Universidades: por qué se evita una mirada global

La idea de que el financiamiento universitario debe ser visto como la suma de infinitesimales aportes otorgados a cada individuo para que cada uno mejor resuelva, representa llevar a un extremo inevitablemente absurdo, más que el individualismo, la negación a ver el conjunto. Y es curioso que nadie quiera exponer la obvia relación entre este hablar de las partes tan desvinculadas como sea imaginable y nunca del todo, con un país que tiene tantas dificultades para entenderse, conversar, cohesionarse.

Más curioso resulta que el simple hecho de ver el conjunto como tal pueda resultar muy incómodo. La Contraloría General de la República, consciente de que la incomodidad es un derivado inevitable de sus acciones, ha sido quizás la única institución que ha hecho preguntas tan simples como: ¿cuánto se gasta en total en nuestro país en Educación Superior? ¿Cuánto es gasto público y cuánto gasto privado? ¿Cómo se distribuyen entre los grandes sectores de la Educación Superior tanto el gasto como el alumnado? ¿Cómo ha evolucionado esa distribución en las últimas décadas?

Porque recién entonces, con esas cifras es que se hace evidente lo que nadie quiere que se ponga en el tapete: cuánto recibe una universidad estatal regional comparada con los ingresos de un gran consorcio privado. Y queda demasiado claro que una fracción ínfima de lo que ésta recibe cambiaría la vida de la primera, lo cual lleva a una pregunta de una incomodidad aún mayor: por qué no se quiere que revivan las universidades públicas.

Es también muy curioso que siendo enormes las cantidades de recursos públicos que llegan a las universidades privadas, nadie se preocupe de ver cómo se gastan, ni mucho menos con qué garantía de buen destino se solicitan para ser asignados. Notable y aplaudible, al respecto, la decisión del Contralor de fiscalizar por fin esos recursos. Tan notable como la de flexibilizar el control de las actividades académicas con criterios acordes a sus especificidades.

Es difícil imaginar que una distribución de recursos estatales en cualquier otro rubro pudiera hacerse con tal desaprensión. Qué pensaríamos si cualquier producto que el Estado comprare, digamos cuadernos, delantales o lo que fuere, lo hiciera sin importarle la calidad de lo que está comprando, ni si hay proveedores consolidados que den mejores garantías. Me apresuro a decir que ésta es una analogía limitadísima, si se piensa en todas la implicancias para el desarrollo humano, económico, científico y cultural que conlleva la inversión en instituciones de Educación Superior.

Invertir en el sistema universitario público obliga al Estado a asumir una responsabilidad que ha insistido en tercerizar. No es un problema presupuestario, más bien tiene que ver con asumir su misión, compartida con las universidades, de preocuparse del conjunto de la población y de un proyecto de desarrollo del país.

Esperamos que el apoyo, después de tantos, tantos años que recibe hoy el Hospital Clínico de la Universidad de Chile sea el inicio de un cambio de paradigma de mayores alcances, que vaya más allá de empezar a reparar una situación que se hace insostenible. A saber, que una Universidad tenga que financiar con sus propios medios, que en Chile significa en una medida importante de sus estudiantes, la formación de especialistas. Esos especialistas harán posible la atención médica tanto en el sector público como en el privado. Es increíble que en Chile se niegue lo que es obvio en cualquier otro país: el financiamiento del sector público de Educación Superior es indispensable para el progreso no sólo de sí mismo, algo de suyo relevante, sino tanto del mundo público como del mundo privado a nivel de la nación entera. Nuestro hospital universitario y la salud de Chile son un muy buen ejemplo.

Hospital Clínico José Joaquín Aguirre: El «hospital escuela» de Chile

20 mil cirugías y más de un millón de exámenes se realizan anualmente en el Hospital Clínico de la Universidad de Chile (HCUCH). El “Jota Aguirre”, como se le conoce popularmente, guarda en su historia buena parte de las hazañas de la salud pública de Chile –incluidos el primer trasplante realizado en el país con donante cadáver (1966) y la primera cirugía intrauterina de Iberoamérica (1995) – y continúa, hasta hoy, imponiéndose en la vanguardia de la medicina de alta complejidad y siendo por lejos el centro de salud líder en la formación de especialistas médicos en Chile.

Por Francisca Siebert | Fotografías: Alejandra Fuenzalida

Miércoles 15 de octubre de 1952. El entonces Presidente de la República, Gabriel González Videla, junto al Rector de la Universidad de Chile, Juvenal Hernández, el presidente del Senado, Fernando Alessandri, el presidente de la Corte Suprema, Gregorio Schpeler, y el decano de la Facultad de Medicina, Alejandro Garretón, inauguraban el Hospital Clínico José Joaquín Aguirre de la Universidad de Chile –antiguamente San Vicente de Paul–, al tiempo en que celebraban el inicio de los trabajos de la nueva Escuela de Medicina, la misma que hoy se ubica en la comuna de Independencia.

“Estos dos actos son la expresión misma de lo que es la noblísima tarea de los profesionales que en este pedazo de Santiago, consagran su existencia al servicio público”, dijo en la oportunidad González Videla, a quien correspondió dar inicio a esta nueva etapa en la historia de la salud pública del país y de la Universidad de Chile.

Más de seis décadas han transcurrido desde entonces, y hoy el HCUCH se levanta como el centro de salud líder en medicina de alta complejidad y principal formador de capital humano avanzado en el área de la salud del país, siendo un referente nacional y latinoamericano con énfasis en el sector público. Esto, pese al difícil escenario que desde principios de los años ‘90 ha enfrentado, debido a la falta de apoyo de recursos públicos y al cese de un histórico convenio de prestaciones con el Ministerio de Salud, Minsal.

Con una infraestructura de 65 mil metros cuadrados construidos, el HCUCH cuenta con un personal conformado por 600 académicos y más de 3.700 funcionarios. Anualmente se realizan en el recinto más de 420 mil consultas, 20 mil cirugías y 1 millón de exámenes.

En los pabellones, salas y laboratorios del también llamado Hospital Escuela se han realizado intervenciones y procedimientos pioneros en Chile, como las primeras intervenciones quirúrgicas de laparoscopía diagnóstica, cirugía de corazón extracorpórea y reflujo gastroesofágico, entre muchas otras. Para los anales de la historia de la salud en Chile, el HCUCH tiene hitos de sobra, entre los que se cuentan el primer trasplante realizado en el país (1966), la primera Unidad de Cuidados Intensivos (1968), la primera cirugía intrauterina de Iberoamérica (1995), y el primer trasplante hepático (2002).

“Sin el Hospital Clínico, la salud pública en Chile sería otra y no tendríamos los altos estándares de calidad en salud que tenemos hoy”, asegura Rafael Epstein, Prorrector de nuestra Universidad.

Nuevas relaciones Minsal-U. de Chile

“Hemos venido al Hospital Clínico de la Universidad de Chile a compartir con todos ustedes una muy buena noticia para el Hospital, para la Universidad de Chile, para el Ministerio de Salud y, por tanto, para todos nuestros compatriotas. Y me refiero al traspaso desde el Ministerio de Salud a este Hospital Clínico de un poco más de 10 mil millones de pesos, para adquirir equipamiento y apoyar así el ‘Plan de formación de especialistas médicos’”, aseguró la Presidenta Michelle Bachelet el pasado 17 de octubre, oficializando la decisión del Gobierno de aceptar el Plan de Inversión propuesto en junio de este año por el Rector Ennio Vivaldi para el Hospital, e incluir en la partida presupuestaria 2017, una glosa para su financiamiento.

