Por Roberto Doveris
La imagen actual del cine chileno, tanto para la prensa como para la misma industria, es la de una agitación inusitada y novedosa, que incluye un considerable aumento de la producción local con un crecimiento del 400% los últimos diez años, un reconocimiento internacional completamente inédito, que le ha hecho merecedor de premios en festivales de clase A, y de una presencia sostenida en las principales selecciones cinematográficas del mundo, incluyendo Cannes, Berlín, Venecia, Sundance, San Sebastián, Locarno y otros certámenes de prestigio en el mercado internacional.
Por ahora, éste es el escenario fácil de capturar, el del éxito. Para ello, no sólo han tenido que pasar procesos de transformación profundos, como el cambio de paradigma tecnológico en la producción cinematográfica a comienzos de la década del 2000, sino que también la emergencia de toda una generación de realizadores egresados de escuelas de cine, albergadas en universidades e institutos técnicos, que permitieron ir profesionalizando un sector productivo que se diversificaba cada vez más a medida que crecía.
Las tecnologías digitales significaron un abaratamiento de los costos de forma significativa, permitiendo prescindir de los procesos fotoquímicos de alta complejidad y de los protocolos del material sensible que ralentizaban los rodajes, al mismo tiempo que el aumento de la masa crítica de técnicos y artistas del cine generó un interés por la realización de éste, ya sea como vocación alternativa a los trabajos audiovisuales más tradicionales, como la televisión y la publicidad, o como actividad principal en el caso de las empresas productoras independientes que se formaron durante los últimos 15 años, compañías que comenzarían a demandar del Estado cada vez más incentivos y apoyo en la financiación del cine local.
La explicación material, sin embargo, no es suficiente para explicar lo que está sucediendo con el cine chileno actual. ¿Fueron estas innovaciones tecnológicas lo que cambió el paradigma de la producción local? La respuesta es sí y no. Sí, porque sin esos cambios la posibilidad de que producciones independientes pudieran ver la luz y encontrar un circuito de exhibición hubiesen sido nulas. Y no, porque las rutas heterogéneas que ha recorrido la producción nacional tras este cambio tecnológico han sido impredecibles y, de alguna manera, la razón de su éxito.
La calidad que conquistó al público
Me atrevería a señalar que realmente lo que ha permitido visibilizar al cine chileno en el horizonte internacional, y lo que le ha permitido existir y ser significativo también en el horizonte local, es su calidad artística. Las gestiones de una agencia como CinemaChile, iniciativa privada de los productores de cine orientada a promocionar el cine chileno en el mundo, en coordinación con ProChile, no tendrían sentido si no existiera un algo que promover.
Gracias al trabajo de investigadores como Carolina Urrutia, que publicó Un cine centrífugo (Editorial Cuarto Propio, 2013), podemos identificar ciertas categorías para describir la heterogeneidad del cine chileno actual a partir de sus decisiones estéticas, basándose en teóricos como Gilles Deleuze o Jacques Rancière, el primero a partir de sus estudios sobre cine moderno y el segundo como punto de partida para entender una relación entre estética y política que estuviese alojada por fuera de la narración y el discurso logocéntrico o, dicho en otras palabras, una posibilidad de ligar cine y política que no pase por el “mensaje”.
Siguiendo al trasandino Gonzalo Aguilar y su reflexión sobre el nuevo cine argentino, y su relación con el cine de los ‘80 y ‘90, podemos extrapolar su análisis al caso chileno y observar que lo primero que podemos decir del cine contemporáneo local es lo que no es. Y lo que no es, es ese cine noventero, discursivo, narrativamente convencional, de grandes producciones que contaban grandes historias, un cine con tintes políticos, un cine que comentaba la realidad a través de guiños, de mundos retratados, un cine que apelaba a un sentido de identidad, con personajes tan conscientes de la realidad que incluso el director podía hablar a través de ellos y entregarnos un punto de vista sobre el mundo, sobre el statu quo de las cosas.
Una de las máximas de este cine de los ‘90 es contar una buena historia, mantener un relato trepidante y al mismo tiempo ofrecer un punto de vista, un mensaje, a través de la identificación del espectador con la historia o con los personajes: el cineasta asume un compromiso social con la historia, pero no critica la estructura aristotélica ni los códigos de verosimilitud imperantes en la industria. Estas constantes del cine chileno de transición también están relacionadas con la producción: la magnitud de las películas chilenas de los ‘90 obligaba a realizar filmes que pudieran conectar con el público, con actores conocidos y apelando a géneros populares, como la acción (pistolas, asaltos, delincuencia, violencia) o el erotismo, no entendido como un lugar de subversión, sino como punto de entrada o gancho comercial para una historia.
Cine chileno hoy: un filtro para mirar el pasado y pensar el futuro
El cine chileno actual se desapega de estas lógicas, y curiosamente es en ese minuto cuando se comienzan a rescatar a autores independientes, que se mantuvieron al margen del código hegemónico: Cristián Sánchez, Juan Vicente Araya, Raúl Ruiz; o generando lecturas más poéticas de autores mainstream como Gonzalo Justiniano o Ricardo Larraín.
