“Habitamos territorios tan, pero tan distintos, que nuestras experiencias de vida se diluyen en reconocer como nuestros a los que están cotidianamente a nuestro lado. Los demás siempre serán otros sospechosos, otros que en su diferencia está precisamente la sospecha y por ello, nuestra negación. ¿Qué proyecto colectivo se puede construir así? Ese es uno de nuestros primeros retos: mirarnos, reconocernos, sentirnos parte de lo mismo. No es fácil, pero tenemos la responsabilidad de iniciar el camino”, escribe en esta columna Enrique Aliste, académico especializado en geografía social y cultural.
Por Enrique Aliste | Fotografía: Felipe Poga
Dimensionar lo ocurrido este octubre de 2019 en Chile nos lleva a los cientos de textos, gráficos, mapas, discusiones, eventos, congresos, seminarios, cursos, lecturas, autores y un largo etcétera que podría llevarse varias líneas que hoy parecen escasas.
No se trata sólo de hacernos los que ya sabíamos o que era previsible lo sucedido. No es eso. Tampoco se trata de sentirse bajo la lupa atenta de quienes ven en ti a uno más de los que ahora vienen con que sabían. Pero a pesar de ello, sí podemos decir que ya sabíamos de esto, y también podemos decir que el titular de antología que publicó el diario La Tercera el domingo 20 de octubre y que decía bien grande “La crisis que nadie vio venir”, es una evidencia más del grado de encierro en que viven las elites chilenas.
No puede ser sencillo el balance siniestro de las atrocidades de las que comenzamos a enterarnos y difundir desde el mismo viernes 18, en tiempos donde la fortuna de tener redes sociales nunca fue tan valiosa. Muchas de estas atrocidades incomprensibles, especialmente pensando que nos encontramos ad portas de la tercera década del siglo XXI, han logrado saberse gracias, precisamente, a esta nueva plataforma que se transforma también en una manera efectiva e interesante de hacer y ejercer ciudadanía a través de los dispositivos móviles.
Pero entre tantas cosas, otra que ha quedado en evidencia durante esta semana es que hay una herida que no sabemos bien cómo se sana, pues si apostamos a que sólo con medidas económicas esto puede revertirse, creo que nos equivocamos profundamente. Es verdad que aquello ayudaría bastante y, en caso de acceder, sería avanzar mucho en disminuir aquellas brechas que nos hablan del mismo país donde un alto ejecutivo de la plaza puede tener un sueldo mensual de más de trescientas veces el sueldo mínimo, o más de ciento ochenta veces el sueldo promedio que gana la mayoría de los chilenos. Y que como si tanto fuera aún poco, proporcionalmente este ejecutivo paga menos impuestos que aquel que gana el mínimo o el sueldo promedio. Y se trataría, por lo demás, del mismo ejecutivo que quería recibir ahora una reintegración de los impuestos pagados, es decir, que el dinero recaudado para las arcas fiscales, esas que se supone ayudan al bien común de un país, se les devolviera a ellos.
«No se trata sólo del modo en que se accede a los bienes y servicio que hoy nos dictan las pautas del desarrollo (…). Se trata, además, del modo en que comenzaremos a reconstruir nuestra convivencia, más allá de las posiciones y el lugar en la sociedad. ¿Se puede hacer aquello si la mayor parte de la élite sigue enclaustrada en sus barrios desarrollados, del país desarrollado en donde todo habla de desarrollo?»
Entiendo que eso ya no va, pero tuvieron que morir personas, destruir varias estaciones de metro, saquear supermercados, decretar estado de excepción, sufrir detenciones ilegales, tortura, vejaciones sexuales; todo eso, por lo menos, para que “cedieran” en sus aspiraciones de lo que probablemente ellos entienden como “justo”.
El gran desafío, entonces, parece ser más bien ético. Sí, precisamente aquel tema sobre el que versan las clases que, por condena judicial, han tenido que recibir dos importantes miembros de la élite económica chilena que financiaron ilegalmente la política por años. ¡Vaya condena!
Y es que no se trata sólo del modo en que se accede a los bienes y servicio que hoy nos dictan las pautas del desarrollo, y que difícilmente van a cambiar de un modo muy rápido. Se trata, además, del modo en que comenzaremos a reconstruir nuestra convivencia, más allá de las posiciones y el lugar en la sociedad. ¿Se puede hacer aquello si la mayor parte de la élite sigue enclaustrada en sus barrios desarrollados del país desarrollado en donde todo habla de desarrollo? Mientras, al mismo tiempo, en muchísimos de los barrios que fueron el resultado de las “exitosas” políticas de vivienda durante una treintena de años, la realidad dista mucho de los códigos propios que hablan de aquella difusa y extraña idea de desarrollo. Peor aún: el desarrollo se ha articulado como aquella noción que permite movilizar el mundo basado en un imaginario.
