilado por la escritoras Alejandra Costamagna y Carolina Melys reúne un conjunto de veinticinco narradoras, dramaturgas, cantoras, cineastas, ilustradoras y poetas que, desde diversos géneros literarios, elaboraron textos inéditos, que se caracterizan por la experimentación con el lenguaje, el predominio de las voces en primera persona complejizadas en una discursividad consciente de las tensiones de género, las atmósferas opresivas y, por sobre todo, una actitud guerrera de las protagonistas.

Por Patricia Espinosa
Avisa cuando llegues, editorial Bifurcaciones, $12.500 en librerías.

“Avisa cuando llegues” es una frase comúnmente dirigida a las mujeres que nos habla del temor y la incerteza de arribar a un destino seguro. La realidad es que el simple hecho de desplazarse por el espacio público ya es un peligro porque, como sabemos demasiado bien, la calle es un territorio peligroso para las mujeres. “Avisa cuando llegues” es ese cotidiano informe con el que decimos que llegamos sin daño, que logramos, por esta vez, escamotear la violencia sobre nuestros cuerpos, porque la calle es para las mujeres una zona de guerra y su cuerpo un botín para el patriarcado. 

Avisa cuando llegues (Talca, Editorial Bifurcaciones, 2019) es también un libro compilado por la escritoras Alejandra Costamagna y Carolina Melys quienes han reunido un conjunto de veinticinco narradoras, dramaturgas, cantoras, cineastas, ilustradoras y poetas que, desde diversos géneros literarios, elaboraron textos inéditos, en su mayoría, en torno a la mujer y la violencia. La curatoría es impecable, no solo porque permite dar cuenta de un espectro amplísimo de autoras de diversas edades y estilos, sino por la gran calidad de sus escrituras. 

El volumen se caracteriza por la experimentación con el lenguaje, el predominio de las voces en primera persona complejizadas en una discursividad consciente de las tensiones de género, las atmósferas opresivas y, por sobre todo, una actitud guerrera de las protagonistas. Este último aspecto me parece destacable, estamos frente a voces de mujeres que no se dan por vencidas aunque estén situadas en contextos donde en apariencias no hay salida. 

La escritora Alia Trabucco participa con el relato Go home.

Así, pegadas a lo real, a la materialidad de los cuerpos, surgen estas escrituras ancladas en una política de confrontación a la violencia. Esto implica una subjetividad en resistencia, que no evita el peligro, que no se enclaustra ni quiere abandonar el espacio para público. Es recurrente en estas narraciones que el momento mismo de la agresión física aparece en contadas ocasiones; los relatos tienden a ocurrir en el momento previo o el posterior, cuando el daño se ha  concretado.

Aun cuando resulta difícil entre tanto relato destacable, mencionaré solo nombres y textos a modo de una pequeña ruta de lectura. Alia Trabucco y su crónica Go home nos aproxima a la represión policial que vive una mujer francesa-musulmana por su cabeza cubierta por un pañuelo. La segregación religiosa pega fuerte en este relato. La exclusión, esta vez por el hecho de ser mujer, se advierte en el relato de Mónica Drouilly. Insert Coin se centra en la relación de dos hermanos diestros en un videojuego; particularmente la chica. Es, a fin de cuentas, su talento, aquello que la condena y que resulta imperdonable para su hermano y el grupo de chicos del barrio que la agrede. 

En un estilo más directo, incluso rudo, se encuentra el relato de Marcela Trujillo, Época punk. Nuevamente una mujer sola, de noche, esta vez violada en un parque en pleno centro de la ciudad. El temor resulta inamovible en cada una de estas protagonistas. Así también podemos verlo en la narración de Carmen García, Llamada imaginaria donde una mujer aterrorizada por el acoso sexual de un taxista genera diversas tácticas de defensa para demostrar al hombre que no está sola. 

Daniela Catrileo sorprende con e texto Kutral sobre su infancia sobreprotegida.

