El día en que Patricia Rivadeneira apareció en 1992 crucificada y desnuda en el Museo de Bellas Artes, cubierta apenas por una bandera chilena, los medios se llenaron de adjetivos como “grotesco” y “repudiable”. Hoy, el creador de Por la cruz y la bandera (1992), hito cultural de la transición, es una figura ineludible de la performance chilena, como lo recuerda el documental Vicente Ruiz: A tiempo real (2022), actualmente en cartelera. En esta entrevista, Ruiz —crítico de su generación y su “elección del mundo neoliberal”— repasa su trayectoria y el impacto de su obra en el Chile de las últimas décadas.
por Iván Pinto
Sería falso decir que Vicente Ruiz está de vuelta, ya que es alguien que siempre se ha mantenido actualizado y trabajando en el punto de encuentro entre la performance, la danza y el teatro, solo por mencionar algunas aristas de un trabajo incesante. Ruiz, para muchos, significa un tránsito entre dos décadas —del ochenta y del noventa— y, en especial, encarna la relación con escenas contraculturales vivas y provocadoras, en tiempos en que la sociedad buscó formas alternativas de canalización. Vicente Ruiz estuvo allí para abrir nuevos espacios y formas de concebir la relación entre una obra viva y la interacción con el público, apuntando a romper las barreras institucionales y disciplinares. Se trató, sin duda, y antes del estallido de 2019, del momento más público de la performance como acto artístico y político. Todo esto se aborda en el documental Vicente Ruiz: A tiempo real, de Matías Cardone y Julio Jorquera, retrato construido a partir del archivo de la época donde Ruiz se desdobla en un narrador entregado a su memoria. A propósito de este documental, nos juntamos a conversar para conocer más sobre sus ideas y punto de vista sobre su propio trabajo e itinerario.
El documental Vicente Ruiz: A tiempo real se centra en el desarrollo de tus trabajos de performance durante la década del ochenta. ¿Qué lugar crees que tuvo la performance como movimiento o como género en este período? ¿Cuál fue para ti su lugar cultural?
—Para mí fue la constatación de que algo estaba ocurriendo en las bases. Las primeras performances que se hicieron en Chile estaban un poco guardadas. Cuando yo empecé con las performances, esto se hizo público, aparecía en los diarios. El lenguaje empezó a acercarse a lo que la gente estaba trayendo como generación.
Por otro lado, está el tema de la aparición del cuerpo. Teníamos un cuerpo desaparecido que aparece, y aparece con una nueva generación. Aparece desnudo, y es como si naciera de nuevo. Esto tuvo gran impacto, y de todas maneras fue algo que se fue masificando, cada vez iba más gente a verlo.
Por último, está el lenguaje que se creó. Y la cumbre de eso fue en el (año) 92 con la performance del Museo de Bellas Artes, Por la cruz y la bandera. Ahí fue nacional.
En estas acciones está presente la idea del evento único, presencial. Por lo cual tiene que ver también con la posibilidad de reunión en un período que estaba prohibido reunirse.
—Sí, sí. Primero que nada, es la rebelión, el acto contracultural de reunirse, porque estaba totalmente prohibido. No podía haber cierta cantidad de personas, todo estaba controlado, tenías que pedir permiso a Carabineros, dejar constancia, qué ibas hacer, si ibas a cobrar entradas. Entonces se establece el evento, pero también la idea de hacer el llamado a lo efímero. Tenía que ver con aprovechar la vida, con ir a vivir. Y eso fue lo que terminó el encierro. En el fondo, la gente decidió que el encierro de diez años había terminado. La gente salió a la calle a encontrarse. Y también me pasó a mí. Fui y me empecé a encontrar con la gente en los bares, a enamorarme, a hacer cosas en conjunto. Y en cierto minuto, cuando llegó la transición, fue el principio del fin, porque vino la industrialización del proceso. Los artistas, que eran efímeros, presenciales, espontáneos, se volvieron industria.
Has definido la performance como una ficción real.
—La performance no es una realidad, es un tiempo real, pero el tiempo real es un tiempo artístico que se arma, se nutre, se construye a partir de realidades. Artaud dice que la realidad se consume a sí misma y no es arte. En ese sentido, yo lo tenía claro desde el principio: me interesaba que la obra de arte se constituyera, tomara forma y trascendiera en términos de dar existencia.
Comentabas en otra entrevista que se iba a hacer una exposición para recuperar el tema del espacio cultural entre el Trolley —ícono de la resistencia en dictadura, ubicado en la calle San Martín 841, en Santiago— y Matucana. ¿Qué rol cumplieron esos lugares?
—Hay varias cosas. La primera tiene que ver con el regreso de los exiliados, porque las dos iniciativas están vinculadas a (Ramón) Griffero, Pablo Lavín y Jordi Lloret, que retornaron de Barcelona, Bélgica y Londres. Eso es lo primero. Hay una nueva mentalidad naciendo, y esos lugares acogieron esto. Luego, los espacios también fueron recogiendo las nuevas ideas. No quiero usar la palabra “vanguardia”, porque refieren a algo antiguo. Pero sí recogen una nueva expresión que estaba ocurriendo. Entonces, en ese sentido, fueron una verdadera avanzada. Ahí ocurrió una gran transformación epocal, del arte y de la sociedad.