El anuncio de la Mandataria saldaba una de las preocupaciones del Rector Vivaldi durante su campaña para convertirse en la máxima autoridad universitaria, momento en que recogió esta sentida demanda de la comunidad de la U. de Chile.

“El apoyo que ahora tenemos de parte del Estado de Chile cumple 100% con el plan que presentamos. Nosotros propusimos proyectos de inversión en varios ámbitos de equipamiento para el Hospital que eran importantes, el Estado los evaluó todos como altamente rentables”, detalla Epstein, quien estima que hoy en Chile se está teniendo conciencia de que “hay una labor educativa, formativa y curativa, en organizaciones que son públicas y estatales, que se deben apoyar por el bien del país”. Sin ir más lejos, la propuesta de una inyección de recursos desde el Estado al “Jota Aguirre” tuvo una adhesión transversal dentro de la clase política, sumándose, entre otros, las voces de parlamentarios como Guido Girardi, Carlos Montes, Manuel José Ossandón, Karol Cariola, Juan Luis Castro y Francisco Chahuán.

Convencido de que esta inversión estatal de casi 11 mil millones de pesos viene a marcar un nuevo trato en la fracturada relación del HCUCH con el Minsal, el director del Hospital, Jorge Hasbun, destaca los esfuerzos de nuestro plantel que posibilitaron dar este giro. “La nueva política de la Universidad ha permitido reposicionar al Hospital frente a todos los entes de nuestra sociedad, frente al Ministerio de Salud, al Ministerio de Hacienda y a la comunidad en su totalidad, recuperando su rol como agente público de la salud de los chilenos, y con esta inversión que se hace para equipamiento, le permite mantener su alto estándar de enseñanza, docencia y formación de posgrado, al mismo tiempo que optimiza la calidad de su atención médica”.

Si existe alguna evidencia a nivel internacional, explica el Prorrector de nuestro plantel, es que los hospitales universitarios son entre 10% y 30% más caros que sus pares, y la explicación es muy clara: al cumplir una labor docente, la productividad de los doctores en labores curativas es más baja. Además, los hospitales clínicos, por su labor de investigación, toman casos más complejos y tienen especialidades más complejas, que no son del todo rentables. Por lo mismo, advierte Epstein, “estos hospitales universitarios son los que permiten que gente se salve después todos los días, por los avances en la ciencia y en la técnica”.

En línea con todos estos requerimientos, en la mayoría de los países de la OCDE los hospitales docentes son subsidiados por el Estado para cumplir con el rol formador de especialistas.

Capital avanzado en salud

En la actualidad, la Universidad de Chile, a través de sus cinco campus clínicos ubicados en la Región Metropolitana, forma un 54% de los especialistas médicos del país, de los cuales un 34% son formados en el Hospital Clínico.

El HCUCH contribuye además con el 40% de la oferta para la formación de subespecialidades complejas y es el único formador de especialidades como Oncología, Fisiatría e Inmunología.

Equipar y habilitar, entre otros, los centros de Imagenología, de Endoscopía Digestiva, de Simulación y Docencia, además de las unidades de Medicina Nuclear, Oftalmología, UCI Coronaria, UCI Pediátrica y Psiquiatría Infanto-juvenil, Telemedicina y Anestesiología, son parte del plan trazado por el HCUCH tras la obtención de los fondos estatales, en gran medida, para poder continuar su labor docente.

“Uno va a formarse al lugar donde esté el mejor equipo, porque esa es la exigencia de la medicina actual, y en ese sentido se requieren recursos técnicos que sean de última generación y que se deben estar renovando en el tiempo. Nuestros equipos, que están ya con un sobreuso y un desgaste, hacían imposible mantener los procesos docentes y de enseñanza en el nivel en que estamos acostumbrados”, afirma Hasbun, enfatizando la urgencia de esta inyección de recursos.

Gisela Alarcón, Subsecretaria de Redes Asistenciales del Minsal, es categórica: “Uno de nuestros pilares en la relación con la Universidad de Chile y en particular con el Hospital Clínico, es la formación de especialistas. El HCUCH es un hospital escuela, que hoy día forma especialistas necesarios para nuestro país”. Con esta inversión el Ministerio espera que aumenten en 830 los nuevos especialistas formados en el HCUCH en diez años, y se abran 50 nuevos cupos para la formación de especialistas para la atención primaria. Lo anterior ayudaría a disminuir la brecha de 3.800 especialistas que tiene el país en diversas áreas, permitiendo además al Estado reducir la compra de prestaciones AUGE al sector privado, lo que implicará un ahorro estimado del orden de 9 mil millones por año para el sector público.

Por otro lado, la institución también tiene entre sus planes avanzar en la capacitación de otros actores del mundo de la salud que juegan un rol relevante en el cuidado de los pacientes. “Los auxiliares de enfermería o los técnicos paramédicos, los cuidadores de adultos mayores, que están en miles de casas del país, requieren también una formación, y nosotros estamos pensando en crear una nueva estructura para ofrecer capacitación, tanto presencial como a distancia, a todos estos estamentos que tienen gran relevancia en ser un operador de salud”, enfatiza Domingo Castillo, director médico del HCUCH.

Además de la formación de especialistas, el trabajo de colaboración entre el HCUCH y el Minsal ha tenido un pronunciado énfasis en la telemedicina, herramienta que apunta a ofrecer servicios de salud mitigando las barreras impuestas por la distancia geográfica, el aislamiento y/o la incapacidad de desplazamiento de algunas personas, además de permitir un intercambio permanente de opiniones e información entre académicos de nuestra Universidad y otros especialistas internacionales de alto nivel.

Los esfuerzos que se han hecho para avanzar en este sentido no han sido pocos. A partir de septiembre de 2015 se inició el desarrollo del Proyecto Telemedicina, impulsado y auspiciado por la actual Rectoría, que implica una alianza entre el Centro de Informática Médica y Telemedicina de la Facultad de Medicina y el Hospital Clínico. En este contexto se han sucedido diversos hitos: la implementación del equipo de Telemedicina del HCUCH, dependiente de su Dirección Académica; la creación oficial del Centro de Informática Médica y Telemedicina, dirigido por el académico Dr. Steffen Hartel; la firma de un convenio específico de colaboración con el Minsal; y la adjudicación de proyectos de bien público Corfo, entre otros. “El desarrollo en este ámbito requiere una mirada de formación y vocación de excelencia de una institución, que combina la mirada publica con la agilidad del sistema privado enfocado en el bienestar de la salud de toda la población”, advierte Steffen Hartel.

Atención compleja

Desde que nace hasta su muerte, una persona en Chile podría tener toda la atención médica que requiere sólo en el Hospital Clínico de la Universidad de Chile. “Atendemos a una mujer embarazada, luego asistimos su parto y al neonato –menor de 30 días–, tenemos un servicio de pediatría, atendemos a adolescentes, adultos y ancianos a través de la unidad de geriatría, que es lejos la más importante a nivel nacional, y hace un año que incorporamos al Hospital la Unidad de Cuidados Paliativos, enfocada en las personas que están muriendo”, detalla Castillo.

“El concepto básico acá es que la medicina está en constante evolución, en constante mejoría, y en aumento progresivo de la complejidad de sus procedimientos”, indica Hasbun.

