Se llega a serlo

Este pequeño texto lo escribí pensando en la disputa que se ha dado estas últimas semanas en relación a texto […]

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Misión, valores e institucionalidad de la educación pública

La educación, en especial la pública, es una materia que debiera siempre invitar a un debate nacional constructivo, de convergencia, de convicción de estar hablando de algo que está en la base del bien común de la sociedad. Que hoy nadie parezca sentirse cabalmente identificado con la nueva legislación universitaria es de por sí un indicador de un clima social alterado.

A las nuevas leyes se llega por un complicado proceso en el que participan el gobierno anterior, su oposición, el Tribunal Constitucional y las opiniones de diversos protagonistas. En general, los debates fueron más la expresión de intereses restringidos que la de asumir al sistema de educación superior en su conjunto desde la perspectiva de beneficiar a la sociedad. Esto no debiera resultar sorprendente en un contexto en que, ya por décadas, se han sobre enfatizado los aspectos mercantiles de la educación y se ha incentivado, muy equivocadamente, la rivalidad entre instituciones como supuesto motor de progreso.

Una cuestión principal para entender este debate es preguntarse en qué medida los distintos sectores políticos e ideológicos consideran a la educación pública una institución con la que se identifican, si la sienten como algo propio o, por el contrario, la ven como una alternativa ajena, incluso en la otra orilla.

Normalmente la educación pública ha sido altamente valorada de modo transversal por los impulsores de los más diversos proyectos de sociedad. Por ejemplo, una ideología que enfatice los derechos y las responsabilidades individuales, como lo hace el liberalismo, requiere de mecanismos por los cuales el potencial de cada persona pueda expresarse, independientemente de la capacidad económica o el contexto cultural de sus familias. En otro ejemplo, cuando algunos idearios políticos enfatizan la idea de Nación, sin duda la educación pública contribuye de modo irremplazable a la cohesión nacional, articulando los diversos segmentos sociales.

La universidad estatal se ha mantenido en Chile con muy altos estándares. El país debiera ser informado de lo que factualmente ha ocurrido en los ámbitos público y privado para poder evaluarlos y compararlos. Cuáles son las preferencias de los estudiantes expresadas al momento de postular. Cuáles son las tasas de retención, de graduación y de empleabilidad. Cuánto sabemos o podemos saber del destino de los fondos que cada universidad recibe, dudas que se han exacerbado tras el cierre de algunas universidades privadas. Qué universidades presentan políticas y resultados de inclusión social exitosos.

La lectura de un reciente informe, en el que se afirmaba que la política de gratuidad conllevaría a un incremento de ingresos para las universidades estatales y una disminución para las privadas, cambia totalmente de sentido cuando se considera que estas últimas tenían aranceles mucho más altos, diferencia imposible de atribuir a mayor calidad. Más aún, se ignora que parte de la mejoría de las estatales se debe a que estas subsidiaban a estudiantes de los deciles más bajos, lo que ahora es asumido por la gratuidad.

La propuesta de quitar el beneficio de gratuidad a quien se exceda del tiempo nominal de egreso y exigirle, así, que financie la mitad del arancel, parecería basarse en castigar por igual al estudiante y a la institución, en el supuesto que ambos han fallado. Este criterio ignora especificidades básicas del proceso educativo, pero, por sobre todo, ignora la idea de institución.

En Chile se han intentado naturalizar como verdades autoevidentes afirmaciones que trastocan el sentido de la universidad y la educación. Entre ellas están el hecho de entender la formación profesional como una transacción económica individual o de promover la segregación social a partir de la capacidad de pago de la escolaridad.

Una cuestión central a recuperar en la discusión de financiamiento de la educación superior es el de la institucionalidad. A las universidades públicas ha de pedírseles que cumplan su rol de formación de profesionales junto con labores de investigación, innovación y extensión en un contexto de pertinencia trascendente.

Una universidad es mucho más que un lugar donde individuos obtienen títulos. El Hospital Universitario forma especialistas esenciales, sin los cuales el país no tendría sistema de salud público ni privado. En la Universidad de Chile se cultivan las artes y se promueve la cultura desde sus museos, orquesta y ballet. La universidad no es simplemente un lugar donde ciertas personas se benefician educándose. Más bien es la relación inversa: para que esas personas puedan formarse, se requiere de instituciones con una historia a la vez propia e inserta en la generación, conservación y transmisión universal de conocimientos y saberes. Son esas instituciones las que el país debe defender, financiar, evaluar. Con ellas debe permanentemente conversar.

¿Puede un mundo infeliz contener tanta felicidad?

