La viralización en redes sociales de crudas fotografías y videos de los ataques israelíes en Gaza ha reabierto el debate sobre el poder de las imágenes, sus usos, y la posición que asumimos frente a ellas. En este ensayo, la escritora Alia Trabucco examina los campos de la visualidad y el lenguaje como lugares en disputa.
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El economista y académico aborda los principales desafíos que atraviesa el país, como el proceso inflacionario, la desigualdad, los efectos que tuvo la pandemia en la educación y en la participación laboral femenina.
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El pasado 5 de marzo, la agencia internacional de noticias Efe, único organismo informativo hispanohablante aún en Moscú, anunció la suspensión temporal de sus funciones en Rusia, en medio de una guerra cruzada por la desinformación. Aunque la agencia reculó en su decisión, la noticia causó sorpresa. La situación evidenció los riesgos que corren tanto periodistas como el derecho a la información en contextos bélicos. «Las guerras no solo empujan adelantos tecnológicos, sino también ponen a prueba la forma de comunicar; por lo tanto, de hacer periodismo, con los corresponsales y las agencias informativas, literalmente, en el frente», reflexionan Cristóbal Chávez y Claudia Lagos sobre los desafíos éticos y prácticos del periodismo en tiempos de guerra.
Por Cristóbal Chávez Bravo y Claudia Lagos Lira
“Desde el punto de vista ético, es muy válida esta afirmación: ‘Ningún reportaje, ni aunque fuera el mejor del mundo, vale tanto como la vida de un periodista’. Pero sólo en teoría. En la práctica, existen muchas profesiones de alto riesgo. El piloto de avión también se expone a morir, pero no por eso concebiríamos ahora un mundo sin el transporte aéreo. ‘No vale la pena arriesgar la vida’, es una opinión muy noble pero poco realista”.
—Ryzard Kapuscinski, “El mundo de hoy. Autorretrato de un reportero”.
“Nunca, jamás, sentí que romper el silencio fuese tan importante”, afirma Mstyslav Chernov, camarógrafo y periodista de la agencia internacional estadounidense de noticias Associated Press (AP), quien junto al fotógrafo Evgeniy Maloletka fueron los últimos equipos de prensa en el bando ucraniano en evacuar Mariúpol, la ciudad sitiada por el Ejército de Rusia, y uno de los territorios más codiciados en este conflicto bélico. El lente de Maloletka capturó los macabros ataques a un hospital materno infantil en esta zona portuaria, material que los medios oficialistas rusos catalogaron como un montaje en Twitter y que le costó la censura, en esta red social, a un funcionario de Putin tras afirmar que el hospital bombardeado era la base de un supuesto batallón ucraniano neonazi. Sin embargo, una crónica de Chernov aportó más detalles de los crímenes de guerra que estaría perpetrando el país euroasiático. “La falta de información en medio de un bloqueo logra dos objetivos. El primero, generar un caos. La gente no sabe qué está pasando y cae presa del pánico. Al principio, no entendíamos por qué Mariúpol cayó tan rápido. Ahora sé que ello se debió a la falta de comunicaciones. El segundo objetivo es la impunidad. Al no haber información, no se ven fotos de edificios derrumbados ni de niños muertos y los rusos pueden hacer lo que les venga en gana. De no ser por nosotros, no se sabría nada. Es por ello que corrimos tantos riesgos, para que el mundo viese lo que vimos nosotros”, agrega.
Las guerras del siglo XX acorralaron las técnicas periodísticas decimonónicas, cuando los relatos cronológicos perjudicaban la cada vez más exigida premura periodística e iban en detrimento de la jerarquización de la información. Los conflictos bélicos demandaban a los corresponsales informar con celeridad los avances y progresos de las contiendas y, en los años de los telégrafos y los cables informativos, si la información se interrumpía, la pirámide invertida aseguraba, al medio que recibía el despacho, obtener la información más relevante. Las agencias informativas desarrollaron, perfeccionaron y consolidaron este método inductivo, es decir, de lo general a lo particular en una noticia. Y la agencia AP, la misma de Chernov y Maloletka, fue la primera en incorporar la técnica en sus primigenios manuales de estilos, lo que impulsó su expansión. Las guerras no solo empujan adelantos tecnológicos, sino también ponen a prueba la forma de comunicar; por lo tanto, de hacer periodismo, con los corresponsales y las agencias informativas, literalmente, en el frente.
