Plurinacionalidad y autodeterminación de los pueblos

Por Claudio Alvarado Lincopi | Fotografías: Alejandra Fuenzalida

Hay tres temporalidades que con mucha claridad han sido impugnadas durante el último mes de movilización. Cada una de ellas, entremezcladas y articuladas, habla de nudos históricos que buscan ser desatados por tiempos y subjetividades negadas en la gestación de los vínculos de la comunidad política que es Chile.

Las dos primeras temporalidades que más visibilidad tienen son el pacto del año 88 y el golpe del 73. Cada una de ellas, en su particularidad y acopladas, representa los cerrojos del modelo neoliberal y de la democracia autoritaria. 1973 es la fractura histórica que permitió el asentamiento de un modelo económico de inagotable privatización: el agua, las pensiones, la educación, la salud, casi la vida entera comenzó a quedar regulada por los vaivenes del mercado. No es que todo haya ocurrido en el 73, pero su peso y densidad histórica fue la que contaminó el modelo de desarrollo instalado hasta hoy en el país.

Desde el mismo lugar, el pacto del 88, fundado en el plebiscito del Sí y el No, gestó otro amarre que hoy se busca desatar. La “democracia de los acuerdos” profundizó un tipo democrático profundamente clausurado para los movimientos sociales, donde la participación se resumió al voto, bloqueando cualquier capacidad deliberativa desde los territorios y los pueblos.

“La reivindicación de la wenufoye y la whipala, junto con los hechos de desmonumentalización de figuras icónicas del colonialismo español y republicano, son manifestaciones de un malestar identitario, de una congoja en la configuración de la subjetividad nacional”.

Así las cosas, desde el 18 octubre se viene tensionando el modelo de desarrollo neoliberal y la democracia autoritaria, como sedimentaciones de las temporalidades 1973 y 1988. Ahora bien, hay un tercer tiempo histórico, de mayor densidad, que las movilizaciones han puesto en querella: la larga continuidad colonial. La reivindicación de la wenufoye y la whipala, expresiones simbólicas del pueblo mapuche y los pueblos andinos, respectivamente, junto con los hechos de desmonumentalización de figuras icónicas del colonialismo español y republicano, son manifestaciones de un malestar identitario, de una congoja en la configuración de la subjetividad nacional, de una crisis que busca socavar una herida de profundidades centenarias.

Es que la comunidad política que es Chile se fraguó bajo un principio identitario que ubicó como intereses superiores de la nación aquellos que eran particulares de las elites eurocentradas. Lo nacional chileno se construyó bajo un relato patrio profundamente utilitarista y antropocéntrico, donde el eje hegemónico de la nación quedó enclaustrado en una percepción del bienestar como maximización económica, donde la naturaleza fue establecida únicamente como recurso, y los territorios (sus pueblos y ambientes) puestos como material para la conquista de los fines elitarios.

Esta trama nacional fue el epítome de un proyecto civilizatorio sustentado ideológicamente en la blanquitud. El barroquismo societal fue reducido a una proyección monocromática, profundamente homogeneizadora bajo el espectro de nuestras elites blanquecinas. Fueron ellas los que definieron el eje hegemónico de la comunidad política nacional. Así, los diversos horizontes históricos que llevan otras formas de gobernanza, disidentes percepciones epistemológicas y herejes concepciones éticas, fueron clausurados del relato nacional.

Y es esta densa temporalidad, refundada y en permanente actualización desde el siglo XIX, la que denominamos larga continuidad colonial. El procedimiento de glorificación y anulación obedece a un viejo patrón colonialista: son determinadas vidas, cuerpos y saberes los que engloban los caminos aceptables y honoríficos de la comunidad política, mientras que otras vidas, cuerpos y saberes son edificados como salvajes, inferiores, no capacitados. Los otros de la nación no tienen cabida, sus racionalidades son relegadas, y aquí yacen las vidas indígenas y afrodescendientes, pero también las biografías mestizas y empobrecidas, ese Chile que reivindica el bastión nacional, pero desde una trayectoria disonante a las fórmulas esgrimidas por las elites.

