En Los días que no escribí, Isabel Gómez «constata la crisis de las utopías, pero al mismo tiempo reconstruye esas utopías hechas añicos por el neoliberalismo patriarcal”, escribe la crítica Patricia Espinosa.
Por Patricia Espinosa H.
En Los días que no escribí (Cuatro Propio, 2020), octavo libro de Isabel Gómez, la poeta elabora un implacable despliegue de memoria para construir el itinerario de una derrota colectiva que transita entre la esperanza y la desesperanza. El fracaso es parte de una historia individual y colectiva de toda una generación, que la escritura asume como un deber compartir. El reconocimiento de los yerros permite volver a tener esperanza; así, la voz lírica señala desde el ahora: “caminamos hacia el horizonte de una nueva memoria. / Ahora/ una extraña lengua se apodera de nuestro himno/ hasta que la fuerza de las piedras/ vuelvan a ser mar” (40). El resurgimiento de la utopía implica tener esperanza en el futuro donde surgirá una nueva memoria. El cierre de estos versos, “hasta que la fuerza de las piedras/ vuelva a ser mar”, no me deja indiferente. Es más, me lleva a vincular el renacer de la utopía con nuestra revuelta social, donde las piedras son el arma del subalterno, la herramienta direccionada hacia un destino de libertad.
Mujer, memoria, posmodernismo, colonialismo, marginación y utopías son los ejes de una escritura que nos orienta al origen de la derrota. “Arrastramos la estirpe de rostros traicionados/ mujeres que se ocultan adentro de los días/ y cruzan largas horas en el mito de mirarse” (41). La colectividad habita esta escritura que surge desde las traiciones a las que ha sido sometida, produciendo una acción ensimismada. Ese volcarse hacia adentro conduce al final del poeta: “los pueblos siempre estuvieron allí/ sin que yo lo supiera” (41). Este verso final revela una conciencia autocrítica enorme. La hablante no vacila en afirmar su desconocimiento, en aquel entonces, de la historia o, en específico, de los pueblos, les marginades. “Sin que yo lo supiera”, señala golpeando, y fuerte. La sujeta se encarga de autodenunciar su ¿responsabilidad? La posmodernidad privatizó el yo, y por lo mismo, esta escritura denuncia la subjetivación individualista, derivada además del capitalismo avanzado. La violencia de la posmodernidad capitalista es parte del trayecto de vida del cuerpo femenino.
Gómez elabora una poesía y una voz generizada cuya identidad es porosa: “Apartamos la sangre de la memoria/ ungidas por volver a construir la geología de la historia” (14). “Ungidas”, señala el verso, es decir, signadas por la santidad, en pos de elaborar la historia. El significante mujer está unido acá al significante cuerpo, es imposible disociarlos. Así la hablante dice: “apenas un puñado de memoria rescato de estas manos/ aquella que oculté en mi forma vagabunda de caminar/ despacio y pausado” (32). La sujeta recupera el pasado de manera fragmentaria y remarca haberlo ocultado en su cuerpo, en la materialidad de una forma “vagabunda”.
Hélene Cixous nos habla de una escritura corporizada, desde y con el cuerpo, y desde la diferencia femenina. El cuerpo es así concebido como aquello marginado, silenciado desde el patriarcado. A pesar de ello, la sujeta desobedece y su cuerpo deviene en lenguaje. De acuerdo a Luisa Posada, siguiendo a Cixous, “se trata de un cuerpo desmembrado, como desmembrado está el texto a partir de la postmoderna asunción de la diferencia: de nuevo la revalorización de la mujer como cuerpo, orientada esta vez por la escritura que le sirve de salida del discurso de la razón masculina dominante, del discurso falogocéntrico”, apunta en el artículo “Las mujeres son cuerpo: reflexiones feministas” (2015). Pues bien, la escritura de Gómez establece una constante interacción con la corporalidad de mujer. Su escritura es, por tanto, generizada, desmembrada, no orgánica, quiero decir, distanciada del formato impuesto por la lógica patriarcal. La escritura corporizada, además, se encuentra emplazada en la memoria de una marginada tercermundista.