Cuando se les pregunta a los chilenos en las encuestas cuán satisfechos están con sus vidas, la mayoría suele evaluar mejor su situación personal que la de los demás. El abogado y político Fernando Atria explora esta contradicción en tiempos en que “ser feliz” o “ser infeliz” son dos condiciones que se han privatizado a tal punto, que el espacio para la política y la buena vida a la que ésta debería apelar se han ido desdibujando en el horizonte de la acción colectiva.

Por Fernando Atria | Ilustración: Fabián Rivas

Desde hace menos de una década, y en una multiplicidad de encuestas de distinto tipo, se ha observado algo que podríamos llamar una asimetría entre la primera y la tercera persona: los encuestados tienden a evaluar de mejor manera su situación personal que la del país. Para no ir tan lejos, en la última encuesta del Centro de Estudios Públicos (CEP), el 65% de los encuestados se declara satisfecho con su vida (califica su vida con 7 o más puntos, en una escala de 1 a 10 donde 1 es «Totalmente insatisfecho» y 10 es «totalmente satisfecho»). Pero cuando la pregunta es cómo el encuestado cree que está “el resto de los chilenos”, sólo el 19% los cree satisfechos, atribuyéndoles al menos un puntaje 7. La encuesta del CEP registra esta diferencia desde 2014.

La explicación estándar que dan los comentaristas oficiales es que el juicio sobre la situación personal es el verdadero, el genuino, y el referente al resto de los chilenos es falso. Un ejemplo reciente de esto es una columna de Eugenio Tironi, que el 9 de julio explicaba en El Mercurio que “bombardeada sistemáticamente por el catastrofismo de los núcleos dirigentes, la población termina por contagiarse, al menos en lo que respecta a su visión del país, no así en la percepción que tienen de su vida íntima”. La prioridad de la respuesta en primera persona se explicaría porque se asume que la pregunta es la misma, y la respuesta entonces mostraría la diferencia entre un testigo presencial y uno de oídas. Como en principio el primero es más fiable que el segundo, parece razonable concluir que el juicio personal sería el correcto, y el juicio sobre los demás sería el tergiversado, manipulado, errado.

Esta explicación descansa irreflexivamente en ciertos supuestos no analizados. El primero es, de hecho, completamente infundado. Chile no es precisamente un país en el que el poder mediático esté en manos de los críticos del modelo neoliberal. Si los ciudadanos son mediáticamente “bombardeados” por algo, es por un discurso que enfatiza el extraordinario desempeño económico de Chile en los últimos 30 años, su diferencia con los otros países de América Latina o la “seriedad” de su clase dirigente (con la excepción, claro, del gobierno de la Nueva Mayoría). No es que no exista un discurso crítico cuya significación ha aumentado en los años recientes: de hecho, ha ido aumentando más o menos en el mismo período en que comienza a ser notada la asimetría que comentamos. Pero en las condiciones de la comunicación política realmente existente en Chile es totalmente injustificado asumir que el ciudadano está expuesto de manera sistemática y unilateral a un discurso catastrofista, que además sería capaz de afectar considerablemente las opiniones de las personas a pesar de ser ficticio.

El segundo supuesto irreflexivamente asumido ya ha sido mencionado: se trata de la misma pregunta, diferenciada sólo por los sujetos referidos (uno mismo/los demás). Pero esto es insostenible. Al momento de responder en primera persona, el encuestado recordará, según el caso, la última vez que su hija le sonrió o la cena familiar o una reunión con sus amigos. Es humano tomar en cuenta una lealtad afectiva, por decirlo de algún modo, con los amigos, los hijos o los familiares, que hace que cuando el encuestado deba calificar su satisfacción con la vida, otras cuestiones —como su pensión de pobreza o la cola en el consultorio— deban ser tratadas como secundarias. Quizás algo de esto se manifiesta en el hecho de que “infeliz” no es el antónimo de “feliz”. Toda esta dimensión queda radicalmente excluida cuando la pregunta es por la vida de los demás. Es evidente que no se trata de la misma pregunta.

En nuestro caso hay una dimensión adicional, que contribuye a explicar que la asimetría que estamos comentando sea especialmente observada en nuestro tiempo. Se trata de un tiempo que se caracteriza por dos ideas. La primera es una desesperanza aprendida: hoy los chilenos han asumido que no sirve mirar a la política como una actividad donde reside la esperanza de una vida distinta. Que existe un sistema educacional que para muchos no abre, sino cierra posibilidades; que hay un sistema de pensiones que significa pobreza para los pensionados, pero utilidades enormes para las AFP; sin olvidar que las largas colas y listas de esperas en la salud pública y las alzas de planes por las que las Isapre han sido condenas más de un millón de veces durante una década no son cuestiones que puedan ser enfrentadas políticamente. Estas dimensiones de la vida social no son vistas como abusos o injusticias que pueden ser encaradas mediante la acción colectiva, sino que son entendidas como parte del mundo natural.