“¿Qué racionalidad y concepción de bienestar se pondrán en debate en este Chile del siglo XXI que se abre ante un proyecto hidroeléctrico o ante un monocultivo de gran extensión? ¿Será únicamente la visión utilitarista y antropocéntrica que ha dominado el debate sobre los intereses superiores de la nación?”.

Y desde esta fractura temporal emerge la plurinacionalidad como escenario y posibilidad. El repertorio de acción desmonumentalizador y la reivindicación de los emblemas indígenas es un reconocimiento de facto de aquellas otras racionalidades que cohabitan Chile, este es el escenario, y desde allí emerge una potencia utópica, una posibilidad que se erige desde una presumible cohabitación abierta al contacto, a forjar un nuevo universalismo sostenido en el abigarramiento societal, renunciando al monocroma eurocéntrico, provincializando Europa, manchándolo de otras trayectorias históricas y divergentes racionalidades. Plurinacionalidad como el reconocimiento de diferentes modos de concepción del bienestar común conviviendo al interior de la misma comunidad política. En este plano, ¿qué racionalidad y concepción de bienestar se pondrán en debate en este Chile del siglo XXI que se abre ante un proyecto hidroeléctrico o ante un monocultivo de gran extensión? ¿Será únicamente la visión utilitarista y antropocéntrica que ha dominado el debate sobre los intereses superiores de la nación? ¿O podremos también poner en la mesa las expresiones cosmogónicas de los pueblos indígenas y las éticas socioambientales que promueven los derechos intrínsecos de la naturaleza? Es esta tensión, la concepción del vínculo humano-naturaleza es quizás la más gráfica para pensar los alcances de la plurinacionalidad, pero, ineludiblemente, debe ser traducida a toda la vida social: educación, salud, habitares colectivos en el medio rural y urbano, etc.

Ahora bien, esto no se trata únicamente de disputas epistemológicas, de divergentes gestaciones narrativas sobre el mundo común, sino que se trata de poder. No es sólo reconocer la existencia de otras formas de comprensión de la realidad, sino entender que aquellas formas puedan convivir de modos simétricos, dado que hoy cohabitan jerárquicamente. Por ello la plurinacionalidad está inevitablemente atada al derecho de la autodeterminación de los pueblos y territorios. Así, la descentralización y gobernanza desde zonas ecológicas e identitarias como horizonte libredeterminista en el marco de la plurinacionalidad, puede ser entonces una propuesta concreta desde los pueblos indígenas para todo el territorio chileno. ¿Acaso los habitantes de Petorca, de Quinteros, de Chiloé, de Aysén o de la población Lo Hermida no encuentran también urgente participar de manera contundente en el devenir de sus territorios? Autodeterminación como profundización de la democracia y plurinacionalidad como convivencia de racionalidades y horizontes históricos.

En fin, en esta imaginación plurinacional caben todos bajo la posibilidad de construir una comunidad política unificada y heterogénea, democrática y descentralizada, que supere por fin las viejas tradiciones decimonónicas para entrar de lleno al siglo XXI, que abraza universalismos contradictorios, unicidades heterogéneas, abigarramientos societales que sepultan el blanqueamiento homogeneizante, el centralismo asfixiante y la violencia monocultural. Debemos avanzar hacia la antropofagia cultural como nuevo horizonte universal.

Rescatando la seguridad social

Por Andras Uthoff

Quienes en 1990 recuperaron la democracia y sus instituciones, prometieron la alegría administrando un modelo económico que traía enraizada una tremenda omisión. Uno que privilegiaba el mercado y relegaba al Estado a un rol exclusivamente subsidiario. Un modelo que prometía alcanzar el desarrollo del país sin seguridad social. Esto les impidió cumplir con sus promesas.

El mercado no vela por la protección social. No provee los servicios en cumplimiento de los derechos sociales de aquellos habitantes del país que no tienen la capacidad para comprarlos. No genera seguridad social,entendida como la provisión de medidas públicas destinadas a evitar privaciones económicas y sociales que, de otro modo, ocasionarían la desaparición o una fuerte reducción de los ingresos por causa de enfermedad, maternidad, accidente del trabajo o enfermedad laboral, desempleo, invalidez, vejez y muerte. Esto también abarca la protección en forma de prevención y asistencia médica y de ayuda a las familias con hijos.