En Chile, los años marciales de la dictadura de Pinochet también pusieron a prueba a los periodistas y, tal como en Ucrania, los corresponsales debieron torear los vaivenes de la censura. Los corresponsales de la agencia internacional de noticias española Efe recuperaban en basureros públicos y en estanques de agua de baños de restaurantes microfilms meticulosamente guardados por opositores al régimen que informaban sobre las protestas masivas contra la dictadura o sobre los detenidos por la policía secreta del régimen. Ser descubierto en ese acto podía costarle la vida al periodista, quien solo por informar ya era considerado un enemigo. También temieron en varias ocasiones que las pistas fueran una trampa de los mismos agentes de Pinochet y, en vez de una cinta, apareciera una bomba. Todos los cables informativos de las agencias internacionales eran revisados por los funcionarios de la Dirección Nacional de Comunicaciones (Dinacos) y desde las lúgubres salas de esta división telefoneaban a los corresponsales y delegaciones residentes que la dictadura consideraba “comunista”, en una lista que encabezaba Efe. Con botas y fusil en mano, los corresponsales en Chile (sobre)vivieron arrestos arbitrarios, expulsiones, hostigamientos, censuras, ataques físicos y amedrentamientos, así como allanamientos y cierres de oficinas. Algunas de esas historias pueden revisarse en el libro editado por Orlando Milesi, quien fue corresponsal de ANSA; en el de Carlos Dorat y Mauricio Weibel y en los informes anuales del Comité para la Protección de Periodistas (CPJ, por sus siglas en inglés), que las documentó detalladamente en esos años de plomo.
La memoria periodística no debe olvidar el asesinato del camarógrafo argentino Leonardo Henrichsen, ejecutado en pleno centro de Santiago el 29 de junio de 1973 mientras filmaba el primer intento de golpe contra Allende, recordado como «tanquetazo». El corresponsal filmó su muerte, porque el lente de su cámara apuntaba directamente a su verdugo. La cinta sobrevivió a la censura y registró el asesinato a mansalva. Los corresponsales de las agencias internacionales suelen ser periodistas sagaces con reporteros gráficos o camarógrafos ubicuos que capturan el instante preciso y así, a veces, cambian el rumbo de las historias. En equipo, suelen eludir las censuras y desplegar diversos subterfugios para comunicarle al mundo lo que está ocurriendo durante un conflicto bélico o en medio de una crisis social. En ocasiones, son los únicos presentes en terreno y contribuyen a sostener el derecho a la información por sobre los discursos oficiales.
El 5 de marzo de 2022, y por primera vez en medio siglo de funcionamiento en Rusia, la agencia Efe anunció que suspendía temporalmente su actividad informativa en ese país “como consecuencia de la aprobación de una nueva ley que prevé penas de hasta 15 años de cárcel por diseminar lo que las autoridades puedan considerar información falsa en relación con la guerra en Ucrania”. Hasta entonces, Efe era la única agencia noticiosa internacional en español reporteando desde Moscú. 11 días más tarde, la agencia hispanohablante más grande del mundo reculó y reanudó su actividad informativa en Rusia después de analizar el contenido y las consecuencias para el trabajo periodístico de la nueva ley rusa. La suspensión parcial de Efe en Rusia provocó un incómodo silencio en una agencia informativa que, por definición, callar no está entre sus opciones.
El premio Nacional de Periodismo chileno Abraham Santibáñez advirtió en un lúcido texto en 1974, apenas un año después del golpe de Estado, que no importa cuál sea el medio utilizado para ponerse en contacto con él, el ser humano seguirá necesitando la ayuda del profesional que lo sitúa en un contexto, que le explica las grandes corrientes ocultas en la avalancha noticiosa. A casi medio siglo, esa avalancha noticiosa es inconmensurable y oculta la veracidad de la información en infinitas formas entre las redes sociales digitales y aplicaciones de mensajería. Nunca se necesitó con más urgencia el contexto. Sea en el campo de batalla en Ucrania o en su frontera con Polonia; sea en los centros cívicos de Moscú o prestando atención a las comparecencias de las autoridades rusas. Y, en ambos casos, la muerte acecha al corresponsal. Pero la labor del corresponsal puede, también, contribuir a torcer el rumbo de los eventos, como la fotografía de la mujer embarazada en Mariúpol; la de Thi Kim Phuc, la niña quemada con napalm en Vietnam, foto de Nick Ut (también de AP) o el trabajo de la fotorreportera Dickey Chapelle, cuyo lente fijó en la memoria colectiva varias imágenes de Vietnam para National Geographic y, otra vez, para AP. El reportero chileno, Héctor Retamal, de AFP, entraba mientras todos salían de la ciudad china de Wuhan, ad portas de la pandemia y sin esas fotos hoy, también, sabríamos menos de esos primeros días virales. No obstante, entre los bailes de los soldados en el campo de batalla en Tik Tok y escrupulosos mensajes en Twitter sobre la guerra, usuarios en diferentes redes sociales digitales insisten en que la foto de la embarazada en Ucrania es un montaje. Parece que el contexto no es suficiente, pero replegarse y contribuir a zonas de silencio informativo tiene resultados similares a la ejecución de un fotoperiodista ejecutado mientras captura en imágenes a su verdugo.