La marginación y la soledad son dos términos que se reiteran en estas historias. Daniela Catrileo sorprende con un texto narrativo titulado Kutral. La narradora aborda su infancia sobreprotegida y el aprendizaje de códigos de sobrevivencia urbana en paralelo a la búsqueda de la emancipación. La calle es también el tema privilegiado por la gran poeta, Elvira Hernández, quien elabora en esta ocasión un ensayo: No nos falta calle es una reflexión sobre la condición subalterna de la mujer en diversos periodos de nuestra historia. Su relato es intercalado con recuerdos autobiográficos donde, tal como en el texto de Catrileo, las niñas eran resguardadas en el espacio doméstico ante los peligros del espacio público. La educación sexista, al igual que la inserción de la mujer en el trabajo, sometida a inequidades de salario, son algunos de los temas que aborda Hernández mediante un estilo cercano, vigoroso, como un gran llamado de alerta a generar cambios en las mujeres. 

Dentro de los textos más originales se encuentran los de Lina Meruane y Verónica Jiménez. El primero es una ficción-crónica notable. A partir de un diálogo de mujeres surge la cita a Camille Paglia, feminista estadounidense de derecha, quien asevera que el costo de salir de casa es la violación y que las mujeres tendrán que asumirlo como un peaje. Este juicio macabro da lugar a una discusión con dos posiciones contrapuestas: responsabilizar a las mujeres de sus propias violaciones o asumir una política de exigencia a “no ser violada ni agredida ni abusada cuando vamos solas”. Jiménez, por su parte, una de las voces más importantes de la poesía chilena, se orienta a reconstruir la enigmática figura de la gran Rosa Araneda, poeta de fines del siglo XIX, quien a través de su escritura desafió sin resquemores los cánones machistas de la época. La prosa de Jiménez conjuga fineza con una mirada ruda excepcional. 

La poeta Elvira Hernández contribuye con un ensayo titulado Nos nos falte calle.

La lectura de este excelente libro permite identificar desde donde están escribiendo las mujeres chilenas hoy. Para mí, escriben desde el lugar de la denuncia a la violencia de género, a la guerra material y simbólica que el patriarcado y el neoliberalismo despliegan contra la mujer emancipada o en vías de emancipación. Estas voces se alzan generando una denuncia y múltiples prácticas de resistencia a la violencia que intenta devolverlas al espacio doméstico. Estamos, nada más y nada menos, que ante la plenitud de una política de segregación que sin duda estas escrituras rechazan, demostrando que la única batalla perdida es aquella que no se da…y las mujeres la estamos dando. Desde todo punto de vista, un libro imprescindible.

María Moreno: Muchacha punk

Empezó a publicar columnas en los 70, y desde entonces se convirtió en una voz única de la literatura argentina. Escritora y cronista rabiosa, feminista, inclasificable, María Moreno viene construyendo una obra deslumbrante que por fin comienza a circular fuera de Argentina. En octubre viene a Chile a recibir el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas, mientras sus libros no dejan de reeditarse y encontrar nuevos lectores.

Por Diego Zúñiga

El primer libro de María Moreno que se publicó en Chile fue Teoría de la noche, en marzo de 2011, por Ediciones UDP, y me atrevería a decir que no apareció ninguna reseña ni entrevista a su autora durante los meses que siguieron a su publicación. No hubo crítica, no hubo lectura pública, no hubo recepción, no hubo aviso de que esta antología de la obra de Moreno —quizás el libro perfecto para entrar en su escritura, en su mundo, en su voz—, se había publicado en Chile.

La suerte editorial de María Moreno fuera de Argentina iba a ser, durante muchos años, complicada hasta que apareció Black out (Literatura Random House) en 2016: el retrato feroz de una generación —los 60, los 70— a la que se le fue la vida discutiendo sobre literatura y política, mientras se bebían hasta el agua del florero y María Moreno sobrevivía para contarlo: la historia de sus amigos, de sus contemporáneos, pero también la de ella: sus resacas, sus amores, sus muertos.

Ese libro iba a cambiarlo todo, o casi todo.

Aunque una frase así de sentenciosa a ella le daría risa, pues en realidad su trayectoria literaria siempre ha estado muy ajena a cualquier sentencia y a cualquier idea de carrera, y se ha mantenido en una incertidumbre profundamente literaria: lejos del mercado, lejos del canon, muy cerca de las palabras, del goce que puede surgir en la escritura, de lo político entendido como esa sintaxis única que se inventó para indagar en su memoria y en la memoria de los otros: política, disidente, feminista, incómoda, gozosa.