La seguridad social se hizo desaparecer con tres medidas implícitas de la dictadura y su Constitución. Primero, la cotización que trabajadores y empleadores aportaban por trabajar e ingresaban a cajas donde el Estado actuaba en calidad de patrocinador, se transformó en una cuota de ahorro de propiedad exclusiva del trabajador y que obligatoriamente se debía depositar en administradoras de fondos de pensiones (AFP) con fines de lucro. Segundo, el empleador se eximió de contribuir al sistema, excepto por una pequeña prima para un seguro de invalidez. Tercero, el Estado asumió el financiamiento del costo fiscal de transitar desde un sistema de reparto a uno de capitalización en cuentas individuales, y se comprometió a regular y supervisar una industria de administradoras de fondos de pensiones.

El derecho previsional asociado al trabajo se cambió por un derecho previsional asociado a la capacidad de ahorro individual de cada trabajador. El trabajador pasó a ser el único responsable de su futuro previsional y mutó desde un ciudadano con derechos a un consumidor de servicios financieros, a merced de una industria a la que se enfrenta con completa indefensión y asimetría de información. Terminó siendo el único responsable de gestionar riesgos que estaban fuera de su control, como son aquellos asociados a la falta de oportunidades de empleo, la caída en la rentabilidad de los fondos y el aumento de la longevidad.

“El mercado no vela por la protección social. No provee los servicios en cumplimiento de los derechos sociales de aquellos habitantes del país que no tienen la capacidad para comprarlos”.

La realidad se impuso a la doctrina. Ya en 2006, las autoridades detectaron que la mitad de los adultos mayores habrían transitado a lo largo de todo su ciclo de vida activa en condiciones de vulnerabilidad y sin capacidad de ahorro. La reforma de 2008 de la Presidenta Michelle Bachelet vino a suplir esta deficiencia con la creación del Pilar Solidario, que ofrecía dos garantías financiadas con impuestos generales. Una Pensión Básica Solidariapara quienes no habían tenido posibilidad de ahorro, y un Aporte Previsional Solidario para quienes habrían ahorrado poco. Sin embargo, dado el carácter subsidiario asignado al rol del Estado, sólo eran garantías para aquellos que, teniendo malas pensiones autofinanciadas, podían demostrar pertenecer al 60% de la familias más pobres. Las prestaciones no constituían un derecho, sino un subsidio focalizado, el cual se otorgaba bajo medidas tecnocráticas de disciplina fiscal e incentivos al ahorro.

La realidad resultó ser más dura aun. Cuatro argumentos bastan para ilustrarlo.

Crédito: Felipe Poga

Primero, los parámetros bajo los que se diseñó el sistema quedaron rápidamente obsoletos. Tanto los ingresos imponibles de los trabajadores como la tasa de cotización del 10% sin aportes patronales, la frecuencia o densidad de cotizaciones con que un trabajador aportaba al sistema debido a la vulnerabilidad en el mercado de trabajo, y la rentabilidad de los fondos de pensiones que convergieron a niveles internacionales, resultaron bajos. Lo que sí aumentó fue la longevidad. Por ende, no era posible que los trabajadores autofinanciaran sus pensiones por sus propios medios.

Segundo, el sistema jamás se adaptó a las características del mercado de trabajo chileno y ha sido incapaz de generar incentivos o superar las limitaciones para que los trabajadores independientes, aquellos a honorarios, con subcontratos y los trabajadores informales coticen en el sistema.

Tercero, el sistema ha carecido de legitimidad en tanto los dueños del ahorro previsional —que son los trabajadores— no tienen ninguna injerencia en la administración de sus fondos. Deben aceptar las regulaciones y supervisiones del gobierno y la gestión de las administradoras de fondos de pensiones, donde no tienen representantes en los directorios.

“La situación en Chile debiera servir de lección al mundo. El mercado no puede suplir a la seguridad social y el desarrollo no puede prescindir de ella”.