Hubo en el Santiago de este octubre encendido una ciudad que efectivamente era el oasis al que aludía el presidente en su desafortunada y reciente alocución; un Santiago tranquilo, bien abastecido, con comercio abierto y normal, si no fuera por el toque de queda que —suponemos los que estamos lejos de allí— habrá operado como para el resto de la ciudad. Cabe hacer notar la excepción de lo ocurrido en las cercanías del metro Manquehue, donde las pacíficas muestras de las y los vecinos del entorno —no precisamente populares o identificados con el chavismo o el socialismo internacional— recibieron durísimas respuestas de parte de las fuerzas militares y policiales a tiro de fusiles y avance de tanquetas, en un hecho inédito en la memoria colectiva de Chile.
Pero, al mismo tiempo, en las antípodas de la misma ciudad, había un Santiago sitiado no sólo por la represión policial reinante en los principales ejes de la zona céntrica con epicentro en la Plaza Italia, sino también extendiéndose hacia las periferias, cuyos relatos más crudos estuvieron en las abandonadas comunas de los márgenes como Puente Alto, Maipú, Quilicura, La Florida, La Pintana, entre otras; en las que el pillaje y la barbarie se hicieron parte del mismo estado de ánimo de reclamo, pero donde la fiesta y el carnaval estaban muy lejos de sentirse. Mientras militares y policías se esmeraban en disuadir y reprimir con violencia las protestas pacíficas en las zonas centrales o más acomodadas, las periferias debían lidiar con los saqueos y el desamparo producto de un brutal abandono de la idea del orden público.
Precisamente por esto será difícil que este mapa se articule con claridad si sigue mostrando la imagen de tantos Chile que deben ser capaces de coexistir. Porque esto que sucedía en Santiago también ocurría, más o menos con la misma lógica, en Concepción, Temuco, Puerto Montt, Punta Arenas, Copiapó, Antofagasta, Valparaíso, Viña del Mar y otras ciudades. ¿Cómo se logrará entonces aquel diálogo en donde un territorio no es capaz de reflejarse, al menos mínimamente, en el Otro que se define a partir de la diferencia? ¿Qué pasa allí donde no hay un espejo capaz de reflejar que en el otro lado hay un símil a nosotros que se construye en una diferencia que no nos dice nada? Y probablemente no nos dice nada pues no conocemos, no sabemos ni comprendemos sus códigos, lenguajes ni señales propias de una diferencia tan ignorada por tantos años. ¿Qué hay en ese habitar que ha quedado marginado de las miradas de quienes deciden y de los cuáles efectivamente sabemos poco o nada que no sea, en general, cifras y datos que se centran en la idea de una evidencia que suele carecer de lectura, significado y una debida interpretación? Un “legítimo Otro” como señala Humberto Maturana o un Otro que se pierde en la infinitud, como dice Emmanuel Levinas.
«No hay ciudad posible cuando el territorio está así de fragmentado (…). La perplejidad de las élites también es eso: lo vivido no siempre calza con lo que habitamos, porque habitamos territorios tan, pero tan distintos, que nuestras experiencias de vida se diluyen en reconocer como nuestros a los que están cotidianamente a nuestro lado».
Una situación dolorosa que tiene que servir para pensar, pero para pensar en serio y de manera más desapasionada y que, por lo mismo, nos lleve al plano ético que nos exige el momento que vivimos. Sé que es difícil por estos días y todos lo sabemos; y con esto quiero ser claro: el ejemplo que quiero poner en nada justifica o quiere justificar la barbarie a la que hemos asistido estos días. Por ello aprovecho de, antes de desarrollar este punto, expresar mi más enérgico rechazo y condena a las situaciones de violencia, atropello a los derechos humanos y, más aún, me sumo de manera categórica al repudio público ante la acción policial y militar represiva, respaldando todas las acciones que apunten al debido castigo y a que esto no quede, una vez más, cubierto con el manto de la impunidad; pero quiero especialmente llamar a que, a diferencia de lo ocurrido en dictadura, esta vez SÍ veamos y no dejemos de tener presente en todo momento que la responsabilidad fundamental es de los civiles que no sólo lo han permitido, sino que son los que han llamado a que esto ocurra.