Me gustaría ir revisando algunos hitos de tu trayectoria. Marqué algunas obras, como Hipólito, de 1984, que es tu primera performance y que generó mucho impacto. ¿Cómo podríamos reconstruir el proceso de Hipólito?
—Hipólito es una tragedia griega que la monté tal cual, desde mi punto de vista. Es la tragedia de un joven que tiene una madrastra que lo acosa, y él quiere estar solo con sus amigos hombres. La historia está atravesada por los valores griegos masculinos, porque la mujer estaba muy desechada en el mundo griego. Le doy forma a la tragedia, pero no la traduzco, porque en el fondo me interesa mucho que las personas que colaboran conmigo puedan traducir sus propias mitologías.
Otro hito importante es Medea, melodrama pop (1986), que causó un impacto enorme y que sigue muy presente por varias razones, entre ellas, porque está la performance, la música pop, el rock, el punk, la idea de espectáculo. ¿Cómo podríamos reconstruirlo?
—Básicamente, yo invierto Medea y lo veo desde Jasón. En mi lectura, ella es una maga, sabe hacer brujerías y amadrina a este joven proyecto de político. Ella va matando y entonces tienen que huir. Llegan a otro lugar y Jasón debe elegir entre la mujer joven, la hija del Rey; y la mujer de más edad, la maga, con la que tiene dos hijos y que lo lleva por los caminos de la locura y la pasión. Él decide ese otro mundo del poder. En Medea, están Carlos Cabezas, los Pinochet Boys, Javiera Parra, María José Levin. Llegaron todos y fue una gran explosión. El lenguaje era muy seductor y la calidad artística de los que participaron era inmejorable. Simultáneamente, en el año 85 ya estaba la constitución del 80. Vino el cambio de la Universidad de Chile, que se reacomoda y empieza el tema de la educación privada. Entonces en Medea está la elección que hace la sociedad por un mundo neoliberal, o por el mundo de la magia (en el caso de Jasón). La gente, mi propia generación, elige el mundo neoliberal. Esa es la gran acusación que le hago a mi generación. Y cuando se hizo esa elección, vino la industria, la transición, la cocaína, el narcotráfico declarado. Ahí yo me retiré, me fui. El 86, después de Mishima, me fui a Buenos Aires y luego a Alemania.
Hablemos de los noventa y los hitos de Antígona (1991) y Por la cruz y la bandera (1992), donde hay otro momento en tu trabajo, que tiene que ver con una transición incompleta. Hay una vocación más política, provocativa con los signos republicanos. ¿Qué te ocurre en esta vuelta? Me refiero a las performances políticas.
—La performance del museo (Por la cruz y la bandera) es una performance en sí retroactiva, en el sentido que analiza la actitud de la tortura, del ser torturado en la cruz. Es un llamado a bajarse de la cruz, y que el pueblo, que la mujer, que Chile se baje de la cruz y haga algo, un cambio, sin dejar de ver lo que fue. Desnudémonos para ver lo que ha pasado. Para mí, esa performance marca el fin de los ochenta y el inicio de los noventa; marca una nueva generación, la de los niños de 12, 14 años que nos abrazaban. Y en ese sentido, fue radical y epocal, es decir, marcó esta división. El Estado quiso apagar esta acción, había una orden de allanamiento y hubo hartas cosas en contra nuestra. Pasamos después a los años 94, 95, 98; ahí hicimos cuatro performances con Patricia Rivadeneira, que eran para derogar el decreto de la detención por sospecha y eliminar los decretos de censura, porque hasta ese minuto se podía prohibir una película o un libro. Lo hicimos, recurrimos a políticos, artistas, y se derogó todo. En una de esas performances, la Patricia daba un discurso sobre valores ecológicos y tenía un vestido con 40 globos azul, blanco y rojo; cortaba el cordón y quedaba desnuda. ¿De qué se trataba? De generar mucha atención en la prensa, y eso fue lo que ocurrió.
Te quiero preguntar por el estallido y las performances. ¿Crees que ese lenguaje performático tuyo de algún modo se fue transmitiendo, quedando?
—O sea, digamos que la estética religiosa de los símbolos patrios marcó la performance hasta el presente. Pero siento que esta nueva generación no tiene conocimiento de nosotros, quizás hay algo cariñoso, afectivo, pero como no hay estudios nadie les enseñó esas performances, no están decodificadas. Sin embargo, creo que sí existe una idea de que la performance quede como acto, como un instrumento artístico, cultural, social. Estas nuevas generaciones toman la performance como propia, como les nace, y estos tres grupos que hoy existen son muy diferentes: Cheril Linett, Las Tesis y Delight Lab. Me parece maravilloso lo que hacen, pero como lenguaje son completamente distintos. Cheril Linett habla de la mujer y sí toma la afectación de lo religioso, pero en estas nuevas generaciones no existe lo religioso, porque el catolicismo fue abandonado hace mucho rato. En ese sentido, no nos deben, y sin embargo, estamos hermanados con el lenguaje.