Finalmente, al sistema le faltan piezas. Omite la realidad de toda una generación que ya vivió su ciclo de vida activa sin haber ahorrado lo suficiente. Esta generación debió pagar el costo de la transición. Además de financiar sus pensiones, debieron financiar con sus impuestos aquella de quienes permanecieron en el sistema antiguo y las de las Fuerzas Armadas. Es la misma generación que sufrió las consecuencias de la crisis de la deuda por el mal manejo económico de las autoridades y debió laborar en programas de empleo de emergencia (Pem) y en programas de ocupación para jefes de hogares (Pojh). En definitiva, una generación que merece la construcción de un pilar. Uno que los compense mediante ingresos generados hoy, un pilar de reparto solidario y redistributivo, no puramente asistencial.

La situación en Chile debiera servir de lección al mundo. El mercado no puede suplir a la seguridad social y el desarrollo no puede prescindir de ella. El mercado no implementa solidaridad, es miope, y en el caso chileno, dominado por industrias lucrativas que no se ocupan de la gente, no provee los mecanismos públicos para derechos sociales si estos no se expresen en capacidad de compra. Respecto al sistema previsional chileno, haberlo dejado en manos del mercado y una regulación inapropiada, descuidó sus parámetros, su necesaria adaptación a las diferentes condiciones laborales de los trabajadores, su legitimidad y su capacidad de redistribuir y compensar.

Existen argumentos suficientes para ir en rescate de la seguridad social en Chile.

DD.HH. en Chile: no son los 10 días del Estado de Excepción, son los 30 años de degradación de un ideal común

Por Claudio Nash

La trágica experiencia de las violaciones de los derechos humanos (DD.HH.) durante la dictadura cívico-militar generó un acuerdo político y social sobre su centralidad en el diseño de la convivencia democrática y un compromiso explícito con el Nunca Más al terrorismo de Estado.

Estos parecían ser acuerdos profundos en la sociedad chilena, pero los años fueron demostrando su fragilidad.

Desde el retorno de la democracia comenzó un lento pero persistente proceso de degradación de la centralidad de los DD.HH. como base de la convivencia democrática. Así, los “límites de lo posible” en materia transicional y los cerrojos constitucionales para satisfacer derechos económicos, sociales y culturales fueron generando un escenario donde el acuerdo sobre los DD.HH. dejó de ser un espacio compartido, para transformarse en un campo de disputa y controversia.

En dicho contexto, la crisis de DD.HH. que vive el país desde el 18 octubre no es un paréntesis histórico lamentable e inexplicable, sino que es la consecuencia del proceso de degradación del acuerdo sobre derechos fundamentales en Chile. El estallido social dio cuenta, precisamente, de la insatisfacción ciudadana con un modelo económico que no resguarda derechos económicos y sociales; reveló evidentes déficits democráticos que no generaban espacios de participación real; y evidenció el desmantelamiento de las formas asociativas tradicionales (sindicatos, colegios profesionales, organizaciones estudiantiles) y la falta de credibilidad a las instituciones políticas (partidos, Parlamento).

“La crisis de DD.HH. que vive el país desde el 18 octubre no es un paréntesis histórico lamentable e inexplicable, sino que es la consecuencia del proceso de degradación del acuerdo sobre derechos fundamentales en Chile”.

Por otra parte, la respuesta gubernamental ante la protesta ciudadana ha generado una crisis de DD.HH. inédita en democracia, pero que ya venía dando señales preocupantes en el último tiempo. En efecto, desde hace décadas venía desarrollándose un contexto de violencia estatal que se fue normalizando y no tuvo respuestas efectivas que permitieran prevenir la actual crisis. Algunos ejemplos pueden ser de utilidad para aclarar el punto.

Un primer ejemplo es la violencia constante y creciente contra el pueblo mapuche. La militarización de la respuesta estatal ante sus demandas tuvo su expresión más evidente en el asesinato del comunero mapuche Camilo Catrillanca y la tortura de un niño de 15 años que lo acompañaba. En este caso concurren los principales elementos que hoy aquejan al país: fuerza desmedida y criminal por parte de Carabineros, intentos destinados a ocultar la verdad de lo sucedido, creación de un ambiente que permitiera la impunidad, falta absoluta de responsabilidades de mando y políticas.