Agencias y (des)orden mundial de la información
«Yo escribo, anoto la historia del momento, la historia en el transcurso del tiempo. Las voces vivas, las vidas. Antes de pasar a ser historia, todavía son el dolor de alguien, el grito, el sacrificio o el crimen«
—Svetlana Alexievich, «Los muchachos de zinc».
“Cuando uno está metido en medio de una guerra, la propia situación hace que se sienta tan compenetrado, tan emocionalmente ligado a sus compañeros de fatigas, que acaba por identificarse con el bando al cual ha acompañado desde el principio. Por eso toda crónica de guerra está condenada a contener ciertas dosis de subjetividad, fruto de la implicación personal del cronista. Lo que sí se debe tratar de evitar es el peligro de caer en la ceguera y el fanatismo”, señalaba Kapuscinski. La deontología de la profesión se empantana aún más durante la cobertura de conflictos bélicos. Las audiencias acusan que los enfoques son sesgados, europeístas y exiguos. Y, como desde los albores del periodismo, no existe una fórmula taxativa y definitiva para orientar la información, y menos en una guerra, más allá de informar sobre los avances de las tropas y las ciudades tomadas.
El curtido reportero chileno Santiago Pavlovic apunta, al igual que Kapuscinski, que la mirada de un enviado especial a un conflicto está cruzada por sus ideas, creencias y lo que considera ético y moral. En la búsqueda de esa veracidad los pilares suelen ser la protección a la vida y los derechos humanos y el mismo derecho a informar, como narrar sobre un hospital bombardeado y agotar todas las instancias para conseguir que el mundo lo sepa. Incluso, la imagen por sí sola no es suficiente con la contumaz masa de internautas. El contexto es perentorio y solo lo puede entregar, con la inmediatez que necesita un medio, el corresponsal en terreno, quien permanece en el anonimato, por sobre los rostros de una cadena televisiva o el cronista estrella de una revista, pero que rompen el primer cerco informativo. Como señaló Chernov, romper el silencio nunca fue tan importante como ahora.
La imagen mítica del corresponsal extranjero ha sido romantizada y reforzada por la literatura, académica biográfica o testimonial, y por los medios en general. El ya fallecido Walter Cronkite, hombre ancla de la cadena estadounidense CBS por casi dos décadas, decía que no hay nada más glamoroso en el campo periodístico que ser corresponsal de guerra. En el caso chileno, el material promocional histórico del programa de reportajes de TVN, Informe Especial, ha retratado a sus enviados especiales al centro de su propuesta informativa y de marketing. En 2003, por ejemplo, el equipo de Pavlovic, Rafael Cavada y el camarógrafo Alejandro Leal fue protagonista del material promocional debido a su cobertura en terreno en Irak como el único equipo periodístico chileno en la zona. Los afiches y videos promocionales del programa los retratan como héroes, encarnando un periodismo de alto riesgo y 24/7.
Sin embargo, las características de la producción noticiosa internacional están mucho más alejadas de los estereotipos del corresponsal tipo Hemingway y se concentran, más bien, en el carácter colectivo y las barreras obvias de reportear en países con otras costumbres, otros idiomas, otras redes de poder distintas a las que un periodista puede acceder en su contexto nacional.
Pero, sobre todo, la cobertura informativa internacional es un esfuerzo colectivo. Colleen Murrell, por ejemplo, ha demostrado el rol fundamental que los equipos y personal locales –fixers– tienen para la producción de información noticiosa internacional en términos editoriales y no solo prácticos (traductores o productores en terreno, por ejemplo). Hoy, solo un puñado de agencias a nivel global -la estadounidense AP, la británica Reuters y la francesa AFP- tienen los recursos financieros para mantener equipos con experiencia en todas las regiones del mundo con el objetivo de asegurar instalaciones y conexiones bien organizadas para informar o, bien, para enviar a sus equipos donde sea necesario. Estas agencias son capaces, también, de transmitir sus cables casi instantáneamente.