Ahora bien, si son parte del mundo natural, frente a ellas la actitud virtuosa no es resistencia ni rebelión, sino resiliencia (una palabra que no estaba en el diccionario antes de 2014: nótese la sumatoria de coincidencias temporales). Porque la resiliencia, como ha notado perceptivamente el sociólogo alemán Wolfgang Streeck, “no es resistencia sino ajuste adaptativo, más o menos voluntario. Mientras más resiliencia logren desarrollar los individuos en el micronivel de la vida diaria, menos demanda habrá por acción colectiva en el macronivel para contener las incertezas producidas por las fuerzas del mercado”. La observación de Streeck implica también su recíproca: mientras menos fe haya en la acción colectiva en el macronivel, más presión habrá por resiliencia en el micronivel.

Vistas así las cosas, cuando al encuestado le preguntan, por ejemplo, cuán satisfecho está con su vida, el sentido que tiene la pregunta es si es un individuo resiliente, capaz de adaptarse a las circunstancias adversas con las que se encuentra o es, por otro lado, un perdedor que se queja. Para ponerlo en un lenguaje que hoy resulta fácil de entender, es evidente que al responder esa pregunta tiene un conflicto de interés. Pero cuando la pregunta es por cuán satisfechos están “los demás” con su vida, ese conflicto de interés desaparece y puede dar la respuesta que es a su juicio verdadera.

Entonces, el sentido de la asimetría aquí comentada es exactamente el contrario del que le atribuyen los comentaristas habituales. No hay nada raro en que en estas materias las cosas sean al revés de lo que una impresión superficial indica. Aunque hay muchos problemas con el viejo sentido marxista de “ideología”, algo de verdad queda en la noción de que la realidad aparece a veces invertida; de que las personas y sus relaciones nos aparecen colocados boca abajo, como en una cámara oscura.

En carne propia, de Alessio Cremonini

Por Francisco Papa Fritas

Esta película italiana, estrenada en 2018 y basada en hechos reales, relata la desgarradora historia del joven romano Stefano Cucchi, y el cruento trato carcelario y médico que padeció estando preso, tras ser detenido en un control rutinario en el que le encontraron 21 gramos de hachís. La cinta nos hace entrar en la piel del protagonista y en su profundo miedo a un sistema donde él jamás tendrá la razón, donde la verdad es relativa a la autoridad y a su poder. Cuchi encarna el sufrimiento físico causado por un sistema que se ensaña con su cuerpo, abatido por los golpes y la tortura. En 2009, mismo año en que se desarrolla la historia, se registraron 145 muertes en cárceles chilenas, una cifra que demuestra que En carne propia no es un retrato lejano, sino una realidad transversal y cotidiana de las cárceles en el mundo. Chile no está exento de esa violencia sistemática. Podríamos tener muchos Stefano Cucchi entre el silencio de los muros y barrotes de nuestro país.

[En carne propia, de Alessio Cremonini. Italia, 2018. En Netflix]

The Handmaid’s Tale, tercera temporada

Lo que hace The Handmaid’s Tale es distanciarnos del funcionamiento de las cosas y mostrarnos cómo el papel de la mujer es minimizado en muchos aspectos dentro de la sociedad. Se piensa que la violencia hacia nosotras es solo física, pero hay muchas otras maneras ejercerla. 

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Palabra de Estudiante. Recuperar el feminismo para rearticular el movimiento social por la educación

2018 dejó postales que pasarán a la historia. El Mayo feminista remeció todo y fue el escenario principal de una revuelta contra las instituciones educacionales en la que estudiantes, profesoras, académicas, trabajadoras y disidencias sexuales pasaron al frente para denunciar el sexismo, la heteronormatividad y la violencia de una educación a la medida del mercado, profundizando un proyecto alternativo impulsado desde el movimiento social que buscó introducir y relevar cuestionamientos, reflexiones y discusiones en torno a una educación no sexista.  

Todo este proceso dio gran visibilidad al feminismo, que con su amplitud de nociones volvió a circular en el debate público. Sobre todo, significó un momento de acumulación de fuerzas para el movimiento feminista, que hace años venía trabajando su rearme tras un largo silencio, al alero, principalmente, de la lucha contra la violencia en sus manifestaciones más brutales, como el acoso, el abuso y la violencia sexual. En este caso particular, al interior de las instituciones educacionales, que por sus estructuras poco democráticas, sus currículum sexistas y sus dinámicas de exclusión de las disidencias sexuales se convirtieron en espacios propicios para el abuso de poder y la reproducción de un orden social basado en la división sexual del trabajo, la heterosexualidad obligatoria y la desigualdad. 