Ese silencio crítico que hubo aquí hacia Teoría de la noche se terminó redimiendo, en alguna medida, cuando se publicó Black out y de pronto parecía que todo el mundo había descubierto a María Moreno. Columnas, entrevistas, reseñas, mucho entusiasmo y asombro de que una escritora tan singular hubiese pasado algo inadvertida por estos lados. Nadie se acordó de Teoría de la noche, sin embargo. No es de extrañar: se leyó Black out como si fueran literalmente unas memorias, y no ese artefacto inclasificable, hermoso y terrible que es. Tampoco es de extrañar: una parte importante de Black out se publicó, por primera vez, en Teoría de la noche, pero nadie se dio por enterado. Ocho años después de que apareciera esa antología, es decir, en junio de 2019, la redención iba a ser un poco más bulliciosa, pues se le concedería el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas por el conjunto de su obra. Es la primera vez que se premia su trabajo fuera de Argentina, y quizá debía ser así y sólo así para empezar a cerrar el círculo: Teoría de la noche, el Premio Manuel Rojas y un vínculo con Chile que ha estado cruzado por viajes, lecturas y complicidades.

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Se llama María Cristina Forero y nació en un año que no aparece en ninguna de las solapas de los doce libros que viene publicando desde los 90, cuando debutó con El Affair Skeffington (1992), una novela alucinante en que inventa un personaje, una voz, una biografía: la poeta vanguardista Dolly Skeffington y el hallazgo de sus manuscritos.

Crédito: Lorena Palavecino/Penguin Random House

Su primer libro iba a ser, entonces, su única ficción. Aunque decir eso sería traicionar su proyecto o leerlo como lo haría un funcionario: las etiquetas, las clasificaciones, no sirven para entrar en la escritura de María Moreno. Lo que exige es goce y una actitud crítica, vital; lo que exige es entender la literatura como un ejercicio que se desborda continuamente. Y en ese sentido, su bibliografía es ejemplar: desde El petiso orejudo (1994) —esa investigación delirante sobre Cayetano Santos Godino, un niño que mataba niños en el Buenos Aires de inicios del siglo XX— hasta las recopilaciones de sus columnas, ensayos y entrevistas en libros como A tontas y a locas (2001), Vida de vivos (2005),  Subrayados. Leer hasta que la muerte nos separe —recopilación de sus extraordinarios ensayos sobre literatura— y Panfleto. Erótica y feminismo (2018), pasando por Banco a la sombra —sus crónicas de viaje que se acaban de reeditar— y llegando por supuesto a los que son sus dos libros más ambiciosos y deslumbrantes: Black out  (2016) y Oración. Carta a Vicky y otras elegías políticas (2018), en el que sigue el rastro de Vicky Walsh —la hija de Rodolfo, el autor de ese clásico del periodismo que es Operación masacre—, quien se suicidó en medio de un enfrentamiento, en plena dictadura militar.

Ensayos, memorias, entrevistas, relatos de viaje, relatos autobiográficos, columnas, muchas, muchísimas columnas, textos repartidos por diarios y revistas, un campo de batalla por el que María Moreno viene circulando desde los 70, cuando comenzó su vida como periodista. Un campo de batalla y un campo de experimentación: primero trabajó en el diario La Opinión, luego fue secretaria de redacción de Tiempo Argentino, donde creó el suplemento “La Mujer”. En 1984 fundó la revista Alfonsina, primer periódico feminista tras la dictadura, en la que hizo firmar con nombres de mujer a autores como Fogwill, Perlongher, Martín Caparrós y Alberto Laiseca. Colaboró en revistas y distintos periódicos, y hoy se la puede leer en Página12, donde sigue escribiendo columnas brillantes y lúcidas, abordando todo aquello que ocurre en la calle: la política, el feminismo, las disputas por la lengua y por los discursos, la memoria.

María Moreno viene escribiendo desde los 70 una literatura que pareciera estar destinada al futuro, y a veces ese futuro se parece a nuestro presente: leer sus columnas sobre feminismo, por ejemplo, es descubrir una voz tan compleja y crítica como fascinante: hay desparpajo, inteligencia, rabia y genialidad. Nadie escribe como María Moreno, en ese lenguaje que parece imposible de traducir, esa lengua que se escabulle y que retuerce el castellano como se le da la gana.

“Ni hace falta aclarar que escribo lejos de la sangre de la portada, del mito del ahora mismo, en esas zonas francas que permiten el suplemento cultural, la página de misceláneas, la revista literaria y la columna del costado, desde donde el bufón suele lanzar una paradoja de veinticuatro horas o el experto, ubicar la noticia que el cronista ha hecho no ficción en el cuerpo a cuerpo”, anota Moreno. 