Para el Decano de la Facultad de Medicina, Manuel Kukuljan, no hay medias tintas a la hora de calificar la labor “Jota Aguirre”, y lo sabe desde la experiencia de haber dejado en sus manos a miembros de su propia familia. “En general el Hospital es de una calidad extraordinaria, si bien tiene muchos déficit en torno a hotelería, comparado con el mundo privado. Yo confío en éste como el mejor hospital de Chile”, afirma el académico, quien advierte que esta fortaleza del HCUCH no se reduce a equipamiento y gestión, sino “a una cultura académica y profesional que se ha desarrollado en el Hospital, transmitida por generaciones, la cual se ha desarrollado muy poco en otros hospitales públicos”.

Una mirada similar tiene el Prorrector Epstein, quien afirma: “El Hospital Clínico está a la vanguardia de la medicina, forma a los profesionales más complejos, y ya cuando el asunto se complica, uno quiere estar ahí o quiere que lo atienda un profesional de ahí. Eso es valiosísimo, y nos une a todos los chilenos”.

Todas estas características del HCUCH son claves en el vínculo que el Minsal planea llevar adelante con la institución, dado el apoyo que requiere la red pública en la atención de pacientes complejos. “La colaboración entre ambos hospitales, y entre el Hospital Clínico y el resto de la red pública, es parte de lo que hoy nos convoca. Nosotros tenemos hospitales de nuestra red que están partiendo con prestaciones de alta complejidad, y de ahí nuestro interés, que el HCUCH genere un apoyo a nuestros centros, haga transferencia de conocimiento, de tecnología, nos apoye con telemedicina avanzada, y esas también son prestaciones que nosotros consideramos relevantes para esta integración funcional del HCUCH a la red pública”, releva la Subsecretaria de Redes Asistenciales.

La era Trump

Por Faride Zerán

La tolerancia es un concepto que se expresa con fuerza en el siglo 17, y que en el siglo 18, con Voltaire y Diderot, alcanza su máxima validación intelectual. Es la reivindicación que se levanta en Europa cuando la Iglesia Católica perseguía a quienes no abrazaban sus ideas, y es el estandarte de quienes apostaron a ella como el valor máximo de la ilustración.

La carta sobre la tolerancia de John Locke a fines del siglo 17 es la expresión de esa necesaria separación entre Iglesia y Estado. Tres siglos más tarde y tras millones de muertos en guerras declaradas y otras escondidas, esos valores, sumados a los de la diversidad que nos hablan del respeto a los derechos civiles, sociales y reproductivos, se levantan como las grandes conquistas del humanismo para este milenio

De Martí a Simón Bolívar en nuestro continente; de Ghandi, Luther King a Mandela; o de Fanon, Sartre, a De Beauvoir, las generaciones del siglo 20 crecieron siguiendo las luchas anticoloniales y antimperialistas de los pueblos, aprendiendo que ciertos términos debían ser desterrados de nuestro lenguaje, como racismo, apartheid, gueto, segregación. Y, más tarde, que otras debían ser denunciadas como discriminación, machismo, sexismo, misoginia, etcétera…

Desde la Declaración Universal de los DD.HH. de Naciones Unidas de 1948, la humanidad ha avanzado asumiendo que todos somos sujetos de derecho y que la tolerancia y la diversidad deben ser protegidos no sólo con leyes y normas, sino también en el ejercicio cotidiano de la comunicación.

Porque lo “políticamente correcto” no nos remite al eufemismo en la esfera de la socialización, donde se disimulan la ignorancia y el prejuicio, sino que nos lleva a una forma de lenguaje que tributa al respeto y tolerancia hacia toda la humanidad.

De ahí que el discurso racista y misógino del recientemente electo Presidente de EE.UU. Donald Trump, resulte alarmante, así como sus amenazas antimusulmanas; de construcción de un muro en la frontera de tres mil kilómetros con México, y de expulsión del país de cerca de dos millones de mexicanos, más otras expresadas urbi et orbi.

Las similitudes entre EE.UU. hoy y la Alemania que votó en las urnas a Hitler en marzo de 1932 pueden resultar lejanas y exageradas para muchos. Sin embargo, un ejemplo más reciente al interior de EE.UU. es la figura del senador Joseph Mc Carthy, que entre 1950 y 1956, con la Guerra Fría como telón de fondo, marcó una época de persecución, cárcel y destierro para miles de estadounidenses, que acusados de “actividades antiamericanas” fueron despedidos de sus trabajos, acosados, encarcelados o exiliados.

El actor Charles Chaplin; el periodista inmortalizado en la película Buenas noches, buena suerte, Edward R. Murrow; el escritor Dashiell Hammett; o Arthur Miller, entre muchas figuras de literatura, el cine o el teatro fueron víctimas de esta “caza de brujas” que marcó de manera dramática la vida política, social y cultural de la sociedad estadounidense de la década de los cincuenta.

Pero hoy es la humanidad y sus valores de tolerancia y respeto a la diversidad lo que nuevamente está en juego. Con ellos, la vida de millones de desplazados de las intervenciones del mundo occidental en las zonas de Asia y África, en la mayor catástrofe humanitaria de los últimos tiempos.

En el inicio de la era Trump, el futuro de esas millones de personas, en su mayoría musulmanes, así como el de miles de mexicanos cuya permanencia en EE.UU. se ve amenazada, es incierto. ¡Pero no son los únicos!

Por ello la humanidad apuesta a que en el futuro Trump se escriba con la T de tolerancia y no de tragedia.

Un cine de la multiplicidad: emergencia de nuevas perspectivas en el cine chileno contemporáneo

Por Roberto Doveris

La imagen actual del cine chileno, tanto para la prensa como para la misma industria, es la de una agitación inusitada y novedosa, que incluye un considerable aumento de la producción local con un crecimiento del 400% los últimos diez años, un reconocimiento internacional completamente inédito, que le ha hecho merecedor de premios en festivales de clase A, y de una presencia sostenida en las principales selecciones cinematográficas del mundo, incluyendo Cannes, Berlín, Venecia, Sundance, San Sebastián, Locarno y otros certámenes de prestigio en el mercado internacional.

Por ahora, éste es el escenario fácil de capturar, el del éxito. Para ello, no sólo han tenido que pasar procesos de transformación profundos, como el cambio de paradigma tecnológico en la producción cinematográfica a comienzos de la década del 2000, sino que también la emergencia de toda una generación de realizadores egresados de escuelas de cine, albergadas en universidades e institutos técnicos, que permitieron ir profesionalizando un sector productivo que se diversificaba cada vez más a medida que crecía.

Las tecnologías digitales significaron un abaratamiento de los costos de forma significativa, permitiendo prescindir de los procesos fotoquímicos de alta complejidad y de los protocolos del material sensible que ralentizaban los rodajes, al mismo tiempo que el aumento de la masa crítica de técnicos y artistas del cine generó un interés por la realización de éste, ya sea como vocación alternativa a los trabajos audiovisuales más tradicionales, como la televisión y la publicidad, o como actividad principal en el caso de las empresas productoras independientes que se formaron durante los últimos 15 años, compañías que comenzarían a demandar del Estado cada vez más incentivos y apoyo en la financiación del cine local.

La explicación material, sin embargo, no es suficiente para explicar lo que está sucediendo con el cine chileno actual. ¿Fueron estas innovaciones tecnológicas lo que cambió el paradigma de la producción local? La respuesta es sí y no. Sí, porque sin esos cambios la posibilidad de que producciones independientes pudieran ver la luz y encontrar un circuito de exhibición hubiesen sido nulas. Y no, porque las rutas heterogéneas que ha recorrido la producción nacional tras este cambio tecnológico han sido impredecibles y, de alguna manera, la razón de su éxito.