Un segundo ejemplo es la creciente violencia en contra del movimiento estudiantil secundario ante demandas de mejoras en materia de calidad de la educación. Durante todo el 2019 se llevó a cabo un verdadero laboratorio de lo que ha sido la respuesta social ante la legítima protesta ciudadana: énfasis en los hechos de violencia, uso indiscriminado de la fuerza represiva (uso de gas lacrimógeno, violencia física, psicológica y sexual), afectación del derecho a la educación e incapacidad de aislar y sancionar a quienes incurrían en actos violentos.

Finalmente, una muestra de cómo se horadó el acuerdo del Nunca Más son los retrocesos en el ámbito de la justicia transicional. Si bien el país había podido avanzar en materia de verdad, la justicia comenzó a abrir profundas grietas por donde la impunidad fue consolidándose, y, lo más grave, se dio amplio espacio a discursos que buscaban justificar o contextualizar las graves violaciones a los DD.HH. ocurridas en dictadura.

En este escenario ya no parece ni tan extraordinario ni tan inexplicable que la respuesta frente a las movilizaciones ciudadanas diera paso a un cuadro de graves, masivas y sistemáticas violaciones de derechos humanos.

¿Es posible que el acuerdo parlamentario para iniciar un proceso constituyente sea un punto de inflexión para los DD.HH. en Chile? La respuesta a esta pregunta dependerá de tres cuestiones: la respuesta ante las graves violaciones de estos; el rol que cumplan en el procedimiento del nuevo acuerdo constitucional; y, sobre todo, la forma en que estos derechos serán incorporados en la Constitución.

“El proceso de degradación de la centralidad de los DD.HH. que se ha dado en nuestro proceso post dictadura ha tenido su expresión más brutal en la violencia ejercida por el Estado contra la población movilizada en 2019”.

En primer lugar, frente a las violaciones de DD.HH. que se han producido en Chile debe haber verdad, justicia e íntegra reparación a las víctimas. Chile no resiste un nuevo proceso de impunidad y olvido.

Segundo, el proceso constituyente debe dar plenas garantías de expresión ciudadana (derecho de reunión y expresión), participación sin discriminación (medidas de acción afirmativa respecto de grupos en situación de discriminación) e información completa, oportuna y veraz a la población para que esta decida y apruebe el nuevo texto constitucional.

Finalmente, la legitimidad sustantiva del nuevo acuerdo constitucional estará dada por ciertos mínimos. La forma en la que la Constitución resuelva la relación del derecho internacional de los derechos humanos con el derecho interno o los principios constitucionales que uniforman las bases de la institucionalidad son cuestiones esenciales para un diseño institucional basado en los DD.HH. Asimismo, hay temas en los que la Constitución no parte de una “hoja en blanco”, sino que tienen una base mínima en los compromisos internacionales del Estado (catálogo de derechos y la protección de estos). Asimismo, se deberá resolver la forma en que los órganos del Estado estarán vinculados con la protección de los DD.HH., aspecto que hasta hoy ha estado ausente de los diseños constitucionales del país.

En definitiva, el proceso de degradación de la centralidad de los DD.HH. que se ha dado en nuestro proceso post dictadura ha tenido su expresión más brutal en la violencia ejercida por el Estado contra la población movilizada en 2019. El proceso constituyente, junto a la respuesta ante las demandas sociales, son una oportunidad para un nuevo pacto político y social que esta vez sí se sustente en un acuerdo profundo sobre los derechos humanos.

La crisis desde la mirada larga de la Historia

Con distintos énfasis, Azun Candina y Fernando Pairican, doctores en Historia y académicos de la U. de Chile y la Usach, respectivamente, parecen coincidir en una de las consignas con las que inició el movimiento social el 18 de octubre de este año: “no son 30 pesos, son 30 años”. Y quizás más, muchos más. La especialista en historia de las clases medias y el investigador del Centro de Estudios Interculturales e Indígenas se refieren en esta entrevista a los detonantes y a potenciales salidas para la crisis.