Y en el texto que abre Panfleto, dice: “Suelo escribir saqueando y modificando mis propios archivos (…). A finales de los años ochenta y noventa yo me intoxicaba con las importaciones teóricas de las feministas de la nueva izquierda que releían en la estructura de la familia en el capitalismo la sevicia del trabajo invisible, de las estructuralistas de la diferencia que inventaban un Freud a su favor y de las marxistas contra el ascetismo rojo. No leía, volaba. Sin tiempo para dejar en suspenso el pensamiento a fin de ponerlo a prueba —las fechas de entrega eran una coartada—, al escribir, concluía. Es decir, escribía animada por lo que iba aprendiendo, relacionando, imaginando que inventaba, sola y exaltada. Porque no recuerdo que supiera quiénes me leían, a quiénes me dirigía. Era como si gozara de un regalo infinito: la posibilidad de dejar aquí y allá, escondidas en ciertos diarios y revistas, las hojas de unos cuadernos de aprendizaje dedicados a unas lectoras futuras”.

Y sí, parece que el futuro está aquí.

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Esta entrevista, que aún no empieza, pero ya viene, tiene un origen que nos remonta a marzo de 2011, cuando aparece Teoría de la noche. Ese fue el primer intento de comenzar esta conversación: un e-mail, una respuesta amable, pero un sin fin de obstáculos que terminaron aplazando esa conversación que recién se haría en 2018, cuando ya habían muchos, muchísimos libros nuevos y reediciones y lecturas que demostraban la vigencia de un proyecto como el de María Moreno. Antes, hubo algunos encuentros fugaces: una cena donde María Moreno se mantuvo en silencio, contenta, sosteniendo su vaso, rodeada de académicas; una charla en FILBA Santiago donde leyó un texto extraordinario sobre una escritora rarísima y secreta llamada Adelaida Gigli; una mesa de conversación, en ese mismo festival, acerca de la crónica —donde ella brilló, por supuesto—; y quizá otra cena, donde guardó un silencio elegante mientras bebía whisky, rodeada de escritores cuyos nombres ya no importan. Pero entonces vino la conversación, una noche de agosto de 2018, en un bar que queda a una cuadras de su casa, en Buenos Aires. Había aparecido hacía poco Oración y aún la lectura de Black out estaba muy viva, pues en España había recibido lecturas muy entusiastas. Pero a los pocos minutos, ella dijo que mejor la entrevista fuera por e-mail, que le acomodaba más, y entonces me dejó encender la grabadora para guardar la conversación que íbamos a tener sin afanes de nada. Conversar por conversar. Y de esas más de dos horas, quedarían anotadas algunas frases en un cuaderno:

Black out

“Alguna vez fui asociada a una escritura de élite, acusada de ininteligible. Con Black out me descubrió gente que no me había leído nunca, que sólo pensaban que era la periodista snob de Página12”.

Éxito

“Creo que desde afuera se ve todo más visible. Para algunos, el pasaje a publicar en Penguin Random House es un paso. Pero como dijo Nabokov —no me comparo, me identifico— cuando vivió el éxito con Lolita: ‘Es demasiado tarde’. No me gusta la idea de tener una relación performática con mi obra, la promoción de los escritores. Mis amigos se murieron, las personas con las que me gustaría reírme de este reconocimiento ya no están. Y esto tampoco se traduce en dinero. Es gratificante, sin duda. Algo de la experiencia de Black out funcionó. Lo leen un poco al compás de la vida y también literal, pero no me hago la boluda, porque sé que puede generar eso”.

Piglia

“Black out iba a aparecer en la Serie del Recienvenido que dirigía Piglia en el Fondo de Cultura Económica. De onda él me metía ahí, porque era una infracción: había publicado sólo reediciones, y éste sería un libro inédito. Pero entonces él enfermó y eso quedó en nada, aunque para mí quedó un encargo: escribir este libro. Porque yo no escribiría si no tengo que entregar. No tengo el imaginario del escritor que hace su obra y después mira dónde la coloca. Y sí, iba a estar rodeada de mis amigos (Miguel Briante, Norberto Soares, C. E. Feiling) que reeditaron en esa colección, pero al final los puse en el libro”.