La calidad que conquistó al público

Me atrevería a señalar que realmente lo que ha permitido visibilizar al cine chileno en el horizonte internacional, y lo que le ha permitido existir y ser significativo también en el horizonte local, es su calidad artística. Las gestiones de una agencia como CinemaChile, iniciativa privada de los productores de cine orientada a promocionar el cine chileno en el mundo, en coordinación con ProChile, no tendrían sentido si no existiera un algo que promover.

Gracias al trabajo de investigadores como Carolina Urrutia, que publicó Un cine centrífugo (Editorial Cuarto Propio, 2013), podemos identificar ciertas categorías para describir la heterogeneidad del cine chileno actual a partir de sus decisiones estéticas, basándose en teóricos como Gilles Deleuze o Jacques Rancière, el primero a partir de sus estudios sobre cine moderno y el segundo como punto de partida para entender una relación entre estética y política que estuviese alojada por fuera de la narración y el discurso logocéntrico o, dicho en otras palabras, una posibilidad de ligar cine y política que no pase por el “mensaje”.

Siguiendo al trasandino Gonzalo Aguilar y su reflexión sobre el nuevo cine argentino, y su relación con el cine de los ‘80 y ‘90, podemos extrapolar su análisis al caso chileno y observar que lo primero que podemos decir del cine contemporáneo local es lo que no es. Y lo que no es, es ese cine noventero, discursivo, narrativamente convencional, de grandes producciones que contaban grandes historias, un cine con tintes políticos, un cine que comentaba la realidad a través de guiños, de mundos retratados, un cine que apelaba a un sentido de identidad, con personajes tan conscientes de la realidad que incluso el director podía hablar a través de ellos y entregarnos un punto de vista sobre el mundo, sobre el statu quo de las cosas.

Una de las máximas de este cine de los ‘90 es contar una buena historia, mantener un relato trepidante y al mismo tiempo ofrecer un punto de vista, un mensaje, a través de la identificación del espectador con la historia o con los personajes: el cineasta asume un compromiso social con la historia, pero no critica la estructura aristotélica ni los códigos de verosimilitud imperantes en la industria. Estas constantes del cine chileno de transición también están relacionadas con la producción: la magnitud de las películas chilenas de los ‘90 obligaba a realizar filmes que pudieran conectar con el público, con actores conocidos y apelando a géneros populares, como la acción (pistolas, asaltos, delincuencia, violencia) o el erotismo, no entendido como un lugar de subversión, sino como punto de entrada o gancho comercial para una historia.

Cine chileno hoy: un filtro para mirar el pasado y pensar el futuro

El cine chileno actual se desapega de estas lógicas, y curiosamente es en ese minuto cuando se comienzan a rescatar a autores independientes, que se mantuvieron al margen del código hegemónico: Cristián Sánchez, Juan Vicente Araya, Raúl Ruiz; o generando lecturas más poéticas de autores mainstream como Gonzalo Justiniano o Ricardo Larraín.

En un proceso muy derridiano, nos comenzó a interesar todo lo que estaba al margen de esa producción hegemónica. El nuevo cine chileno ha logrado consolidarse como un lugar y una forma de pensar. A pesar de ser escurridizo a la clasificación, se presenta hoy como un filtro para pensar el pasado y el futuro del cine chileno.

Al desapegarse de esas exigencias, y en clave ruiziana, podríamos decir que el cine chileno actual se resiste a las lógicas del conflicto central y, al hacerlo, abre la narración a una multiplicidad que siempre se resiste a una lectura hegemónica unidireccional. Por lo mismo, hablar de los “temas” del nuevo cine chileno es banal e inútil, porque precisamente eso interesa menos que la manera en que cada autor se aproxima a la narración, y las perspectivas que ofrece cada película a nivel de experiencia cinemática.

Si tuviésemos que atender la relación entre historia y relato, claramente diríamos que el cine chileno actual está del lado del relato, del modo en que una historia toma forma a través de las imágenes. Autor e historia, que antes eran completamente centrales para vehiculizar ideas y puntos de vista, hoy son sólo un producto del relato mismo, no preceden a la experiencia cinemática, sino que se derivan de ella, como señala Roland Barthes en El grado cero de la escritura (Editorial Siglo XXI, 2011). Derivación en la que el espectador tiene una posición privilegiada y al mismo tiempo, difícil: no existe un sistema hermenéutico que permita decodificar el filme hacia una dirección determinada, sino más bien una confluencia de voces, o como diría Mikhail Bakhtin, una convivencia de lenguas.

Desde una perspectiva más bien propia, diría que es la consumación de una estética neobarroca en que la multiplicidad toma protagonismo y se vuelve el objeto del filme, lo que explica la dificultad de responder a la pregunta ¿cómo es el cine chileno? ¿De qué temas habla el cine chileno? O incluso, ya no en términos generales, sino en particular ¿de qué se trata esa película? ¿Qué me quiere decir el autor? etcétera.

Esta multiplicidad también explica la incomodidad o la distancia con la que se ha mantenido el público local respecto a las películas chilenas. Si bien en el extranjero son aplaudidas, tanto por los espectadores como por la crítica, se trata de un espacio cinéfilo por excelencia. Es un mercado donde las películas “del mundo” son acogidas y consumidas, con espacios de circulación establecidos, aun cuando esté en permanente dinamismo. Existe un mercado internacional para el “cine de autor”, una industria con productores, agentes de venta, distribuidores y exhibidores que conocen el rubro y saben cómo llegar a esa audiencia. Desde esta perspectiva, la dificultad para exhibir una película chilena en el mercado nacional es la misma que enfrenta una película rumana en Rumania, una película iraní en Irán y una película tailandesa en Tailandia.

Respondiendo a la pregunta inicial que motiva el texto, esta multiplicidad estructural del nuevo cine chileno abre nuevos tópicos y nuevas perspectivas que no podrían haber tenido lugar en las películas del período de transición. La ciudad se impone como algo completamente nuevo y desconocido en películas como Play (Alicia Scherson, 2005) o Mami te amo (Elisa Eliash, 2008), dos cintas dirigidas por realizadoras mujeres, algo que también viene a irrumpir de manera novedosa en una industria principalmente dominada por el género masculino. Al mismo tiempo, el paisaje natural vuelve a reaparecer con una fuerza completamente inconmensurable con respecto a la historia y al relato, dejando de poseer una funcionalidad o “significado”, lo que se puede ver claramente en Verano (José Luis Torres Leiva, 2011) o Manuel de Ribera (Cristopher Murray y Pablo Carrera, 2009). La tecnología permite nuevos modos de producción, como el de La sagrada familia (Sebastián Lelio, 2006) o Te creí la más linda, pero erí la más puta (José Manuel Sandoval, 2009), películas que permiten el ingreso de la improvisación, dándole rienda suelta al trabajo actoral y a la cámara. Casi a la inversa, la libertad con respecto al conflicto central también puede leerse desde la vereda opuesta, la de la estilización controlada de Cristián Jiménez en Ilusiones ópticas (2009) y Bonsái (2011) o La vida me mata (Sebastián Silva, 2007), que además proponen un humor visual y narrativo inédito en el panorama local hasta ese minuto.

La segunda generación de cineastas de este periodo, en la cual me incluyo, ha seguido por estos senderos y, en varios casos, ha abierto nuevas vías que comulgan con la multiplicidad, concepto que hemos intentado instalar en este breve artículo y que creo que puede ser útil a la hora de aproximarse a estas películas. Por ejemplo, la innegable filiación de mi película Las Plantas (2016) con las tres cintas de Alicia Scherson, sobre todo con El futuro (2013), demuestra que las cintas actuales pueden leerse “en clave de”, algo impensable diez años atrás.