En un proceso muy derridiano, nos comenzó a interesar todo lo que estaba al margen de esa producción hegemónica. El nuevo cine chileno ha logrado consolidarse como un lugar y una forma de pensar. A pesar de ser escurridizo a la clasificación, se presenta hoy como un filtro para pensar el pasado y el futuro del cine chileno.
Al desapegarse de esas exigencias, y en clave ruiziana, podríamos decir que el cine chileno actual se resiste a las lógicas del conflicto central y, al hacerlo, abre la narración a una multiplicidad que siempre se resiste a una lectura hegemónica unidireccional. Por lo mismo, hablar de los “temas” del nuevo cine chileno es banal e inútil, porque precisamente eso interesa menos que la manera en que cada autor se aproxima a la narración, y las perspectivas que ofrece cada película a nivel de experiencia cinemática.
Si tuviésemos que atender la relación entre historia y relato, claramente diríamos que el cine chileno actual está del lado del relato, del modo en que una historia toma forma a través de las imágenes. Autor e historia, que antes eran completamente centrales para vehiculizar ideas y puntos de vista, hoy son sólo un producto del relato mismo, no preceden a la experiencia cinemática, sino que se derivan de ella, como señala Roland Barthes en El grado cero de la escritura (Editorial Siglo XXI, 2011). Derivación en la que el espectador tiene una posición privilegiada y al mismo tiempo, difícil: no existe un sistema hermenéutico que permita decodificar el filme hacia una dirección determinada, sino más bien una confluencia de voces, o como diría Mikhail Bakhtin, una convivencia de lenguas.
Desde una perspectiva más bien propia, diría que es la consumación de una estética neobarroca en que la multiplicidad toma protagonismo y se vuelve el objeto del filme, lo que explica la dificultad de responder a la pregunta ¿cómo es el cine chileno? ¿De qué temas habla el cine chileno? O incluso, ya no en términos generales, sino en particular ¿de qué se trata esa película? ¿Qué me quiere decir el autor? etcétera.
Esta multiplicidad también explica la incomodidad o la distancia con la que se ha mantenido el público local respecto a las películas chilenas. Si bien en el extranjero son aplaudidas, tanto por los espectadores como por la crítica, se trata de un espacio cinéfilo por excelencia. Es un mercado donde las películas “del mundo” son acogidas y consumidas, con espacios de circulación establecidos, aun cuando esté en permanente dinamismo. Existe un mercado internacional para el “cine de autor”, una industria con productores, agentes de venta, distribuidores y exhibidores que conocen el rubro y saben cómo llegar a esa audiencia. Desde esta perspectiva, la dificultad para exhibir una película chilena en el mercado nacional es la misma que enfrenta una película rumana en Rumania, una película iraní en Irán y una película tailandesa en Tailandia.
Respondiendo a la pregunta inicial que motiva el texto, esta multiplicidad estructural del nuevo cine chileno abre nuevos tópicos y nuevas perspectivas que no podrían haber tenido lugar en las películas del período de transición. La ciudad se impone como algo completamente nuevo y desconocido en películas como Play (Alicia Scherson, 2005) o Mami te amo (Elisa Eliash, 2008), dos cintas dirigidas por realizadoras mujeres, algo que también viene a irrumpir de manera novedosa en una industria principalmente dominada por el género masculino. Al mismo tiempo, el paisaje natural vuelve a reaparecer con una fuerza completamente inconmensurable con respecto a la historia y al relato, dejando de poseer una funcionalidad o “significado”, lo que se puede ver claramente en Verano (José Luis Torres Leiva, 2011) o Manuel de Ribera (Cristopher Murray y Pablo Carrera, 2009). La tecnología permite nuevos modos de producción, como el de La sagrada familia (Sebastián Lelio, 2006) o Te creí la más linda, pero erí la más puta (José Manuel Sandoval, 2009), películas que permiten el ingreso de la improvisación, dándole rienda suelta al trabajo actoral y a la cámara. Casi a la inversa, la libertad con respecto al conflicto central también puede leerse desde la vereda opuesta, la de la estilización controlada de Cristián Jiménez en Ilusiones ópticas (2009) y Bonsái (2011) o La vida me mata (Sebastián Silva, 2007), que además proponen un humor visual y narrativo inédito en el panorama local hasta ese minuto.
La segunda generación de cineastas de este periodo, en la cual me incluyo, ha seguido por estos senderos y, en varios casos, ha abierto nuevas vías que comulgan con la multiplicidad, concepto que hemos intentado instalar en este breve artículo y que creo que puede ser útil a la hora de aproximarse a estas películas. Por ejemplo, la innegable filiación de mi película Las Plantas (2016) con las tres cintas de Alicia Scherson, sobre todo con El futuro (2013), demuestra que las cintas actuales pueden leerse “en clave de”, algo impensable diez años atrás.
De alguna manera, y a pesar de la heterogeneidad y diversidad apabullante del nuevo cine chileno, se sedimenta una percepción de corpus, y no sólo desde la academia, sino que también desde la prensa, la crítica y el público. Entender este cuerpo, sin centro de gravedad y sin programa estructural, es quizás lo más excitante de nuestro sector hoy por hoy.