Amigos

“Esa generación tenía un problema con cómo sobrellevar a Borges, qué ecuación hacer con Borges, con ese legado. Cómo hacer un parricidio, que es absurdo, porque cómo vas a hacer un parricidio de un hombre que lo que menos parecía era un padre, una especie de hombre casto, edípico, pero durante mucho tiempo la pregunta de la literatura argentina era qué hacer con el legado de Borges. Y ahí para mí hay un problema, porque Borges da un modelo económico, diría excéntrico, de la lengua, que viene del inglés. Y ahí yo soy antiborgeana a muerte, porque yo creo que lo que Borges castró del modernismo en exceso fueron los tropos que no van a ningún lado, instaurar esa idea del lenguaje como un instrumento de precisión”.

Lemebel

“A mí me sorprendió mucho Lemebel, me hizo pensar en eso de cómo hacer frases que quizá no tienen resultados. Pero sobre todo sus libros demuestran que se puede hacer denuncia en un texto donde la lengua goza al mismo tiempo”.

En la grabación se escucha levemente la voz de María Moreno: habla de periodismo narrativo —duda de todo ese movimiento—, habla de la crónica, de Rodolfo Walsh, de sus lecturas, de Enrique Raab —a quién antologó, un cronista argentino que habría ya que descubrir—, de Barthes, de muchos de los nombres que aparecen en Subrayados, un libro en el que aparecen algunos de sus mejores ensayos, como ese donde se ríe de la “alquimia nombradora de Bolaño”, que la mencionó una vez, en su último discurso público, en Sevilla, donde hablaba de la nueva narrativa latinoamericana, aunque María Moreno no sabe si esa María Moreno es ella.

Y en ese mismo libro, escribe: “Me gustaría morir leyendo, nadie escuche en esta declaración la construcción pedante para una mitología intelectual, ya que podría leer cualquier cosa. No desearía a mi lado la vigilancia ansiosa de parientes y amigos sino unas últimas líneas que me transportaran como siempre, más allá, a las vidas que no son las mías, a palabras escritas por quienes quizás han muerto hace años, puede ser una vulgar lista de catálogo, más fácilmente un prospecto: que la muerte me alcance en el momento en que el sentido se me escapa y no sepa si sueño que leo y eso es morir, o si ya olvidé mi lengua y la ignoro, irme como cuando no se recuerda por qué copa se va o qué saque, como en una sobredosis”.

La conversación iba a terminar a eso de las once de la noche. Y, entonces, hace unas semanas, la retomamos por e-mail, con una María Moreno esta vez premiada con el Manuel Rojas, respondiendo desde Tigre, cerca del río, estas preguntas.

***

—Una de las cosas más interesantes de Panfleto, tu último libro, es cómo planteas la necesidad de hacer una genealogía, de tomar consciencia de las lecturas que nos formaron intelectualmente y que se despliegan en los distintos discursos en la actualidad. ¿Eso fue algo que siempre te interesó?

Comencé a escribir esos textos durante la transición democrática bajo la pulsión autodidáctica que me permitían los libros de ensayos de la editorial Anagrama —de hecho, editó tres claves para mí, Feminismo y psicoanálisis, de Juliet Mitchell, Álbum sistemático de la infancia de René Schérer y Guy Hocquenghem, y Elementos de crítica homosexual de Mario Mieli, que me felpearon en teoría y política sexual—; los libros de la editorial Jorge Álvarez —casi diría que leerlos era como ir a una universidad laica exquisita y libre— y los del Centro Editor de América Latina, a precios accesibles y editados por capos de la crítica local. La dictadura tuvo un espacio de resistencia en los grupos de estudio: yo estudiaba Freud y Lacan con Germán García, pero la verdadera transmisión ocurría en los bares, entre atorrantes sin filiación académica alguna. 

—En un momento de Panfleto hablas de que muchos de estos textos estaban un poco desperdigados para lectoras futuras. ¿Crees que ese futuro es nuestro presente? Te lo pregunto porque también siento que tus libros han empezado a encontrar más que nunca lectores dentro y fuera de Argentina.