De alguna manera, y a pesar de la heterogeneidad y diversidad apabullante del nuevo cine chileno, se sedimenta una percepción de corpus, y no sólo desde la academia, sino que también desde la prensa, la crítica y el público. Entender este cuerpo, sin centro de gravedad y sin programa estructural, es quizás lo más excitante de nuestro sector hoy por hoy.

Juan Radrigán: Un pequeño redoble para un hombre grande

Por Roberto Aceituno

El deceso de Juan Radrigán, uno de los mayores dramaturgos chilenos contemporáneos, enluta a la cultura de nuestro país. Sus cercanos, así como un gran número de personas del mundo teatral chileno, despidieron su cuerpo en el Teatro Nacional Antonio Varas de la Universidad de Chile, institución que no puede quedar ajena al reconocimiento de su obra y de su legado, porque representa el valor –en todos los sentidos del término– de una producción que hace testimonio de la voz múltiple de nuestro pueblo.

Juan Radrigán representa el trabajo noble y comprometido de una obra que deja huella por el valor singular de un arte vivo, crítico y que traduce con su escritura lo que podemos imaginar, pero que no podemos decir; por su trabajo de transmisión del que directores, actores y actrices, y diseñadores seguirán haciendo relevo. Para todos nosotros. Para Chile y su cultura.

La obra de Juan Radrigán no es solamente –lo que ya es mucho– la expresión mayor de un espíritu crítico, cercano a la vida y al habla de nuestro pueblo, a la tragedia cotidiana de hombres y mujeres que aparentemente no tienen voz –porque ha sido secuestrada por el poder y la exclusión– , pero cuyas voces no mueren cuando alguien, un hombre lúcido y vivo, puede subirlas al escenario de la cultura chilena en las tablas del drama, del amor, de la decepción y de la esperanza. Es ahí donde no mueren, aun con su dolor y su fracaso, las palabras de quienes su voz ha quedado aparentemente enmudecida.

No es sólo eso. Es también el signo vivo de un arte, de una escritura cuya poesía próxima y profunda nos permite saber que nada está perdido del todo, porque es también belleza de un mundo que no quiere morir.

Habría tanto que decir de su obra múltiple. De cada una de sus obras de teatro, de su violenta poesía. Son tantas que estas breves notas sólo las tocan desde lejos. Baste recordar dos, que saltan a mi memoria. Con Hechos consumados, el amor, la amistad, la tristeza de seres bellos pero avasallados por esa ciudad de exclusión y desamparo, se vuelve también el testimonio de una verdadera resistencia, aun cuando el desenlace de la tragedia nos enfrente a la verdad de hombres y mujeres que se resisten a aceptar que otros, tal vez nosotros mismos, hayamos podido consumar tan trágico destino. Con Las brutas, otra complicidad, fraterna y femenina, nos permite ver cómo se anuda la humanidad de tres mujeres de seca cordillera con el paisaje pétreo y la verdad animal de un continente extremo y profundo. El deseo no deja de estar presente en este espacio elemental, aun cuando no tenga más destino que el sacrificio, sin más testigos que el cielo y las montañas de Chile.

Por cierto que el teatro de Juan Radrigán es un teatro político. ¿Qué verdadera dramaturgia no es política si consideramos que habla del tiempo que nos ha tocado vivir? Son múltiples sus referencias al poder inhumano que nuestro tiempo ha conocido tanto: la dictadura, las desapariciones, la pobreza, la banalidad arrogante y cruel de los personajes insanos que pueblan este continente-Chile. Pero no es político si viéramos únicamente en la política la básica violencia de los intereses sin valor ni cultura. Más que representar, Radrigán presenta simplemente –y en esa violenta simplicidad recae su escritura valiente– el valor de las vidas que se resisten a caer en el juego de las oscuras componendas y del cálculo duro y cruel. Pienso que Radrigán no ha querido demostrar ni proclamar nada. Sólo –y es mucho– mostrar que la voz puede ser poesía, pero también grito y resistencia.

al vez los hombres y mujeres que Radrigán pone en escena son políticos en la medida que sostienen una palabra clara, enfrentada desde su cotidiana resistencia al poder en un mundo y una época cruel. Su habla franca inscribe para nosotros y para ellos mismos la fuerza de una ética sin pretensión de moralizar ni victimizar nada. La ética simple y decisiva de decir lo que hay que decir, en un mundo que tiende a silenciar la vida para destacar la banal arrogancia del poder.

Actores, actrices, directores, dramaturgos y diseñadores podrán hacer testimonio mejor que yo de esta obra y su transmisión. Por mi parte, sólo he querido dejar un breve homenaje desde la Universidad de Chile a un hombre infaltable.

Preparando estas notas insuficientes –porque mi conocimiento de Juan Radrigán se reduce a la admiración de su obra– pregunté a dos amigos que lo conocieron bien, porque dirigieron piezas suyas, actuaron en ellas y además fueron docentes de Teatro en nuestra Universidad, qué ha quedado para ellos de su cercanía a este creador infatigable. Alfredo Castro y Rodrigo Pérez compartieron lo que yo puedo imaginar sin haberlo vivido directamente: Radrigán fue un hombre valiente, aun haciendo testimonio de la falta de coraje que abunda en nuestro mundo, cercano no sólo a las voces populares, sino a todos aquellos que compartieron su feliz aventura en el teatro chileno. Ambos hacen testimonio del testimonio que Juan Radrigán hizo de un Chile donde convive la crueldad y la exclusión con las voces de un pueblo y de un teatro vivo, aún.

Si hay tantos que lloraron su partida es tal vez porque se va con él la posibilidad de encontrar en un creador la voz que, para muchos de nosotros, dice lo que no podemos decir.

“Cuando hablamos sobre qué sistema de Educación Superior queremos, estamos pensando en qué sociedad queremos”

Por Manuel Antonio Garretón

Cuando abordamos la pregunta sobre qué Educación Superior queremos, hay que considerar que éste, es decir, el sistema de instituciones encargado de producir y reproducir el conocimiento; desarrollar la creación artística; desarrollar cultura en un nivel superior; formar profesionales, técnicos y académicos de la mayor calidad, debe siempre estar relacionado con un proyecto de sociedad.

A mi juicio este es un punto clave: entender que cuando hablamos sobre qué sistema de Educación Superior queremos, estamos pensando en qué sociedad queremos a partir de ciertas determinantes estructurales. No es lo mismo pensar un sistema de Educación Superior en una sociedad de un 60% de población agraria o campesina, o una sociedad industrial, o en una sociedad llamada del conocimiento.

Si uno se pregunta a qué tipo de sociedad aspiramos, más allá de las ideologías particulares, lo que queremos es una sociedad igualitaria, democrática, en que se constituyan actores sociales fuertes y en que el Estado tenga un rol dirigente, pero controlado por esa sociedad. Y ese es un marco de determinantes estructurales distinto al dictatorial que originó el sistema actual.

A partir de ello, frente a la pregunta precisa de qué hacer con el sistema de Educación Superior que hoy tenemos, hay básicamente tres grandes respuestas. Una, la propuesta por los sectores dirigentes del modelo actual, que plantean que “esto hay que mantenerlo”. La segunda respuesta es la reforma: “aquí hay que mejorar o reformar ciertas estructuras y, sobre todo, someter un sistema básicamente desregulado a mayores regulaciones”. La tercera propuesta es la que sostenemos en esta Universidad, que recuerda a la frase de Giorgio Jackson que después se hizo vox populi y sentido común: “no queremos mejorar el modelo, queremos cambiarlo”.