Por Jennifer Abate y Evelyn Erlij

Varios representantes del mundo político han dicho que nadie fue capaz de ver que esta crisis venía. Sin embargo, en 2017 Azun entrevistaba, para la revista Palabra Pública, al Premio Nacional de Historia Julio Pinto, quien advirtió: “hay una noción de que para que un Estado pueda existir y seguir funcionando debe contar, al menos, con el consentimiento de aquellos a quienes gobierna. Cuando la población o la sociedad deja de sentir que eso está ocurriendo, el Estado, el régimen político pierde legitimidad y creo que eso es lo que estamos experimentando hoy en Chile”. ¿Por qué creen que los tomadores de decisiones eligieron no ver lo que venía?

Azun: los estallidos sociales no tienen fecha agendada, pero lo que está ocurriendo no es ni inexplicable ni irracional ni imposible de prever. Si uno ve la gran movilización por la educación pública, la de los pueblos originarios, la del movimiento No+AFP, la del movimiento Andha Chile, se podría decir que todas involucraban una crítica de fondo a un modelo individualista, agobiante, subsidiario y no solidario, y todas apuntaban a lo que vemos ahora como la gran propuesta de esta movilización: un nuevo marco constitucional, un pacto diferente con el Estado y políticas públicas solidarias y redistributivas.

Fernando: uno no podía señalar cuándo iba a ocurrir esto, pero sí podía darse cuenta de que algo no estaba siendo normal, había síntomas de descontento. Para mí, lo más interesante de esto es la capacidad de las personas de autogobernarse inmediatamente y organizarse en sectores barriales, estudiantiles o del trabajo, lo que habla de una experiencia social acumulada y la capacidad de organizarse rápidamente para poder afrontar lo que está sucediendo. Lo que uno puede ver es que hay un cambio de lógica política: vas a la Plaza Italia y ya no vas a ver los escenarios con los líderes, eso ha cambiado.

—En esta lógica de movilización que no responde a una articulación tradicional, ¿quién canaliza las demandas?

Azun: una de las cosas que más me conmueve, que en lo personal me hace sentir parte de este movimiento y que me encanta de él es que no es de líderes personalistas, líderes carismáticos, líderes que encarnan todas las aspiraciones del pueblo. ¿Dónde está el líder acá? Somos todos líderes. Esta es una movilización que demuestra que la sociedad civil y sus organizaciones, tanto a nivel local, regional, de los distintos segmentos de la sociedad, estudiantes, barrios, la gente que se reúne en los municipios, no necesitan un padre que les dé órdenes.

Fernando: agregaría que esto se relaciona con la experiencia política del movimiento mapuche en su lógica de autonomía, que era una de las críticas que normalmente se le hacía. ¿Con quién dialogo? ¿Con quién hablo? Y uno tenía que explicar que había una forma política distinta de llevar adelante una movilización. Lo que uno ve en América Latina desde la década del 2000 es la irrupción de movimientos sociales, por lo menos en Brasil, Argentina y Bolivia, donde se van a lograr entender estas autonomías para poder conducirlas hacia una nueva forma política.

Una de las cosas que más me conmueve, que en lo personal me hace sentir parte de este movimiento y que me encanta de él es que no es de líderes personalistas, líderes carismáticos, líderes que encarnan todas las aspiraciones del pueblo” (Azun Candina)

Los estallidos sociales no son aislados en la historia de Chile y varios de ellos tuvieron como gatillo el alza de la tarifa de transporte. ¿Creen que esta crisis se parece a otras del pasado? Y si es así, ¿cómo se resolvieron en esos casos?

Azun: frente a un tipo de Estado que pone en primer lugar el control y el orden antes que el bienestar de los ciudadanos y la justicia social, no es de extrañar que en algún momento las sociedades estallen como ocurrió en las décadas de 1920, 1940 y 1950, sólo para hablar del siglo XX. Lo que parece no entender el gobierno actual es que esa estrategia represiva no le está funcionando. Si ustedes hablan con cualquier especialista en conflicto, violencia social, control, delincuencia, les va a decir que más mano dura, más cárceles y más policías no solucionan la conflictividad social, lo único que hacen es controlarla en el momento, pero hacen que el conflicto o la violencia se vuelvan más grandes.

