Por Manuel Antonio Garretón
Cuando abordamos la pregunta sobre qué Educación Superior queremos, hay que considerar que éste, es decir, el sistema de instituciones encargado de producir y reproducir el conocimiento; desarrollar la creación artística; desarrollar cultura en un nivel superior; formar profesionales, técnicos y académicos de la mayor calidad, debe siempre estar relacionado con un proyecto de sociedad.
A mi juicio este es un punto clave: entender que cuando hablamos sobre qué sistema de Educación Superior queremos, estamos pensando en qué sociedad queremos a partir de ciertas determinantes estructurales. No es lo mismo pensar un sistema de Educación Superior en una sociedad de un 60% de población agraria o campesina, o una sociedad industrial, o en una sociedad llamada del conocimiento.
Si uno se pregunta a qué tipo de sociedad aspiramos, más allá de las ideologías particulares, lo que queremos es una sociedad igualitaria, democrática, en que se constituyan actores sociales fuertes y en que el Estado tenga un rol dirigente, pero controlado por esa sociedad. Y ese es un marco de determinantes estructurales distinto al dictatorial que originó el sistema actual.
A partir de ello, frente a la pregunta precisa de qué hacer con el sistema de Educación Superior que hoy tenemos, hay básicamente tres grandes respuestas. Una, la propuesta por los sectores dirigentes del modelo actual, que plantean que “esto hay que mantenerlo”. La segunda respuesta es la reforma: “aquí hay que mejorar o reformar ciertas estructuras y, sobre todo, someter un sistema básicamente desregulado a mayores regulaciones”. La tercera propuesta es la que sostenemos en esta Universidad, que recuerda a la frase de Giorgio Jackson que después se hizo vox populi y sentido común: “no queremos mejorar el modelo, queremos cambiarlo”.
Si mantenemos los actuales principios en que se basa la estructura y funcionamiento de la Educación Superior, aunque se mejore la calidad, estaremos consolidando un modelo construido para una sociedad de desigualdad y no democrática. Y ése es el punto fundamental para juzgar, por ejemplo, temas como el de la gratuidad; usted puede dar gratuidad a todos y mantener el sistema actual, a través de la consagración de un derecho que puede olvidar que la educación no es sólo un derecho de las personas, sino una función de la sociedad, y esa función y tarea las debe garantizar el Estado.
Ello significa que el núcleo básico de la reforma de la Educación Superior es pasar de un sistema básicamente privado, basado en el mercado y en la competencia entre individuos e instituciones, a uno básicamente público. No se trata de consagrar la provisión mixta que hoy no existe en muchos campos de la Educación Superior, sino que junto a ello debe consagrarse el predominio de las instituciones estatales con un espacio regulado para las instituciones privadas.
Quisiera enunciar, sin poder fundamentar por razones de espacio, algunas conclusiones que se derivan de este núcleo básico de la reforma y que suponen un proceso gradual, pero con un claro horizonte en el mediano plazo.
En primer lugar debe aumentarse la oferta estatal en todos los niveles de la Educación Superior para hacerla predominante, ya sea expandiendo la matrícula, generando nuevas instituciones o adquiriendo privadas.
En segundo lugar hay que reformular las relaciones que estas instituciones tienen con el Estado, para facilitar en el marco de la autonomía de aquellas su contribución al desarrollo integral del país, lo que significa algo más que su fortalecimiento. Ello supone una institucionalidad y un sistema de coordinación entre éstas.
En tercer lugar, el aporte del Estado debe centrarse en el financiamiento basal de las instituciones estatales, y excepcionalmente contribuir con instituciones públicas no estatales cuya autonomía de cualquier poder, democracia interna y dirección de sus comunidades y calidad estén consagrados por ley, como ocurre con varias de las llamadas universidades tradicionales no estatales.
En cuarto lugar, en términos estrictos, sólo debe haber gratuidad universal para las instituciones estatales y, subsidiariamente, mientras no se llegue a un sistema de predominio de las universidades y de las instituciones estatales en que se asegure el ingreso a todos quienes quieran ingresar a ellas, el Estado puede financiar la gratuidad de la educación de los sectores vulnerables en las instituciones privadas. Asegurar la gratuidad universal permanente desde ahora en todas las instituciones privadas de la Educación Superior, sin el aumento sustancial de la oferta estatal, significa consolidar definitivamente el modelo heredado de la dictadura.
En quinto lugar, y haciéndome cargo de algunos planteamientos hechos en la Cámara de Diputados, hay que eliminar del sistema de Educación Superior cualquier idea de competencia entre universidades. Esto no es un mercado y no corresponde que las universidades públicas compitan con las universidades privadas, porque son proyectos de naturaleza diferente. Ello tiene al menos dos consecuencias. La primera refiere a la acreditación, en el sentido que no puede aplicarse el mismo sistema de acreditación en cualquier nivel a las instituciones públicas que a las privadas o a las universidades públicas. La segunda es que debe limitarse drásticamente la publicidad comercial de las universidades.