Si mantenemos los actuales principios en que se basa la estructura y funcionamiento de la Educación Superior, aunque se mejore la calidad, estaremos consolidando un modelo construido para una sociedad de desigualdad y no democrática. Y ése es el punto fundamental para juzgar, por ejemplo, temas como el de la gratuidad; usted puede dar gratuidad a todos y mantener el sistema actual, a través de la consagración de un derecho que puede olvidar que la educación no es sólo un derecho de las personas, sino una función de la sociedad, y esa función y tarea las debe garantizar el Estado.

Ello significa que el núcleo básico de la reforma de la Educación Superior es pasar de un sistema básicamente privado, basado en el mercado y en la competencia entre individuos e instituciones, a uno básicamente público. No se trata de consagrar la provisión mixta que hoy no existe en muchos campos de la Educación Superior, sino que junto a ello debe consagrarse el predominio de las instituciones estatales con un espacio regulado para las instituciones privadas.

Quisiera enunciar, sin poder fundamentar por razones de espacio, algunas conclusiones que se derivan de este núcleo básico de la reforma y que suponen un proceso gradual, pero con un claro horizonte en el mediano plazo.

En primer lugar debe aumentarse la oferta estatal en todos los niveles de la Educación Superior para hacerla predominante, ya sea expandiendo la matrícula, generando nuevas instituciones o adquiriendo privadas.

En segundo lugar hay que reformular las relaciones que estas instituciones tienen con el Estado, para facilitar en el marco de la autonomía de aquellas su contribución al desarrollo integral del país, lo que significa algo más que su fortalecimiento. Ello supone una institucionalidad y un sistema de coordinación entre éstas.

En tercer lugar, el aporte del Estado debe centrarse en el financiamiento basal de las instituciones estatales, y excepcionalmente contribuir con instituciones públicas no estatales cuya autonomía de cualquier poder, democracia interna y dirección de sus comunidades y calidad estén consagrados por ley, como ocurre con varias de las llamadas universidades tradicionales no estatales.

En cuarto lugar, en términos estrictos, sólo debe haber gratuidad universal para las instituciones estatales y, subsidiariamente, mientras no se llegue a un sistema de predominio de las universidades y de las instituciones estatales en que se asegure el ingreso a todos quienes quieran ingresar a ellas, el Estado puede financiar la gratuidad de la educación de los sectores vulnerables en las instituciones privadas. Asegurar la gratuidad universal permanente desde ahora en todas las instituciones privadas de la Educación Superior, sin el aumento sustancial de la oferta estatal, significa consolidar definitivamente el modelo heredado de la dictadura.

En quinto lugar, y haciéndome cargo de algunos planteamientos hechos en la Cámara de Diputados, hay que eliminar del sistema de Educación Superior cualquier idea de competencia entre universidades. Esto no es un mercado y no corresponde que las universidades públicas compitan con las universidades privadas, porque son proyectos de naturaleza diferente. Ello tiene al menos dos consecuencias. La primera refiere a la acreditación, en el sentido que no puede aplicarse el mismo sistema de acreditación en cualquier nivel a las instituciones públicas que a las privadas o a las universidades públicas. La segunda es que debe limitarse drásticamente la publicidad comercial de las universidades.

“Creo que habría que construir un horizonte próximo y nítido para crear un sistema de Educación Superior estatal”

Por Raúl Atria

Agradezco la invitación que se me ha hecho para tocar un tema de incalculable trascendencia, como es la Educación Superior estatal. Creo que, de alguna forma, se ha ido legitimando la idea del trato preferente que las universidades estatales deberían recibir de parte del Estado. Esta idea está en el centro de cualquier debate que queramos tener sobre una reforma a la Educación Superior en el país. ¿Por qué es tan central este tema? Simplemente porque las universidades estatales, que solían constituir el eje principal de la Educación Superior chilena hace unas décadas, fueron marginalizadas en el sistema desde 1981.

Creo que la Universidad de Chile está exigida a tener una voz protagónica en este tema. Quién, si no la Universidad de Chile, puede incursionar con plena legitimidad en un tema como lo es la Educación Superior estatal. De modo que esta conversación que estamos teniendo hoy día, a mi juicio, tiene una particular relevancia. Una primera cuestión de este enfoque está referida al concepto de universidad estatal en general y yo creo que para eso hay que resaltar algunas especificidades de la universidad estatal desde la cultura académica de América Latina.

Voy a tratar de esbozar un modelo conceptual de la universidad estatal desde el cual se podría decir que estas instituciones se caracterizarían por algunos rasgos fundamentales, como los siguientes.

Primero, son instituciones de derecho público. Y el derecho público es el asiento normativo del interés general de la sociedad. Cuando decimos que éstas son instituciones de este tipo, aludimos tanto a la condición jurisdiccional de su creación y de estatuto legal, como algunos contenidos propios de dicho estatuto. Desde esa perspectiva se trata a las instituciones que están explícitamente al servicio de los intereses generales de la colectividad.

Segundo, son instituciones que poseen una normativa que asume una vocación hacia el logro de la calidad. A veces esta vocación se designa como excelencia, idea que suscita algunas dudas por el elitismo implícito que ella conlleva, pero creo que sigue siendo válido que las universidades estatales no pueden renunciar a su compromiso explícito con la calidad.

En tercer lugar, son beneficiarias de una asignación de recursos públicos suficientes para asegurar el funcionamiento de la institución a través de políticas e instrumentos de financiamiento estatal. Donde sea que se observe el quehacer de las universidades estatales en el mundo, está presente el rasgo de que estas instituciones cuentan con recursos públicos recurrentes que les permiten su funcionamiento regular.

Gozan del reconocimiento del pluralismo político e ideológico como atributo fundamental de su misión institucional, con la consecuente apertura a todos los debates que se dan en el espacio público. Todos los debates. En esa perspectiva, asumen un compromiso con el afianzamiento de la cultura y el desarrollo nacional, rasgo que es preciso notar como una especificidad latinoamericana. Esto es particularmente nítido en instituciones estatales de América Latina, pero no es tan explícito en instituciones estatales de otras latitudes.

Finalmente, y no por ello menos importante, se les reconoce autonomía en cuanto a sus estructuras académicas y formas de gobierno, lo que se traduce en capacidad de regulación interna que ello supone, incluyendo formas de participación estamental. Creo que este es un tema particularmente, pero no exclusivamente, relevante en el contexto latinoamericano desde el Movimiento de Córdoba de 1918. Estas instituciones gozan de reconocimiento y autonomía para el uso y administración de todos sus recursos, con sujeción a algún proceso de contraloría fiscal, en el caso de los recursos que le son transferidos del Estado.

A partir de ese conjunto de rasgos básicos se puede reconocer sin ambigüedad lo que es una institución estatal de Educación Superior. Por tanto, para establecer una diferenciación clara de las universidades estatales respecto del resto de las instituciones que integran el sistema, hay que tener, de alguna manera, una regulación apropiada para ellas. Una de las maneras de marcar esa diferencia sería que hubiera una Ley de Educación Superior estatal y otro cuerpo legislativo para las otras instituciones. Creo que eso marcaría una señal clara de que son instituciones distintas y que por lo tanto tienen que tener un trato distinto. Ese marco legislativo apropiado debiera sustentarse en un horizonte próximo para elaborar un sistema de Educación Superior estatal.