Pues bien, el ejemplo en torno al que quiero que reflexionemos es el siguiente: metro estación Salvador. En las afueras, resguardo militar. Los militares que la custodian son jóvenes que difícilmente alcanzan los 30 años. O tal vez los alcanzan apenas. Los muchachos bajo aquel uniforme no son de la élite; muy probablemente, tanto ellos como sus familias, son parte de los que reclaman con más fuerza ante esta crisis, pues a todas luces vienen de los estratos populares. Todos sabemos que en Chile eso salta a primera vista (en Chile se usa con frecuencia la expresión tener cara de o bien, dependiendo de lo que se hable o donde se esté, NO tener cara de). Pero el trabajo de estos muchachos consiste básicamente en cumplir órdenes. Sus superiores, que han recibido órdenes de civiles que están a cargo de la seguridad pública, los han sacado a la calle y les han encargado el resguardo de una estación de metro. De noche deben cumplir la orden de impedir el libre tránsito de las personas, porque hay un estado de excepción que ellos no han decretado, pues han sido, nuevamente, órdenes de los civiles a cargo. Pero durante el día, por la calle, muchos de los que pasan y se manifiestan —probablemente varios de ellos hijos de las élites medias, quizás estudiantes universitarios, quizás estudiantes conscientes y comprometidos que luchan genuinamente por un Chile más justo y en paz—, les gritan insistente y majaderamente: asesinos, ladrones, vendidos, traidores. Uno de los gritos que también se repite en más de una ocasión es “no te alcanzó más que para ser milico”. ¿Cómo leer esta escena que se repite con el paso de las horas y los días? ¿Qué germen alimenta esta escena que insistentemente vemos mientras hay militares en la calle por orden de la autoridad civil?
Para mí, aunque quizás sea poco popular decirlo, la escena me resulta espantosa. Es más, creo que ES espantosa. Lo es en el sentido más profundo de lo que está en juego y de lo que no hemos logrado ver y que aquí tenemos el deber de analizar en profundidad: ¿a quién le hacemos el juego con este ritual? ¿Cuántas contradicciones nos deja esta escena? ¿Qué esconde cuando emerge desde lo más profundo de nuestras convicciones y sentimientos?
Jóvenes pobres de los barrios bajos, que visten uniforme militar probablemente porque en su mundo es una efectiva (a veces única) alternativa laboral, deben venir a proteger los barrios de las élites que los desprecian. Mientras tanto, en sus barrios, impera la ley del más fuerte al desamparo absoluto del Estado y del gobierno a cargo. ¿Cómo interpretamos esta escena? Como ella hay muchas más: las de las asesoras del hogar, los trabajadores de la construcción, los conserjes de edificios, las y los vendedores en ciertas tiendas de mall, etc. Cada una y cada uno de ellos, cotidianamente, debe cruzar la ciudad de extremo a extremo, madrugando como le gusta al ahora exministro de Economía, Juan Andrés Fontaine, dejando así la vida en la calle y compartiendo el mundo entre universos tan disímiles como los que se fraguan bajo el sol implacable de un Santiago que es capaz de contener tantas ciudades como situaciones existen en él. Estudiantes, profesoras y profesores, técnicas y técnicos, entre tantas y tantos otros, repiten la escena, a la que se suman las y los miles de trabajadores a honorarios (el nuevo “boletariado”), las y los trabajadores por cuenta propia y tantos otros que visten el uniforme de la precarización laboral, que también son parte del mismo ramillete de situaciones que al modelo chileno le encanta adornar con el concepto del emprendimiento.
«La Asamblea Constituyente debe ser el camino en donde las diferencias se puedan hacer visibles a partir de la debida comprensión de que es esa diferencia la que nos hace ser lo que somos. Luego de lo vivido, tenemos todo el derecho de sentir que lo que iniciamos es el primer paso de un largo viaje. Un viaje largo y agotador, pero que promete una vida mejor».
Por lo pronto, la mía es apenas sólo una primera lectura: no hay ciudad posible cuando el territorio está así de fragmentado. La fractura de la sociedad se acompaña de un espacio que se ha cercenado para que lo que vivamos sea casi una reacción natural. La perplejidad de las élites también es eso: lo vivido no siempre calza con lo que habitamos, porque habitamos territorios tan, pero tan distintos, que nuestras experiencias de vida se diluyen en reconocer como nuestros a los que están cotidianamente a nuestro lado. Los demás siempre serán otros sospechosos, otros que en su diferencia está precisamente la sospecha y por ello, nuestra negación. ¿Qué proyecto colectivo se puede construir así? Aquí tenemos entonces, uno de los primeros desafíos: mirarnos, reconocernos, sentirnos parte de lo mismo. No es fácil, pero tenemos la responsabilidad de iniciar el camino.
En mi concepto, la Asamblea Constituyente es y debe ser el camino en donde las diferencias se puedan hacer visibles a partir de la debida comprensión de que es esa diferencia la que nos hace ser lo que somos. Y luego de lo vivido estas semanas recién pasadas, tenemos todo el derecho y la esperanza de sentir que lo que iniciamos es el primer paso de un largo viaje. Un viaje que es largo y agotador, pero que promete una vida mejor. En nosotros está el deber de no desaprovechar la oportunidad.