Isabel Gómez explora con seguridad esta voz de mujer que es también la voz de una colectividad de mujeres. Sobre estas nos dice: “Elegimos ser plebeyas/ en los reinos donde el capital/ desplegó su imagen iracunda/ sobre mi cuerpo mestizo” (29). Resulta relevante la autodeterminación de la sujeta, ubicada en el plano de lo menor dentro del reino del capital iracundo sobre su cuerpo mestizo. La mestiza y vagabunda es también una inmigranta (30), así, en femenino, lo inscribe la poeta, cuyo cuerpo: “espera un texto que aún no ha escrito” (46), así como también: “Cargo una historia en la piel” (53). El cuerpo generizado carga y reclama una escritura: “Se escriben las cosas que nunca dijimos/ las siluetas disidentes del cuerpo/ Se escriben los viajes donde los obreros de mis plumas/ cabalgaban en otros libros/ Se escribe la paz que un día retornó a nosotras/ y guardamos en cofres porque nadie fue a nuestra cita con la libertad/ Se escriben los barrios cuando ya no tengamos palabras para despedirlos/ y dejemos que los caminos se descolonicen/ como patrias mustias refundando su hogar” (50).
Me parece relevante en esta escritura la constatación de un pasado donde se fracasó: “La tierra que labramos en secreto/ jamás nos hizo libres” (11) y “no supimos cómo huir” (ibid.). Imposible no vincular estos versos con la resistencia a la dictadura y la utopía de libertad. Leo acá una asombrosa capacidad para exponer la experiencia del inxilio y el exilio de nuestra historia a partir de los Selk´nam, cultura que opera como un símbolo de resistencia que se opone al exterminio ejecutado por el colonizador. El sujeto hegemónico hizo desparecer a los Selk´nam despojándolos de cuerpo y voz. De igual forma el patriarcado se apodera del cuerpo de las mujeres y les impide emitir una voz disidente. La voz lírica de este volumen construye un lugar de habla, poniendo en evidencia la política del colonizador y negándose con ello a la exclusión. El poema, de tal manera, se transforma en un lugar propio, pero también de otras, excluyendo así cualquier eco de propiedad privada.
La voz poética de este volumen asevera vivir en un eterno retorno, un tiempo donde la violencia y la condición de sometidos a la esperanza y la utopía se reitera. “Nadie fue a nuestra cita con la libertad”, nos dice la inmigranta, constatando el fracaso de las utopías del pasado. Su deseo más íntimo es desautorizar lo volátil de los tiempos mediante la inscripción de una memoria viva, rabiosa, capaz de sobrevivir y reinventarse a través de la palabra, donde la memoria permite que emerja una acción colectiva ligada a lo femenino.
Asimismo, la hablante-inmigranta agrega: “Hoy retornamos al mismo lugar/ que nos vio partir tantas veces/ allí donde fuimos guerreras de una batalla/ que nunca terminó/ y que nunca aprendimos a olvidar” (17). Nuevamente, la inflexión en femenino: guerreras, dice la poeta, extirpando así la asignación de pasividad impuesta desde lo patriarcal. Gómez, insisto, convoca a una colectividad de mujeres luchadoras; sin embargo, nos remite a un proceso individual. La hablante ha transitado por el tiempo y modulado lo real desde dos lugares: el público y el privado; ambos enlazados con las utopías. Esto implica que el deseo de futuro, los ideales, quedarán en pie, sustentando la voz poética, pese a los múltiples fracasos.
Cuando comencé a leer este poemario, tuve la certeza de encontrarme ante una escritura de la derrota, del desencanto; pero mientras más avanzaba advertí que estaba en un error. Isabel Gómez ha escrito un libro donde, por supuesto, constata la crisis de las utopías, pero al mismo tiempo reconstruye esas utopías hechas añicos por el neoliberalismo patriarcal. Además, y esto me parece fundamental, su poesía pone en escena el dominio colonial, las migraciones, la crisis de los subalternos y, por sobre todo, propone un habla y un cuerpo como unidad generizada. Se trata, a fin de cuentas, de una escritura de mujer, que se configura al interior de un proceso emancipatorio, adherido a la memoria, sin olvidar el presente, y con ello enfrentarnos a la crisis de autoridad por la que transitamos. De-constituir el pasado y el presente es parte del legado que nos deja esta escritura poseedora de un compromiso político, términos considerados hasta hace tan poco como añosos. Isabel Gómez nos demuestra con extremo rigor y una potencia rabiosa, resentida, en el mejor de los términos, una escritura sin complicidades con las hegemonías de turno.
Los días que no escribí
Isabel Gómez
Cuarto Propio, 2020
66 páginas