Quisiera terminar subrayando dos ejes importantes para avanzar en esa dirección y no perder de vista adónde queremos llegar. Queremos llegar a un sistema estatal que tenga, a mi juicio, una transición firme, no sé en qué plazo, pero firme hacia el logro de un financiamiento basal asegurado y apropiado para las instituciones integrantes del sistema y hacia la construcción de un sistema funcionalmente diferenciado entre un subsistema de universidades y otro de instituciones de carácter técnico profesional. La especificidad y la articulación de este segundo subsistema deben ser un tema clave en la construcción del sistema de Educación Superior estatal.

“Hay que dotar a las universidades estatales de autonomía en su financiamiento y en su forma de gobierno»

Por María Olivia Mnckeberg

Me pidieron hablar de financiamiento y lucro por mi libro Con fines de lucro. La escandalosa historia de las universidades privadas de Chile. El tema es bien amplio, y uno también podría abordar más en detalle el tema del financiamiento a las universidades estatales, o de todas las universidades. No trataré eso porque tenemos un tiempo acotado, pero una referencia ilustrativa para considerar: sólo el 8% del presupuesto de la Universidad de Chile corresponde hoy a financiamiento directo por parte del Estado.

Tras revisar el proyecto de ley de reforma a la Educación Superior percibo que abre más preguntas que respuestas sobre todos los temas, y en particular sobre financiamiento y respecto de cómo evitar el lucro.

Vale la pena dar una mirada a algunos hechos para entender el panorama actual. Chile presenta el récord de financiamiento privado en la Educación Superior. Año a año tenemos las estadísticas de la OCDE y otras comparaciones, y todas van en la misma línea. Sabemos que son las propias familias o los estudiantes quienes se endeudan y que el Estado apoya con becas y créditos para que estudien en universidades públicas, en privadas y en institutos -que sí tienen permiso para lucrar-. Los aranceles están entre los más elevados del mundo y los grandes grupos económicos y algunos empresarios han hecho grandes negocios con la educación desde que se impuso el modelo neoliberal. No hay fiscalización adecuada, no la ha habido en estos años y por ahora no se advierte que vaya a existir.

En contraste, hoy la Educación Superior pública apenas representa el 14,8% de la matrícula, mientras año a año siguen aumentado los estudiantes en las entidades privadas nacidas después de 1981.

El Crédito con Aval del Estado (CAE) ha tenido un crecimiento notable en los últimos años. Partió en 2006 y se fueron endeudando los estudiantes y sus familias, con el respaldo del Estado. Unos dicen: “Pero permitió que muchos más estudiantes llegaran a estudiar”. Puede ser cierto, pero el costo ha sido muy alto y el aval del Estado significa que si no responde el estudiante, responde -y lo está haciendo- el Estado.

El CAE ha ido de la mano del aumento desenfrenado de las matrículas de universidades e institutos privados. Y parte de las entidades que se han beneficiado están siendo investigadas por lucro ante el Ministerio Público. Muchas de ellas son las más numerosas.

De acuerdo a las cifras entregadas por la Contraloría General de la República en su informe anual sobre Educación Superior, el CAE aumentó 19% en 2015 en comparación al 2014. Y ese año había crecido 15,6% en relación a 2013.

Otro antecedente: los aportes recibidos por las privadas Andrés Bello, San Sebastián, Santo Tomás, Diego Portales, Autónoma, Mayor, Tecnológica Inacap, y los institutos DUOC, AIEP, Inacap, los Centros de Formación Técnica Santo Tomás e Inacap, reciben más que nueve de las 16 universidades públicas.

La gran parte del CAE lo obtuvo ese “sector privado” post ‘81: más del 65% en 2015. Las universidades públicas sólo recibieron un 6,4%, y las privadas del Cruch, entre las que están las universidades Católicas, la Austral, la de Concepción y la Universidad Técnica Federico Santa María, alcanzaron un 7,5%.

Una paradoja más: la Universidad Andrés Bello, del grupo Laureate, que reconoció en Estados Unidos su objetivo de lucro, lidera el financiamiento a estudiantes en Chile a través del CAE: sobrepasa a las 16 estatales y a las nueve privadas del Cruch. Y el grupo Laureate en su conjunto -dueño además de Las Américas, AIEP y la Universidad de Viña del Mar- es el que recibe más respaldo del Estado chileno a través de los vouchers de los estudiantes.

Detrás de las cifras, son muchos los intereses que están en juego. Hay un negocio ideológico y material que está en medio de esta batalla por mantener y profundizar la situación actual, donde incluso los bancos tienen su cuota. Los “guardianes del lucro” defienden a brazo partido su posibilidad de seguir haciendo negocio a costa del Estado y de las familias chilenas. Ellos ya lo consideran un “derecho adquirido” como forma de financiamiento.

Para cambiar las cosas es necesario realizar reformas estructurales profundas que modifiquen sustancialmente el tipo de financiamiento, que aseguren la regulación y se fiscalice, ya que si se perpetúa la situación actual se seguirán agudizando los innumerables problemas. No se contribuirá al desarrollo del país ni nadie asegura educación de calidad. En ese sentido, una de las medidas indispensables es la penalización efectiva del lucro para que realmente lo evite. Pero aun eso no basta.

Cualquier reforma seria debiera considerar un rol clave a las universidades estatales. Es necesario dotarlas de los recursos para que cumplan su misión pública, garantizarles autonomía en su financiamiento y desde luego, autonomía en su forma de gobierno. Lo que hay en el proyecto presentado en ese aspecto -que incluye un excesivo número de directivos nombrados por el Ejecutivo- más parece un atentado contra la autonomía universitaria, contra el sentido mismo de una universidad.

Tampoco el proyecto gubernamental asegura a las universidades públicas financiamiento basal, sino que incluso plantea su disminución. No hace diferencias significativas entre universidades públicas y privadas. Habla de un sistema “mixto”, pero bajo una lógica que ha nacido de personas provenientes de universidades privadas, como consta en algunos documentos. Nosotros vemos necesario fortalecer la columna vertebral del sistema: las universidades del Estado, y eso incluye, desde luego, el financiamiento.

Dentro de eso es necesario cambiar el financiamiento a la demanda a uno por la oferta y desde ahí plantearnos la gratuidad para que llegue a ser universal, pero a partir de las universidades públicas, y con altas exigencias para quienes reciban recursos del Estado. Si nada se hace, o si se continúa en la línea de la reforma presentada, no se ve que se puedan solucionar los problemas. Al contrario, el peligro es que este “sistema” mercantil se tienda a consolidar.

Bélgica Castro, actriz fundadora del Teatro Experimental de la U. de Chile: “Desde mi balcón veo caminar a Chile”

La actriz más longeva de Chile, que ha participado en más de 100 montajes a lo largo de su carrera, dice no tener deudas con la vida ni sentir que la vida las tenga con ella. A sus 95 años y a punto de participar en el re-estreno de Pobre Inés sentada ahí, de Alejandro Sieveking, Bélgica Castro recuerda con nostalgia la ética de un Teatro Experimental en que todo tenía que salir perfecto, pues el respeto al espectador estaba antes que todo.

Por Ximena Póo | Fotografías: Alejandra Fuenzalida

“¿Sientes vértigo? Es que no a todos les gusta ver desde aquí; mira, mira hacia abajo, ¿lo sientes?”. Bélgica Castro se asoma a su balcón, el mismo que por décadas le da los respiros para seguir actuando con la rigurosidad asumida desde el primer día. Desde este balcón, el Cerro Santa Lucía y la Alameda de reojo permiten imaginar cómo se fue construyendo la República y cómo también se fue destruyendo. Desde aquí ella sintió el espanto, mientras bombardeaban La Moneda y salió con destino a Costa Rica, por más de una década. Asomada a este espacio, pequeño, pero con un cerro inventado por jardín, recobraría la esperanza.