La huelga feminista del 8 de marzo pasado también fue un momento de gran avance para las feministas, quienes dieron un claro mensaje en las calles a los sectores que negaban el movimiento y su potencia, y marcaron, a su vez, una importante distancia con el gobierno, que desde el Ministerio de la Mujer y la Equidad de Género llamaba a no manifestarse. Esto creó más certezas todavía de que el feminismo llegó a la política para quedarse y para ser una perspectiva esencial a incorporar en todo proyecto alternativo de sociedad. Más aún, se perfiló como la posibilidad de rearticulación de la oposición al avance de la ultraderecha y la condición para consolidar una fuerza capaz de dirigir un proceso de transformaciones para terminar con la precarización de la vida en el modelo actual. Sin duda, para este hito fueros esenciales tanto lo ocurrido en 2018 como las trincheras que ganamos. 

“Para fomentar el debate, debemos retomar demandas que ya han sido expresadas en las calles, como la democratización del curriculum educativo, una educación sexual integral y un enfoque feminista para combatir el auge de la violencia y la discriminación”.

Sin embargo, y sin perjuicio de la amplitud social inusitada que ha alcanzado el feminismo, este año nuevamente vemos la ausencia de nuestras perspectivas en las movilizaciones sociales que protagonizan el debate y son puntal de las fuerzas de cambio. Una vez más pareciera que la irrupción feminista fue un paréntesis en la historia y que todo el peso de la restauración conservadora se abalanza sobre nosotras, ahora no sólo de parte del conservadurismo y la derecha, sino también desde el interior de los movimientos sociales. 

El escenario actual del conflicto educacional en Chile sirve de ejemplo. La movilización docente, que ha tenido un rol protagónico en la oposición social al gobierno este año, con demandas justas para las y los profesores de Chile, está llena de entusiasmo, creatividad y fuerza, pero ha carecido de una perspectiva feminista, cuestión que llama la atención, pues se trata de un gremio altamente feminizado, donde alrededor de un 75% del total de profesores son mujeres, según cifras de la Red Docente Feminista, y las educadoras parvularias y diferenciales se acercan al 96%, de acuerdo a datos del Mineduc. Pese a esto, hemos visto una carencia de vocerías ostentadas por mujeres, una falta de visibilidad de dirigencias y organizaciones feministas y de las disidencias sexuales dentro del gremio, y más importante aún, una ausencia de las demandas y del programa que el movimiento feminista instaló en materia de educación, lo que preocupa de sobremanera, pues en caso de no conquistar esas demandas se mantendría la desigualdad salarial y la discriminación a las docentes, al no ser reconocidas en las mismas condiciones que el resto.  

Por otra parte, el conflicto de las y los estudiantes secundarios relativo a la violencia en las instituciones educacionales también requiere con urgencia una lectura feminista: para combatir la violencia no bastan las sanciones, se necesita educación para transformar las comunidades y una democratización radical para que en la resolución de conflictos no medie el abuso de poder. Hasta ahora, la respuesta del Mineduc ha sido calificar a los estudiantes de “delincuentes” o “violentistas”, sobre todo en liceos de varones, reproduciendo estereotipos machistas y de clase sin resolver los problemas de fondo ni en la educación ni en las formas de relacionarse al interior de las comunidades educativas, centrando el foco, además, en algunos establecimientos —los llamados “emblemáticos”— de forma tendenciosa e ignorando el abandono y la precarización de la educación a la que acceden las mayorías sociales en todos sus niveles. 

Para enfrentar este escenario complejo se necesita rearticular el movimiento feminista en la lucha educacional, ya que ha mostrado ser una de las expresiones más masivas del movimiento social en el último tiempo. Se necesita una fuerte oposición social y política anclada en la perspectiva feminista para enfrentar un ciclo de avance de la ultraderecha, el empresariado y el conservadurismo, que buscan consolidar y ampliar aún más un modelo educativo que excluye y discrimina por origen, género, orientación sexual y nivel socioeconómico, extinguiendo lo poco que tenemos de educación pública.  

Para fomentar el debate y orientar este ciclo político que viene, debemos retomar demandas que ya han sido expresadas en las calles, como la democratización del curriculum educativo, una educación sexual integral y un enfoque feminista tanto para combatir el auge de la violencia y la discriminación, como para reconocer a las profesoras diferenciales y parvularias como parte del gremio. Esperamos que este segundo semestre podamos volver a las calles, porque se necesita de forma urgente una educación feminista y disidente.