Fernando: la experiencia de Bolivia, de las revueltas de 2001 y después de 2003, desembocaron en una asamblea constituyente y una nueva Constitución, y se abrieron las puertas para que llegara un gobierno con rostro indígena, que es la figura de Evo Morales. Hay una frase que a mí me gusta mucho, que es “de transitar de una República propietaria a una República comunitaria”. Me parece que eso le falta a Chile porque no hay horizonte. La clase política no tiene un relato, no hay un futuro, no sabe lo que quiere construir, te hablan del tema del trabajo, de la producción económica, las cifras, pero no hay un horizonte, y en ese sentido, lo de Bolivia me parece atractivo.

—La bandera mapuche ha estado muy presente en las movilizaciones. ¿A qué creen que se debe?

Fernando: yo creo que los jóvenes en este país han sido muy golpeados desde el 2011 por el Estado chileno, que ha ocupado la violencia contra los estudiantes secundarios en forma permanente, y por lo tanto tienen una niñez que ha sido violentada. Esa misma niñez o adolescencia en 2011 mostró que la bandera mapuche los representaba en distintos aspectos, porque hay un símil: el movimiento mapuche vivió unos diez años de dura represión, cárcel política y resistencia. La bandera de los mapuche parece un emblema que tal vez unifica las distintas negaciones de parte del Estado chileno. Investigué el siglo XIX para mi tesis doctoral y ahí ves a los militares que estaban a cargo de la ocupación de La Araucanía muy en el inicio, en el año 50, cuya violencia se reproduce posteriormente en la sociedad chilena. El Estado chileno es racista y luego se convierte en un Estado antiplebeyo y, por tanto, reprime de la misma manera al bajo pueblo.

Azun: es interesante, porque uno analiza los disturbios desde el estallido actual, pero el discurso estaba desde antes. Me refiero a esa estrategia discursiva que es muy propia de los gobiernos autoritarios, que es tratar de dividir a la población: están los buenos ciudadanos o buenos chilenos, y eso se parece mucho al discurso pinochetista. Esos chilenos, que son los buenos chilenos, están escandalizados, dolidos y afectados con todo esto que está pasando. Y están los malos chilenos, que son los vándalos y delincuentes. Una de las cosas que me sorprende es la valentía de la gente de este país, el valor; yo crecí en dictadura, le tengo miedo a los militares con metralleta, lo reconozco: cuando leí en las noticias que iban a sacar a los militares se me encogió el corazón, pero hoy las personas se enfrentan a los militares con una cacerola y una cuchara de palo y realmente me emociona hasta las lágrimas.

¿Cuáles son las posibles salidas para esta crisis social? ¿Cómo debería encausarse una potencial solución en un contexto de ausencia de líderes tradicionales?

Fernando: los historiadores nunca le atinan a la salida, hacemos buenos diagnósticos, somos buenos doctores, pero no tenemos la inyección. Los movimientos sociales tienen líderes colectivos que los representan en algún momento y creo que a lo mejor, como en Bolivia en la crisis del 2000 y 2003, habría que convocarlos y convocarlas a la conversación. Si uno escucha al movimiento estudiantil, tiene soluciones; el movimiento mapuche viene proponiendo soluciones a la crisis desde hace 20 años, el movimiento feminista también, entonces creo que hay que convocar a los múltiples liderazgos para conversar sobre esto.

Azun: estoy de acuerdo con Fernando, no es que no haya liderazgos o no haya proyectos, sino que son liderazgos colectivos. Tengo muy pocas esperanzas en este gobierno, lo único que espero es que disminuya los niveles de represión y que sea capaz de abrirse a este Chile que tenemos que construir. Sabemos que no lo van a hacer ellos porque a la derecha no le interesa construir este Chile, pero me importa que paren de reprimir y que abran una puerta para quienes queremos —que somos muchos, la mayoría— un país más justo y solidario.

Esta entrevista es una breve síntesis de la conversación que se realizó el 8 de noviembre de 2019 en el programa radial Palabra Pública de Radio Universidad de Chile, 102.5.