En su departamento, donde comparte una vida larga de sesenta años con Alejandro Sieveking, todo es teatro y cada cosa se transforma en un artefacto dispuesto en función de una escena que ya cumple 95 años, la edad de Bélgica, fundadora del Teatro Experimental de la Universidad de Chile, que este año celebra 75 de vanguardia mientras busca reposicionar su historia y plantear su futuro al profundizar su posición crítica como Teatro Nacional Chileno.

Caballos de madera, gallinas de loza, pinturas y grabados, cristos sin cruces, giran en este espacio donde Bélgica recuerda su infancia en Temuco, sus estudios en el Instituto Pedagógico y cómo nunca llegó a hacer una clase de castellano porque el teatro de Pedro de la Barra la capturó para siempre. Vive sola con Alejandro y un gato, Alyosha Karamazov, que discrimina, dice ella, a quienes saben de gatos y a quienes no.

Bélgica ríe y mucho. Ya no tiene deudas con la vida y la vida no las tiene con ella. Hija de anarquistas españoles, mantiene intacta la vitalidad de los 20 años. No basta que ella lo diga, se nota y más a pocos días del re-estreno de un montaje escrito por Alejandro, Pobre Inés sentada ahí. La vida, bien lo saben ellos, es comedia y tragedia, todo en el mismo continente de horas que persigue el día. Lo saben porque hace poco han despedido a un amigo, el dramaturgo Juan Radrigán, homenajeado en octubre, con aplausos y conjuros.

“Pedro de la Barra era mi maestro y él, una persona muy seria, siempre nos decía que había que hacer lo mejor, todo perfecto, perfecto, porque el respeto al público estaba primero que todo. Nosotros sabíamos que era necesario hacerlo porque al salir del teatro la gente se llevaba algo, eran mejores que antes”, recuerda sobre los inicios del Teatro Experimental (que estrena su primera obra el 22 de junio de 1941).

Mario Cánepa recogió en su obra Historia de los teatros universitarios la visión que el mismo Pedro de la Barra, primer director del Teatro Experimental, buscaba transmitir: “El espectáculo teatral no es obra de uno como en la poesía o la novela. Intervienen directores, actores, autores, escenógrafos, electricistas, etc., también participa el público como materia importantísima. ¿Tenemos nosotros estos elementos? La respuesta sería están, existen, pero en potencia. Formémoslos, pero no haciendo trabajar mecánicamente a los aficionados en obras grotescas e insubstanciales que no estimulan la sensibilidad ni dejan enseñanza alguna. Se necesita gente nueva que recupere esta generación e inspirarla en valores de alta calidad estético-moral. Es preciso promover un sentimiento amplio y serio que no quede en el autor o el actor, sino que abarque los múltiples problemas del teatro”.

En el teatro-escuela experimentaban con autores de la talla de Stanislawsky, Piscator, Antoine y Copeau. Rescataban clásicos y la dramaturgia chilena, y los instalaban en medio de una sociedad que también experimentaba cambios. Junto a Bélgica, hace 75 años sus fundadores fueron, entre otros, Eloísa Alarcón, Chela Álvarez, José Angulo, María Cánepa, Abelardo Clariana, Héctor y Santiago del Campo, Edmundo de la Parra, Gustavo Erazo, Fanny Fischer, Enrique Gajardo, Héctor González, Kerry Keller, Hilda Larrondo, Luis H. Leiva, Jorge Lillo, María Maluenda, Coca Melnick, Moisés Miranda, José Ricardo Morales, Inés Navarrete, Óscar Navarro, Flora Núñez, Pedro Orthus, Oscar Oyarzo, Roberto Parada, Domingo Piga, Oreste Plath, Héctor Rogers, Agustín Siré, Rubén Sotoconil, Domingo Tessier y Aminta Torres.

“A una no le pagaban y sólo lo hicieron luego de tres años de trabajo, pero yo estaba fascinaba con el teatro, que antes de De La Barra no había hecho nunca. Yo aprendí a actuar con él y después me casé con Alejandro. Hacer teatro significaba aprenderse cosas de memoria y decirlas, y yo estaba tan contenta. Una se sentía muy comprometida, porque una, nos decía él, estaba mejorando a la que gente que nos veía. Y hasta el día de hoy lo único que hago es eso, teatro”, dice Bélgica, porque, agrega, “una tiene que tener consciencia de lo que significaba la obra para el público”.

Ella, con ese nombre único, ha sido marcada por el respeto a la dignidad de la condición humana. “Yo soy una persona de izquierda y teníamos que ser perfectos porque éramos corresponsables de quienes estaban mirando, y yo sigo igual, como siempre. A mí me hizo bien leer mucho desde niña, con dos hermanas más y un hermano. Mi papá le puso Floreal porque había nacido en primavera; yo crecí respetando a los pobres y rodeada de libros”, recuerda, y ambas nos quedamos mirando el caballo en el papel de Delia del Carril, la Hormiguita, que parece moverse en esta casa suspendida entre lo que fue y lo que viene.

“El golpe fue espantoso y nos fuimos. Pero nos fuimos paulatinamente, porque antes de Costa Rica pasamos por varios países. Allá fundamos el Teatro del Ángel. Fue una experiencia muy buena, porque para empezar no había ejército y eso me daba una gran felicidad. Pero decidimos volver porque este es nuestro país. Cada vez que volví la gente me abrazaba en la calle; es gente muy cariñosa y que recuerda”. Se hubiesen quedado en Centroamérica, pero ella decidió, atea por formación y convicción, creer en Chile. Y no volvieron a irse.

Respetar las palabras

Los clásicos españoles, especialmente La Casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca, la siguen conquistando, pero también Antón Chejov. No le gusta la televisión, la encuentra “demasiado fácil”, y por eso nunca aceptó un papel para la pantalla chica, pero sí para la grande y bajo la dirección de Sebastián Silva actuó en La vida me mata (2007) y Gatos viejos (2010), donde Silva trabajó con Pedro Peirano, periodista egresado de la U. de Chile.

Le gustó el cine y que esta última película se filmara en su casa. A cada uno de los visitantes cinematográficos los hacía probar el vértigo del balcón y la buena conversación junto al ritual del café. “Donde voy tengo una cosa de directora en la cabeza; no escribo, pero me gusta que los directores respeten lo escrito por el dramaturgo y que todos respetemos al público”, reconoce Bélgica, Premio Nacional de Artes de la Representación y Audiovisuales (1995), cuando reflexiona sobre su condición de trabajadora cultural.

Aquí es cuando las miles de imágenes que ella y Alejandro atesoran del teatro chileno comienzan a girar en medio de esa mezcla virtuosa que logra arte, sociedad, política. Una mezcla que no aturde, sino que más bien construye lucidez. Esas fotografías, como la de Bélgica con Salvador Allende captada mientras él era candidato a la presidencia, despuntan entre libros y colecciones que pueblan cada recorte del tiempo.

“Hasta que nos alcance la vida”, dice Alejandro antes de despedirnos. Y Bélgica ríe más fuerte con ojos y boca, porque alcanzará para mucho más, más obras, más vértigos negados, para más gatos y más Alamedas que, de reojo, desde aquí se puedan ver cubiertas de marchas ciudadanas. Porque, insiste Bélgica y miramos con ella, “desde mi balcón veo caminar a Chile”.