El valor de mantener una infraestructura y equipos profesionales de esta naturaleza se hace más evidente si atendemos a la creciente disminución de equipos enviados en coberturas internacionales por medios internacionales o regionales. Desde la crisis financiera mundial de 2008-2009, el rol de los equipos periodísticos asignados permanentemente a una región o país se precarizó debido a los recortes presupuestarios de sus compañías (como fue el caso del cierre o reducción de las oficinas de medios estadounidenses en América Latina, por ejemplo). Se cerraron delegaciones completas, se concentraron en pocas oficinas repartidas a lo largo y ancho del mundo y se recortaron también las prestaciones ofrecidas a los corresponsales, como los costosos seguros de vida o de salud. Se apostó por personal freelance que debe asumir entonces los altos costos que implica ingresar o moverse en regiones o países muchas veces en conflicto. Se ha tendido, también, a descansar en la labor de corresponsales “paracaídistas”, como los enviados por los canales de televisión chilenos a Ucrania o a la frontera polaca. El ciclo noticioso 24/7, la competencia de los usuarios de redes sociales digitales que publican primero, los cambios tecnológicos que facilitan y abaratan los costos de producir contenidos y periodistas polifuncionales (content packagers o empaquetadores de contenidos) han contribuido a horadar la cobertura noticiosa internacional.
De allí la relevancia de las agencias noticiosas internacionales, oficinas y profesionales y soporte técnico en terreno, permanente, con lazos en las comunidades, con una comprensión más afinada y situada del contexto local que la de enviados especiales por pocos días y con redes con fixers y otros colaboradores más o menos permanentes. Como concluye un informe del Reuters Institute sobre el estatus de las corresponsalías, “las agencias de noticias son una de las principales fuentes de noticias en el mundo hoy” y operan como motores de la cobertura noticiosa internacional. Por lo tanto, dice Murrell, las decisiones de las agencias informativas internacionales -qué cubren, cómo, cuánto y desde dónde y con quiénes- impactan en la ecología mediática tanto de medios alternativos como tradicionales; locales y globales. Reportes recientes sobre el estado del periodismo en Siria -sí, el conflicto sigue ahí y es un hoyo negro para el trabajo informativo-, destacan el rol de los videos generados por usuarios, el reporteo en terreno muy restringido a ciertas regiones y acompañadas por voceros oficiales y el repliegue de equipos internacionales e, incluso, locales debido a los riesgos son fenómenos que han contribuido a que sea una zona de silencio informativo. Como dice Alexievich sobre su reporteo en Afganistán: «No quiero volver a escribir sobre la guerra… Y de pronto… Si es que se puede decir de pronto. Estamos en el séptimo año de guerra».
La guerra
«Creer en el uso de la fuerza para resolver cualquier conflicto entre seres humanos es renunciar a la razón, lo que en los tiempos que vivimos es aun peor porque significa despejarle el camino al
Por Grínor Rojo
advenimiento del apocalipsis», advierte Grínor Rojo sobre el conflicto militar entre Rusia y Ucrania.
Alguien sugirió, en algún momento, creo que fue el presidente electo Gabriel Boric, que sería bueno cambiar el lema de nuestro escudo nacional: de “por la razón o la fuerza” a “por la razón y sin la fuerza”. Yo no puedo estar más de acuerdo con dicho cambio, y apoyaré cualquier iniciativa que se proponga en este sentido. Que la razón no solo prevalezca, sino que elimine a la fuerza constituye un ideal en el más amplio sentido, un ideal que debiera formar parte de la conciencia de cualquier ciudadano medianamente educado y especialmente a estas alturas en la historia de la humanidad. Fue el de Immnanuel Kant y de otros filósofos posteriores a él. Creer en el uso de la fuerza para resolver cualquier conflicto entre seres humanos es renunciar a la razón, lo que en los tiempos que vivimos es aun peor porque significa despejarle el camino al advenimiento del apocalipsis.