Yo no pensaba en lectoras futuras. Esa es una interpretación estratégica posterior ya que la estrategia no es un plan sino una adjudicación de sentido de acuerdo a un proyecto presente. No te olvides que no publiqué un libro hasta el año 92, escribía en los diarios donde, como dice el lugar común, con sus páginas se envuelven los huevos al día siguiente. Tampoco era una lectora especialmente activa, era como la mayoría del entorno en que me movía, todos queríamos atragantarnos con la apertura de la importación a los libros censurados, a la obra de los militantes de izquierda que comenzaban a volver del exilio y a la circulación libre y la reunión en la ciudad. Es entonces que conozco a Josefina Ludmer, a David Viñas. Creo que establecí una cierta transferencia con feministas de Chile como Raquel Olea, Soledad Bianchi, Eliana Ortega, a las que conocí en diferentes épocas. Ojalá no te equivoques con que he comenzado a encontrar lectores. La idea de Panfleto fue poner a circular de nuevo esos textos cuando el presente puede hacerlos actuar, ya sea para que sean desechados, pervertidos, ignorados. 

—Hace unas semanas circuló el discurso de Lucrecia Martel sobre Pedro Almodóvar y también todo el revuelo que causó su declaración sobre que no asistiría a la gala de la película J’acusse, de Roman Polanski. ¿Qué piensas tú de todo eso que se produjo, de esa separación entre el “hombre” y la “obra”?

Me parece genial la intervención de Lucrecia, nada punitivista, ya que no vetó su participación ni se identificó con el veto legal sobre Polanski, pero fue justa en sus precisiones políticas y le creo cuando dice que, en cierto modo, aceptó presidir el jurado para hacer una intervención. Y como ves, no impidió que J’acusse ganara el gran premio del jurado. No se puede leer esa declaración sin el elogio a Almodóvar, no hay la una sin el otro. Me gusta citar textualmente:“Mucho antes de que las mujeres, los homosexuales, las trans, nos hartáramos en masa del miserable lugar que teníamos en la historia, Pedro ya nos había hecho heroínasYa había reivindicado el derecho a inventarnos a nosotras mismas. (…) Ahora se está ocupando de los hombres, que es fundamental. (…) No hay deber ser en la ética de Almodóvar, hay obligación de crearse. Obligación de inventarse”. 

—Sí, ese discurso fue muy emotivo.

Hay ahí una apuesta estética para el futuro. ¿Y  qué tal si dejamos de separar con un gesto tan cool el hecho de que Althusser, Burroughs y Mailer hayan cometido femicidio o intentado? Lo personal es político. Se supone que habría que pasar por alto en las obras de grandes machos el hecho de que hayan cometido delitos sexuales, que éstos son un “a pesar de”. Yo creo que una crítica emancipatoria vería que hay una relación entre esos delitos y los aspectos no tan vanguardistas de esas obras —ojo, no digo un correlato—. Pero para pensar en esta dirección es preciso volver a la Simone de Beauvoir de ¿Hay que quemar a Sade?

El crítico Edward Said habla en uno de sus libros sobre el estilo tardío, esta idea de que ciertos escritores y artistas encuentran una voz particular cuando ya son más grandes. ¿Sientes que estás escribiendo, quizá, de una forma levemente distinta a tus textos de los 90, por ejemplo, o de los 80?

No creo que esté escribiendo distinto. Tal vez los lectores se cansaron del realismo ramplón, del totalitarismo del referente y del prejuicio hacia el barroco. Creo que me he vuelto más legible para una economía de lectura actual y me tocó la pata de conejo de la suerte. Sin duda, el auge del feminismo interviene. Pero tengo la impresión de que mis lectores no suman, constituyen tribus diferentes: las feministas de cierta edad, los jóvenes medio punk, los lectores de un periodismo de opinión que aún desean un cacho de estilo, sin duda los borrachos… 

En varios textos hablas de que vuelves siempre a tus archivos y los saqueas. ¿Siempre te interesó esta idea de reescribirte o de “plagiarte a ti misma”? ¿O todo esto fue algo que descubriste con el tiempo?

Hay un sueño Robin Hood de vender a las misma empresas periodísticas y editoriales el mismo perro con distinto collar. Pero es una bravata  como la de decir que uso los diarios como borradores, bravatas que son verdad. En realidad he encontrado la forma de ir publicando las transformaciones de textos que tienen mucho de investigación, ¿y por qué no usar mis propios archivos? ¿Quién me va a hacer juicio? Y además, ¿qué obra que continúa no es autoplagio? No veo el valor de la novedad salvo para el mercado. Sí, el de volver a decir lo que uno entiende que diría mejor ahora según el propio museo de las supersticiones privadas literarias y de repetir lo que uno no es capaz de cambiar.