Por supuesto, escribo esto a propósito del conflicto ruso-ucraniano. Ambas partes exhiben ahí sus motivos: los rusos invasores diciendo que la de ellos es una guerra de liberación, la que están librando en favor de los habitantes de las provincias prorrusas de Donetsk y Lugansk, cinco millones de personas que en 2014 votaron a favor de la independencia de sus regiones respecto del gobierno de Kiev y que han sido sometidas por eso a un hostigamiento constante. Y, además, dicen los rusos, que ellos hacen lo que hacen para impedir que la OTAN se siga expandiendo hacia el este y amenazando su seguridad. Los ucranianos invadidos alegan por su parte que ellos defienden su soberanía, su derecho a decidir el destino nacional que se más/mejor les convenga, a lo mejor/peor su derecho a ser “europeos”, si es que eso es lo que se les antoja. En el hemisferio occidental, hemos visto que el apoyo hacia el lado ucraniano es masivo (sobre todo el de Estados Unidos, el mayor interesado en correr la cerca de la OTAN hacia el este. En rigor, si Vladimir Putin busca correr la cerca hacia el oeste, los estadounidenses hace rato que están queriendo hacer lo propio, pero en su caso hacia el este) y, por lo general, con argumentos pueriles: los rusos quieren restaurar la antigua Unión Soviética, Putin quiere ser un nuevo zar, sus intenciones son poner el mundo entero de rodillas, es un megalómano sin Dios ni ley, etc. Yo no digo que el hombre sea el ángel de la guarda, ni tampoco su adversario, el presidente Zelenski, entiéndaseme bien. O que una de estas dos explicaciones sea aceptable y la otra no, y que por lo tanto el que la expone estaría llevando a cabo una “guerra justa” en tanto que la de su rival es “injusta”. Muy lejos de eso. Mi interés, en esta nota, es i) advertirle a usted que me lee acerca de la necesidad de conocer bien los argumentos que esgrime cada uno de los partidos en pugna, pero no para dar a uno por bueno y a su contrario por malo, sino para medir la inmensa relatividad de los dos; y ii) reiterar que la fuerza no sólo no es el último recurso, sino que simplemente no es o no debe ser ni el primero ni el último.
Y a propósito de la guerra justa. Este es un concepto tópico en la historia del pensamiento de Occidente, que la recorre desde la Grecia y la Roma clásicas hasta hoy. Aristóteles, Cicerón, Agustín, Tomás, Vitoria y Hegel son sólo algunos de los pensadores célebres asociados con su justificación y con la formulación de sus términos. De particular interés para nosotros, los latinoamericanos, es el uso de este concepto por parte de los conquistadores y los colonizadores. La guerra contra los “infieles” habitantes originarios de nuestro continente fue, por supuesto, para quienes los invadían, una “guerra justa”. Para Ginés de Sepúlveda, el rival del padre Bartolomé de las Casas y autor de Democrates alter, sive de iustis belli causis apud indos [Demócrates segundo o De las justas causas de la guerra contra los indios], la guerra de conquista era justa porque en ellas se enfrentaban los “cristianos civilizados” con los “bárbaros”. Por lo demás, el papa Alejandro VI, nada menos que la voz de Dios en la tierra, les había concedido a los reyes católicos, en 1493, la propiedad de las comarcas descubiertas y por descubrir en las Indias. Contaban pues los españoles con el permiso papal para ocuparlas y repartírselas. Convencidos de ello, antes de entrar en batalla y siguiendo el consejo que les diera Francisco de Vitoria en cuanto a que era preciso escuchar al enemigo, les leían a los indios un “requerimiento”. Después de eso, los masacraban.
Pero quiero volver ahora a Kant y a su defensa de la razón en cualquier circunstancia, lo que en un derroche de originalidad se halla inscrito, como dije, en uno de los hemistiquios que componen el orgulloso lema del escudo nacional chileno. Al respecto, lo que tengo que decir es que la razón no es un receptáculo de verdades “naturales”, “universales” y “eternas”, de las que se puede echar mano para sostener la pertinencia de tal o cual proposición o acción, como explícita o implícitamente lo piensan los partidarios de la guerra justa. Piensan que la razón los favorece a ellos y no a unos contrincantes que no la tienen ni la van a tener jamás, y que su guerra es justa porque eso que nos presentan como el motivo que han tenido para pelear es una verdad absoluta y sin réplica posible. Cuando eso es lo que dicen, están suponiendo que los argumentos que respaldan sus acciones son válidos en la medida en que se corresponden punto por punto con el mandato de Dios, con la propagación de la única fe, con la lealtad que el ciudadano le debe a su patria, con la defensa de la nación que se basa en la comunidad de la sangre, el territorio y la lengua compartidos, con el supremo valor de la democracia, etc. Todas esas (y otras que sería una lata agregar) son así proposiciones que trasportan “verdades infusas” de esas que nadie discute.
A los adversarios, como es obvio, se los califica como desprovistos de todo lo anterior. Para decirlo con las palabras de los padres de la Iglesia: los nuestros son los soldados del bien; los de ellos, los del mal. Derrotar a los soldados del mal es pues, para los del bien, servir a Dios de la mejor manera (o, mutatis mutandi, servir a la Patria, a la Democracia, etc.). Que la religión puede atenuar en ocasiones las brutalidades que desata la derrota de los perdedores es algo que suele ocurrir y ocurre, y Neruda supo reconocérselo al padre Las Casas, pero siempre al precio de la renuncia del derrotado a sí mismo, a sus posesiones, a sus creencias, a sus aspiraciones, y a su propia persona al verse obligado a convertirse en el otro que le impone el vencedor.
Este, exactamente, es el modo de pensar el conflicto que a mí me parece que fue siempre infeliz, pero que en el tiempo contemporáneo lo ha vuelto aún más odioso. Porque si digo que tengo la razón para pelear y lo demuestro con un argumento pretendidamente irrefutable y si mi adversario dice que es él quien tiene la razón y lo demuestra con el argumento respectivo, premunido este con análogas características de irrefutabilidad, entonces los dos argumentos son igualmente válidos o, lo que es lo mismo, ninguno lo es. Ergo: la guerra, cualquier guerra, es lógicamente estúpida porque no puede haber dos argumentos contrarios e irrefutables que sean al mismo tiempo verdaderos.
¿Cuál es la única solución que tiene este dilema? Desuniversalizar, deseternizar la razón y hacer de ella, en cambio, un instrumento flexible y útil para el diálogo. Más precisamente: hacer de una razón historizada y localizada el medio a través del cual la conversación puede ser provechosa. Y no como el espectáculo de una negociación de intereses particulares, durante la cual un señor de la guerra da esto a cambio de aquello y el otro da aquello a cambio de esto, sino como una comprensión lúcida y honesta de lo que es preferible para todos, para la especie humana en su integridad, y sobre todo en las circunstancias actuales. Habiéndonos dado cuenta de qué y cuánto de nuestras aspiraciones podemos lograr en el espacio y el tiempo en que nos tocó actuar y teniendo en consideración las aspiraciones de los otros.
De nuevo, me remito a la sabiduría de Kant. Nada de lo que hacemos acontece fuera del espacio y del tiempo. Estas dos son las categorías a priori de nuestra experiencia (de nuestra “intuición” o de nuestro “entendimiento”, hay una discusión sobre el tema, pero es lo que el filósofo dejó escrito en su Crítica de la razón pura), las que les fijan sus límites a cuanto podemos pensar, sentir y hacer. En concreto, si nunca fue la guerra una solución para nada, en la tercera década del siglo XXI, por muy justa que se la estime y aunque ella sea una de esas que están llenas con los considerandos mitigadores que recomendaba el padre Vitoria, es abominable. Hacer hoy la guerra es ilógico, es anacrónico y es tóxico. En cambio, podemos identificar y ponderar qué es lo pensable y lo factible de acuerdo con las posibilidades que el espacio geográfico (hoy un espacio global, porque ya no puede ser de otro modo) y el tiempo histórico (el de una civilización que ha llegado a adquirir la capacidad de acabar con la existencia humana y la de los demás seres vivos que habitamos en este planeta) ponen a nuestro alcance.
Es asombrosa la insensatez de los políticos contemporáneos. Siguen actuando como si estuvieran en el siglo XX o antes. Tienen a su disposición misiles intercontinentales, pero siguen calculando geopolíticamente, tratando de ganar posiciones en el ajedrez cartográfico, procurando descolocar y sorprender al otro, quien quiera que este sea. Todo eso hasta el momento en que estalla una guerra pequeña, pero que podría abrirle el camino a la gran hecatombe. Si la avanzada desde el oeste hacia el este les resulta a los del este intolerable, los del este echan mano de las armas para detenerla y viceversa. Si la Segunda Guerra Mundial dejó un saldo de setenta millones de muertos, esta Tercera, que esos políticos insensatos están cocinando, acabará convirtiéndonos a todos en una gorda columna de humo.